Nuestro Consuelo
Un hombre maduro encara su divorcio con la ayuda de su hijo. Filial-gay.
Nuestro consuelo.
Tengo 37 años y soy un hombre divorciado. Mi mujer, con la que me casé muy joven cuando yo tan sólo contaba con 19 años, me plantó los papeles sobre la mesa hará ya más de tres meses, un domingo después de almorzar, y me dijo:
-¡Hasta aquí hemos llegado! Firma, y la pesadilla habrá acabado.
Recuerdo el silencio que siguió a sus palabras. Nada en el salón de nuestro piso se movíó. No hubo ningún alboroto, ni un grito, ni ningún portazo. Gracias a Dios los niños no se hallaban en casa y se habían marchado a pasar el domingo con mi suegra. Estoy seguro que mi mujer lo había planeado así, junto a todo lo demás.
-¿Seguro que es eso lo que quieres? -pregunté con la voz quebrada, acaso algo atónito por la situación. La verdad, dicha sea de paso, es que los dos llevábamos mucho tiempo hablando del divorcio sin que nadie hubiera movido un dedo para llevarlo a la práctica.
-Si -afirmó ella definitivamente hastiada, casi con la misma rotundidad con la que me había confesado hacía ya tres años que me la había pegado con un compañero mío de la empresa de transportes, en la que ella hasta entonces también trabajaba en tareas administrativas. A estas alturas de la trama, a mi los cuernos ya no me cabían en la cabina de mi camión. Y lo peor, ella y él, no es que fueran sólo amantes. Ahora, una vez formalizado nuestro divorcio, planeaban vivir una vida en común, juntos, tal y como ella yo hicimos 17 años atrás, cuando vino al mundo nuestro primer hijo, Andrés.
Así pues accedí, y firmé. Firmé por mi, firmé por ella -y aún la quería- pero por encima de todo firmé por nuestros hijos, por Andrés, quien a pesar de ser ya casi un hombre, era perfectamente consciente de los silencios entre su madre y yo y del vacío que parecía haberse instalado en nuestra familia. También firmé por Laura, nuestra pequeña de 9 años. Su madre y yo la adórabamos y ambos asumíamos que no podíamos seguir conviviendo en esta farsa sin comprometer su frágil felicidad infantil.
Tras estampar mi firma en los documentos mi vida fue cuesta abajo y me sumí en una depresión total. Seguí con mi trabajo, claro. Yo ya había pasado demasiadas horas al volante. Horas desesperadas de soledad en las que que mi mujer y ese malnacido retozaban juntos... Fueron años de un vasto vacío sexual entre los dos mientras yo en ocasiones me mataba a solitarias pajas, en la cabina del camión, estacionado en una oscura y vacía área de servicio de una autopista cualquiera, o en el frío desamparo de una habitación de un polvoriento motel, manchando sábanas que no eran las mías, siempre suspirando por ella. Ya sé que me mortificaba a mi mismo, pero en ruta, esas y otras ideas como una interminable espiral, me cruzaban por la mente sin darme apenas tregua. ¿La casa? Que se la quedase mi mujer, puesto que mis hijos tenían que vivir en ella. La custodia de Laura automáticamente sería para su madre. Nada que objetar. Al fin y al cabo ¿cómo cuidarme de ella estando más de 10 horas en la carretera cada día? Pero Andrés tuvo que elegir. Y su elección no era fácil, aún a falta de un año para la mayoría de edad: con ella o conmigo.
Precisamente Andrés era quien más había cambiado. A sus 17 años, con su cuerpo desgarbado de eterno adolescente, ya no sonreía. Su metro ochenta de estatura, orgullo de padre y casi tan alto como yo, lucía ahora amancillado, y en ocasiones me parecía que hasta algo encorvado. Unos círculos oscuros habían aparecido alrededor de sus ojos. Su rostro blanquecino, enfermizo, otrora viril, con sus pronunicados pómulos y mentón rectos, le daban el aspecto de una persona enferma. Verle así a mi me hacía sufrir. Y mucho. Durante este periodo, a la espera del veredicto del juez, él se venía a pasar los fines de semana conmigo, a la casita que mi hermana me había alquilado, situada a las afueras de la ciudad. Y pese a que me di cuenta de que Andrés apenas si probaba la comida que yo buenamente le cocinaba, y no por mal cocinada si no por su falta de apetito, por lo menos, el pobre se entretenía subiendo y bajando de la cabina de mi camión, el cual yo siempre estacionaba frente a la casa, y me preguntaba cosas sobre mecánica, o sobre mis viajes o por mi trabajo en general. Por lo menos así nos entreteníamos juntos, y de este modo creo que ninguno de los dos ya no pensaba en lo que se nos venía encima.
Un viernes por la tarde llegué a casa muy temprarno. Por la mañana el juez nos había citado a mi mujer y a mi. Tenía presta su sentencia. Nuestros abogados no nos animaron a batallar por nada. Consideraron que la resolución judicial nos beneficiaba a los dos. Yo miré de soslayo al mío y le dije que no iba a recurrir. Sólo quería firmar y mostrar mi voluntad de acuerdo para acabar cuanto antes y tratrar de comenzar una nueva vida, sin mi esposa pero con mis hijos... De mutuo acuerdo mi exmujer y yo pactamos que yo hablaría con el chaval, y que ella lo haría con la niña. Me tocaba a mi presentarle a Andrés esa falsa sensación de seguridad que supone poder elegir... Eligir a papá, o elegir a mamá. De modo que entré en casa y allí estaba él, tumbado en el sofá, con la mirada perdida en el techo. No me sorpendió su actitud, así como tampoco el hecho de que estuviera allí, dado que yo mismo le había dado una llave semanas atrás. Fue como si me estuviera esperando.
-Me he saltado la clase de educación fisica, papá -me dijo en cuanto me vio entrar.
De pronto me eché a llorar como un niño. A lágrima viva. LLoraba por nuestra familia, ahora rota, y por la impotencia de no saber cómo recomponerla.
-¡Ya está hijo mío! -le dije entre sollozos- Tu madre y yo estamos definitivamente divorciados.
Entonces Andrés, en un visto y no visto, con su natural y adolescente agilidad felina, corrió hasta mi y me abrazó con tanta fueza -¡mi niño!- que casí me tumbó para atrás. Y en aquel momento lloremos los dos, así abrazados, compartiendo nuestro profundo dolor en espera de un milagro que no se produciría jamás. Él ya lo sabía. Su madre ya le había explicado la inmediata situación, en espera de la confirmación del juez. Y mi pobre hijo no era ajeno a lo que dicha elección suponía para todos.
-Tu tienes que... Tu debes... Tu... -le susurré en medio del abrazo.
-¡Ahora no vamos a hablar de eso! -exclamó Andrés entre lágrimas- ¡Ahora no! ¡Yo te quiero mucho papá!
-¡Y yo a ti, Andrés, bien lo sabe Dios! -le respondí deshaciendo ese peculiar abrazo paterno-filial. Ahora sólo me apetece dormir, hijo. Más tarde hablaremos.
Me dirigí al cuarto y mi hijo me siguió.
-¿Estaremos bien papá? -preguntó
No supe a qué se refería con el uso del plural... ¿Estaremos bien elija lo que elija? ¿Estaremos bien ahora? ¿Quienes? ¿Su madre, él y su hermana? ¿Mi hijo y yo? ¡Dios! Ya no podía más. La cabeza me iba a estallar de momento a otro.
Al entrar en mi recamara me acosté en la cama sin ni siquiera desvestirme. Mi hijo aún con el rostro húmedo y sus hinchados ojos, se acostó a mi lado y me abrazó. En mi desespero, su calidez pegada a cuerpo fue un alivio y me adormecí un poco, sientiendo como mi mente se iba liberando de tanta tensión acumulada. Y mientras resbalaba hacia un sueño ligero supe que pasara lo que pasara, mi hijo siempre estaría a mi lado. Como para confirmar mis pensamientos, su brazo libre se apoyó ligeramente sobre mi vientre y su mano se recaló en mi entrepierna. Se quedó quieta ahí, como si hubiera dado con ese lugar de mi cuerpo por casualidad. El contacto con su mano rompió mi somnolencia del todo y sentí claramente como la sangre acudía hirviendo a alimentar un poco mi pene, despertándolo de su destierro y de su letargo. Naturalmente yo quise moverme, ponerme en pie... O retirar la mano de mi hijo de ahí. No pude hacer nada, ya que ahora él acariciaba mi verga suavemente, sobre la tela de mis tejanos, haciéndola revivir. Me quedé paralizado.
-¡Hijo! -atiné a exclamar en un susurro- ¿Qué estás haciendo?
Mi erección era ya de escándalo: la erección de un hombre de 37 años que llevaba muchos meses sin hacer el amor con su mujer, la erección de un castigo, de una separación. Dolía hasta llorar. Sin embargo Andrés, aún recostado junto a mi continuaba sobándome con lascivia entrepierna, deteniéndose al contacto con mi miembro viril erecto, atrapado en mis slips, dentro de la fortaleza que constituían mis pantalones vaqueros. Y dolía hasta el agotamiento... Pero yo no podía ni sabía romper el hechizo. Sólo mi hijo podía. Y en un acto de valentía, me bajó la cremallera del pantalón, revolvió dentro de mis slips hasta dar con mi pene y lo acarició con sus dedos inexpertos, pero repletos de la ternura de quien ama por primera vez sin miedos ni temores.
Cuando esto sucedió un tremendo quejido salió de mi boca. Y noté que algo se rompía dentro de mi sufrimiento, como padre y como marido; o exmarido, dadas las circunstancias. Yo aún no lo sabía pero me estaba liberando del tormento. Y cuando mi hijo desabrochó el botón de mi pantalón, esta vez yo mismo arqueé el cuerpo para que deslizara las perneras de los tejanos por mis caderas, lo mismo que el slip. Y aquí la liberación fue absoluta: mi miembro viril, ya libre de ataduras, se mostró ante mi hijo como una aparición encantada, o tal vez como un consuelo. Lo agarró, lo acarició y lo sopesó entre mis gemidos... ¡Dios! ¿Qué nos estaba pasando? ¿Era tan grande mi vacío y tan vasta mi ansia sexual que me hacía temer que perdería a mi hijo? En estas y otras deliberaciones me hallaba, como por ejemplo poner fin a aquello de un puta vez, cuando mi hijo me soltó el rabo y de un bote se puso en pie para salir corriendo de la habitación. En menos de un suspiro volvió con un pequeño objeto en la mano: un metro metálico. Apenas me dio tiempo a reaccionar, como mínimo a recostarme, cuando note una pequeña y fría parte de aquel metro desplegada a lo largo de mi polla, desde la base de mis huevos hasta el glande.
-¡No está mal papá: 18 centímeros y medio! -exclamó mi hijo risueño- ¡Te gano en medio centímetro!
-¡Hijo basta ya! -exclamé con rotundidad- Dejemos esto de una vez. Sabes que no está bien. Soy tu padre...
Apenas se hubieron extinguido el eco de mis palabras, mi hijo se tragó mi pene con el ansia y la desesperación del hambriento. No me dio tiempo a reaccionar y sólo me limité a permanecer ahí, estirado, con los pantalones hasta las rodillas en un mísero intento de asimilar lo que nos estaba sucediendo. No pude llegar muy lejos en mis cábalas. En cuanto noté mi polla literalmente rasgando su garganta, y sus labios queriendo abarcar mis testículos, para engullirlos también junto com mi virilidad, dejé escapar tal gemido de placer que diríase que me estuvieran matando, aunque de placer fuera.
-¡Hijo mío! -pude exclamar, notando como mis pelotas rápidamente se iban hinchando- ¡Andrés, hijo!
A lo que él, con sus inquebrantables 17 años, se limitó a seguir con la faena jugando con su lengua y su paladar aplicados a la punta de mi nabo, dándome todo el placer que su madre me había negado durante tantos meses, chupando como si aquel no fuera el primer pene que se tragase. Con una mano agarraba la base de mi cipote y mientras chupaba, me masturbaba suavemente. Con la otra, acariciaba mis tetillas, mi pecho o jugaba con los pelillos de mi bajo vientre. A la velocidad de un rayo recordé mis solitarias pajas y contemplando como mi verga era devorada por mi hijo, me sentí revivir, rejuvenecer como un chaval también de su edad, plantando cara a la vida sin miedo ni temor alguno. Me inundó tal ola de placer, que fue como si me comieran el rabo por primera vez en mi existencia.
-¡Es la primera vez que un hombre me come la polla, hijooo! -grité extasiado, sintiendo de pronto un dolor de huevos tremendo, mientras mi hijo apretaba, chupaba y soltaba... Apretaba, chupaba y soltaba... Arqueé de nuevo la espalda y apoyé mis dos manos sobre su cabeza, en un intento inútil de guiarle en su faena.
-¡Tu eres el primero hijo mío! -le dije en medio de un suspiro.
Y aquello era verdad. Nadie antes nadie que su madre, que fue mi primera novia, mi primer amor, y mi primera y única mujer. Nunca un hombre. Y ahora, aquel hombre, era mi propio hijo. Y con esa idea en la cabeza, mi miembro estalló como un imparable surtidor de semen, un semen profundo, como cuando un pozo de petróleo expulsa al aire su carga a chorros. Me corrí con un grito cerrando los ojos, recibiendo agradecido por todo mi cuerpo todas las convulsiones del orgasmo, sintiéndome tan aturtido como cuando expulsé mi primer semen a los 13 años de edad en una memorable primera masturbación.
Al abrir los ojos todo me temblaba. Las piernas, los brazos, hasta mi pene. Mi pecho, y mi vientre ahora se hallaban salpicados de mi propia simiente. Hasta mi hijo tenía una pequeña salpicadura en sus cabellos. Ya no me importó nada la situación, ni el momento de placer que mi hijo me había proporcionado. Sólo se que me incorporé y lo abracé con todo el cariño y ternura con que fui capaz. Y él, devolviéndome el abrazo me dijo:
-Te quiero. No te dejaré, papá.
Y ese fue el principio de nuestro consuelo.