Nuestra primera experiencia nudista

La primera vez en una playa nudista con mi novia, nos dejamos llevar por el morbo y la excitación.

Sudo como un pollo, de modo que me detengo un momento para limpiarme el sudor de la cara con el brazo mientras disfruto de la visión del océano Atlántico, tan apetecible ahora que, sobre mi cabeza, el sol aprieta inclemente.

Ante mí se extiende Playa Mujeres, la primera de las paradisiacas playas del Papagayo situadas en la punta más meridional de la isla de Lanzarote.

Echo la vista atrás y veo como mi novia, rezagada un buen trecho, trepa con dificultad por uno de los muchos desniveles del pedregoso desierto de Los Ajaches.

—¡Venga, ho! —grito.

Rubia natural, piel rosada, podría pasar por otra guiri de vacaciones en la isla. Una teutona más. O, mejor dicho, una tetona más. Y culona.

No puedo evitar pensar en sus tetas, perfectas para lamer y morder. Sin duda, ahí sobra ropa.

—Pareces acalorada —comento cuando me alcanza jadeante— ¿Por qué no te quitas la camiseta y te quedas en bikini?

—No —contesta—, no me quiero quemar la espalda.

Me encojo de hombros, maldiciendo para mis adentros mientras observo como saca la cámara para hacer las dichosas fotos de rigor. Poso desganado mientras pienso en todo el partido que podría sacar yo a la cámara, como, por ejemplo, grabarla comiéndome la polla.

—¿Seguimos? —apremio impaciente, malhumorado por el calor sofocante.

—Seguimos, borde.

Reanudamos la marcha, caminando en silencio, aunque pronto vuelvo a dejarla atrás, harto de las continuas paradas para hacer fotos. Llego a la altura de la Playa del Pozo con cierta ventaja.

Me planteo seriamente continuar sin esperarla cuando, abajo, en el arenal, algo llama mi atención. Son una pareja de turistas entrados en años paseando desnudos por la solitaria playa.

El corazón empieza a latirme a mil por hora.

Cuando contraté el viaje lo preparé a conciencia leyendo todo tipo de opiniones en Internet, de modo que ya sabía que era habitual la práctica del nudismo en algunas playas de la isla.

Siempre he sido muy vergonzoso, pero la idea de exhibirme en público empezó a rondarme la cabeza teniendo en cuenta los más de 1.700 kilómetros que me separarían de cualquiera de mis conocidos. Aquí nadie me conoce, sólo tengo que encontrar el modo de dejar caer la idea.

Espero impaciente a que mi novia me alcance, apremiándola con gestos.

—¡Mira, están en pelotas! —anuncio excitado cuando llega a mí altura.

—Bueno, anda —contesta sin darle demasiada importancia.

Cojo la cámara, sin afectarme su escaso interés, para tratar de enfocar a la pareja con el paupérrimo zoom de la cámara, pero no puedo distinguir apenas la polla del tipo.

Tiro unas cuantas fotos a la pareja antes de posar, ya más sonriente, ante la cámara.

De nuevo en marcha, hago saber a mi novia que no es la única playa nudista.

—Hay otra playa nudista, la Caleta del Congrio, más adelante. ¿Nos bañamos en pelotas? —dejo caer.

—Vale —responde entre risas, seguramente incrédula de que semejante idea salga de mí boca.

—Lo digo en serio —asevero.

—Ya veremos —contesta dubitativa.

No me importa que dude mientras exista una posibilidad por pequeña que sea.

Encaro el resto del camino con otra actitud, con el pensamiento puesto en la meta final. Así, vamos dejando atrás la Playa de la Cera y Playa Papagayo hasta que, finalmente, ante nuestros ojos aparece la Caleta del Congrio con Puerto Muelas al fondo.

Basta un vistazo para comprobar que la playa está hasta cierto punto concurrida, nada que ver con la solitaria pareja de la Playa del Pozo.

—¿Nos atrevemos? —pregunto entre temeroso y esperanzado.

—Bueno —asiente poco convencida, aunque la visión de la playa de arena blanca con sus aguas cristalinas sin duda acaba por convencerla.

No necesito más, bajamos a la playa y dejo caer la mochila en uno de los pequeños refugios semicirculares hechos con piedras, que permiten tomar el sol al resguardo del viento.

Mientras ella extiende las toallas, no pierdo el tiempo en desprenderme de la camiseta y del bañador, quedándome en pelotas en público por primera vez en mi vida. Por si alguien pudiera tener alguna duda al respecto, mi culo resplandeciente delata que es la primera vez que tomo el sol en bolas.

Pasado el subidón inicial, me echo sobre una toalla, momento que mi novia aprovecha para hacerme un par de fotos entre risas. Luego, también ella opta por desvestirse, tendiéndose desnuda a mi lado.

No aguanto mucho tendido, así que cogiendo la cámara me pongo en pie, deseando ser visto, aprovechando también para tirar un par de fotos de recuerdo de mi novia desnuda en una playa pública.

Dejo la cámara, y a mi novia tomando el sol, para acercarme hasta la orilla, cruzándome con los primeros bañistas, excitado y muerto de miedo a un tiempo.

La media de edad es bastante elevada y no hay ninguna mujer que me llame la atención, pero si me fijo en un par de buenas pollas. Puedo comprobar que casi todo el mundo lleva depilados la polla y el coño, así que me alegro de haber tomado la misma decisión antes de viajar, de modo que mi polla y mis pelotas pueden lucir en su corta medida.

Me meto en el agua, riquísima, así que hago señas a mi novia con una mano para que se meta conmigo, mientras con la otra me toco la polla. Una vez en el agua me acerco a ella para besarla y que pueda notar mi polla dura contra su cuerpo.

—Eres un salido —ríe.

—Siempre he tenido ganas de follar en el mar —contesto.

No dice nada, solo me besa mientras entreabre ligeramente los muslos, buscando mi polla con su coño.

Ahora que por fin estoy en situación, me acuerdo de las muchas veces que he visto a parejas abrazadas entre las olas, convencido de que estaban follando. Parecía fácil, pero resulta que es jodidamente difícil follar mecido por las olas. Mi novia no hace pie, de modo que flota, impidiéndome la marea clavársela hasta el fondo, como quisiera.

Frustrados, más yo que ella, cesamos en el intento, saliendo ambos del agua, en mi caso con la polla dolorosamente dura. No me importa que alguien me vea así, es más, me excita terriblemente la idea.

Finalmente, nos tendemos en nuestro refugio al abrigo del viento para secar al sol. Todavía frustrado, empiezo a tocarme la polla con una mano mientras que, con la otra, jugueteo con sus pezones.

—¡Para quieto! —protesta entre risas, apartando mi mano.

Rio con ella, pero vuelvo a la carga, inclinándome sobre ella para besarla. No solo me devuelve el beso, sino que me agarra la polla, dura como una piedra, a tientas.

—Joder, vaya como la tienes.

No digo nada, solo disfruto con la sensación de su mano aferrando mi polla antes de pasar mi mano por su nuca para, a continuación, ejercer presión, síntoma inequívoco de que pretendo que me coma la polla.

—¡Ni de coña!

—Vamos, no sería la primera vez —insisto recordando la fugaz mamada que me dedicó en una playa de nuestra tierrina, con su familia a escasos metros.

Sin dejar de agarrarme la polla con la mano irgue la cabeza, echando un vistazo alrededor, antes de inclinarse sobre mi polla engulléndola por fin.

Sorprendido, resoplo de gusto, tendido en la arena, disfrutando de su lengua recorriendo mi polla, cuando me acuerdo de la cámara. Me estiro como puedo para cogerla, encendiéndola mientras ella, sin dejar de mamar, me mira con cara de «ni se te ocurra». A pesar de ello, me pongo a grabar con una mano, mientras con la otra impido que se saque mi polla de la boca. Vencida la reticencia inicial continúa mamando, sin poder evitar mirar constantemente de reojo a la cámara, completamente emputecida.

O eso me gustaría creer.

Cierro los ojos, imaginando, como siempre, que soy yo, vestido de zorra para la ocasión, quien tiene una buena polla en la boca. Pero, demasiado pronto, la mamada termina tal como empezó, por sorpresa.

—No volverá a pasar —amenaza.

Demasiado cachondo para caer en el desaliento, insisto mordisqueando el pezón más cercano mientras acaricio su compañero con mis dedos.

—Tonto —gimotea.

La beso mientras cambio de objetivo, introduciendo un dedo en su coño totalmente empapado al tiempo que le clavo la polla en el muslo.

Poco a poco, con paciencia, voy ganando posiciones hasta que se abre de piernas para mí, deseosa. Un escalofrío nos recorre todo el cuerpo cuando la punta de mi polla roza la entrada de su coño.

—Fóllame —suspira.

No hace falta que me lo repita dos veces puesto que me muero de ganas de taladrarle el coño, así que me pongo a ello de inmediato abriéndome camino hasta el fondo, antes de empezar un frenético metesaca.

—Gime, puta —ordeno—, quiero oírte.

Empieza a gemir sin complejos, hasta que, más pronto que tarde, empieza a convulsionarse en un intenso orgasmo. Tampoco yo puedo aguantar mucho más, corriéndome abundantemente en su coño, en el mejor orgasmo que tendría hasta el día que entregué mi boca y mi culo a un macho de verdad.