Nuestro capitulo
La infidelidad desemboca en el abismo.
Aquella noche Ella no supo el porqué. Cuando subió al autobús se sintió esclava de una pasión antigua, viva dentro de sí misma, que la abocaba continuamente a la nostalgia. Y la nostalgia tiene el color de los sueños cuando envenena, despacio, cuanto toca.
Miraba a través de la ventana, enfrentándose a una realidad oscura y excitante a un tiempo. Sentía el regurgitar de su deseo, palpitando en cada poro de su piel. Miedo, valor, miedo Incapacidad para escapar del destino. No sabía cuánto de consciente había en su decisión, y tal vez, esa era la raíz del todo: la irrealidad, lo inevitable.
Cuando Él la vio, la besó, eternamente, sin palabras. Ella quería mirarle, grabar esa imagen en su memoria. La magia de los besos antiguos trepa por la piel, sube hasta el cabello y resbala entre los dedos.
Y eran otra vez los dos. Ellos. Frente a frente. Pensó en un verso, "Nosotros los de entonces ya no somos los mismos." Y era Neruda quien hablaba, pero al mismo tiempo eran Ella y Él, años después de vivir un torbellino de locura, el mismo olor, la misma textura en los labios Y sin embargo, Ella recordaba su fragilidad de entonces, su condición de nínfula bautizada por Nabokov, su incapacidad para controlar las emociones que le invadían la razón, que la dominaban por completo. Ahora, en cambio, sentía una fuerza que le otorgaba el poder de conseguir cuanto quería, sin importarle el tiempo ni el espacio.
Él la tocaba, la devoraba, la llenaba de ojos y su piel se rasgaba, dejando al descubierto la memoria perdida bajo los poros, la memoria que lo llenaba todo, resucitando tempestades. El mismo sabor, el mismo olor, su olor, azotando los sentidos, arrojándole a la cara su realidad, la de ellos, aquella urgencia que habían tratado de ignorar.
Ella no reconocía su cuerpo. El placer la arrastraba a un abismo olvidado, borracha de piel, flotando por encima de la realidad y del tiempo. Tantas cosas cobraron vida entre sus dedos, complicidad, posos del amor que una vez fue y no fue, silencios, besos que se conocen desde siempre.
Sangró como una virgen. Un pequeño desgarro, tal vez, la ausencia de actividad entre sus piernas (el matrimonio durmiente, el desempolvar de un sueño). Sin embargo, ella supo que aquello tenía un significado. Era el comienzo, el despertar, la llamada del amor que se fue y no fue pero siempre estuvo.
Él trataba de entender lo que les estaba ocurriendo. Se rebelaba contra su realidad, contra lo prohibido. Ella le miraba desde su derrota, consciente de que Él tampoco podría disfrazar su matrimonio. Hacía mucho tiempo que ella había perdido la lucha tratando de ser feliz con su marido. Feliz, plena, sin búsquedas interiores, sin vacíos Era todo cuanto pedía de la vida y, sin embargo, sus errores la habían alejado de la plenitud. ¿Y de qué servía lamentarse? La vida pone a cada uno en su sitio y Ella sabía que le quedaba todo un mundo por recorrer. La paciencia se aprende.
Y Ellos. ¿Qué eran Ellos? "Juguetes del destino." Ella se percató de que existía algo que convocaba a los astros, configurándolos para provocar ese encuentro, ese momento, esa ausencia de realidad. Ellos estaban en un oasis en medio del desierto de sus vidas. Supo que desde el momento en que sintió por primera vez la magia que le unía a él, estaba abocada a desearle, a añorarle, a buscarle con los ojos. Lo que existía entre Ellos no era algo de este mundo. Nadie podría entenderlo. Nadie podría nombrarlo.
Él dijo "te quiero" y sus palabras eran demasiado pequeñas para Ellos. Verbalizar su amor era imposible. Se erguía grande, poderoso, indescriptible.
Pero Él se fue.
Quedaba tanta noche por estirar y sin embargo, se fue. Ella analizó por debajo de su rostro y entendió el porqué. Él tenía que arreglar su mundo, encajar cada cosa en su lugar, arreglar las decepciones que aquella noche podrían causar en su amigo, el que se casaba mañana, cuya boda les había conjurado otra vez bajo el mismo cielo. Ella sabía. Porque el tiempo le otorgó la capacidad de leer más allá de lo visible, de comprender que Él no podía marcharse aunque se fuera lejos. Porque Ellos dos estaban atados al mismo destino, condenados a buscarse. Eternamente.
Por eso, Ella, le dejó marchar. Y no derramó ni una sola lágrima por Él. Porque ya no tenía sentido lamentarse. Ella estaría dispuesta cuando el destino llamara a su puerta una vez más. Y su marido pesaba con fuerza, el amor que nunca la abandonaba, que tenía el color perfecto de las ilusiones y que, sin embargo, no le arrancaba las ortigas que le crecían en el corazón. El marido perfecto, la vida impecable Sentía las carcajadas del mundo rebotándole en los oídos.
Cuando volvió a su vida, todo era como antes. Una cómoda y fácil seguridad, rutina, equilibrio. Ausencia de dolor. Ausencia de movimiento. Ella supo que podría vivir siempre así, en un remanso de calma
Pero ya había probado el agua de los dioses y nunca escaparía a su veneno.
Es el castigo que reciben los mortales que tocan el cielo con los dedos.