Nuevas reglas 6 (Mamen y Nico: Libro 3)

¿Y al de Ibiza?

—¿Has…? ¿Has, vuelto a verlos…?

Me separé de él con una mueca de extrañeza.

—¿A quién?

—A Javier, a Sergio…

—¡No! —le dije casi divertida—. Bueno a Javier por aquí, en el gimnasio. Pero nada más. No te rayes con eso, cielo, por favor… —le susurré, y volvía abrazarlo—. Sin ti, no tiene sentido nada de esto…

Cerré los ojos y apreté con fuera mis brazos sobre él. No había sido sincera. Al menos, no totalmente.

—¿Seguro? —La pregunta me alertó.

—Sí —me separé para mirarlo a los ojos—. No he vuelto a ver a Sergio, te lo juro. Y a Javier solo en el gimnasio Nos hemos saludado y eso…

—¿Y al de Ibiza…?

*

Ibiza…

Llegamos a Ibiza, y sorpresivamente para mí, Nico no había preguntado nada sobre la noche del viernes en casa de Javier. Si era cierto que con su mirada buscaba respuestas a ciertos interrogantes que debían acosarlo. Pero me hice la despistada, disimulé e intenté ser complaciente con él.

Suponía que aquello terminaría por quedar, si no olvidado, sí en un segundo plano, escondido y ajeno a nuestras vidas. Pero un día preguntó. Y yo no podía, o pensaba que no debía explayarme en aquello. Era consciente de que si le decía que Sergio me la había metido por el culo, iba a dolerle. Porque había comprendido que Nico no era un cornudo al uso, de esos sumisos y complacientes.

Yo no estaba muy versada en esas tendencias o modas de las parejas abiertas, de los cuernos consentidos y todo eso. Y sospecho que él, tampoco. No habíamos puesto reglas, no clarificamos los límites en donde tenía que navegar aquella decisión que habíamos tomado de que yo pudiera acostarme con otros. Y por eso, al menos así lo pensaba yo, estábamos descarrilando.

—¿No hemos hablado nada de la noche del viernes? —me preguntó.

—¿Quieres hablar de ello? —intenté aparentar normalidad, como otras conversaciones cuando yo había estado follando con Jorge y él, o se nos unía o sabía lo que yo estaba haciendo.

—¿Qué hiciste toda la noche?

—Es obvio, ¿no?

Yo seguía intentando parecer normal, natural. Por una parte, al haber sido Nico el que me había empujado a ello, mi sensación de culpa se veía disminuida. Pero tampoco negaba que aquella noche el sexo había sido brutal, intenso, sin barreras y, aunque me pesara reconocerlo, sin echar de menos a Nico.

Porque esa era la verdad. Había disfrutado yo, sin pensar en él, sin tener en cuenta la excitación que a él le suponía verme con otros. Obvié el sexo anal con Sergio, aunque sí le dije que había estado con él.

—También follé con Sergio —le contesté en un momento dado. Y entonces vi que aquello no le hacía ni pizca de gracia. Que lo molestaba. Y me percaté que él, si no lo intuía, lo vislumbraba, yo había tenido sexo aquella noche sin tenerle en cuenta. Pero ¿era necesario? ¿No le había bastado con Jorge, saber que me acostaba con él? ¿Qué cambiaba entonces? Entendí que su control, si se le podía llamar así.

La noche terminó con Nico y yo en la cama, haciendo el amor, o follando, porque empezaba a no distinguirlo. Quería, de alguna forma, repetir la misma experiencia lujuriosa y lasciva con Jorge, con Javier o con Sergio. Entregarme, únicamente, a mi placer y mi disfrute. Y entonces me di cuenta de que con Nico todo era más tranquilo, no había aquellas mamadas en las que me apetecía que se corrieran en mi boca, en mi cara, en mis tetas. No era la misma sensación cuando me penetraba alguien distinto a mi novio, no habíamos practicado el sexo anal, mientras que con Jorge y con Sergio, deseaba hacerlo.

Todo empezaba a ser un poco extraño. E insano. Quería a Nico, de eso estaba segura, pero también estaba descubriendo mi faceta más excitable: tenía que reconocer que, tras lo de la noche en casa de Javier, me gustaba follar con otros. Así de simple. Y con Nico, me costaba hacer lo mismo. Era mi novio, no una aventura, una noche de excitación, provocada, precisamente, porque no era mi novio quien me follaba.

Algo me impedía hablar así con Nico. Quizá fuese que en el fondo, sentía que esa libertad que empezaba a vivir me hacía separarme de él. Que era, en cierta medida, incompatible con el noviazgo o vivir en pareja. Por mucho permiso que tuviera y él se excitara. O era simplemente, que empezaba a querer tener las dos cosas. Un hombre cálido, amable, tranquilo en mi casa para hacer el amor, y unos cuantos para, con total tranquilidad y consentimiento, follar hasta no poder más.

—¿Y al de Ibiza…? —la pregunta seguía retumbando en mis oídos.

Dudaba, porque yo conocía a Nico y si preguntaba, era por algo. Su mirada me corroboraba que algo sabía o sospechaba. Porque, sí, había follado una segunda vez con él.

—¿Por qué lo preguntas? —acerté a decir.

Él sonrió de lado. Con cierta tristeza.

—Estuviste hasta las tres de la mañana fuera, por la zona de bares… La localización de tu móvil… —Me aclaró.

Sí. Unos meses atrás habíamos decidido que nuestros teléfonos pudieran localizarnos y saber nuestra posición. Era una medida de seguridad y no de control. Cerré los ojos y respiré con profundidad.


Cuando Nico se fue, me quedé con esa mezcla de tristeza, rabia e incomprensión. Me tiré todo el día llorando. Le llamé por teléfono, no menos de diez o doce veces. Y le puso otros tantos mensajes rogándole que volviera o que me esperara y yo me iba con él. Ni me contestó, ni me mensajeó. Y por la tarde, a eso de las ocho, tras hacer la maleta para el día siguiente, salí a dar una vuelta para despejarme. No había probado bocado y tenía la cabeza embotada, con pensamientos de toda índole que pasaban, en muy pocos segundos, de la ruptura total al intento de solución. Me senté en un bar al que ya habíamos ido a picar algo una de aquellas noches. Vi una mesa vacía y la ocupé.

Pedí al camarero un tinto de verano y una ración de calamares. A pesar del hambre, sentía un nudo en el estómago. Allí estuve como hora y media, sin poder dejar de pensar y me sentirme mal. Piqué algunos calamares, pero la mitad se quedaron en el plato, fríos y abandonados. Me disponía a pedir la cuenta cuando escuché una voz grave a mis espaldas.

—¿Te apetece un gintonic ?

Me volví un poco sorprendida y sobresaltada. Vi a Adrián, sonriente, con una camisa de lino remangada, bastante desabotonada y dejando ver sus dos antebrazos totalmente tatuados.

Tenía un gintonic en cada mano. Miré al móvil huérfano de contestación de Nico. Respiré hondo, llena de fastidio y sonreí.

—Sí… por qué no.

Se sentó. Estuvimos charlando un rato, sin que le dijera nada de lo sucedido. Yo, como otras veces, había dicho que era un amigo con el que, de vez en cuando, me acostaba. Cuando llegamos al apartamento la noche anterior, le dije que Nico se había ido con una chica y que quería hacerlo en el salón. No era cuestión de comentarle que mi novio nos iba a ver follar…

La verdad que me hizo reír, o al menos olvidarme un poco de lo sucedido. Adrián, todo hay que decirlo, es un chulo. Bastante creído y sabe que gusta. Mide más de uno noventa y tiene un cuerpo escultural. Eso no se puede negar. De cara, ya es más opinable. A mí, particularmente, no me desagrada, pero tampoco me parece un dios griego. De hecho, Nico es más mono. Y Jorge, ni comparación. Pero tenía algo.

Me fijé en él cuando me fui a bailar la noche anterior. Fue uno de los que se me acercó y en uno de los movimientos, noté algo muy grande en su entrepierna. A partir de ese momento, le clavé varias miradas. Sí, todo indicaba que estaba muy bien dotado. Cuestión que quedó absolutamente corroborada por la noche. Nunca me había comido una polla de ese calibre. Ni sentido algo tan grande dentro de mí. Muy grande, muy gruesa, y muy bonita, además.

Cuando nos quedamos tomando la copa él y yo solos, habiéndose marchado Nico al apartamento, yo ya estaba casi segura de que íbamos a terminar en la cama. Me excitó un nuevo roce en su entrepierna, que no fue del todo inocente, y que me volvió a confirmar y ratificar mi primera impresión acerca de su paquete.

Volví a dejarme llevar de una forma absolutamente libre y ajena a las intenciones de mi novio. Es posible que fuera un error. Pero, cuando lo mensajeé, le dejé claro que si me decía que no lo hiciera con Adrián, yo me volvía sola al apartamento. Aunque también creo que, al menos en parte, se lo escribí para calmar a mi conciencia.

Ahora, con Nico de vuelta a Madrid o viendo a su madre, yo, rota de incomprensión, de fastidio y de pena, se me volvía a presentar aquel chulazo con un gintonic . Y claro, volvimos a follar esa noche. Y lo hice por venganza. Absurdamente, sí, pero pensando que lo que Nico había hecho, era injusto. No sé si totalmente, pero a mi entender, lo era en una buena medida.

Me pudo esa sensación de abandono y de injusticia que, a mi juicio, pensaba que había cometido Nico conmigo. Aquella noche, cuando me volví a meter en la boca aquella grandiosa polla, la saboreé con deleite, ganas y una pizca de enojo. Contemplé fascinada los veinte y algo centímetros de su miembro, y me abandoné al puro y mero placer. Primero fueron unas palabras al oído, luego varias risas, al poco un leve toque, unos minutos más tarde su mano en mi cintura y a las dos y media de la mañana, en el tercer bar que visitábamos, nos besamos ya sin el más mínimo pudor. A las tres y cuarto, entrábamos en el apartamento que hasta esa mañana ocupábamos Nico y yo.

Nos fuimos directamente a la cama y yo de rodillas y desnuda admiré con deleite a Adrián. Él sabía que gustaba, de eso no me cabía duda. Y que tenía algo de chulo y prepotente, tampoco se me escapaba. Pero follaba razonablemente bien y tenía una polla colosal. Se acercó despacio a la cama, con una sonrisa de suficiencia. Estaba ya totalmente empalmado cuando se colocó frente a mí y me besó por el cuello. Yo cogí su pene con la derecha mientras que con la zurda le acariciaba los huevos.

—¿Te gusta? —me dijo echándose para atrás y mirando a su miembro totalmente erecto y duro. Torció una sonrisa de suficiencia.

—Es bonita…

—¿Solo bonita…?

Sonreí. Chulo, prepotente y creído. Pero musculoso, tatuado, fornido, cincelado a fuerza de horas y horas de gimnasio y mono. Suficiente, me dije.

—¿Te parece poco…? —dije insinuante mientras me agachaba y me quedaba a gatas, introduciéndome muy despacio un tercio de su polla en la boca.

Le sentí dentro, muy grande, muy dura y palpitante. Le volví a acariciar los huevos que ya estaban hinchados y compactos. Como todo él, estaban rasurados, sin un pelo, lo que, a mí, al menos, me gustaba. Nico, por ejemplo, solía afeitarse la zona y se dejaba algo de vello. Cada vez menos por petición mía, la verdad. Pero Adrián, debajo de las cejas, no tenía un solo pelo en todo el cuerpo.

Succioné su polla, la lamí, chupé moviendo mi cabeza por todo su tronco y noté que si seguía mucho, se iba a correr. Decidí dar rienda suelta a mi lado perverso. La saqué de mi boca, me incorporé y le miré sonriente.

—No está mal tu polla… —le lamí los labios y él bufó de excitación.

—Suele gustar…

—Estoy segura… Pero voy a parar que si no, me quedo sin que me la metas… —volví a sonreír con malicia.

Me tumbó en la cama y apuntó su glande a la entrada de mi vulva. La frotó un poco y se dispuso a penetrarme. Le dejé hacer, aunque como la noche anterior, iba a ser yo quien llevara la iniciativa. Ni siquiera en aquel segundo polvo le permití mandar.

Noté cómo se introducía todo aquel pene en mi vagina, llenándola por completo. Lo hizo lentamente y yo acompañé todo su movimiento con un largo gemido de auténtico placer. Era verdaderamente delicioso sentir como se iba hundiendo en mí toda aquella polla de espléndidas dimensiones. Cada centímetro que se introducía aumentaba mi gusto y excitación. Era fascinante sentir algo tan grande dentro.

Empezó a aumentar su ritmo con las caderas, aún pausado, pero con una ligera aceleración. Con cada acometida sentía todo aquel enorme pollón hundiéndose hasta el fondo de mí. Era delicioso. Y aunque no lo hacía mal, Adrián no tenía comparación con la firmeza y cambios de ritmo de Jorge o la contundencia de Willy, el dominicano, o las atenciones y delicadeza de Sergio.

Su manera de follar se basaba en la longitud y anchura de su pene, ambas descomunales, lo que hacía que ya de por sí, llenara la cavidad vaginal por completo, rozando cada rincón de ella. La cantidad jugaba en este caso, en contra de la técnica.

Volvía a estar cerca de correrse, pero dejando que mi malicia emergiera de nuevo, lo atraje para mí, apretando con mis manos sus poderosas caderas para besarlo. Eso hizo que tuviera que disminuir a la fuerza su ritmo, aprovechando yo para incorporarme y forzarle a que fuera yo quien se quedara encima. Así, sentada y sintiendo todo aquel falo en mí, sonreí de nuevo maliciosamente.

—Ahora sí que te vas a correr cielo —le susurré acercando mi boca a la suya.

—Yo creo que vas a ser tú primero… —me dijo aceptando el reto.

Despacio, apoyándome en su pecho y dejando que me invadiera la sensación de la penetración completa de su polla, empecé a cabalgarlo con suavidad, mientras apretaba mis muslo, mi vagina y mis caderas para que ambos sintiéramos todo el placer posible.

Yo intentaba sacar el máximo que podía de su polla, para al momento, hundirla de nuevo en mí. Él jadeaba de gusto, yo suspiraba de placer cada vez que me introducía todo aquel miembro. Lentamente, despacio, mirándolo y sintiendo como a los dos nos estaba gustando aquello mucho.

Mi excitación, como era previsible, iba en aumento, lo mismo que la de él. Tras varias cabalgadas, un poco más rápidas, decidí que había llegado el momento de que explotara. Mirándolo a los ojos, aceleré todo lo que pude el ritmo de mis caderas y a la novena o décima vez, me la saqué para que se corriera fuera de mí y poder contemplar aquel enorme pene soltando el esperma sin control y a base de espasmos.

—Te he ganado… —le dije retadora.

Él, aun con la polla goteando semen, me volvió a tumbar y me embistió con dureza y una pizca de su orgullo herido. No hizo falta mucho para que yo también me corriera con intensidad, sintiéndome absolutamente llena por su miembro taladrándome con fuerza y decisión. Me corrí con un largo bufido de placer y varios suspiros que me dejaron exhausta, complacida y relajada.

Había sido un polvazo. Me miró con gesto satisfecho, y ese punto chulesco y condescendiente que casi siempre ponía. Me quedé un momento quieta en la cama, respirando profundamente, con los ojos cerrados y no pude evitar pensar en Nico.


​—¿Y al de Ibiza? ​

LA pregunta seguía martilleándome. No contesté de inmediato, pero mantuve la cara de extrañeza.