Nuestro primer encuentro
Preparé cuidadosamente la escena y la música, tal y como había hecho antes con la mesa, la cena y los vinos. Aquella, nuestra primera vez, debía ser una ocasión memorable.
Revisé cuidadosamente todo, fijándome hasta en los más mínimos detalles: sobre la mesita redonda del comedor, un mantel de hilo resplandeciente, adornado con un búcaro en que lucían dos rosas intensamente rojas, y un candelabro con cinco velas perfumadas, que encendí.
Sobre él, relucía la vajilla, los cubiertos de plata, y las copas de finísimo cristal. Una botella de Rioja, recién abierta, esperaba a que su exquisito contenido fuera escanciado en el vidrio reluciente. La suave música bailable del estéreo, con poco volumen, parecía brotar de todas partes y ninguna a la vez.
Era un ambiente inigualable, para una ocasión que no se repetiría. Porque habría muchas otras noches de amor, pero el primer encuentro de dos amantes es único. Y aquella noche sería la de nuestra mutua entrega, la culminación de nuestro amor.
El duplex de papá, situado en una zona elegante, aunque algo apartada de la ciudad, estaba montado con el colmo del lujo. Muebles modernos de diseño, carísimos. Pinturas de firma en las paredes enteladas. Una enorme cama, hecha a medida, más grande que el tamaño comercial de una de matrimonio, con sábanas de seda, y una tamizada iluminación en el dormitorio, que era ya incitante en sí misma.
Y el colmo era la inmensa terraza del piso superior, en el que las únicas construcciones eran el estudio de mi padre (¿para qué querría un estudio en su "nido de amor"?) y una sauna, anexa a un jacuzzi al aire libre, rodeado de un parapeto que le hurtaba de la vista de las casas de los alrededores, y que en invierno se podía cubrir con un techo plegable, lo que permitía utilizarlo en todo tiempo. El resto, era un jardín, que resultaba incongruente, al menos para mí, en una casa de pisos.
Papá era el propietario y presidente de una empresa de comercio exterior creada por él mismo, lo que le proporcionaba ingresos de sobra para mantener este "picadero", además del inmenso chalet familiar. Mi madre había fallecido hacía ya muchos años, y papá traía a este piso a sus conquistas habituales, porque a sus 58 años se mantenía aún prácticamente en las mismas condiciones físicas de su juventud, y tenía un gran éxito con las mujeres, algunas de las cuales de seguro suspiraban por su apellido (y por su fortuna, probablemente). Pero él no había querido nunca contraer un nuevo matrimonio, y sus "mujeres" eran sólo ocasionales "porque un hombre tiene ciertas necesidades", como me dijo guiñándome un ojo, el día que dos años antes me había hablado de su "nidito".
Ahora estaba ausente, en uno de sus frecuentes viajes por todo el mundo. Antes de partir, en lo que ya era una broma habitual, me había entregado con falsa solemnidad las llaves "por si te surge alguna ocasión". Nunca las había utilizado. Hasta esta noche.
Por enésima vez comprobé que la temperatura del agua del jacuzzi era la adecuada: templada, con la temperatura regulada por un termostato que ponía en marcha o apagaba los calentadores intercalados en el circuito. Perfecta para que dos amantes se introdujeran en las burbujas
Decidí pensar en otra cosa, porque la imagen evocada me causaba una excitante anticipación de lo que, sin duda, ocurriría más tarde.
Me serví un Martini con unas gotas de ginebra, para entretener los escasos minutos que faltaban para que llegara la mujer que amaba. Susana era muy puntual, así que estaba totalmente seguro de que no se retrasaría.
Y aquella noche menos, estaba seguro. Nuestra cita había sido la culminación de muchas noches en blanco, de horas y horas en las que su imagen estaba permanentemente presente en mis pensamientos, de una continua lucha por parte de ambos para intentar arrancar aquel amor que nos consumía, de infinitos intentos de negarnos a nosotros mismos lo que finalmente tuvimos que reconocer: que no importaba nada, que nuestro amor era más fuerte que los obstáculos que se nos interponían, y que nunca nos separaríamos, pasara lo que pasase en el futuro.
Y con nuestro primer beso de amantes, llegó la decisión, libremente aceptada por los dos, de consumar nuestro amor esta noche, en este lugar incomparable, para que el recuerdo fuera tan imborrable como lo era la mutua pasión que sentíamos.
No se retrasó. Faltaban solo dos minutos para las 8 p.m., hora de nuestra cita, cuando oí el suave campanilleo del carillón de la entrada.
Nos quedamos los dos parados, sólo mirándonos durante mucho tiempo, como queriendo grabar en nuestra memoria la imagen del cuerpo amado. Susana llevaba sus largos cabellos rubios recogidos en un moño alto, que resaltaba la esbeltez de su cuello. En sus lóbulos, dos pequeñas perlas, a juego con el collar, únicos adornos que portaba. Sus ojos de un verde intenso, velados por sus largas pestañas, estaban muy brillantes. Sus labios carnosos lucían un leve toque de carmín rosado, único afeite que se había permitido, porque no necesitaba de nada más: sus mejillas resaltaban ligeramente rosadas en la perfecta piel de alabastro de su cutis.
Había elegido un vestido negro entallado de una pieza, sin mangas, que resaltaba sus hombros y brazos torneados. No llevaba medias, y sus pies calzaban unos zapatos de bajo tacón, también negros, a juego con el bolso de mano.
Finalmente salimos del trance, y nos besamos suavemente, con infinito amor. Había anticipado este momento miles de veces. Alguna de mis noches solitarias me había permitido fantasear con la idea de desnudarla inmediatamente, con la urgencia de mi infinito deseo por ella. Pero no eran esas mis intenciones. Primero, porque la conocía lo suficiente como para saber que sólo provocaría su rechazo. Pero, sobre todo, porque quería ir avanzando pequeños pasos en la misma dirección, prolongando el angustioso placer de desearnos, hasta que finalmente la consumación de nuestro cariño llegara como la natural culminación de nuestro encuentro.
La acompañé, enlazada de la cintura, en el recorrido de la casa que iba a ser testigo de nuestro primer acto de amor. Al entrar en el inmenso dormitorio, percibí en su talle un estremecimiento de anticipación. Me miró largamente, y después tomó la iniciativa de un nuevo beso que se prolongó durante mucho tiempo. No había en ella dudas ni reservas; todo eso había quedado atrás, olvidado en el mismo instante en que ambos reconocimos nuestro amor por el otro.
Finalmente, nos sentamos a la mesa, y disfrutamos de los manjares servidos por un restaurante especializado, que yo había mantenido calientes dentro del grill. Y del vino de color rubí, que ambos nos servimos con moderación. Y de nuestra mutua compañía.
Y entretanto, fluía nuestra conversación de forma natural, como si esa fuera una más de las ocasiones en que habíamos charlado interminablemente, o nos habíamos hecho partícipes mutuamente de nuestros pensamientos más íntimos, de nuestros triunfos y nuestros fracasos, en los que éramos el apoyo y sostén del otro.
Solo nuestros ojos, prendidas nuestras miradas casi de continuo, delataban que aquella vez no era como todas las anteriores. Que además de la amistad que siempre nos habíamos profesado, había ahora entre nosotros otro sentimiento mucho más profundo, que finalmente ambos habíamos debido aceptar.
Puse una botella de cava de la reserva de papá en el cubo con hielo, para mantener su frialdad. Y serví el líquido burbujeante en dos finas copas. Y brindamos por nuestro amor eterno.
Luego la tomé de una mano y nos abrazamos estrechamente, mejilla contra mejilla, bailando a los sones de la suave música. Cada poco tiempo, nuestras miradas se encontraban, y nos besábamos largamente, cada vez más fundidos en aquel abrazo que ambos deseábamos eterno.
En algún momento, comencé a cubrir de suaves besos su cuello, y sus mejillas. Besé sus párpados, y sus pómulos, y mis besos terminaban siempre en aquellos labios, ahora entreabiertos, de los que escapaba su respiración ligeramente anhelante.
Susana correspondía sin reservas a mis caricias, y en ocasiones era ella misma la que tomaba mis mejillas entre sus manos, y recorría con sus labios mis facciones, con besos suaves como aleteos de pájaro, que luego terminaban igualmente con nuestros alientos entremezclados en las bocas entreabiertas.
De forma natural, nuestras lenguas se encontraron en una de aquellas ocasiones. La mía exploró el interior de su boca fragante, embriagándose con su saliva como el mejor licor que podía ofrecerme. Luego fue la suya la que se introdujo en el interior de mi boca, tentando todos los rincones, y enlazándose con la mía en una ardiente caricia.
Creí llegado el momento, y descorrí la cremallera que cerraba el vestido por detrás. Mi mano se introdujo bajo la tela, deslizándose por la suavidad de su espalda y su cintura, mimando sus axilas, y atreviéndose con la porción de sus senos que el sujetador no cubría.
Las suyas me despojaron de la americana, primero, para después desabrochar los botones de mi camisa uno a uno, lenta, morosamente, y luego extraer los faldones de la prenda, y dejar así el camino expedito a sus manos.
Sentí el roce de sus dedos, leve como una pluma, en mis dorsales, en mi columna vertebral, en mis costados Y luego sus manos se dirigieron a mi pecho, explorando toda su superficie, rodeando mis tetillas, que se endurecieron al contacto, con casi la misma rigidez de sus pezones, que notaba perfectamente a través de su ropa.
Yo desabroché el cierre del sujetador a su espalda, para eliminar el último obstáculo que impedía que mis manos pudieran recorrer la totalidad de su piel. La coloqué de espaldas a mí, para que mis dedos pudieran disfrutar de la seda de sus senos, y contornear sus pezones erizados por el deseo que paulatinamente iba creciendo en ambos.
Poco a poco, con mucha suavidad, hice descender una de las hombreras de su vestido, liberando así uno de sus pechos, cuya suavidad probó ahora mi lengua. Y al poco, ella misma me ayudó a hacer descender su vestido por sus largas piernas, primero, y a despojarse del sujetador, después.
¡Qué hermosa era!. Antes que mis manos, mi vista recorrió sus pechos llenos, con grandes aréolas oscuras, en el centro de las cuales resaltaban las moras maduras de sus pezones, su estrecha cintura que se dilataba después en unas sensuales caderas. Su vientre plano, cuya vista interrumpían las pequeñas braguitas negras, el arranque de sus muslos, su pubis que redondeaba la entrepierna de su mínima prenda interior, la parte de sus ingles accesible a mi vista entre sus piernas, no apretadas, pero sí juntas. Sus preciosos muslos, sus bien torneadas piernas, sus pequeños pies que en algún momento se habían despojado de los zapatos
Y, nuevamente de espaldas, su nuca ofrecida a mis besos, sus nalgas redondas resaltadas aún más por la fina cintita que se introducía entre ellas. Y mis manos en su vientre, recorriendo aquella maravilla de suavidad apenas redondeada.
Ahora fue su turno. Desabrochó mi cinturón, y luego se puso en cuclillas para descorrer el cierre de cremallera. Tomó la cinturilla del pantalón entre sus dos manos, y lo hizo descender por mis piernas, para luego ayudarme a desembarazarme de él y depositarlo en el suelo. Y su mano acarició levemente sobre el slip la dureza de mi miembro, sin falsos pudores, como si estuviera acostumbrada al tacto de mi pene, que conocía por primera vez.
Luego se puso de nuevo en pie y me despojó de la camisa desabrochada, para que nada pudiera interponerse entre su pecho y el mío. Y se abrazó estrechamente a mí, y nos besamos interminablemente, gozando ambos del contacto de la otra piel.
Yo recorrí, primero con mis manos, y luego con mi boca, el mismo camino que había seguido mi vista unos momentos antes. Su cuello, el hueco de su omóplato, sus hombros, sus preciosos pechos que introduje en mi boca, su vientre, su ombligo
Luego posé mis labios en sus rodillas, y fui trazando con mi lengua un camino por sus muslos que finalizó en sus ingles, en el mismo borde de sus braguitas.
Pero ella también estaba ansiosa por conocer el tacto de mi cuerpo. Y su boca fue posándose levemente en mi rostro, en mi pecho, luego sus labios atraparon por unos instantes mis tetillas, y después se inclinó, y sus besos descendieron por mi vientre, parándose en el borde de la única penda que vestía. Se arrodilló de nuevo, y tomó entre sus manos el bulto de mi virilidad, y sentí su beso en mi falo, a través de la tela.
La enlacé por la cintura, y nos dirigimos hacia el jacuzzi. Me miró intensamente, y luego se despojó de la única breve prenda que la cubría, quedando esplendorosamente desnuda ante mí, consintiendo durante unos segundos que mi vista se recreara en la suavidad del vello recortado de su pubis, de un color solo ligeramente más oscuro que el de sus cabellos. Después, se introdujo muy despacio en el agua burbujeante.
Yo la imité, permitiendo que mi pene atrapado en la prenda adquiriera la horizontalidad que estorbaba la opresión de la tela. Y después me sumergí a su lado, abrazando su cuerpo desnudo contra el mío. Nuestras bocas se encontraron de nuevo, pero ahora había una nueva urgencia de deseo en nuestros besos. Y nuestras manos recorrían la totalidad del otro cuerpo, ahora sin ninguna barrera interpuesta, como si quisiéramos grabar en nuestro tacto hasta el último rincón de la piel del otro.
Lenta, suavemente, acaricié sus nalgas, y después la parte interior de sus muslos, deteniéndome justo en el punto en que mis dedos alcanzaban a rozar apenas su sexo. Repetí la caricia muchas veces, y su rostro anhelante mostraba claramente el deseo de sentir finalmente mi mano sobre su feminidad.
Cuando finalmente empecé a recorrer muy lentamente su vulva con un suave masaje, su boca me premió con un ardiente beso, que pronto se transformó en otra cosa: nuestros labios mordían con suavidad la otra boca, impregnándose de su sabor, absorbiendo el otro aliento, y nuestras lenguas se enlazaban en una lucha que no era violencia, sino expresión de nuestro muto deseo, de la impaciencia que ahora nos consumía a ambos.
Sus manos tomaron también mi virilidad enardecida, y la acariciaron dulcemente. Y luego se posaron en mis testículos, y un dedo los recorrió incrementando aún más mi pasión, si es que ello era posible en aquellos instantes.
Mi dedo pulgar contorneó entonces su duro clítoris, que resaltaba claramente al tacto sobresaliendo ligeramente de su cubierta de carne. Sumergidos como estábamos en el agua burbujeante, la caricia no precisaba de lubricación alguna: el contacto era delicado, y mi dedo se deslizaba suavemente sobre su erecto botoncito.
Su boca en contacto con la mía comenzó a dejar oír sus primeros gemidos de placer. Y sus manos iniciaron entonces un leve recorrido, abajo y arriba, sobre mi falo, descubriendo apenas el glande para luego ocultarlo nuevamente en el siguiente movimiento.
Muy despacio, mi dedo se atrevió a introducirse después en su cálido conducto, y simulé con él los movimientos del coito, dentro y fuera, como si se tratara de un pequeño pene. La invasión de su interior aceleró aún más su respiración. Y su cuerpo temblaba como una hoja en deliciosos espasmos, producto del goce que le estaba proporcionando. Segundos después su pelvis se contrajo, como queriendo sentir la caricia más dentro de sí. Y alcanzó la cima de un orgasmo que, según me confesó después, se había mantenido "in crescendo" desde el mismo instante en que mi dedo vulneró su intimidad.
Se relajó en mis brazos, y sus manos cesaron en su movimiento, pero sin dejar en ningún momento de estrechar amorosamente mi pene.
Entonces mordí el lóbulo de su oreja, y me boca deslizó en su oído una proposición, que fue respondida con una brillante mirada, y un nuevo beso.
La ayudé a sentarse sobre el borde de la pileta. Por su propia iniciativa, se echó hacia atrás, cargando su peso sobre los brazos situados a su espalda. Y su vulva quedó expuesta entre sus piernas muy abiertas, esperando anhelante el contacto de mi boca.
Lamí largamente su cálido sexo, entreabierto por mis manos extendidas sobre sus labios mayores. Ahora pude contemplar lo que el tacto de mis dedos había anticipado: sobresaliendo como un pequeño pene de su protección de carne ardiente, su clítoris inflamado parecía esperar el contacto de mis labios. Lo atrapé con mi boca, y mi lengua lo acarició con suaves toques, que provocaron nuevos estremecimientos de sus caderas.
Después, mi boca encontró la abertura de su vagina, ligeramente dilatada por mi dedo unos instantes antes. Recorrí sus bordes con mi lengua, introduciendo levemente después la punta en el cálido conducto.
Y su orgasmo volvió, largo y sostenido, acompañado de suaves gemidos que me enardecieron hasta el paroxismo.
Descansó unos segundos en la misma postura, mientras poco a poco el estertor de su respiración se iba normalizando. Yo seguía acariciando dulcemente su vulva, sin permitir que mis manos dejaran el contacto con su hermosa feminidad.
Luego se sumergió en el agua burbujeante; su boca agradeció en la mía la culminación de su pasión, encontrando en mis labios su propio sabor. Y sus manos acariciaron largamente mi pene, intentando devolverme incrementado el placer que acababa de recibir.
Pensé que era el momento tantas veces anticipado en mis húmedas fantasías. Salí de la pileta, y la tomé de una mano para conducirla a mi lado.
Nos secamos mutuamente, y el roce de las suaves toallas en nuestra piel era como caricias renovadas, que incrementaban aún más la anticipación de nuestro próximo encuentro.
Por dos veces nos detuvimos en nuestra bajada al dormitorio, para unir nuestros labios en ardientes besos. La conduje hasta el borde de la inmensa cama, repitiendo mis caricias en su vulva. Estremecida de placer, se tendió sobre el lecho, con sus piernas muy abiertas, para facilitar el dulce asalto a su interior que esperaba anhelante.
Yo me arrodillé entre sus piernas, renovando mis caricias bucales. Después la tomé por las nalgas, elevando ligeramente su cuerpo, y cuando ella misma se sostuvo en aquella postura, introduje las almohadas bajo sus glúteos de seda. Me arrodillé entre sus piernas, y mi pene reprodujo los movimientos que mi lengua había realizado unos momentos antes.
Recorrí con mi glande inflamado la totalidad de su abertura, deteniéndolo para frotar su clítoris. Luego lo coloqué a la entrada de su vagina, introduciéndolo apenas, para después recorrer circularmente los bordes de su cálido conducto.
Su orgasmo no tardó en llegar de nuevo. Su pelvis se elevó, acercando su pubis a la carne ardiente que deseaba dentro de sí. Sus gemidos en esta ocasión se fueron transformando en gritos ahogados, y todo su cuerpo se estremeció en los estertores de su placer.
Cuando se relajó nuevamente sobre la cama, una vez pasado el clímax, finalmente introduje mi virilidad en su interior, y me tendí sobre ella, cubriendo su rostro de suaves besos, sin querer moverme para mantener al máximo la increíble sensación de nuestro íntimo contacto.
Su vagina abrazaba mi pene, produciéndome sensaciones indescriptibles. Susana entró entonces en una especie de trance, en el que trataba desesperadamente de provocar los movimientos en su interior que yo le estaba negando. Empezó a gemir descontrolada; sus uñas se clavaron en mi espalda, y su orgasmo subía hasta cimas cada vez más altas, para luego descender, y comenzar de nuevo, en una sucesión de estremecimientos de placer.
Traté desesperadamente de negar a mis instintos que iniciaran los movimientos del coito, y me concentré en las sensaciones de mi boca succionando sus pechos, de mi lengua acariciando la dura rugosidad de sus pezones
Y mi amante se debatía entretanto furiosamente debajo de mi cuerpo, elevaba su pelvis buscando una imposible penetración aún más profunda, alcanzaba una cima para después relajarse unos segundos, y comenzar de nuevo. Finalmente, sus gemidos fueron ya un suave grito continuo. Su orgasmo se mantuvo en una de aquellas cimas durante muchos segundos. Y yo estaba ya fuera de mí, incapaz de negarme un momento más el urgente placer de mi culminación.
Bastaron dos o tres movimientos en su interior para que sintiera el placer más inmenso que había experimentado en mi vida, eyaculando sin freno en el interior de la mujer que amaba. Y su clímax llegó al máximo: enlazó sus piernas en mi cintura, y se abandonó al más intenso orgasmo de los que había sentido hasta ese momento.
No tenía noción del tiempo transcurrido. Desde la consumación de nuestra mutua entrega, estábamos estrechamente abrazados frente a frente, en completo silencio. Nuestras miradas prendidas en los otros ojos decían por nosotros todas las palabras que nuestros labios no expresaban.
En un momento determinado, Susana miró a su alrededor:
- No puedo imaginarme a papá con una mujer en este ambiente. La idea me resulta, no sé, casi antinatural.
Yo pensé en que tampoco papá podría siquiera sospechar que sus dos únicos hijos yacían desnudos sobre aquella cama, después de protagonizar un ardiente acto de amor.
Pero no dije nada a mi hermana. Me limité a besarla dulcemente.
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