Nuestra Implacable Educación (XIII)

Dos adolescentes son educados por su tía después de la muerte de su madre. En este décimo tercer capítulo, Las primas de Daniel y su hermana, le revelan algunos detalles, tras lo cual, por fin acaban entregándose. Pero aún el adolescente, recibe más sorpresas.

13: CASI TODOS LOS VELOS CAÍDOS.

Los días transcurrían, una semana ya desde que doña Severa hubiera dado por finalizado nuestra enseñanza. Ahora, el resto, estaría en manos de nuestra tía. Nosotros solo debíamos esperar a que decidiera dónde nos mandaría. Tanto Adela como yo, no estábamos especialmente preocupados por eso, dado que lo tuviera que ser sería, fuera lo que fuera. Mi actividad sexual no había decaído. Cuando alguna de las criadas tenía un tiempo suficiente libre, procurábamos un sitio para follar con pasión desmedida, como siempre ocurría. Mi hermana se había acercado considerablemente a mí. Pasábamos gran parte del día juntos, y en muchas ocasiones en compañía de las hijas de doña Virtudes. No sucedía nada especial sin embargo, cuando estábamos con ellas. Tan solo algunas insinuaciones, promesas de lo que estaba por llegar, y calentones aislados imaginando ese momento, y a veces metiéndonos mano. Casi toda la excitación que teníamos provenía de nuestras propias palabras, que no eran otra cosa que deseos verbalizados. Al llegar la noche, no obstante, cuando ya la casa estaba a oscuras y en silencio, mi hermana y yo teníamos el mejor sexo que pudiéramos construir, desatando todo lo que habíamos hablado previamente con nuestras primas.

Nos solíamos ver en su alcoba o en la mía indistintamente, haciendo de la noche algo especial, y la mezcla de la posibilidad de ser pillados, solo añadía más morbo a nuestros encuentros. Adela era una consumada amante, aprendido todo en el lugar que nos acogiera, igual que lo había aprendido yo. Cada vez que tenía la oportunidad de poseer su cuerpo, era como si fuera la primera vez. Contemplaba su desnudez como si nunca antes la hubiera visto, admirando cada centímetro, asimilándola de nuevo como si jamás sucediera. Y cada caricia, cada beso, era dado como si no hubiera habido un antes en el que ella los recibiera. Ese era el secreto de nuestro disfrute, eso hacía que el amor con ella siempre fuera nuevo, algo que antes no se había descubierto. Había pasado solo un invierno y una primavera desde nuestra llegada, pero los sucesos se habían desarrollado de una forma tan densa e intensa, que nos daba la sensación de que hubiera transcurrido una eternidad desde que mi polla estuviera por primera vez en sus inexpertas manos. No echaba de menos esos tiempos, porque estos eran la consecuencia de aquellos. De igual manera que había tenido que haber un principio para llegar a este ahora, estaba seguro que lo que vivíamos solo era un puente necesario para llegar a lo que realmente se nos tenía destinado. Mi hermana parecía conocer ese destino mejor que yo, que tan solo había percibido tenues esbozos. Y la niña que me llevaba tantas veces al placer, no paraba de recordármelo, cada vez que mi verga estaba en su boca, o que su coño la albergaba. Una de esas noches en la que el sexo nos había unido, cuando eyaculaba sobre su pubis, repletos ambos de satisfacción, me habló de algo que jamás habíamos mencionado entre nosotros.

—Nunca te has preocupado de que me pudiera quedar encinta –espeto repentinamente, acariciando mi pija que perdía dureza y tamaño, con toda mi simiente en su vientre–.

Me mantuve callado. Me había sorprendido el comentario, pero no dejaba de ser una certeza. Siempre que habíamos hecho el amor, habíamos estado seguros de que no habría consecuencia alguna, porque ambos éramos portadores tácitos de esa certeza. Quizás era hora de determinarla, por eso no duró mucho el silencio, y enseguida le respondí.

—Supe desde el principio que las criadas estaban protegidas. Poco después me hablaron del cómo, aunque sin darme detalles, pero me dijeron que tú y nuestras primas también lo estabais –confesé–.

—Me imaginaba algo parecido, pero ahora tenía curiosidad por saberlo. Yo sí sé los detalles Daniel, y muy pronto los sabrás tú, te lo prometo –me adelantaba ella–.

Lo que entonces Adela no supo fue que yo era capaz de advertir si podría haber consecuencias de embarazo gracias a mi cualidad. Si bien ella lo sabría llegado el momento, por supuesto. Durante toda esa semana tuvimos un sexo intenso que nos dejó ahítos. Algunas noches éramos solo ella y yo, y algunas otras se nos unía Milagros o Ascensión, completando toda la satisfacción sexual que procurábamos. Las paredes de su habitación y de la mía, se llenaban de todo el placer que se pudiese concebir, para nuestra entera felicidad, y, en ocasiones, de alguien más.

Una mañana, el día comenzaba sin que nada hiciera presumir que habría alguna diferencia con el anterior. Pero sí la habría. Después de asearme y vestirme, vigilado siempre de cerca por Milagros, que no perdía ocasión en tocarme, besarme, y probarme, me dirigí a desayunar. Estaban ya todos en la mesa, y, sorprendentemente, se nos había unido doña Severa, que hacía ya una semana que no nos visitaba. También estaba nuestra tía, que tampoco nos solía acompañar en el desayuno. Pero el motivo de que estuviéramos todos, no era otro que el anuncio de una cena especial en honor de doña Severa, tal y como se había insinuado anteriormente, concretada ahora para el próximo sábado. Pero lo más interesante de todo, era que se había invitado a las familias de Eulalia y Elvira. Aunque ahí no acabarían las sorpresas. Doña Severa comunicó que traería a su hija adoptiva, que había regresado recientemente del extranjero, y que nuestra tía ya había presentado en sociedad en una de sus escasas celebraciones, siendo ella aún una niña. Llevaba fuera del país dos años. Al parecer yo era el único que ignoraba aquello, porque nadie le dio mostró la menor sorpresa. Se suponía que debíamos exteriorizar nuestra alegría, para que esa actitud fuera percibida por la mujer a quien se homenajeaba, y así acariciar su ego. Y al ver a Encarna y Araceli celebrar ese acontecimiento, mi postura no fue otra que mostrar el mismo regocijo. Y por la luz que se había formado en los ojos de mi tía, y su amplia sonrisa, supe que mi comportamiento había sido de lo más acertado. Por su parte, en la agasajada solo se evidenciaba su rubor. Para añadir más afección al ambiente, de mí salieron palabras acerca del merecimiento de se había ganado doña Severa. Y desde luego que causó su efecto, cuando pude percibir con nitidez una lágrima de emoción abandonar uno de sus ojos. El desayuno había terminado, y todos se iban retirando. Antes de que traspasase el umbral de la puerta, oí cómo me llamaba la que fuera mi educadora.

–No te vayas aún, Daniel –alzaba la voz la mujer–. Quiero intercambiar unas palabras contigo.

Y la esperé en las proximidades de la puerta, pero dentro de la estancia aún. Ella esperó a que todos se hubieran ido, para levantarse, dirigirse a mí sin prisas, y cerrar la cercana puerta para quedar a solas.

—Tengo muchas ganas de que conozcas a Beatriz. Tiene tu misma edad y no me cabe duda de que te va a encantar –empezó a decir–. Estoy segura de que os llevaréis estupendamente, y, sobre todo, de que serás una maravillosa influencia para ella. De sobra sé lo bien que se te da relacionarte, por los halagos que de ti se vertieron en los días que celebramos el cumpleaños de doña Virtudes. Sé que ella quedará complacida con tus atenciones, y eso me llenará de dicha. Solo tengo que darte las gracias por adelantado –finalizó–.

Y la mujer acercó sus labios a los míos, y apenas si los rozó, en el beso más osado que hasta ahora me hubiera dado. Pero no hubo ninguna tensión, simplemente tras ello, abrió la puerta y se fue, como si hubiera sido lo más natural del mundo. Y todo aquello no eran más que pistas acerca de lo que se avecinaba, tan solo un esbozo del dibujo que se acabaría formando, y que ahora únicamente empezaban a aparecer los primeros trazos. Sin duda ese comportamiento encajaba a la perfección con lo que me dijera mi hermana una mañana acerca de esas dos misteriosas mujeres: la que me había acabado de besar, y mi tía. Después de permanecer paralizado esos segundos de reflexión, salí de la casa, sabiendo a dónde me dirigía.

Mi hermana ya estaba allí, aunque no debería. El hecho de que doña Severa fuera mujer y nos visitara, hacía que los modales sociales obligasen al resto de las mujeres a acompañarla.

—¿Cómo te has librado de la obligación de estar con ella? –La pregunté, al llegar a su altura–.

—Una tiene sus recursos –repuso ella, sin más aclaraciones–.

Estábamos sentados juntos, guardando silencio. El sonido del viento y de los pájaros, me llenaban de paz en ese momento. Pero yo conocía a Adela, y sabía que no estaría demasiado rato sin hablar.

—¿Te vas a follar a su hija? –Rompió ella la quietud de esa forma tan brusca y vulgar–.

—Solo haré lo que a ella le haga feliz, como he hecho con todas las mujeres que he conocido desde mi llegada –me defendí, no sé de qué, porque no había habido acusación alguna–.

—Lo sé, hermano –me tranquilizaba ella–. Sé que esas han sido siempre tus intenciones, por eso has triunfado.

Claro que lo sabía: era de dominio público, porque había ido de boca en boca por todas y cada una de las féminas de la morada sin excepción alguna.

—Creo que ella querrá follarte, y creo que la harás muy feliz –sentenció a continuación–.

—Si es así, te aseguro que yo también lo pasaré bien.

Y la que me acompañaba reía a gusto.

—Ya sabes que luego quiero hasta el último detalle –reclamó–.

—Te calentarás si lo hago –revelé por mi parte–.

—Pues será nuestro turno para follar como leones –aclaró–.

Me gustaba ese grado de complicidad que habíamos recuperado. Me sentía feliz, y orgulloso de ella. Adela me hablaba del gran secreto de esta casa, pero lo que ignoraba era que mi hermana aún debía descubrir lo que para la chiquilla sí que sería la gran incógnita desvelada, y eso estaba cada vez más cerca. Pero aún estaba bien lejos de ello. Mantuvimos un breve silencio que ella rompió con una carcajada.

—¿De qué te ríes? –Intenté averiguar–.

—De que ya estás empalmado con solo haberte imaginado hacerlo con Beatriz –contestó ella, sin dejar de reír–.

—¿Se me nota? –Quise saber, preocupado–.

—Pierde cuidado –me tranquilizaba–. Es solo que yo te conozco bien, y sé que lo estás.

Y así era. Adela me conocía bien. Pero ella era como yo, y yo lo sabía; y también en ella existía la misma excitación que yo tenía. Supongo que por algo éramos hermanos.

—Si quieres te la chupo hasta que te corras en mi boca –se ofreció a continuación–.

—¿Aquí? –Pregunté yo preocupado.

—Después de todas las veces que lo hemos hecho asumiendo los riesgos, ¿te vas a arrepentir ahora? –Aludía con certeza mi hermana–.

Claro que no iba a ser así. Sin duda aquella propuesta suponía la mayor de las tentaciones para mí. Mi polla, desesperada casi, me gritaba mudamente que la aceptase. Pero pensé en la chiquilla. No sería justo que yo disfrutase de mi orgasmo mientras ella no pudiera gozar del suyo también. No estábamos en el lugar adecuado para que mi hermana se desnudase y pudiera brindarla un orgasmo a ella también. Ya era mucho que Adela me la comiese ahí delante. Ella, por el contrario, tendría que quitarse el vestido por completo, y después despojarse de toda la cantidad de ropa interior que usaban las mujeres.

—No sería justo que tú no lo disfrutases también –la advertí–.

—Si eso te deja más tranquilo, me debes una corrida –terció–.

—De acuerdo –acepté–. Esta misma noche, y si no hay oportunidad para ello, la primea noche que la tengamos, igual que las noches pasadas.

Miré hacia la casa. No importaba que ahora nadie nos pudiera ver, porque eso podría suceder en cualquier momento. El gesto de mi hermana confirmaba el sinsentido que había tenido que mirase. Sin que la preocupación hubiera desaparecido del todo, sí era cierto que me sentía más confiado, principalmente por el cambio en el trato que se había, y se seguía produciendo. De todas formas no quería ni pensar cómo reaccionarían de ser pillados en este momento. Adela comprobaba mis dudas, y me habló.

—Deja tus tribulaciones a un lado, Daniel –se afirmaba–. Pronto todo esto podrá suceder sin que nos tengamos que esconder –espetó para finalizar, dejándome sorprendido una vez más–.

Adela siempre había ido un paso por delante de mí. Hacía mucho que lo había descubierto. Y, la realidad la había dado la razón en cada uno de sus vaticinios. Así que estaba seguro de que en esta ocasión no iba a ser diferente. Su sonrisa había derribado mis últimos titubeos. Me puse de pie, para sacar mi polla de donde se comprimía. Ella ya estaba arrodillada, con su vestido remangado. Por fin el hierro candente estuvo fuera, exhibiéndose en todo su esplendor. Aunque la chiquilla que estaba ahí lo había visto en innumerables ocasiones, en cada una de ellas siempre mostraba en su rostro la admiración que sentía. Y siempre invertía unos segundos en contemplarlo, en una especie de adoración que la transponía. Después, como si volviera a la realidad, se dedicaba a ella. La sujetaba con delicadeza, pero con firmeza, y subía y bajaba la mano despacio, preparando la situación para lo que a continuación llegaría. Su boca se encargó enseguida. Primerio besó el glande, y acto seguido lo lamió en todo su perímetro. Ni que decir tiene que aquella caricia ya me transmitía un placer maravilloso. Poco después ya mi polla estaba en su baca, y ella me la mamaba con la destreza que yo ya conocía. No evitaba los gemidos que su hacer me provocaba, comprobando la velocidad en que todo evolucionaba hacia esa conclusión tan deseada; pero no por ello dejando de disfrutar de todo el proceso hasta llegar ahí. Ese final llegó, era solo cuestión de tiempo. Tantas veces ella me la había chupado que sabía perfectamente en qué instante descargaría. Y cuando la muchacha notó lo inminente, aún supo que le quedaban segundos para sacarse la polla de la boca y decirme­:

—Te corres, ya lo sé.

No hizo falta que yo la avisara, porque lo había adelantado ella. Apenas si devolvió el apéndice a donde había estado, el surtidor de mi eyaculación inundó su lengua con mi esencia. Se extrajo de nuevo la pija, totalmente limpia, la besó, y se tragó el contenido.

—Me debes una corrida –recordó solo, con todo ya acabado–.

Y yo únicamente la sonreía mientras me guardaba el pene.

Hasta la hora de la comida no hubo más. Adela y yo no hablábamos. Nos abrazábamos sintiendo un amor muy especial, que era justo el que nos teníamos mutuamente. No hacían falta tampoco palabras para expresar todo nuestro sentimiento, y para que lo percibiéramos. Tenía la cabeza de la chiquilla sobre mi hombro, mientras la cogía de la cintura. Me llegaba su olor, y con mis labios besando su rostro de vez en cuando, me llegaba el tacto de su piel. Y aquel silencio gritaba todo nuestro amor. No podía haber otro instante de mayor felicidad que aquél. Me sentía lleno, me sentía amado y dichoso. La paz que entonces me invadía con el contacto de Adela era tan grande que no necesitaba nada más. Momentos como ese, completaban toda la satisfacción sexual que había encontrado en aquel lugar.

Todo eso fue así hasta que advertimos que llegaba la hora. Fuimos a la casa, para poder ser localizados y llamados en el momento oportuno. Entramos en el saloncito en donde habían estado toda la mañana doña Severa, doña Virtudes, y sus hijas. Lejos de preguntarnos de dónde veníamos, o por qué mi hermana no se había quedado acompañando a doña Severa, lo que mi tía nos dijo marcaría un nuevo tiempo, uno al que nos habíamos estado acercando, pero que cada vez tomaba mucha más forma.

—Tienes que querer mucho a tu hermana, Daniel, y apoyarla sin reserva alguna en todo. Me gusta veros tan unidos –tildó–.

En el resto de rostros que escruté, solo divisé la misma sonrisa afirmativa. Había aprendido a no buscar porqués hasta que éstos no se me desvelasen, porque había aprendido que los porqués que se me hubieran de desvelar, lo acabarían haciendo tarde o temprano; y los que no, y los que no, significaba que no eran pertinentes conocerlos. Así que mostré tranquilo, a pesar de que aquellas palabras se me habían antojado enigmáticas cuando menos. Tanto Adela como yo nos sentamos, al lado de ellas, esperando ser avisados todos. Y mi serenidad debía ser tan diáfana, debía transmitir tanta seguridad, que mi tía no pudo evitar comentar:

—Por fin tenemos de nuevo un hombre en casa.

No supe qué decir, pero era consciente de que no hacía falta que dijera nada, porque todos los comentarios que pudiera haber al respecto, estaban encerrados ya en el propio significado de lo que se había dicho.

—Nuestro hombre –completó tan solo doña Severa, muy próxima a mí, tomándome la mano–.

Y así permanecimos hasta que Ernesto nos indicó que la mesa estaba puesta. Nos dirigimos al comedor. Por inercia nos fuimos sentando en los lugares que habitualmente ocupábamos. Y aunque no íbamos a modificar ese proceder, aún Araceli quiso obviar cuál era mi sitio.

—Tú a nuestro lado, primo. Queremos a nuestro hombre para que nos ilustre con su verbo.

Había broma en ese comentario, cierto era. Pero también había sido una voz de la que mis primas querían que quedase constancia, en los oídos de las adultas que nos acompañaban. A quienes iba dirigido el mensaje, respondían afirmando lo oído, otorgando un permiso tácito a algo que ni siquiera se había concretado. Aquella fue otra luz más, de las muchas que se irían desvelando a partir de entonces. Comimos tranquilamente. Mis primas no usaron las manos ya, pero era evidente que habíamos entrado en otra dimensión. Y eso quedó más claro aún, cuando, finalizado el almuerzo, Encarna hizo su propuesta delante de su madre y de doña Severa.

—Nos gustaría a mi hermana y a mí, que nos acompañaras a las dos en mi habitación, junto con Adela, mientras reposamos la comida, Daniel. Es un lujo tener tu conversación.

Solo una sonrisa por respuesta. No hubo una negativa, no hubo reproches, ni siquiera un pero. Eso significaba, además de no tener que escondernos, que mi persona ya había transcendido a otro nivel, sin saber siquiera cuál era.  Parecía que me hubieran dado las llaves que harían posibles muchas cosas que antes solo podían suceder si se llevaban a cabo con precaución. Daba la impresión, que ahora ya todas las puertas estaban abiertas. Entonces yo ignoraba hasta qué punto; pero todo estaba más cerca de desvelárseme por completo.

Y así mi hermana y yo acabamos en el dormitorio de Encarna. Los cuatro en la misma cama, sin temor a ser descubiertos, porque todos los permisos estaban concedidos. Araceli y Encarna estaban tumbadas, ligeramente incorporadas, para dejarnos sitio a los pies de la cama a Adela y a mí. Ellas tenían una mirada cómplice difícil de explicar. Esa tarde supe que a mi hermana se le había enseñado un código hacía mucho, y que ahora estaba a punto de recibirlo yo.

—Ahora ya no has de temer que nos vean juntos –comenzó a decir Encarna–.

—Porque a partir de ahora podrás buscar nuestra compañía donde quieras y cuando quieras, sin que nadie te lo impida, sin que nadie te lo recrimine –proseguía Araceli–.

—Y no solo la nuestra, sino la de cualquier criada de la casa que se te antoje. Bienvenido al club, hermano. Te dije antes de comer que esto sucedería –apostilló Adela–.

—Se me han entregado las llaves del paraíso –confirmé yo–.

—Así es Daniel –apoyó mi hermana, acercándose a mí y besándome con legua–.

Había sido un beso diferente a los que estaba acostumbrado a que mi hermana me diera; y me había dado muchos. La niña había permanecido con los ojos cerrados, y había imprimido tal cariño y delicadeza a ese ósculo que me había sabido a amor.

—Te amo, Daniel –se entregaba, con una sinceridad total, con un significado mucho más profundo que el amor de hermanos–.

—¡Yo también quiero! –Exigió rápidamente Encarna, vencida por la envidia–.

Me acerqué a ella gateando y le di el mismo trato que acabara de recibir de mi hermana. Ella lo recibió con los ojos cerrados, llena de felicidad y gozo, abriéndolos solo cuando sintió que mi contacto desaparecía. Y yo había sentido algo muy parecido a lo que sintiera con Adela.

—Te amo, Daniel –proclamó después, con el mismo tono sentido que utilizara mi hermana–.

—No te olvides de la mayor de todas –anunciaba Araceli, que no quería verse relegada–.

Y repetí la operación con ella. También había entornado los ojos, también había sido un contacto muy parecido a los otros dos, porque también me había hecho sentir lo mismo.

—Te amo, Daniel –expuso igualmente, en la misma medida que yo había oído a las otras dos–.

Notaba perfectamente que estábamos empezando a andar un camino nuevo, que, nos llevara donde nos llevara, no tendría vuelta atrás. Y me sentía privilegiado de poder vivirlo, y como era consciente de ello, saboreaba y aprovechaba cada segundo que transcurría.

—A partir de ahora nos amaremos, Daniel. Como hermanos y como primos, pero también como hombre y como mujeres –proclamaba mi hermana, como si de un manifiesto se tratase–.

—Y a partir de ahora, solo con que tú propongas nuestra compañía, podremos compartir los tres juntos tus besos, tu polla y tu semen, no como ha sucedido hoy, que nos hemos quedado sin tu corrida –continuaba Araceli–.

—Porque, no sé si lo has advertido, pero nuestra madre no hizo otra cosa que darnos carta libre a ese respecto, porque doña Severa ha considerado que tu formación ya es completa –extendía Encarna–.

—Yo hace mucho que he dado ese paso, Daniel, pero no es porque tú seas menos que yo, simplemente es porque soy mujer, y en esta casa eso es una ventaja. Aún así, debía completar mi formación también –intervino mi hermana ahora–.

—Así que se acabó de darle solo tu leche a tu hermana –soltó la más pequeña de todas–.

—Por lo que ahora tendrás que pensar en las tres –intervenía la que yacía a su lado–.

—Aunque eso será después de cumplir el compromiso de estar con ellas dos a la vez, follando hasta la extenuación, que han estado esperando mucho tiempo por ello –remató mi hermana, evidenciando que lo sabía todo, como no podía ser de otro modo–.

—Igual que yo –murmuré–.

Pero ese espacio solo acaba de empezar, apenas si me había asomado. Porque esa tarde seguí descubriendo explícitamente muchas cosas. Algunas las sabía, o bien porque se me habían insinuado, o bien porque eran diáfanas. Pero aquel momento era especial, porque sus protagonistas me las iban a detallar. Y fue mi hermana quien promovió que ello acabase sucediendo, cuando en un momento en que nadie hablaba y ellas se miraban, las exhortó.

—Creo que es el momento de que lo sepa todo –mostró–

Todavía las cuatro se intercambiaron miradas, sopesando leves dudas que aún se resistían, pero que se fueron diluyendo entre sus risas.

—No sé cuánto sabes con certeza, cuánto te han contado o cuánto te imaginas –se arrancó por fin Araceli–. Pero a partir de ahora sabrás todos los detalles. Mi hermana y yo nos hemos follado a todo lo que tiene movimiento en los círculos sociales en los que nos movemos. Te podría sorprender de lo lamentablemente insatisfactorias que han sido esas experiencias, con la única excepción de Elvira.

—Por eso casi dejamos de practicarlas, salvo en circunstancias en las que se hacían necesarias. Elvira era la única que se había ganado el derecho a repetir. Así que, cuando teníamos la oportunidad de estar con ella, no la perdíamos. Y el resto del tiempo mi hermana y yo éramos las únicas amantes que nos satisfacíamos, pues nadie llegaba a tal altura –prosiguió Encarna–.

—Entonces fue cuando llegasteis vosotros. Al principio eráis invasores, un obstáculo que se nos presentaba sin haberlo deseado. Pero el tiempo nos hizo ver nuestro error, y conocimos a tu hermana. Y te aseguro que con ella el sexo tomó otra dimensión y otro significado al que estábamos acostumbradas. Nuestros coños ya no estaban solos, porque ella los completaba –retomó de nuevo Araceli–.

—Al mismo tiempo nos llegaron comentarios de ti, sobre todo de tu hermana, intentando hacernos ver todo lo que atesorabas, como persona y como hombre. Es cierto que al principio dudamos, pero finalmente decidimos acercarnos y sondearte, para cerciorarnos si esas observaciones eran fundados. Fue cuando te invitamos a la villa y fue cuando descubrimos esa certeza. No nos habías defraudado –intervino otra vez Encarna–.

—Pero cometimos un error que no habíamos cometido con Adela. Aún no me puedo explicar por qué, pero te disputamos. Nos costó entender lo equivocadas que estábamos y lo bien que había salido todo con tu hermana. Aunque somos testarudas, no por eso no somos reflexivas, y corregimos ese fallo en cuanto fuimos conscientes. Y ahí fue cuando decidimos compartirte –exponía ahora Araceli–.

—Sin embargo, eres hombre. Con nuestra prima todo había sido mucho más rápido por ser mujer. Contigo debíamos ser mucho más cautelosas a la hora de darte nuestra total confianza y de compartir todo lo que ahora te decimos. Y eso no sería hasta que no estuviéramos seguras de que eras merecedor de ello. El día en que doña Severa anunció que ya no tenía más que enseñaros fue cuando supimos que era el momento de ejecutar esa decisión que habíamos tomado tiempo atrás, y de contártelo todo. Ni siquiera habría hecho falta el permiso que hoy ha dado nuestra madre, pero mucho mejor así, sin duda –explicó nuevamente Araceli–.

—Y ahora estamos seguras de que eres nuestro hombre, y de que tu polla completará la satisfacción de nuestros propios coños, el de tu hermana, y, esporádicamente, el de Elvira. Estamos seguras de que eres nuestro hombre, y de que eres merecedor de conocer con detalle de nuestros labios todo lo que ahora sabes y que antes solo se te había mencionado o lo habías imaginado –concluyó Encarna –.

Me invadía una mezcla de sentimientos. Primero, me sentía privilegiado por haber entrado en su mundo y formar parte de él. Segundo, me sentía muy responsable, pues no estaba seguro si las defraudaría o conseguiría estar a la altura que de mí se esperaba. Y, por último, un enorme amor y deseo por las tres mujeres que estaban conmigo. Me fijaba en cada uno de los rostros de las chiquillas y sólo percibía ternura.

—Os amo, no sabéis hasta qué extremo: como hermano, como primo y como hombre –atiné a decir–.

Ellas solo suspiraban, invadidas por la misma magia que a mí me envolvía.

—En cuanto a mí, Daniel, –se sinceró inopinadamente mi hermana– por si no lo sabes, quiero contarte que me he follado a todos los criados de este lugar, excepto Ernesto, además de a mis primas. Fue algo como te sucedió a ti, que, una tras otra, no quedó ninguna que haya hecho el amor contigo. Con ellas –continuaba señalando a las otras dos niñas–, fue todo más rápido y vertiginoso, y todo funcionó desde el principio. Por eso yo soy conocedora de lo que ahora tú sabes desde hace mucho antes. Tres primas juntas levantan menos sospechas que estando un varón en medio. Lo único que me extrañó fue ganarme su confianza tan rápido, pero, al hacerlo, formé parte de lo que ahora a ti se te concede.

Siempre me había imaginado que Adela había tenido una actividad muy paralela a la mía. Pero ahora, y solo ahora, sabía de primera mano y con todo lujo de detalles, por qué ella siempre había estado delante de mí en todo. Sonreía, porque nada había cambiado tras haber oído a Adela. Mis sentimientos seguían siendo los mismos. Desde muy atrás se me venía diciendo que con el tiempo todo sería revelado a mí como la luz ilumina la oscuridad. Y por fin ahora veía casi todos los velos caídos.

Estábamos callados. Las muchachas se miraban con un código que las hacían entenderse sin hablar. Lo habían estado usando desde el principio, por tener que estar casi siempre en presencia de adultos, y ahora eran expertas en su uso. Por eso cuando mi hermana me habló, supe que estaba tan consensuado como si estuvieran hablando las tres a la vez.

—Fóllatelas ya, Daniel. Es el momento. Yo me quedaré mirando sin meter ruido. –ordenó casi–. Ni con ellas ni conmigo has de temer que haya consecuencias, aunque me consta que eso ya lo sabes. –añadió luego–.

Adela se levantó de la cama y se situó en un sillón donde se quedó sin mediar ni pronunciar palabra, tal cual había asegurado. Las otras dos se pusieron en pie, y comenzaron a desnudarse. En un segundo plano, la tercera también lo hacía. Yo quise hacer lo mismo pero ambas me pusieron sus manos en cada hombro para hacerme ver su deseo. Así que me mantuve en la cama, observando con detenimiento. El ambiente estaba envuelto de toda la solemnidad que le habíamos ido dando. A partir de ese día todo era y sería diferente. Nadie entraría, nada evitaría que mis primas y yo nos entregáramos. Al fin las tres estaban desnudas. Era cierto que ya conocía sus cuerpos a la perfección, más el de Adela que el de las hermanas; pero me deleitaba contemplándolos como si fuera la primera vez. Las dos niñas a las que me iba a entregar se acercaron, me pusieron en pie, y me fueron quitando la ropa. Mientras la piel iba asomando, se perdían caricias y besos fugaces. Por fin toda mi desnudez estuvo expuesta. Ya estaba empalmado y ellas hacían resbalar sus manos por la longitud que pronto harían suya. Nadie hablaba. Ellas sonrían. Y ni siquiera me fijaba en la que miraba. Se agacharon y de las caricias pasaron a masturbarme, pero con la suficiente suavidad como para no acelerar nada. Igual que tras el día llega la noche, tras las manos aparecieron sus bocas. Sabían medir el tiempo en que cada una empleaba en chupármela. Sentía sus bocas aplicar su mejor hacer a mi agradecida polla, y esa fruición me llenaba. Adela miraba desde atrás. Sin embargo, tal y como ella prometiera parecía ausente. Cuando Encarna y Araceli lo creyeron oportuno censaron en su buen trabajo con sus bocas. Ellas se separaron, y yo ya sabía que cada movimiento que a continuación llegara había estado establecido entre ellas mucho antes al detalle. Araceli se tumbó en el lecho, bocarriba y separó las piernas. Encarna me guió hasta situarme muy próxima a ella, de rodillas sobre la cama. Tomó mi pene y después de masturbarlo apenas dos veces, comenzó a frotar con mi glande toda su vulva. La niña que recibía esa caricia gemía, y yo también.

—¡Por favor! –Le rogó a su hermana en un momento dado, casi sin voz–.

Y quien maniobraba, sabiendo de la urgencia, apuntó la cabeza de mi cipote justo a la entrada de su empapado chocho. Presionó levemente hasta que esta desapareció en su interior. Luego apartó la mano y yo hice el resto. Habiendo entendido el ritmo que era necesario, me moví despacio al principio. Sujetando sus piernas, meneaba el culo adelante y hacia atrás, con la mano de la menor acariciándome los glúteos. También supe cuándo debía incrementar el movimiento. La sonrisa de quien yacía, me hacía ver que estaba acertando en mis decisiones. Hubo un momento en que las sacudidas se hicieron intensas y sus tetas se balanceaban con la misma velocidad que yo imprimía mi ímpetu. Los gemidos de ella eran más seguidos, muy próximos a ser gritos y supe que estaba a punto. No transcurrió ni un minuto, y quien gozaba me lo confirmó.

—¡Sí! Me corro, Daniel, mi amor.

Y su orgasmo la invadió igual que lo hacen las olas en la playa cuando sube la marea.

—Daniel… –Llamaba, todavía en la cama llena de placer– ¡Bésame! –Imploró al final–.

Y a través de mi lengua quise transmitirle todo mi amor.

Tras separarme de ese beso, se levantó. Me hizo ademán con la mano para que me apartase y dejase sitio a su hermana. Encarna se colocó apoyada en manos y rodillas, con su culo frente a mí. Eran una delicia sus nalgas redondas y el negro sexo en medio. Araceli sujetó mi todavía dura pija, y la colocó justo en el centro de su sexo. Al igual que la hicieran a ella antes, invirtió unos segundos para la que la cabeza de mi asta acariciase sus labios. Después presionó lo justo para introducirla. Y yo acabé de empujar para meterla del todo. La más joven apoyó el pecho en la sábana, encorvándose más. Y yo tuve mejor acceso y comencé a bombear. Su hermana le acariciaba el culo con dulzura, y cuando se encontraban nuestras miradas recibía la de ella con una ternura especial. Aunque no podía ver la mirada de quien ahora gemía, me bastaba con el sonido que me llegaba, para saber que estaba recibiendo justo lo que yo quería darle: una satisfacción inolvidable. La misma que yo estaba recibiendo, presa también de mis propios suspiros y gemidos. Tardó mucho más en llegar que quien ocupara su lugar antes. Pero nada es eterno y con el tiempo se entregó a todo el goce que la transportaba, sin poder reprimir los gritos.

–¡Me haces correr, Daniel mi amor!

Y mecido por sus estremecimientos pude saber, en parte, toda la sensación que en aquel instante la llevaba al paraíso. Cuando dejó de temblar, yo dejé de moverme. Quien se mantenía junto a nosotros, me extrajo la polla con delicadeza.

No nos dábamos ni tregua ni tiempo para más. Levantada quien había estado sobre las sábanas, junto con su acompañante, me empujaron sobre el lecho. Caí con la polla apuntando al techo. Con la mirada de deseo en las dos, ambas se colocaron a horcajadas sobre mí. Encarna había situado su coño, que goteaba, sobre mis labios, manteniendo ella una distancia mínima con ellos. Sin embargo, yo probaba ese leve goteo en mis morros. Araceli estaba sobre mi pelvis, frotando su vulva con el tronco de mi cipote que descansaba con toda su dura longitud sobre mi vientre. Mi boca enseguida tuvo contacto con el chocho que tenía encima. Degusté con deleite su fluido, sin que mi lengua dejase libre ni un centímetro de todo su sexo. Coincidiendo con el momento en que el otro sexo devoraba el mío. Y ya solo me concentré en lamerle el clítoris. Si bien no tenía ninguna visibilidad tal como estaba, oía los chasquidos de los besos de ellas y sus quejidos de placer, que acompañaban a los míos propios. También suponía que sus manos no estaban quietas. El aumento de sus sollozos gozosos, anunciaban la proximidad de sus orgasmos. Primero fue Araceli. Ella siempre llegaba antes. Pero esta vez Encarna no tardó tanto, porque la corrida de la primera la había contagiado notablemente.

Cesamos en nuestros actos el tiempo suficiente como para recuperar la fatiga. Ellas intercambiaron posiciones. Todo fue casi exactamente igual que antes, salvo el sabor que ahora me llenaba la boca. Saciado con su flujo, quise que mi lengua derritiese su clítoris. Mientras, la otra vagina era atravesada por mi palo gracias a los brincos de la dueña. Los tres suspirábamos, gemíamos, y se escapaba algún que otro grito. Y la subida de los decibelios era el nuevo aviso para que se volvieran a correr. Y, una vez más, acabó primero Araceli, que, gritando, tuvo que sujetarse exhausta en los hombres Encarna. Y ésta última sucumbió al asistir a la apoteosis de su hermana. Se separaron fatigadas. La que me follase cayó encima de mí, y la otra se colocó sobre uno de sus costados. Y por un exquisito y medido orden, me fueron dando su lengua en hermosos besos llenos de amor a los que yo quise ilustrar el mío propio. No hablábamos. No hacía falta, porque nuestras sonrisas eran un clamor: manaban placer, derrochaban amor. Recuperado el cansancio, los ojos de las dos se volvieron lo más lascivo que yo observara jamás. Por supuesto me estaban comunicando lo que me esperaba a mí a continuación.

Yo seguía tumbado y mi polla fue presa fácil de sus manos. Con gran habilidad, y con los movimientos de cada una muy bien estudiados. Me acariciaban el escroto, el tronco del pene y la cabeza. Ellas ya habían establecido de manera maestra quién acariciaba qué y el tiempo que invertían en ello. Pasaron rápido a meneármela, esa era su siguiente marcha. El silencio seguía dominado el ámbito, sin que ni siquiera ningún comentario lo rompiese. Pronto las manos abandonaron mi durísima polla y sus bocas entraron en acción. E igual que antes, medían los tiempos que una boca u otra se apoderaba de ella. Solo cuando adivinaron que me llegaba, al notar mis gritos casi, solo entonces se rompió todo lo que había estado detalladamente estudiado, para dar paso a la única maravillosa improvisación que casi nos hace estallar en carcajadas, a punto de correrme.

—La que reciba su corrida gana –soltó Encarna, para sorpresa de todos–.

Apenas acabó de decirlo, había sacado mi polla el tiempo necesario para ello, con ella otra vez dentro, entre mis gritos de fruición, recibía mi corrida. Las dos me habían visto correrme, e incluso habían probado mi esperma. Pero ahora una de ellas era la primera que recibía directamente mi eyaculación. Pero la más pequeña no quería ser protagonista exclusiva de aquello. Y compartió lo que tenía en la boca en un beso interminable con su hermana. Mi hermana, más alejada, y yo debajo, éramos testigos de aquello.

—Nuestra primera follada con Daniel –le decía Araceli a la otra con sus ojos encendidos–.

—Tanto tiempo esperándolo, tanto tiempo planeándolo hasta el último detalle –le contestaba ahora Encarna–.

—Y no será la última –intervine yo, echado–.

—Pero tal y como dijimos, a partir de ahora será con las tres a la vez, salvo que exista imposibilidad para ello. Entonces lo harás con dos de nosotras o solo con una, según las disponibilidades –completó mi hermana, que se había retirado los dedos de su coño para levantarse y unirse a nosotros–.

Al llegar a nuestra altura, ella me ofreció los dedos para que los chupara, lo que hice con gusto. El sabor era delicioso.

—Me he corrido como una loca –nos detallaba Adela–, pero soporté la tortura de no poder intervenir ni hacerme notar porque sabía que solo sería esta vez.

Nos levantamos todos. De pie los tres, nos cogíamos del hombro. La luz de nuestras miradas era una declaración de amor muda a todo pulmón.

—Tengamos presente este día, porque es histórico. Es el principio de un nuevo tiempo, de una nueva era para nosotros –tercié con solemnidad–.

Y en el pensamiento de los tres se dibujó esa certeza como un auténtico axioma irrefutable. Teníamos absoluta consciencia de que, en todo lo que llegase en adelante, seríamos nosotros los protagonistas; pero por detrás de Doña Virtudes y doña Severa. Todavía la primera era la dueña y la segunda, su inseparable amiga.

Ese día que debería ser y sería recordado por todos, al constituir el nacimiento de una nueva época, pasó. Y llegó el viernes, víspera de la fiesta, día en que estaba prevista la llegada de Beatriz, la sobrina de doña Severa. Llegaba en tren a la villa, desde la capital, procedente de Barcelona, e iría a buscarla, por supuesto doña Severa, llevada por Alfredo. Mis primas estaban deseosas de encontrarse de nuevo con ella. Hasta la fecha, no había habido ningún tipo de relación carnal. Llevaba en el extranjero dos años ya. El interés que había mostrado doña Severa en que yo la conociera, había alimentado las posibilidades en la relación que mis primas podrían tener. Si al final la recién llegada mostraba las actitudes y las aptitudes deseadas, entraría directamente en el mismo lugar que hacía ya tiempo ocupada mi hermana y ahora lo hacía yo. En ese sentido, supongo que yo tenía un gran papel que jugar como hilo conductor.

Lo que supuso una sorpresa fue que doña Severa me pidiera, la noche anterior, durante la cena y delante de todos, que fuera yo la que la acompañase a la villa a recogerla. No me iba a negar, por muchas razones. Entre otras, porque algo en mi interior me decía que así fuera; y siempre hacía caso a mi interior, desde que mi madre me dijese que así lo hiciese. También porque habían pasado muchas cosas hasta llegar hasta aquí, y quería ver el final. Una vez recorrido todo este camino, ya no quedaba casi trecho y mi intención era seguir. Los favores me llegaban uno detrás de otro, y estaba dispuesto a saber hasta dónde me conducirían. El gran secreto estaba a la vuela de la esquina, ya quedaba tan poco para conocerlo todo… Por todo ello e incluso por más razones, no me iba a negar. Tras la cena, hecha esa petición que acepté, todas las miradas se concentraron en mí; y eso me hacía ser consciente de todo el nuevo estatus en el que había ingresado. Tanto mi hermana como mis primas, tenían una mirada de felicidad especial, que no era otra cosa que toda su manifestación del orgullo que sentían por mí, creciendo a cada situación nueva favorable que se iba presentando.

Acabada la cena, doña Severa y doña Virtudes, una a cada lado, me acompañaron en conversación amena hasta mi aposento, hecho del que fueron testigos todos los ojos que en ese momento nos miraban, que eran todos los que habíamos estado cenando, junto con algunas criadas. Pero lo que aún fue más sorprendente, fue lo que sucedió en el interior de mi dormitorio. Habían cerrado la puerta de la antesala, y nadie pudo dar fe de lo que ahí aconteció, excepto Milagros, que aún estaba en el baño para dejarlo todo listo por orden de la dueña. Si no fuera porque la idea era absurda, bien parecía que querían que alguien fuera testigo de lo que iba a suceder. La puerta de mi dormitorio sí estaba abierta, y las mujeres permanecían en el umbral. Yo continuaba de pie, esperando que ambas se retiraran. Pero no lo iban a hacer. Antes al contrario, mi tía tomó la palabra.

—¿Permites a tu tía que te ayude a ponerte la ropa de dormir?

Aquello no era una pregunta. Tampoco era una orden. Solo era una petición para la que no había nada más que una respuesta. Y esa respuesta era lo de menos. Porque lo más importante resultaba la osadía que mi tía acababa de cometer, el paso tan asombroso adelante que acababa de dar, en connivencia con doña Severa, ambas ante mí sonriendo. Permanecí mudo, sin responder y sin mover un músculo, porque no me atrevía. Doña Virtudes se acercó y tras ella lo hizo doña Severa. Mi tía comenzó a desnudarme, como si fuese lo más normal del mundo.

—Ven, Severa, ayúdame –pidió luego, para que la otra mujer también se sintiera protagonista ante mí–.

Y ambas me fueron despojando de las prendas una a una hasta que no quedó ninguna. Era la primera vez que me veían desnudo. Ignoraba si estaban al corriente de todos los comentarios sobre mí en aquella casa. Pero, por muy pronunciados que hubieran sido, sus portadoras me habían advertido siempre que no suponían peligro alguno. Supieran de ellos o no, ambas se asombraban ante mi desnudez, aunque lo hacían con evidente disimulo. Sin embargo, permanecieron contemplándome, como si me estuvieran adorando. ¿Acaso no es lo que hacían? Después mi tía primero, y luego su amiga imitándola, acariciaron sin ambages mi polla, sin cohibirse, y sin disimularlo. Y ésta, como estaba acostumbrada a hacer, creció libre y feliz. Ellas no mostraban sorpresa alguna, Desconocía si en realidad la sentían aunque yo si percibía su dicha de poder verla y de poder tocarla.

—Es cierto que es nuestro hombre –comentó doña Severa–.

Y ya ninguna dijo nada. Todavía estuvieron breves minutos sobándomela, sin ir más allá, y admirándola. Cuando mi tía lo creyó oportuno, cesó en el toqueteo, y me puso la ropa de dormir, ayudada por quien la acompañaba. Después, doña Severa me abrió la cama, y, sabiendo lo que querían, me metí en ella. Mi tía me arropó y me dio un beso en los labios.

—Hasta mañana, mi hombre –susurró–.

Y doña Severa no quiso ser menos y me dio otro beso en los labios.

—Hasta mañana, mi hombre –susurró también–. Vendré a primera hora y tendré el privilegio de bañarte –añadió posteriormente–.

Milagros apagó la lámpara de mi mesilla, y luego las tres, con mi asistenta detrás, salieron y cerraron primero la puerta de mi alcoba y luego de mi antesala.

Me dispuse a dormirme, pero los nervios provocados por las emociones tan seguidas que se habían acumulado, me lo impedían. Convencido de que las dos mujeres acababan de irse, noté que la puerta de la antesala se volvía a abrir. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, y una sensación de emoción me invadió sin dejarme pensar: no se había terminado. Oí cerrarse la puerta de la antesala y a continuación abrirse la del dormitorio. Pero solo era una persona la que había entrado, y no quienes yo había imaginado. Aunque no había luz, supe enseguida que era mi hermana la que me acompañaba. Había venido desnuda ya, y se metió directamente en mi cama.

—Me debías una corrida, hermano –dijo–.

Recobrando el sentido común, le hice ver a lo que se había expuesto.

—Acaban de salir nuestra tía y doña Severa. Si no te han visto ha sido un milagro –alerté–

—No te preocupes, Daniel, sabía que estaban aquí –me tranquilizó–. Todas hemos visto que te acompañaban. Y ahora yo sé lo que han hecho, porque Milagros me ha contado hasta el último detalle –añadió–. Supongo que estarás desconcertado, pero pronto verás que esto es solo el preludio de lo que ya llega. Ahora no pienses en ello y cómeme el coño hasta hacerme correr como nunca en tu vida: no olvides que me lo debes –concluyó–.

Y no hablamos más. Y dejé de pensar en lo que recién había sucedido, para concentrarme en darle el mayor placer a mi hermana que mi sapiencia pudiera. Supe que así fue, no solo por su reacción y sus palabras de aprobación posteriores; también porque algo muy interno me lo confirmaba. Esa vez me quedé sin correrme. Adela solo había venido a cobrar su deuda. Pero no importaba, porque Adela ya me lo había dado esa mañana, y porque quedaría mucho más, tal y como los acontecimientos empezaban a denunciar a gritos. Cuando se fue Adela, me quedé más nervioso aún que antes, por lo que tardé en dormirme. Pero como todo, el sueño acabó llegando y llevándome.

Aún seguía dormido esa mañana cuando me despertaron. Lo habían hecho sin ruido. Sólo sentí unas manos suaves que me acariciaban, Abrí los ojos para descubrir que era doña Severa. Tal y como había anunciado la noche anterior, ahí estaba. Descorrió las cortinas, y toda la luz matinal se hizo dueña del ámbito. Sonreía con una dicha extraña.

—Buenos días, Daniel –saludó–.

—Buenos días, doña Severa –contesté–.

Y sin más preámbulos, me tomó de las manos y me invitó a levantarme. Así lo hice. Como todas las mañanas, estaba erecto. La presencia de doña Severa no era un obstáculo para que mi herramienta se mostrase ufana, en todo su tamaño. Porque para mi pene, no había distinciones en quién fuera quien lo recibiera por la mañana: saludaba a todos por igual. Después de lo ocurrido ayer, y, sobre todo, después de todos los acontecimientos y palabras que se me habían dicho últimamente, no estaba asustado, antes al contrario: estaba ansioso por ver la reacción de aquella mujer ante esta evidencia.

Mi miembro la apuntaba sin inmutarse. Se había agachado frente a mí, tomándome de las caderas, admirando aquello que parecía tenerla obnubilada. No obstante, a diferencia de las chiquillas y las criadas que la habían contemplado antes, de su boca no salió ni una palabra de asombro. Guardaba las formas con rigidez, sin que entonces yo supiera cuánto le estaba costando. Sin embargo, estaba seguro, como así fue, que el tiempo me lo revelaría, porque la velocidad a la que se estaban produciendo estas sorprendentes novedades, hacía imposible que se pudiese frenar el desenlace final.

Me asió de la mano y me condujo al baño. Ahí estaba Milagros, ultimándolo todo. La buena criada no daba muestras de la más mínima extrañeza, se comportaba como si aquello fuese lo más normal del mundo. Era evidente que ella ya sabía que doña Severa estaría, pues había tenido que recibir órdenes para hacer esas preparaciones. Doña severa me acarició los glúteos levemente, y, con un suave empujón, me indicaba que entrase en la bañera. Así lo hice. Me recosté en ella, y mi duro apéndice quedó oculto bajo el agua. Me fue enjabonando con extremo cuidado de no mojarse el vestido. Me pidió que me levantara, y yo, frente a ella, le mostraba toda mi rigidez. Ella la enjabonó con delicadeza, recorriéndola con las manos. Si aquello era lo más osado que jamás había intentado conmigo, estaba tremendamente equivocado si pensaba que se detendría ahí. Porque comenzó a masturbarme, despacio al principio, e incrementado la velocidad hasta hacerlo con vigor. Ninguno pronunciábamos palabra, al tiempo que mi orgasmo se acercaba irremediablemente. El rosto de la mujer era sonrisa pura, adivinando que ya estaba a punto, esperándolo con afán. Mis gritos fueron el último anuncio de lo que llegaba. Después los chorros de semen ya eran la evidencia.

—Así, mi hombre –murmuró–.

Por primera vez me había visto eyacular. No hizo referencia a la cantidad, como estaba acostumbrado a oír. Ni tampoco su gesto denotó sorpresa alguna. Tenía las manos pringadas, pero había tenido cuidado de que su vestido no se manchase. Tras unos segundos con mi pija en sus manos, ya perdiendo esta fuerza, la soltó y se aclaró en esa misma agua. Después pidió a Milagros que me acabara de asear y me vistiera. A mí me emplazó en el comedor, donde desayunaríamos juntos. No salía de mi sorpresa, pero también algo en mi interior me avisaba de que esto era solo el principio. Tras darme el visto bueno Milagros, supe que ya estaba preparado, y acudí al comedor.

Ya estaban sentadas todas. Tomé asiento entre mis primas, después de saludar y ser correspondido. Había un silencio extraño. En doña Severa ni siquiera se adivinaba todo lo que acababa de suceder, tenía su misma mirada, más sonriente que otras veces, eso sí, y su mismo porte. Yo imaginaba que mi tía lo sabía todo, después de la aventura de anoche en mi cuarto. Y mi cara sí que debía de ser la que más sospechas levantaba, porque mis primas me miraban de una manera extraña. No había tiempo para explicar nada, así que se quedaron con la duda. Aunque yo asumía que no duraría mucho, pues Milagros se lo contaría. Nada más terminar, doña Severa era presa de las prisas.

—Vamos Daniel, que ya está Alfredo a la puerta esperándonos.

Y caminé escoltando a doña Severa, con las miradas de aquellas tras de mí, envueltas en un halo de sospechas. Ni siquiera traté de mirar, no quería alterar más la ansiedad que ya dominaba a mi acompañante. Subimos al carruaje y Alfredo arreó los caballos que emprendieron la marcha. Solo estuvimos callados al principio. En realidad no había tensión entre nosotros, simplemente no se me ocurría iniciar ningún tema de conversación y mucho menos mencionar lo sucedido. Así que esperaba que fuera ella quien lo hiciera, porque estaba convencido de que así sería. Y no me equivoqué, poco después de que abandonáramos la finca, ella se lanzó.

—Supongo que te habrá sorprendido mi comportamiento contigo, últimamente –rompió el hielo repentinamente–.

Todavía permanecí mudo unos segundos. Los suficientes hasta que advertí que la única intención de aquella mujer era que la empezara a dejar de ver como la que había sido mi tutora. Quería buscar un nuevo rol en la relación conmigo. Y yo no iba a evitar que la buena de doña Severa me indicara cuál.

—Mentiría si dijera que no –me sinceré–.

—Lo supongo. Y también sé que eres muy inteligente y que sospechas el porqué –indagaba ella–.

—Sí, salvo que me equivoque, desea que la deje de ver como nuestra rigurosa instructora, y que empiece a considerarla como una mujer afable, a la que poder querer –me atreví–.

—Si me llegas a tener el mismo afecto que les tienes a las criadas habría merecido la pena todo el esfuerzo que invertí en ti –comentaba mi interlocutora–.

—Yo solo doy el mismo cariño que recibo. Y de usted lo estoy recibiendo desde ayer. Sin perder la compostura ni el respeto, ni mi sitio siquiera, que sé cuál es, de momento, solo deme la oportunidad, y le devolveré todo lo recibido –prometí–.

—Tu madurez, tu inteligencia, y tu perspicacia, está fuera del alcance de los demás. Tú tía está muy feliz del hombre en que te estás convirtiendo. Y yo me siento orgullosa de haber sido la artífice –me halagó luego–.

—Y solo deseo ser digno de ello –expuse–.

Y después el silencio de nuevo. Pero yo sabía que solo era una transición, que el tema anterior había quedado zanjado y ella aún quería decirme más.

—Beatriz será una privilegiada de ser tu amiga –cambiaba ella de tema–. Doña Virtudes le paga sus estudios en el extranjero, que están a punto de completarse. Entre tú, tu hermana y tus primas, pasará un verano muy feliz. Después volverá para concluir su último año, y entonces habrá que buscarle un marido digno. Sé que vosotros seréis la mejor compañía que pueda tener, sobre todo contigo, Daniel, tú la harás feliz, estoy segura –aseveró enigmáticamente–.

—Espero no defraudarla, doña Severa –aludí yo–.

—No lo harás, Daniel. Te sobran cualidades, no me canso de descubrirlas, y mi mayor deseo es que ella también lo haga –matizó, aludiendo claramente a nuestros últimos encuentros–. Se fue sin saber nada de las relaciones entre hombres y mujeres. Pero ya se sabe, en el extranjero seguro que lo habrá aprendido. Contigo, sin embargo, encontrará el equilibrio, Daniel, por eso tengo tanta confianza depositada en ti. Seréis la mejor compañía que pueda tener, y créeme, sé lo que digo, aunque te parezca que viva en las nubes. Si al final os gustáis los dos, Dios habrá oído todas mis plegarias.

Era imposible dejar más claras las intenciones de la mujer. Era imposible no entender a qué se estaba refiriendo. Quería que nuestra experiencia en esos temas, añadiese más aprendizaje a todo lo que ella pudiera saber al respecto. En ese sentido no la desilusionaría. Pero además se iría con un especial cariño humano y fraternal.

—Pierda cuidado, doña Severa. Después de este verano, quedará reforzado lo verdaderamente importantes; y se irá teniendo en su corazón todo el nuestro afecto. La única desventaja será que el año que viene nos echará de menos –confirmé–.

Y no le había dicho eso a doña Severa porque era lo que quería oír, sino porque realmente era lo que sentía. Y ella lo notó. Y su felicidad se había incrementado notablemente.

—Sabía que podía confiar en ti, Daniel. No me arrepiento de nada, antes al contrario, sé que he acertado. Y creo que tú y yo tendremos más momentos especiales, a solas, o con otra persona. Y solo entonces sabrás toda la verdad y nada más que la verdad –anunció–.

Con esa premonición que se cumpliría antes de lo que pensaba, llegamos a la villa. Las primeras calles me recordaron la primera vez que estuve ahí. Y no pude evitar que la erección se presentase aún cuando no había sido llamada. Delante como estaba de doña Severa y sentado en esa postura, fue advertida por ella. Y cuando entramos en la estación ella puso una mano en mis mulos, rozándome el miembro y me dijo:

—Ya hemos llegado.

Nos bajamos. Y yo ya no podía contener la erección, pero ahora de pie se disimulaba con la ropa. Llegamos al andén y todavía tuvimos que esperar un buen rato, si bien lo hicimos en silencio. Pero, al fin, llegó el convoy envuelto en toda la nube de vapor que desprendía. Los viajeros fueron descendiendo y la mujer con la que iba buscaba con la mirada a su hija entre la multitud. Por fin la divisó y agitó su mano para ser vista. Yo miré en su dirección y divisé a una chiquilla muy elegantemente vestida, sonriente, que agitaba la mano con vehemencia, seguida de varios mozos, que cargaban su equipaje. Esperamos a que estuviera a nuestro lado y su madre la besó con ganas. Tras eso, me presentó. Yo permanecía de pie, guardando exquisitamente la etiqueta.

—Este el chico tan especial del que te hablé en mi última carta, cuando anunciaste que venías –le decía–. Se llama Daniel, es sobrino de doña Virtudes. Vive en la casa con su hermana, a la que conocerás cuando llegues.

La muchacha extendió la mano y yo acerqué mis labios sin tocarla. Pero en esa reverencia se me notó lo último que yo deseaba que notara, al menos en ese lugar y ese momento. Ella lo había advertido, pero mantuvo la compostura, sin embargo. Fue su comentario el que me hizo saber que se había dado cuenta.

—Tía, deberías haberme concretado que ser tan especial significaba ser tan..., imponente –añadió con una sonrisa que me dejó sin respuesta–.

No hubo más comentarios ni conversación conmigo. Desde aquel andén, hasta que llegamos a casa, las dos estuvieron en animada conversación: Beatriz tenía mucho que contarle después de todo el invierno y la primavera lejos de ella. Por ello, no me sentía desplazado en lo más mínimo; antes al contrario, me seguía sintiendo privilegiado de poder compartir aquello.