Nuestro tercer encuentro

Nuestro tercer encuentro será diferente. Temo que exceda tus límites, pues no hemos llegado a hablar en ningún momento de situaciones como la que te esperan. En ese caso, no obstante, bastará con que uses la palabra pactada.

Nuestro tercer encuentro será diferente. Temo que exceda tus límites, pues no hemos llegado a hablar en ningún momento de situaciones como la que te esperan. En ese caso, no obstante, bastará con que uses la palabra pactada.

Estamos en el mes de marzo, la temperatura es fresca y la previsión del tiempo anuncia lluvias. No es casual que haya elegido este día.

Ponte ese vestido que me gusta, con el largo de falda a medio muslo y un escote cruzado que puede abrirse fácilmente. Coge calzado cómodo, tendremos que andar. Ponte también unas braguitas. No uses sujetador. Por último, coge un abrigo.

A la hora que te he indicado estás esperándome ya en la parada de autobús. Te recojo con el coche, y salimos hacía los montes. Por el camino, a ratos, acaricias y lames mi pene sobre el pantalón, haciéndolo crecer bajo la tela vaquera empapada por tu saliva.

-          Señor, puedo sacarla? Estoy deseando metérmela en la boca.

-          No, putita, aún no. Mastúrbate si lo deseas.

Me obedeces. Te reclinas en el asiento, abres tus piernas y comienzas a tocarte por encima de las braguitas. Después, las separas levemente, dejando los labios vaginales al aire, y te rozas  apenas con el dedo índice. Después lo introduces, acompañándolo al momento también del anular.

Mientras tanto, hemos dejado atrás la ciudad y empezamos a subir por una estrecha y revirada carretera. No me preguntas nada. Sabes que mis deseos no son negociables, ni tampoco te los voy a contar previamente. El efecto sorpresa te pone muy cachonda. De hecho, a medida que pasas más rato en el coche tu coño va humedeciendo, y lo es tanto por la masturbación como por la sorpresa y el temor de lo que pueda pasar.

Abandonamos la carretera, adentrándonos 2 o 3 kilómetros por un camino terrizo poco transitado, con mucha maleza. El coche avanza con dificultad, hasta detenerse finalmente en una explanada con clínex y preservativos usados en el suelo. Hay otro coche aparcado, pero no hay nadie en su interior.

-          Ponte el abrigo y bájate. Comienza a andar y no vuelvas la vista atrás.

Sientes cierta inquietud, pero obedeces. Notas el frío en el cuerpo al salir. El vestido es un tanto vaporoso y el abrigo que has cogido es demasiado fino. Tiemblas, y no estás segura si es por el frío o por el temor a lo que está pasando o pueda pasar.

Durante un rato el único sonido que se escuchan son nuestros pasos sobre la hojarasca y tu respiración alterada. Transcurridos diez minutos llegamos al sitio donde quería llevarte. Un altivo alcornoque se alza ante nosotros. Te ordeno que pares, sin volverte, y que dejes deslizarse el abrigo hasta el suelo. Desabrochando los botones y con un leve gesto de los hombros hacía atrás, cae al suelo. Apenas ocurre esto, sientes un tortazo fuerte en la nalga derecha. Protestas con sorpresa y dulzura. Sonrío.

Entonces saco de mi mochila un pañuelo de color púrpura que coloco sobre tus ojos. Te lo aprieto fuerte, para que no veas absolutamente nada. Luego cojo un par de gruesas cuerdas, y te anudo cada una de ellas en las muñecas. Lanzo una de las cuerdas hacía arriba, haciéndola pasar sobre una rama del alcornoque. Cojo el extremo de la cuerda y le hago un nudo corredizo, del que tiro hasta que se ajusta a la rama, a la vez que alza tu brazo hacía arriba completamente. Repito la misma operación con el otro brazo en otra rama cercana. Terminas con ambos brazos completamente alzados. El nudo de las muñecas te duele, pero no protestas. Más bien al contrario, lo disfrutas.

Meto la mano bajo el vestido, entre tus piernas. Agarro las bragas y tiro con fuerza de ellas para abajo. Alzas una pierna para que te la saque.

-          Abre la boca.

Lo haces, y te meto tus propias bragas en la boca. Te sientes totalmente entregada. Estas semi-inmovilizada con los brazos en alto, sin poder ver ni hablar. Y esta vez no estás en un apartamento privado, sino en el campo. Cualquiera puede pasar y verte así, y temes que eso ocurra y puedan querer sacarte de este sueño-pesadilla. Tu corazón palpita acelerado.

Paseo a tu alrededor, observándote, observando tus pechos erguidos por la postura de brazos alzados bajo la fina tela del vestido. Tus pezones han crecido por el frío y la excitación. Los acaricio suavemente con la yema de los dedos, y aún crecen un tanto más.

Acaricio tu cuello, tu barbilla, tu boca, tus mejillas. Acerco mi boca a la tuya, rellena con tus bragas, y comienzo a besarte la cara y el cuello. Bajo los besos por el cuello, lamiendo las suaves curvas del hueso saliente de tu clavícula. Luego abro tu escote con las manos y sigo bajando con la lengua a tus pechos, a tus pezones. Los chupo, los muerdo. Tiro de ellos con los dientes hacía fuera.

Mientras tanto, he metido mi mano bajo tu vestido nuevamente, y toco tu coño con mis dedos, rozándolo o penetrándolo con uno o varios dedos. Jadeas como puedes, y salivas empapando tus propias bragas, que cuando se saturan con tu saliva empiezan a chorrear por la comisura de tus labios.

Entonces me alejo unos metros. Lo sabes por el ruido de mis pasos. Escuchas algo crujir, y transcurridos unos segundos comprendes lo que era. Una rama se te clava suavemente en tu pecho izquierdo. La deslizo por ambos senos. Sientes que te araña aún por encima del vestido. Se rasga la tela, pero tú eso no lo ves. Yo sí, y disfruto con la imagen de tu cuerpo solo cubierto con un vestido que ahora tiene un agujero que deja visible parte de tu pecho. Sigo arrastrando la punta de la rama por el resto de tu cuerpo, por tu vientre, por tus muslos, por tu entrepierna. Te lo introduzco apenas un par de centímetros, suavemente, entre tus labios vaginales.

Luego sigo rodeándote, y ahora me he situado tras de ti. Te araño la espalda con la vara. El vestido vuelve a rasgarse, dejando ahora parte de la espalda al aire. La bajo hasta tu culo, y es entonces cuando empieza tu tortura, inesperadamente. En lugar de rozarte con la rama, la he alejado un instante para azotarte con ella en la nalga. Y al primer azote le sigue otro, y otro, y muchos más, en ambas nalgas, y con diferente intensidad de golpe. Aúllas con algunos de ellos, y tu sexo gotea muslos abajo, exacerbada de placer y dolor.

En ese huracán de sonidos por tus propios aullidos, gemidos y los latigazos de la rama en el viento, no llegas a darte cuenta que varios pasos se acercan. Solo cuando yo paro, y segundos después disminuye el nivel de tu propia respiración, escuchas que hay alguien más cerca de ti.

Tratas de decir algo, pero ocupada tu boca con tus braguitas, no puedes. Quieres explicar a quién ahí esté que esto es un juego, que no se preocupen, y que pueden seguir su paseo. En realidad, lo que quieres es exhortarle que lo sigan, pues no quieres dejar de disfrutarlo. Pero no puedes. Y no parece que sirviese tampoco de mucho, pues quien esté frente a ti no dice nada. Permanece inmóvil.

Tampoco me escuchas a mí. No sabes qué está pasando.

Entonces una mano se sitúa leve sobre tu pecho. Sabes que no es la mía. Esa persona está sobándote las tetas, tímidamente. Primero con una mano, luego con dos. Luego con tres y después con cuatro.

-          Es vuestra, usadla sin temor.

Se te hace un nudo en la garganta al escuchar eso. No había una, sino dos personas frente a ti, y yo les he invitado a usarte. Sientes que te vas a marear. No esperabas esto. Quiénes son? Qué van a hacer contigo?

Me doy cuenta que estás aterrorizada, y te aclaro que esto que está pasando no es casual, que yo los he invitado a venir. Comprendo también que con las bragas en la boca no puedes usar la palabra de control, de modo que me apresuro a quitártelas. Estabas esperando que lo hiciera para, efectivamente, usar la palabra de control con la que parar toda esta locura. Pero cuando tienes tu boca libre, sorpresivamente te escuchas decir “si mi señor lo desea, seré también vuestra. Vuestra puta. Usadme como queráis”.

Como si esperasen tu expresa invitación para actuar libremente, ambos comienzan ahora a tocarte con más descaro y desvergüenza. Te tocan los pechos, las piernas, los muslos, tu sexo. Se te acercan y notas sorprendida que no son 2 hombres, sino un hombre y una mujer, pues notas unos pechos aplastarse contra tu espalda mientras ambos te siguen tocando y acariciando todo el cuerpo.  Ella te araña con unas largas uñas. Eso no lo esperabas, y te gusta.

Ahora dos lenguas lamen tu cara, con lamidos caninos. Al tener ya la boca libre, la abres, invitándolos a entrar en ella con sus lenguas. Permaneces largo rato con la boca abierta hasta que una de las lenguas entra, efectivamente, en ella. Explora tu interior. Luego se le suma la otra. Ambas lenguas pugnan por adentrarse en tu boca a la vez. Se mezclan las salivas y los alientos cálidos. Sientes también que te muerden los labios. Y mientras tanto, con los dos cuerpos aplastados contra el tuyo, sus manos siguen sobando tus muslos y trabajando tu sexo. Notas una oleada de placer bajando desde tu vientre, hasta tu coño. Te corres, con ruidosos gemidos y aflojando la musculatura de las piernas, de modo que quedas literalmente colgada de los brazos, con las piernas como inertes.

El modo en que te has abandonado al placer excita al desconocido, que ha situado su pene, muy duro, en la entrada de tu coño y comienza a penetrarte torpe y lentamente mientras ella sigue besándote la boca.

Mientras todo esto ocurre, se suma un nuevo invitado: la lluvia.

Comienza a llover suavemente. Tardas en darte cuenta.

La chica se masturba mientras te besa, y alcanza un orgasmo a la par que clava los dedos y uñas de su otra mano en tu culo. Él también, instantes después, lo alcanza, corriéndose dentro de tu coño. En cuanto se retira, el semen gotea desde tu sexo hasta el suelo.

Aumenta la intensidad de la lluvia. Los desconocidos se separan de ti, y tras vestirse escuchas sus pasos alejándose.

-          Te has portado como una auténtica perra. Enhorabuena. Ahora, voy a guarecerme de la lluvia cerca de aquí. Vuelvo en cuanto cese.

-          Pero, señor! Vas a dejarme aquí bajo la lluvia?

-          Sí – contesto secamente.

Y como si encime me burlase, añado “estás muy sexi con el vestido mojado”.

Escuchas mis pasos también alejándome, y permaneces allí atada al alcornoque, en mitad de la lluvia, apenas cubierta con un vestido ligero y desgarrado por varios sitios.

No sabes cuánto rato transcurre, pero te parece que ha sido más de una hora. En este tiempo no pasa nada, salvo que permaneces inmóvil empapándote bajo la lluvia, que por momentos sube en intensidad, llegando incluso a escucharse algún lejano trueno.

Tus muñecas están terriblemente doloridas, y sientes cansadas también las piernas. Además, tienes mucho frío. El vestido está completamente mojado, pegado a tu piel, incrementando el frío de la brisa al contacto con tu cuerpo.

Finalmente, vuelves a escuchar mis pasos. He reaparecido a tu lado.

-          Señor, desátame, por favor.

Un guantazo se estrella contra tu mejilla.

-          Me duelen los brazos…

Un segundo guantazo descarga contra ti, esta vez en la otra mejilla. Y a éste le siguen un tercero, cuarto y quinto. Son fuertes, y resuenan como latigazos.

Comienzas a llorisquear. Pero como sigues sin detener el juego, sigo golpeándote, castigándote por tu debilidad, fortaleciendo tu capacidad de adaptación a situaciones difíciles. Tras los guantazos en la cara, le siguen otros en las nalgas, con la mano completamente abierta, con fuerza.

En estos minutos de guantazos y golpes tensas aún más los brazos, y eso hace que el nudo de las muñecas se apriete aún más, hasta que la falta de riego sanguíneo suficiente termina durmiéndotelos. Es una sensación extraña y un tanto angustiante no sentir tus brazos, pero lo recibes como una liberación. Ya no te duelen, y ahora te centras solo en el placer de las nalgadas. Abandonas el cuerpo. Echas la cabeza hacía atrás. Tu abandono me enciende más aún, y meto las manos por las partes en que tu vestido fue desgarrado por la rama, tirando hacía ambos lados con violencia y rajándolo completamente. Quedas semidesnuda, con trozos del vestido colgando, y buena parte del cuerpo expuesto ya completamente al frío y la ligera llovizna que aún persiste.

Me agacho entre tus piernas y comienzo a lamer tu coño. Lo hago con suavidad, casi con ternura, a pesar de lo insólito de la situación y tu postura.

Pero las suaves lamidas comienzan a intercalarse con mordiscos en tus labios vaginales y con una succión profunda, dolorosa, de tu clítoris. Gritas de placer, olvidándote de todo y centrándote solo en lo que está pasando en tu coño. Tienes dos orgasmos consecutivos.

Tras estos estás quedas ya completamente exhausta, colgada, habiéndote olvidado de tu cuerpo e incluso del mundo.

Con una navaja corto una de las cuerdas, y luego la otra. Caes al suelo, sin hacer intento alguno por levantarte. Comienzas a notar que la sangre vuelve a circular por tus brazos, y entonces sientes el intenso dolor del cansancio, de la forzada postura que has tenido durante tanto rato y del roce de las ataduras en las muñecas. Te quito también el pañuelo de los ojos, pero mantienes los ojos cerrados, tal como los has tenido todo el rato. Quieres quedarte dormida ahí, en el barro, desnuda.

Me sitúo encima de ti y empiezo a masturbarme, disfrutando de tu cuerpo inmóvil, manchado de barro, arañado. Cuando voy a correrme, me agacho, poniéndome a horcajadas sobre tu pecho y descargando abundantes chorros de semen en tu cara. Tu único gesto consiste en autolamerte los labios para saborear los restos de semen que hay sobre ellos. Sonríes cansada. Te ayudo a levantarte y volvemos andando despacio al coche.