Nuestros jugos se condensan
A la vera de la piscina reconocí cada poro de su pecho, conté los vellos de sus piernas y grabé para siempre el olor de su cuerpo en mis sentidos.
Nuestros jugos se condensan y se lanzan al aire cual mariposas. (Anónimo)
Fue la primera vez de un largo amanecer.
El calor de la adolescencia honró su vieja estirpe. Su piel blanca y ardiente se derramaba sobre la mía, derritiéndome en exóticas sensaciones de placer.
A la vera de la piscina reconocí cada poro de su pecho, conté los vellos de sus piernas y grabé para siempre el olor de su cuerpo en mis sentidos.
Él tomó cada gota de mi bronceada piel, alimentó su fuego con mi carne, y ensayó en sus dedos el descubrir un mundo nuevo, la sutileza del juego de la entrega.
Tal vez en las vidas antiguas fuera el hombre de la macana y yo la víctima arrastrada.
Los dobleces de mi cuerpo eran la tersura de mi alma y su furia el yugo que me postraba.
Cuando el sol se ponía, su figura masculina de brazos y piernas largas se recortaba contra el horizonte y, proyectándose como único paisaje para mis ojos; su bañador se traslucía dejando adivinar las porfiadas formas de su sexo, débiles y agresivas a la vez, y la suaves y curvilínea redondez de sus nalgas.
Extasiado por mi estupor, el sentía el fuego de mi ser forjándose como futura ondina marina, de incipientes turgentes pechos y mejores glúteos para su deleite, como lo pensaba y sentía entonces.
No hubo un momento definido, pero sí un cúmulo de hechos superpuestos que fueron precisando las sensaciones de descubrir el mundo de su mano en mi espalda, en mi hombro, su cuerpo cercano y dominante, como si esa proximidad entrañara una comunión de calor y flama, de persona con persona.
El cristal de la copa cantó tres veces entre sus dedos y la tercera se rajó.
Un dolor intenso y la lanza partió mi carne. Separando la frágil membrana, abrió su camino y encontró su lugar entre mis piernas.
Inmenso en su demanda, inmensa en mi entrega, ardiente la antorcha de fuego que entró en lo más profundo con la sed del desierto y bebió su placer casi al instante, llenándome con su jugo mis incipientes recodos.
Después aprendería el sentido de la ola y el gozo de la marejada.
Mas tarde, el carillón sonó inexorable y nos fuimos, aprendidos por el tiempo.