Nuestra Implacable Educación (XII)
Dos adolescentes son educados por su tía después de la muerte de su madre. En este décimo segundo capítulo, después de atender a hermana, las primas de Daniel le hacen ver de algo que él no había tenido en cuenta
12: UN OLVIDO.
Tras el evento que supuso el aniversario de nacimiento de mi tía, todo volvió a la rutinaria normalidad en aquella casa. Al menos en apariencia. Porque se estaban empezando a producir pequeñísimos cambios que yo ni siquiera sospechaba, ni mucho menos percibía. Pero algo ya bullía en el ambiente que hacía que lo que iba a ir sucediendo después, se empezase a formar entonces.
El primer cambio que sí noté, y Adela también, fue el de doña Severa. El mismo lunes que mis primas empezaban sus vacaciones de verano, nos anunció, en la clase de ese mismo día, que daba por finalizada nuestra instrucción. Así, de sopetón. Ni que decir tiene que nuestra sorpresa fue mayúscula, teniendo en cuenta que el último día nos dijera cuánto nos faltaba aún. Pero esa mañana, al parecer, estábamos ya listos para una preparación superior; tal y como había decidido doña Virtudes, en lo concerniente a nuestra educación. Parecía, pues, que dominábamos ya todos los modales y la cultura mínima exigida en damas y caballeros de nuestra época.
No sabría decir si eso fue sorprendente para nosotros. Ni siquiera sabría decir qué sentimos exactamente. Simplemente apreciamos un gran alivio, como cuando se consigue algo que ha costado mucho esfuerzo; pero no por la alegría de ese triunfo, sino porque habíamos conseguido que se acabara lo que tanto nos desagradaba. Así pues, esa mañana sólo duró unos minutos: los que invirtió doña Severa en su discurso. No obstante, cuando ya abandonábamos el ámbito, aún la mujer me llamó a un aparte.
—Daniel, quiero que te quedes un poco más. Deseo charlar contigo –me dijo, mientras mi hermana me miraba girando la cabeza al alejarse–. Pero acompáñame, Daniel. No deseo ocupar este saloncito más de lo debido. Estaremos más cómodos en mi antesala.
Ella se levantó, como si todo aquello fuese lo más normal del mundo. Sin embargo, aquella era la primera vez que tenía tal límite su confianza conmigo. No obstante, decidí obedecerla sin mostrar el menor atisbo de sorpresa en nada que dijera o hiciera: no cabía duda de que ella jamás levantaría la más mínima sospecha, en teoría… Así que la seguí por el corredor inferior hasta la gran escalera. Ascendí con ella, mientras observaba que Rosario se afanaba en su tarea, sin dedicarme la más leve mirada. Seguimos por el corredor superior hasta llegar a su cuarto. Abrió la puerta y yo entré tras ella.
—Siéntate aquí un instante, Daniel, enseguida estoy contigo –pidió, mientras ella se adentraba en su dormitorio, cerrando la puerta tras de sí–.
La oía moverse adentro, mientras yo aguardaba su espera, lleno de una incertidumbre que jamás hasta entonces había sentido en esa casa. Claro, ¿quién iba a dudar de una dama tan beata como doña Severa? Yo sólo era su alumno, y un niño…, nada malo podía suponer que estuviera a solas con ella y en su cuarto.
No tardó mucho en regresar. Sonreía. Su melena negra, por primera vez, no se hallaba comprimida en su moño habitual, sino que le caía por los hombros, aunque eso sí, con un leve recogido con horquillas. Incluso en la forma de vestir había cambiado. Sin duda que seguía llevando vestidos negros, con las faldas besando el suelo, como era menester en una dama decente del momento; pero sí dejaba entrever una ligera porción de piel en su pechera. Nunca había enseñado ni un centímetro desde el cuello para abajo, salvo esa mañana.
—Bueno Daniel, te he hecho venir, porque ya te has convertido en todo un caballero, y es bueno que lo sepas, y te lo diga –se arrancó–. He de reconocer que vuestra enseñanza me ha supuesto un esfuerzo más que importante, dejando mucha salud en ello. Pero no es menos cierto que los resultados han merecido la pena: te has convertido en un digno hombre merecedor de la acogida que se te ha dado; y eso me llena de orgullo y satisfacción. Doña virtudes decidirá si mandarte a realizar estudios superiores, o aprender un oficio digno ti, hasta encontrarte una esposa acorde a tu posición.
Doña severa había hecho una pausa. No entendía por qué me había hecho ir hasta allí, sólo para repetirme un discurso que ya nos lo había transmitido a Adela y a mí. Según hablaba se inclinaba, como si su deseo fuese que yo viese un poco más. Pero me asustó esa idea, y la deseché. Ella seguía en silencio, se debatía en decir algo o callárselo. Por fin habló.
—Verás, Daniel. No te quiero ocultar nada… Anoche, tanto tu tía como yo, fuimos las mujeres más felices del mundo, después de recibir todos los elogios que nuestros invitados nos dieron de vosotros. Vuestro porte, vuestra conducta, sobre todo para con los hijos de quienes durmieron bajo este techo, ha sido ejemplar. Por eso, el orgullo que ahora siento es infinito, y eso es lo que te quería explicar, aquí, así a solas… Mi corazón late dichoso, ven, trae la mano.
Y, ante mi más absoluto estupor, la situó encima de su pecho. Aquello sí que no me lo habría imaginado, aunque me lo hubiera jurado el mismísimo Dios. En realidad, me había llevado a la intimidad de su aposento para eso. He de reconocer que me asusté. Ahí estaba yo, con mi mano sobre el pecho de quien tan dura hubiera sido todo este tiempo.
—Tú eres un gentilhombre, Daniel –dijo repentinamente–, con la inteligencia suficiente para que sepas que lo que intento es que notes mi afectación hacia ti, y compartir contigo la alegría de mi corazón.
Esa mentira era necesaria. Ambos lo sabíamos. Pero distaba mucho de lo que en ese instante sentía, que no era ni más ni menos que una erección importante.
—Y usted es una dama que sólo desborda bondad por todas las partes, Doña Severa –quise responder yo, aunque la sorprendí con mis palabras–. Porque el hecho de que haya querido compartir su presunción conmigo, demuestra una piedad infinita que sólo podría compensar la mismísima Virgen María. Siempre formará usted parte de mi recuerdo y mi veneración, doña Severa –concluí–.
Y supe que mis palabras habían hecho presa en ella. Supe, que igual que el mordisco de un león en el cuello de su víctima, mi mensaje había resultado una herida mortal para ella. La noté tragar saliva. La noté acalorarse más. La noté sudar. La noté acelerada en sus latidos. Y aún ella apretó más mi mano contra su teta.
—¡Eres un bendito, Daniel! –exclamó–. Déjame que te bese.
Y, sin hacer que mi mano perdiese el contacto que tenía, se agachó y apoyó sus labios en la comisura de los míos. A esas aturas mi excitación era ya total. Yo no sé si hasta ese momento lo había notado, pero, lo que hizo a continuación, tuvo que hacer que lo percibiese a la fuerza: porque, al apartarse, con su mano, rozó sin querer mi bragueta, y con ello, toda mi dureza.
—Eres todo un hombre ya bien formado, no cabe duda –dijo tan sólo–.
Y ese fue el episodio vivido con doña Severa en su cuarto. Tan sorprendente como inverosímil. Tan fantástico como enigmático. Y, cuando abandonaba yo su estancia, una voz interior me decía que no todo quedaría ahí.
Quise irme a pasear. Lo necesitaba. Intentaba ordenar un poco mis ideas, que se habían visto bastante alteradas y trastocadas. Saludé a Rosario, cuando nuevamente pasé a su lado. Ella sólo me sonrió. Ernesto me abrió la puerta, y me sentí raro. No me encontré con nadie más hasta no descubrir a mi hermana sentada, justo donde yo me dirigía. Me divisó de lejos, y me hizo un gesto con el brazo. Al poco rato estuve a su lado. Ella me estaba esperando. Quería saber qué me había dicho doña Severa.
—Sabría que vendrías, hermano –rompió el hielo ella–. ¿Qué te ha dicho doña Severa? Siento tanta curiosidad –me interrogó a continuación–.
—Verás, Adela, intentaba responderla yo–. Ha sido algo muy raro. Primero me pidió que fuéramos a su cuarto, que no quería ocupar inútilmente ese salón. Una vez allí, me expresó su emoción por nuestro aprendizaje, y me llevó una mano a su pecho. Aún estoy aturdido, no me puedo creer que ella haya actuado así. Todo en ella era misterioso, todo en ella era sorprendente, todo en ella era fantástico, irreal.
Yo, miraba a mi hermana. No parecía sorprendida. Sonría suavemente. Sin embargo en mí aún anidaba el asombro.
—No pareces sorprendida –dije–.
—No lo estoy hermano –me contestaba ella–. Si supieras lo que yo sé, tú tampoco lo estarías. Y, no sólo eso; sino que también te habrías estado esperando lo sucedido esta mañana, al igual que yo. Doña Severa, querido Daniel –continuaba narrando mi hermana–, tiene una doble vida; exactamente igual que nuestra tía: amparadas ambas bajo el manto de la decencia presupuesta.
—Me dejas sin palabras, Adela, la verdad. Casi no me lo puedo creer. No sé qué pensar de todo esto –comenté–.
Si no fuera porque era mi hermana quien me estaba contando aquello, no lo creería de nadie que me intentara explicar lo mismo. Aún seguía empalmado, e iba de sorpresa en sorpresa, esa mañana.
—No seré yo quien te de detalles, Daniel –me decía ella–, pues veo que los acontecimientos se empiezan a precipitar; y tú solito lo irás descubriendo todo. Porque ellas mismas te lo mostrarán.
Mi hermana parecía otra desde que entrásemos en esa casa. Había madurado de una forma notabilísima; y encima se había vuelto enigmática. Quise ver en todo ello, que en ella se acercaban los cambios que yo había descubierto en mí, merced a la explicación de mi madre. Pronto sería mi turno de hacerla ver, me dije.
—No tengo especial ansiedad en descubrir qué sucede. Si es como tú dices, con el tiempo lo sabré todo –dije–.
Adela levantó la vista. Me miraba con cariño. Me miraba con picardía.
—Y dime, hermano ¿tú qué sentiste exactamente cuando te llevó tu mano a su pecho? –Interrogaba ella–.
—Me asusté primero, y me empalmé luego –respondí con mi mayor franqueza–.
Oí la risa de mi hermana, sincera y abierta.
—¿Sigues con ella dura? –Seguía interrogando–.
—Sí –reconocí–.
Y entonces la mirada de Adela cambió. En sus ojos nació ese fuego que ya conocía desde los últimos días de la vida de nuestra madre, cuando iniciáramos nuestros juegos. Supe de su deseo. Supe lo que quería, aún sin ella decírmelo. Ella se aproximó su boca a la mía, y me besó, sin pronunciar palabra. Me la llenó de su lengua, y la sentí acariciada toda ella por su órgano húmedo. Y otra vez jugábamos con el riesgo al besarnos ahí. No es que no pensáramos en las consecuencias, es que cada vez pesaban menos a la hora de frenarnos.
—Me encanta que la que fuera nuestra tutora te la haya endurecido así, hermano –me susurraba en mi oreja–. Pronto todo se precipitará como si cayésemos al vacío –predijo misteriosamente, a continuación–.
Y me volvió a besar con su lengua, sin darme tregua a que yo dijera nada. Y es que, quizás, sobraban mis palabras; porque yo notaba también que todo iba tomando un giro especial, más veloz. Adela me acarició la verga por encima del pantalón. Era inevitable que esa escalada se produjera, y con cada incremento, aumentaba el peligro. Lo sabíamos, pero eso no impedía que siguiéramos.
—Sí que está dura, hermano –comentó–.
Y de nuevo sus labios en llamas me quemaron. De nuevo esa lengua juguetona como si fuera la conductora de todo el deseo que se había formado en mí, y supongo que en ella también, fundió mi paladar como si fuera mantequilla. Y el apetito mutuo tuvo forma en nuestras miradas, que ya eran lujuria pura.
—Enséñamela Daniel, que primero quiero notar tu semen en mi lengua, y esta tarde después de comer la he de sentir de nuevo en mi coño –pidió ella, ya fuera de sí–.
Y no me hice de rogar. Incluso sabiendo que ese no era el lugar más adecuado, accedí, pero esta vez extrañamente no tenía miedo. La extraje de mi traje, y se la ofrecí. Estaba dura, recta en su total amplitud. Estaba dispuesta a ser exprimida por su boca, una vez más. Ella la asió levemente, mordiéndose el labio inferior, mientras ponderaba su erección.
—Sí que está bien dura –confirmaba en voz alta–. Pronto descargará todo lo que lleva dentro en mi paladar: lo deseo.
Y, sin más, desapareció en su boca. No me era desconocido, que, al igual que yo, Adela había mantenido sus contactos sexuales en esa casa. Nunca quise preguntarme con quién, ni cómo, ni cuándo, ni dónde. Sólo lo sabía. Y tampoco me importaba que ella sí conociese cada detalle de mis actividades, y yo de ella, sin embargo, solo tuviese una certeza tácita. Pero, lo que evidenciaba todo aquello era el rápido aprendizaje, en lo sexual también, que había tenido ella. Recordaba su primera mamada inexperta, y la comparaba ahora con ésta: y la diferencia entre ambas era, sencillamente, abismal. Mi hermana había aprendido el arte de mamar pollas de una forma absolutamente magistral. Y, entre mi altísima excitación, y su labor de maestra, me iba a correr antes que nunca. Sus labios recorrían todo el tronco a la velocidad y presión justa, y, cuando llegaban al glande, lo dejaban asomar casi del todo, envolviéndolo con su lengua, y volviéndolo luego a lo más hondo de su cavidad. De vez en cuando, se la sacaba totalmente de su boca, para, con la puntita de su lengua, recoger las gotas de líquido preseminal que se iban formando en el extremo de la cabeza. Y después se la llevaba adentro nuevamente. Pero no tuvo que esperar muchos minutos repitiendo esa operación una y otra vez. Ni siquiera tuve que advertirle yo que todo se arrojaba de forma inminente, pues ella ya lo había notado en los temblores de mi polla, y en mi fatiga incrementada. Para cuando comencé a gritar, ella ya hacía segundos que sabía que todo estaba ahí ya.
—¡Me corro, Adela! –Solté, para soltar luego mi descarga en su boca–.
Ella no dijo nada, ni antes ni después. Solo cuando mi cipote estuvo afuera, sin restos de esperma, y ella se lo hubiese tragado todo, solo entonces, habló.
—Muy bien, hermanito. Hasta la última gota –comentó ella–. Nunca me acostumbraré a lo salada que es tu leche –explicaba mientras yo me guardaba el miembro, aún no flácido del todo, pero sí con la mayor parte de la dureza perdida–. Esta tarde, después de comer, búscame en mi cuarto. Arréglatelas como puedas, con la excusa que mejor te venga. Pero esta tarde, después de comer, exijo que tu ariete se apriete en mi coño –ordenó casi ella–.
—No te preocupes, hermana, dalo por hecho –aseguré–.
Y, con toda despedida que una sonrisa, ella se alejó de mi lado. La vi irse con toda la galantería que una dama puede exhibir al caminar. Me acababa de hacer una mamada impresionante, y parecía que fuese la mujer más correcta de la creación. Al poco rato, me vi solo. Y me inmiscuí en mis propios pensamientos.
Lo que más extrañaba, en esos días posteriores a la celebración, era la compañía de las invitadas. Me habían llenado más de lo que yo me hubiera imaginado. Mucho más que todas las criadas juntas con las que había estado. Y, no supe hasta qué punto había sido eso así, hasta que no las eché de menos. Era como un pequeño vacío que se había formado en mi pecho. Sí, yo sabía que el año próximo todo eso se repetiría, pero…, estaba tan lejano aún el año próximo… Es curioso que uno no nota todo lo que algo te puede llegar a gustar hasta que no está. Y así me sentía yo sin las niñas. Especialmente recordaba a Eulalia, por su virginidad; aunque, indistintamente ambas me venían a la mente, como un lamento incontrolado. Así, se fueron pasando las horas, de forma inexorable. Y casi sin darme cuenta la hora del almuerzo se me echó encima.
Y allí en el comedor nos vimos de nuevo los de siempre. Salvo la semana en que habíamos tenido invitados, con motivo del cumpleaños de nuestra tía, que todo fue muy caótico. De nuevo me vi sentado entre mis dos primas. Ya me parecía normal que se afanasen por tenerme al lado. Enfrente de mí estaban mi hermana y doña Severa, y, como de costumbre, presidiendo la mesa, nuestra tía. Ni que decir tiene que de nuevo las manos de Encarna y Araceli, hicieron presa de su pieza favorita: mi pene, evitando que ciertos ojos lo vieran. Aunque, tras lo sucedido aquella matinal con doña Severa, yo empezaba a dudar de que más ojos también lo hubieran percibido, entonces, y en ocasiones pretéritas. No hace falta tampoco incidir en la erección que aquellas dos criaturas me provocaron, aunque eso solo lo notábamos ellas y yo, pues la ropa me protegía. A los postres, doña Virtudes, de forma solemne ante sus hijas, anunció que nuestras clases habían finalizado. Que mi hermana y yo ya nos habíamos formado como un caballero y una dama. En días prontamente venideros, nuestra tía quería hacer una cena de agradecimiento especial a doña Severa. No anunció fecha ni más detalles, empero, pues aún debería pensar en ello. Desde luego, hubo una aprobación general a su propuesta, acompañada de todo tipo de elogios hacia la aludida, por su buen hacer con nosotros, hacia nuestra tía, por su bondad cristiana al acogernos, y hacia nosotros mismos, por el progreso tan encomiable que habíamos experimentado. Fueron palabras gratuitas, yermas de todo sentimiento, y dichas por pura cortesía. El sentimiento que había en esa casa, se venía demostrando de otra forma.
Terminamos todos de comer, y nos fuimos levantando con pausa. Mis primas me miraban con un brillo especial en sus ojos, y yo tenía una terrible erección. Mi tía fue la primera que se excusó, y se retiró rápidamente a sus aposentos. Después lo hizo doña Severa, con la excusa de que quería llegar cuanto antes a su casa. Alfredo ya estaba listo para llevarla desde que nos sentamos a la mesa, por orden suya, ya que le había hecho saber tal deseo. Esa noche no tenía necesidad de volver a cenar, ya que mañana no tenía obligación alguna con nosotros, sin embargo, ya se había organizado tal cita. Y nos vimos solos.
—Te hemos dejado la polla preparada para que tu hermanita la disfrute, primo –me dijo al oído Araceli, en un alarde de osadía; pues Trinidad, que permanecía de pie, inclinándose ante cada uno de los que se retiraban, claramente la había oído–.
Y la buena ama de llaves, no había variado su mueca lo más mínimo. Supongo que, aparte de estar al tanto de todo, incluido ese gran secreto que tanto me habían mencionado, poco le asustaría lo que sucediera en aquella casa. En cuanto a mí, por lo que se me había insinuado en repetidas ocasiones, ya sospechaba que mis escarceos sexuales en aquel hogar, no eran sólo míos, y esa dimensión era mucho más grande de lo que parecía.
Nos pusimos en pie el resto: mi hermana mis dos primas y yo; y también procedimos a abandonar el comedor, mientras que Trinidad se quedaba ayudando a Prudencia a recogerlo todo. No hacía falta que nos dijéramos nada, porque todos sabíamos a dónde iríamos y que sucedería. Sólo a la puerta del comedor aún encarna me comentó algo en un susurro:
—Disfruta primo, que esta tarde vas a tener un coñito jugoso. Qué suerte tiene tu hermana que va a gozar de tu polla; nosotras en cambio tendremos que conformarnos los chochitos de cada una.
Y nada más. Sólo una risa contenida. Después, se comportaron como si jamás hubiesen roto un plato. Ascendimos las escaleras en silencio y cada uno se fue a su cuarto. A decir verdad, yo no sabía qué momento sería el apropiado para salir del mío e invadir el de mi hermana. Estaba acostumbrado a que me vinieran a ver, y no al revés. Intenté escuchar. Sólo se oía el silencio. Al fin me atreví a salir entre ese mutismo. No había nadie afuera y me dirigí presto al dormitorio de mi hermana… Abrí con cuidado la puerta de la antesala, y me sumergí dentro.
—Pase señorito, le estaba esperando, su hermana me advirtió –oí la voz de Ascensión–.
—¡Qué susto me has dado, Ascensión! –Exclamé yo en un susurro–.
—Disculpe señorito, no era mi intención –se turbó ligeramente ella–. Su hermana me advirtió que vendría y que estuviera atenta para cuando se vaya vea –me explicó–.
—Bueno, al menos eso querrá decir al estar tú aquí no habrá peligro –dije socarronamente–.
—Pierda usted cuidado, señorito –ratificaba ella–. Se puede desnudar aquí si lo desea, que Ascensión cuidará de que sus ropas no se arruguen –añadió luego–.
Y yo ya sabía lo que ella quería. No habría pasado nada si me hubiera desnudado junto a la cama de mi hermana, yo también tendría cuidado de que la ropa no se arrugase. De todas formas quise darle ese placer a Ascensión; ella, como todas las demás habían sido muy buenas conmigo, y no podría negarles, ese, ni ningún otro detalle que fuera su deseo. Sin más procedí a desnudarme hasta que me quedé completamente en cueros. Mi pene, a medio camino de la erección, se tambaleaba levemente como un péndulo; y ya los ojos de la sirvienta no miraban hacia otra cosa.
—¡Oh, Señor y Creador de todas las cosas, qué delicia te has inventado para disfrute de los ojos de esta buena mujer! –Manifestó Ascensión, como adorando mi miembro–.
—Puedes hacer algo más que contemplarla, buena Ascensión –indiqué yo–. Así, cuando entre, estará en plenas condiciones para entrar en acción.
—¿De verdad que el señorito me permite? –Preguntaba aún dudando ella–.
—Claro que sí, Ascensión. Si tanto te gusta, no seré yo quien te prive –la invitaba yo–.
—Oh, el señorito tiene una bondad fuera de lo normal –agradecía la buena criada, mientras se arrodillaba para asir mi miembro–.
Lo sujetó en su puño con firmeza, haciendo que éste adquiriese toda la suya. Después inició un suave movimiento con la mano de sube y baja, para, finalmente, introducírselo completamente en su boca, y mamármelo durante unos minutos. Todo ese hacer de la asistenta supuso que mi verga se pusiera recta del todo, adquiriendo su mayor tamaño y dureza posible.
—El señorito ya está listo para saciar el empapado coñito de su hermana –dijo ella, sacándosela de la boca, y mirándome a los ojos–. Gracias por haberle permitido a esta humilde doméstica haberlo podido disfrutar otra vez más.
—No hay nada que agradecer, buena mujer –decía yo–. Tu comportamiento conmigo, igual que el de todas, y el aprecio que te profeso a ti, y a las demás, hacen que te lo merezcas.
—Oh, señorito, sus palabras son tan galantes, que me deja sin respiración… No sé qué decir… –farfullaba ella–. Pero, no se demore más, Señorito Daniel. Su hermana hace rato que le espera –resolvió al final–.
Y, sin hacerme más de rogar, besé con suavidad los labios de esa mujer, y entré en el dormitorio de Adela. Sin embargo, ella pugnaba detrás de mí, y al tiempo que yo traspasaba el umbral, lo hacía ella también, cerrando la puerta tras de sí. La pieza estaba inundada toda por la claridad que atravesaba el ventanal. Mi hermana estaba ya completamente desnuda, con las piernas abiertas; y al verme a mí también sin ropa alguna, con mi erección, se relamía los labios.
—Estamos los dos ya preparados, hermano –me decía desde su cama–. Yo con mi coño anegado y tú con la polla a tope. ¿A qué esperas para insertarme tu instrumento hasta el fondo? –Suplicaba–. Me encantará ver cómo la buena de Ascensión es testigo de lo que me haces gozar –añadió finalmente–.
Yo aún dudaba, pero sólo fueron unos segundos, porque un empujón firme de quien estaba detrás de mí, me hizo reaccionar. Me llegué hasta la cama, y quise de nuevo probar sus jugos. Tenían el mismo sabor que la primera vez, y el contacto de mi lengua con su clítoris, casi la hizo correrse. No estuve a penas ni un minuto con mi caricia oral en esa zona, cuando Adela ya estallaba en un orgasmo impresionante, tal era su grado de excitación.
—Métemela ya hermano, te lo suplico –imploraba ella–. La necesito.
Y no esperé más. Y me dispuse a hacerlo. Ascensión llenaba de caricias los pechos de la chiquilla, y de vez en cuando con su lengua surcaba uno u otro pezón; mientras que yo me ponía en posición, entre sus piernas. Primero dejé que Adela sintiera el contacto de mi glande contra su vulva. Al notarlo, ella se retorcía como si fuera una culebra apresada. Supe que no debía demorar mucho más aquello, pues transmitía mucha más ansiedad que placer; y eso no era lo que yo quería, sino que ella sólo tuviese fruición. Así que, de un solo golpe, tan lubricada como estaba mi hermana, mi herramienta se alojó hasta el fondo en el interior de su vagina.
Y Adela no se reprimía: chillaba. Mientras yo efectuaba el mete y saca, mi hermana se deshacía en alaridos que explicaban diáfanamente su goce. De vez en cuando buscaba su mirada, y la mayoría de las veces, sólo encontraba la boca de Ascensión fundirse en un beso con ella, que ahogaba sus gritos. Y, toda la inercia del momento desembocó en otro orgasmo, tan intenso como el anterior, que dejó a mi pobre hermana temblando. Jadeaba, después de la sacudida recién recibida. Pero aún quería más.
Me situó a mí en la cama, y ella se ubicó encima de mí. Mi pija aún estaba tan rígida como cuando había entrado en esa estancia, así que ella no tuvo dificultades en clavársela de nuevo. Estaba frente a mí, por lo que sus pechos quedaban a mi disposición, y podía ver el gesto de su rostro con nitidez. Ascensión se había colocado tras ella, y mientras mi hermana ascendía y descendía, notaba la lengua de la criada que acariciaba mi escroto, mi tronco; y, aunque yo no lo notaba, supuse que sus labios y su esfínter también. De vez en cuando su osadía era mayor, y me sacaba la verga del interior de Adela, para chuparle brevemente el coño, y a mí mamármela sucintamente, para de nuevo devolverla a lo más hondo de ese volcán hirviendo. No mucho más tarde, mi hermana, volvía a estallar en otra venida espectacular. Aún se quedó jadeando unos segundos, recuperándose, con mi verga enterrada entre sus pliegues, conservando toda su dureza. Pero aún habría más. Yo lo sabía sin que ella lo dijera, yo lo sabía antes de que ella se moviera para la siguiente postura: sus ojos traidores me lo habían delatado.
Se la sacó de su chocho, totalmente pringada con su flujo, y se colocó, de espaldas a mí, con las rodillas y las manos apoyadas en la cama. Yo tenía una expectativa ideal de sus genitales brillando por el manar de sus jugos. Movía el culo, como invitándome para que no me demorara más, y la penetrase por detrás. Yo me incorporé, y enseguida noté cómo Ascensión me asía del cipote, para que perforase sin más tardanza a quien ya me esperaba. Y fue la asistenta quien orientó mi miembro, y lo situó en la entrada del coño de mi hermana, dándome una pequeña palmadita en el culo, para que yo acabase la acción. Y así lo hice. Empujé, y toda mi verga recta, se alojó en el interior del sexo de Adela. La chiquilla había arqueado su espalda, y exponía el culo para facilitarme la operación. La criada se había hecho un hueco debajo, por lo que podía con total libertad, lamer el clítoris de quien disfrutaba de mis embestidas, acariciar sus pechos, y cómo no, también notaba su boca en mi tronco que entraba y salía. Y de nuevo los gritos y los jadeos de quien sentía mi herramienta atravesar su mismo centro del placer, llenaron todo el ámbito. Yo conocía un poco a mi hermana en esas lides, y sabía cuándo su corrida era inminente, y en ese instante también lo supe. Casi se ahoga la pobre Adela, por la intensidad de su clímax, en ese coito arrebatador. Como era yo el que dominaba la situación, no dejé que la niña se recuperase y la seguí follando por detrás; pero mi aguante no era infinito, y también a mí me llegó el momento de descargar. Después del estallido de mi hermana, Ascensión se había colocado a mi lado, acariciando el culo de la otra, mientras yo la seguía penetrando; y supo, la buena asistenta, perfectamente, cuál era el momento, para sacármela, antes de que vaciase toda mi leche sobre los riñones de mi hermana. Y la criada, como ida, iba lamiendo los restos de mi eyaculación hasta que dejó la espalda de Adela inmaculada. Aún después tuvo el detalle de besar mi glande, y recoger las gotas que todavía había.
Caímos los dos exhaustos en la cama, recuperándonos de la fatiga que nos dominaba. Nos mirábamos los tres, con los ojos iluminados, que reflejaban a la perfección la satisfacción vivida en aquella habitación.
—Ha sido maravilloso, hermano –comentaba Adela, mientras con su dedo jugaba en las inmediaciones de mi ombligo, con mi apéndice ya flácido sobre mi vello púbico, toda esa zona húmeda por el sudor y su propia secreción–. Me ha encantado. Nunca podré olvidar lo bien que follas –concluyó–.
Y yo no dije nada. No sabía qué decir. Tan sólo la miraba. Su pecho ya subía y bajaba a velocidad uniforme, recuperado el ritmo respiratorio normal, con sus escuetos senos coronados por sendos pezones aún duros. Seguí con la vista toda la línea vertical hasta su sexo: el escaso vello púbico negro brillaba, mojado por la mezcla de su sudor y el flujo que había manado de su excitación.
—Gracias, hermana. Me alegro de que te haya gustado. Yo también he disfrutado mucho –supe decir únicamente–.
Primero fui al baño y me limpié los restos que la actividad sexual había dejado en mi piel. Ascensión insistió en ayudarme, y yo concedí, pues sabía que el deseo de ella era seguir admirando mi pene. Después, tras despedirme de ella, abandoné su dormitorio, seguido por la criada. En la antesala, me vestí, y ella se asomó para cerciorarse de que el pasillo estuviese despejado. A una seña suya, abandoné el ámbito, posándole un beso en los labios a la sirvienta. Me fui a mi dormitorio, me tumbé encima de la cama, en ropa interior, relajado y envuelto en un leve sopor posteriormente a la sesión sexual con Adela. Me quedé dormido durante un par de horas, al cabo de las cuales desperté como si hubiera estado soñando durante décadas.
Me vestí y salí afuera. Quería dirigirme al lugar al que siempre acudía, cuando no estaba en el interior. Se había levantado una leve brisa que acariciaba mis mejillas, y me sentía pletórico, y no solo por la satisfacción sexual que había encontrado desde que llegase a este nuevo hogar, sino porque algo alrededor estaba empezando a formarse, sin que yo supiera exactamente el qué. No podía evitar tener presente la conversación matinal con mi hermana. Y mi mente, ágil siempre, comenzó a imaginar osadamente esa doble vida de doña Severa y doña Virtudes que Adela me había referido. Esa fue la primera vez que se me desvelaron nombres propios, aunque ya se me había insinuado, en más de una ocasión, ese gran secreto referido al hogar globalmente. Reflexioné sobre todo eso, y era como si comenzara advertir que, hasta la fecha, había estado siendo preparado, y supongo que mi hermana también, para algo de mayor enjundia que se presentaría en un futuro no lejano. Y es que, si la dueña del hogar y su mejor amiga, formaban parte de ese secreto, ¿no estarían de algún modo disponiendo a sus sobrinos para formar parte de él, sin perder las actitudes que nuestra posición nos obligaba? ¿O simplemente mis divagaciones eran tan extremas al respecto que resultaban absurdas? Aunque ambas premisas podían ser válidas, mi interior vehementemente me hacía creer en la primera. Y, siendo así, ¿por qué conocía ella tales secretos de forma tan certera y yo no? La única respuesta que se me ocurría en ese momento tenía dos nombres propios: Encarna y Araceli.
No pude evitar recordar los primeros escarceos con ambas hermanas aquél día que fuimos a la villa. Y los que siguieron luego, sin que hubiese una entrega total, merced al acuerdo al que las dos habían llegado de compartirme, de hacerlo los tres juntos. Nos habíamos besado, nos habíamos visto desnudos, nos habíamos tocado, incluso nos habíamos corrido, pero no habíamos follado… Sería un cínico si no reconociese que deseaba que ese momento llegase cuanto antes. Pero tampoco olvidaba todo lo aprendido y era consciente de que tenía que dejar que el tiempo transcurriese con su propia velocidad y que en él sucediesen solo los acontecimientos que debían caber; porque los que no, más tarde o más temprano tendrían otro tiempo para que lo hiciesen. Así, cuanto más deseo acumulado, más gozo habría cuando se hicieran realidad.
Como si esos pensamientos fueran una premonición, en un momento en que levanté los ojos, descubrí a lo lejos a los dos hermanas aproximarse. Sin dejar de mirarlas, esperé a que ellas llegaran a su proximidad.
—Hola, Daniel –saludó la mayor cuando ya se hallaban a mi lado–.
—La verdad, es que eres fácil de encontrar –añadió la otra–.
—Hola, chicas, –contestaba yo–. Me gusta tener mis costumbres –añadí–.
—Lo sabemos –aludía, Araceli–. Y nos gusta saber dónde encontrarte.
—Para así poder estar en tu compañía –completó Encarna–.
Hubo unos segundos de silencio. Yo sonreía mientras ya había advertido que ambas habían venido a decirme algo. Esperaba expectante saber qué era.
—En realidad –se arrancó la de mayor edad–, es que hemos estado hablando mi hermana y yo, sobre algo. Algo que nos han transmitido no hace mucho, y, que después de haberlo pensado bien, las dos creemos que, a quienes nos lo han dicho, les asiste toda la razón. Por eso, después de haber llegado a tal conclusión, hemos decidido buscarte para hacértelo ver. Creemos que tienes un buen juicio, y que, después de habernos oído lo que tenemos que comunicarte, estarás de acuerdo con nosotras. Díselo tú, hermana –pidió luego, después de ese enigmático discurso que yo aún no acertaba a descifrar–.
—Desde que has llegado a nuestro hogar –continúo la aludida–, has tenido oportunidad de tener relaciones sexuales con todas las mujeres del servicio. No solo eso, sino que también lo has hecho con tu hermana, y has tenido tus devaneos con nosotras mismas, a la espera que los tres lo culminemos. No nos entiendas mal, Daniel, no te lo estamos censurado. Todo lo contrario, no solo nos gusta que haya sucedido, sino que, como comprobarás no tardando mucho, era hasta necesario; incluidas las relaciones incestuosas. Es más: también eran imprescindibles. Insisto, todo eso lo irás viendo por ti mismo más pronto de lo que crees. Llegará el tiempo, ya lo verás. Te aseguro que ese momento es tan deseado por nosotras como por ti.
Lejos de aclararme nada, su discurso me había confundido aún más.
—Pero –retomó de nuevo la palabra la otra hermana–, resulta que solo ha habido dos personas a quienes no has satisfecho con tus dones. Han sido ellas quienes nos lo han sugerido, no atreviéndose a decírtelo a ti directamente. No las culpes: son más tímidas que el resto. Y, después de su conversación, hemos creído que no era justo que las dos mujeres estén excluidas de lo que el resto ha disfrutado. Por eso creemos de justicia contártelo, y pedirte que atiendas sus necesidades igual que has hecho con las demás. No sé si ya te habrás dado cuenta, pero se trata de Olga y Ofelia, nuestras sirvientas. De hecho –continuaba explicando–, tanto encarna como yo misma, en la creencia de que tú accederías, y pareciéndonos verdaderamente justo, ya hemos dispuesto un encuentro con ellas esta misma noche.
—Solo falta tu aprobación –concluyó la más pequeña–.
Aún no había oscurecido, pero sol, en su claro descenso, dejaba una luz especial en los rostros de mis primas. No me hacía falta mucho pensar en la propuesta de las chiquillas, porque no solo me parecía atractiva, sino que también consideraba notablemente que era de probidad. Guardé un notable silencio porque estaba turbado al haberme olvidado completamente de las dos criadas. Y la razón fundamental era que, no solo no había percibido insinuaciones ni acercamientos al respecto, sino que las conversaciones que había mantenido con ellas habían sido escasísimas.
—No puedo estar más de acuerdo –confirmé al fin–.
La cara de felicidad que pusieron las chiquillas al oírme, reafirmaba mi propia felicidad, celebrando que mi criterio estuviera igual de acertado que quienes me acompañaban.
—Sabíamos que podíamos confiar en ti, –confesaba Araceli–.
—Y nos has llenado de una gran alegría –añadía Encarna–.
Hubo otro breve silencio. Los tres nos mirábamos a la cara. Sonreíamos, y en ese sentimiento, nos creíamos profundamente atraídos. No hacía falta ser adivino para saberlo; solo ser un poco observador para advertirlo, por nuestros gestos y por nuestras miradas según a qué partes de nuestra anatomía.
—Aún no hemos decidido si vamos a ser espectadoras del encuentro, aunque sí que hemos pensado en ello –anunciaba quien tenía más edad–.
—Lo que sí tenemos claro es que seremos nosotras quienes nos encarguemos de ponerte a tono para lo que te espera esta noche –proseguía la otra–.
—Pero no significa que eso sea lo que los tres tenemos pendiente –sentenciaba la primera–. Digamos que tan solo es otro…, preámbulo –aclaraba–.
Las dos muchachas se repartían el discurso como si lo tuviesen ensayado. Pero, conociéndolas tan bien como las conocía, yo estaba bien seguro que eso no era así: simplemente esa conducta era debida a la condición de tener una relación tan íntima. Tan era así, que bien podían ser gemelas.
—Espero estar a altura que se me exige –exponía yo–. Hoy va a ser un día realmente lleno. Mi hermana me ha exprimido por completo, y aun he de tener fuerzas y reservas para esta noche.
—No te hagas la víctima –decía Encarna mientras reía–, se te da mal. De sobra conoces tus aptitudes a ese respecto; y de sobra son bien conocidas también por el resto de quienes vivimos aquí.
—Además, aunque no hace mucho que Adela te ha dejado seco, apuesto a que conseguiríamos ponértela dura al instante y sin esmerarnos –completó Araceli–.
Yo las miraba reír a ambas. Era cierto que así era, pero había querido hacerme el interesante o simplemente, quise que ellas convirtieran en hechos sus palabras. Pero me di cuenta al instante que no sería justo que ellas no obtuviesen también el mismo goce, y el lugar en el que estábamos no era el adecuado para ello.
—Apuesta aceptada –reté–. Pero vosotras os quedaréis con calentura –expuse a continuación–.
Mi duda no iba a impedir que quedaran atraídas claramente por mi desafío. Además querían disfrutar, una vez más, en otro preludio, de lo que ahora se ocultaba a sus ojos. Ambas se miraban riendo. Quien mostró mayor atrevimiento fue Encarna, la primera en acercarse a mí.
— ¡Levántate! ¿A qué esperas? –Ordenó–.
Si antes con Adela no había tenido miedo, ahora mucho menos con las hijas de la dueña. No obstante, no dejaba de pensar en el evidente peligro. Pero obedecí con gusto, pues sabía lo que me esperaba y lo deseaba. La jovencita se subió el vestido y se arrodilló ante mí. A continuación, sus hábiles manos comenzaron a desabrocharme el pantalón, mientras que Araceli ya se había situado a su lado, también con el vestido subido y arrodillada. Nadie aludía nada acerca de que alguien nos pudiera ver, aunque yo no lo dejaba de tener presente. No tardó mucho la más pequeña en bajarme los pantalones, la ropa interior, y dejar mi pene libre. Y era cierto que no se podía mentir acerca de mi vigor. Yo lo sabía y los demás también. Por mucha actividad sexual que hubiera tenido, que así había sido, el miembro ya estaba semi erecto. Los ojos de las dos, se les salían de las órbitas, ante tal visión. Ambas lo acariciaban con destreza. No ignoraban que no debían tener prisa. Y lo inevitable sucedió: creció hasta su máximo tamaño.
—No has durado ni un minuto –se burlaba Araceli–.
—Aunque eso ya lo sabíamos todos de sobra, incluido tú –afirmaba Encarna–.
—Pero quería sentir vuestras manos en ella –expliqué–.
—¿Y nuestras bocas, Daniel? –Preguntó Encarna, mientras dirigía la cabeza de su hermana hacia mi virilidad–.
—Nuestras bocas también –afirmó Araceli, al tiempo que abría su boca y se introducía mi polla–.
Así estuvo varios minutos, no muchos, antes de cederle el turno a quien le acariciaba la cabeza. Y la otra continuó la misma labor celestial, sin demorarse en exceso en el tiempo tampoco. En un momento dado, se la sacó sin previo aviso.
—Supongo que no querrás correrte teniendo un importante evento esta noche, ¿verdad? –Expuso sujetando mi pija con firmeza mientras se reía a dúo con su hermana–.
—Podría hacerlo sin que eso fuera un obstáculo para esta noche –Protesté–.
—Pero si te parecía injusto que nosotras nos quedáramos calientes sin poder alcanzar el clímax, si tú tampoco lo alcanzarás, habrá equidad para todos –argulló con malicia, pero con buen juicio, Encarna–.
Y ambas, con increíble habilidad, consiguieron colocar mi estirado mástil en mis calzones, me subieron los pantalones, y me los abrocharon.
—Como si nada hubiera sucedido –comentó Araceli, mientras que me acariciaba el bulto a la par que lo hacía Encarna.
—Ahora hemos de irnos –glosó Encarna–. Después de cenar, danos unos minutos y preséntate en mi aposento. Golpea la puerta tres veces de forma seguida, para que sepamos que eres tú.
Y con un beso en los labios de ambas, las vi alejarse con la misma espontaneidad con la que se habían acercado. Iban de la mano, mostrando una candidez que solo era una interpretación fuera de nuestro entorno. La cita ya estaba establecida, y solo hacía falta esperar a que llegase la hora acordada. Hasta entonces, el tiempo transcurriría con la misma parsimonia de siempre: imperturbable. De momento, el sol ya había descendido hasta casi ocultarse. Pero aún los últimos rayos daban una débil luz a ese día que ya se iba yendo. Fue cuando decidí regresar a la vivienda. No gustaba que estuviera fuera una vez había oscurecido.
Dentro se desarrollaba la misma actividad diaria habitual. Me dirigí a mi cuarto y allí descansé hasta la hora de la cena. La misma transcurrió sin incidentes, a excepción las miradas furtivas de quienes habían urdido el plan, en complicidad con mi hermana, que, a juzgar por sus guiños, la suponía ya conocedora de todo hasta el último detalle. Tal y como habíamos acordado, retirados todos del comedor, me fui a mi cuarto y me puse la ropa de dormir. Esperé unos minutos, y me aventuré. Mi primera sorpresa me dejó sin respiración, porque alguien llamó a mi puerta. Levemente asustado, la abrí para descubrir a mi hermana.
—¿Qué haces aquí? –Pregunté sorprendido–.
—Nuestras primas me pidieron que me encargase de comprobar que nadie te vea. No habrá sospechas si ven a tu hermana en tu alcoba. Vengo a avistarte de que el camino está despejado.
—Gracias –respondí titubeante–.
—De nada –añadió ella besándome en la boca, llenándomela con su lengua–. Disfruta de esta noche, y hazlas felices –agregó–.
Y la dejé a la vera de mi puerta, mientras recorrí todo el corredor a oscuras, buscando la de Encarna. Tal y como Adela me había dicho, estaba todo desierto. Toqué la puerta tres veces seguidas, como habíamos convenido. No tardó mucho en abrirse. No vi a nadie en el umbral, y lo traspasé rápido. Las dos hermanas estaban tras la puerta, sin asomarse. La cerraron una vez que estuve dentro, A continuación, las dos criadas aparecieron en la antesala, procedentes del dormitorio. Las niñas estaban desnudas, y las otras dos aún vestidas. Nos miramos todos sin decir nada, y yo no sabía qué hacer. Menos mal que todo estaba planeado y las hermanas eran expertas en ejecutar los planes.
Araceli y Encarna se aproximaron. Me besaban con lengua turnándose, y me acariciaban todo el cuerpo. Comenzaron a despojarme de las ropas que llevaba ambas, muy bien sincronizadas, tales eran los detalles que tenían meditados. De reojo podía ver cómo Ofelia y Olga no perdían el tiempo. También se besaban, regalándose sus lenguas, y se acariciaban, al tiempo que se iban desnudando entre ellas. Pronto los cinco nos hallamos totalmente sin ropas. Las niñas acariciaban mi pene, que ya había adquirido su máximo tamaño. Desde cierta distancia, las otras contemplaban. Sus caras eran el reflejo evidente del deleite que les causaba tal visión.
Entonces decidí tomar la iniciativa, y, con una seña, les indiqué a quienes mantenían la distancia que se acercasen. No lo dudaron un instante, y las dos, tomándose de la mano, se aproximaron. Las adolescentes que estaban pegadas a mí, se hicieron a un lado, y dejaron sitio a aquellas frente a mi dureza. Ellas se agacharon, y amagaron con sujetarla. Al final se decidieron, ponderando su tamaño, y su endurecimiento. Respiraban ya con una leve agitación, y cuando las manos de ambas habían ya insistido en las caricias, Olga rompió el silencio:
—Es verdad todo lo que decían de su polla, señorito. No han exagerado ni lo más mínimo.
—Y ahora nosotras la podremos disfrutar –confirmó Ofelia–.
—Las tienes ya completamente excitadas, Daniel –matizó Encarna, que acariciaba uno de los rígidos pezones de Olga, mientras Araceli le dedicaba el mismo trato a Ofelia–.
Tras ello, las que habían ideado la cita, se retiraron a uno de los sillones: habían decidido ser espectadoras del espectáculo, y yo ya sabía que no volverían a intervenir, si acaso hasta el final. Entre ellas se besarían, se tocarían, se lamerían, incluso se correrían; pero nos dejarían a nosotros el protagonismo.
Primero fue Olga quien empezó a posar sus labios sobre mi glande, en pequeños besos, ante la atenta mirada de Ofelia. Luego le pasaba la pija a esta, y ella repetía la misma acción. En un momento dado, era Ofelia quien daba el siguiente paso, lamiendo la cabeza de mi mástil con devoción, para luego ceder el turno a Olga. Y así hasta que una de ellas se la introducía por completo en la boca, comenzando una entregada felación. Luego sería la opción de la otra. Las dos la mamaban con maestría, usando la lengua para envolver la cabeza de la polla, y frotándola con delicadeza con los labios. A esas alturas ya no había punto de retorno posible. Todo sería hasta que yo ya no pudiese más y me vaciase.
No dejé que estuvieran mucho tiempo arrodilladas. Las levanté, apuntándolas con mi ariete, y las conduje al dormitorio del interior. Las dos niñas que nos habían estado observando nos siguieron, y se volvieron a situar en un sillón del interior. Me puse de rodillas en la cama y situé a cada una de las mujeres a mi lado. Besé primero a una y luego a la otra enlazando mi lengua a las suyas. Después percibí también con esa parte de la boca, sus duros pezones. Los de Ofelia eran sensiblemente mayores que los de Olga, pero he de reconocer que los de ambas me encantaban. A continuación tumbé a ambas bocarriba, la una pegada a la otra. Era el tiempo de probar los dos sexos. Olga tenía el pubis con una rala mata de vello, que dejaba al descubierto sus labios. Estaba ya empapada, así que abrí su flor, e introduje mi lengua. En el instante en que sintió el contacto, se estremeció. Ofelia, no se había estado quieta. Lamía los pezones de quien recibía mis caricias orales, y la besaba llenándola con su lengua. Recorrí toda su hendidura, deteniéndome en la entrada, incluso adentrándome todo lo que pude, donde recogí sus jugos. Ella jadeaba. Posteriormente subí hasta su botoncito que ya rogaba. Lo besé despacio, y lo lamí deprisa. De la boca de la mujer salían ya auténticos gemidos, lo que me motivaba para incrementar la velocidad de mi acción. No me detuve hasta que la sentí correrse atravesada por un clamor en su garganta. Después me dirigí a Ofelia. Imaginando ella lo que la esperaba, contemplaba como su pecho subía y bajaba, presa de toda su agitación. No quise demorarme, para no hacerla esperar. Así que no tardé mucho en invadir con mi lengua su coño bien poblado de vello. Me gustaba el contraste del color rosado de su vulva con el negro que la rodeaba. Le hice lo mismo que a la otra, que a su vez, repetía las mismas caricias a la mujer que ahora era llenada de gozo, que antes recibiera de ella. Tardé un poco más en hacerla llegar al orgasmo, pero eso no me impidió ser paciente y no desistir hasta oírla gritar.
—Qué lengua tiene, ¿verdad? –oía cómo le decía Olga, una vez que Ofelia hubiera estallado–.
Y no hubo respuesta, solo un jadeo continuo de la aludida.
Pero aquello solo era el principio. Aún debían sentir mi pene todo lo hondo que pudiera. Así que coloqué a Ofelia apoyada de manos y rodillas, frente al sexo de Olga. De esta forma, ella me ofrecía todo su bien formado culo, y su mojado sexo. Coloqué mi verga en la entrada, y empujé levemente. Tal era la lubricación, que resbaló solito hasta los testículos. De su boca salían gimoteos, aun cuando la tenía ocupada en el coño de su acompañante. Ambas emitían una sinfonía de placer espectacular. Comencé a moverme despacio primero, para ir progresivamente aumentando la velocidad, hasta acabar embistiendo su coño con todo el vigor del que era capaz. Ella amortiguaba los golpes apretando manos y rodillas contra la cama, para así poder seguir degustando la delicia de almeja de quien completaba el trío. Podía distinguir perfectamente los gemidos de las cuatro mujeres, porque esa noche todas ellas recibían y se daban placer sin tregua. Supe que la sirvienta de Encarna se iba a correr porque había aumentado considerablemente el volumen de sus gemidos. Cuando la creí al borde del orgasmo, casi detuve mi movimiento, y sólo deslizaba mi rabo por su cueva muy despacio, porque sabía que así su venida sería mucho más intensa. No me equivoqué, a juzgar por el grito que profirió.
Retiré mi polla e hice incorporar a Olga, para colarme yo bocarriba en donde ella había estado. Después, así del brazo a quien había hecho levantar, y la situé sobre mi pubis, a horcajadas. Colocada en esa posición, agarré esta vez a Ofelia y la coloqué a horcajadas sobre mi cara. No hizo falta más, ellas ya habían entendido lo que quería. Esta última se situó lo mejor que pudo, para dejarme la mejor maniobra posible sobre su raja. Estaba tan excitada, que goteaba literalmente sobre mi boca. Por su parte, la sirvienta de Araceli, hacía resbalar su chocho sobre la longitud de mi pija, frotando bien su vulva. Así estuvo varios minutos en esa maniobra, oyéndola yo jadear. La otra mujer ya gemía, porque mi lengua hacía rato que se había situado sobre su endurecido clítoris, y lo trabajaba con su mejor sapiencia. En un momento dado, quien estaba sobre mi palo, elevo sus caderas, lo sujetó con firmeza, lo ubicó en la entrada de su vagina, y se dejó caer sin contemplación. Sin solución de continuidad, comenzó a moverse lo mejor que supo, y a fe que era una maestra haciéndolo. El mayor problema de esa postura, era que todo el control recaía en la mujer. Yo solo esperaba poder aguantar hasta que ella se corriera. Y lo conseguí. Y no solo una vez, sino dos, fueron los orgasmos que atravesaron a ambas mujeres. En el último de ellos, casi exhausta, quien me cabalgaba se derrumbó sobre la otra mujer, que aún estaba encima de mi boca, empujándola.
Nos tumbamos los tres sobre la cama. Yo me quedé bocarriba y mis dos acompañantes yacían sobre sus costados, cada una a uno de mis lados. Ambas se habían apoderado de mi herramienta, sujetándola con sus manos. Una me acariciaba el escroto y la base del tronco, y la otra frotaba de la mitad hacia arriba, abarcando toda la cabeza. Las niñas, que hasta entonces habían permanecido al margen, se acercaron.
—Ahora te toca a ti correrte –me dijo Encarna–.
Con ellas de pie, cada una a un lado de la cama, Olga y Ofelia comenzaron a masturbarme primero; alternándose sincronizadamente: ora era la mano de una la que hacía el movimiento al tiempo que la otra me sobaba el escroto, ora se intercambiaban. Después, del mismo modo, empezaron a hacerme una gloriosa felación. Parecía que competiesen en ese arte, sin que yo pudiera saber quién lo hacía mejor, tal era la destreza de ambas en tal menester. Con las mujeres a mis pies, alternando bocas y lenguas sobre mi polla, y las niñas de rodillas en la almohada, cada una a mi vera, el instante en que me vaciara era inminente. Y así lo anuncié.
—Ya viene.
Al oírme, las chiquillas se inclinaron sobre mi pelvis, mientras que las lenguas de las dos mujeres, a la vez, frotaban mi glande, mientras una de ellas sujetaba el tronco, haciendo leves movimientos hacia arriba y hacia abajo. Al unísono que de mi garganta salía un grito irreprimible, tres chorros de esperma se precipitaban afuera en sendos saltos. Los dos primeros salpicaron las bocas de quienes lamían, el tercero caía más lánguido sobre la mano quien me la sujetaba. Sentí los labios de Ofelia y de Olga besar cariñosamente la cabeza de mi pija, y luego compartir los restos entre ellas, en un apasionado beso francés. Aún noté cómo las lenguas de Araceli y Encarna, recogían las últimas gotas que habían quedado abandonadas sobre mi vientre.
Nos sentamos los cinco en la cama. Nos mirábamos a los ojos satisfechos. Pero para mí lo más importante era el gesto de felicidad que se desprendía de las sirvientas.
—Ha sido fantástico, señorito Daniel –oí como se arrancaba Olga–.
—Ha sido espectacular, exactamente como nos habíamos imaginado que sería, después de todo lo que nos han contado –confirmaba Ofelia, sin importarle desvelarme que ya habían hablado de mí entre ellas, pues todo eso era ya conocido por todos los habitantes de la morada–.
—Le estaremos eternamente agradecidas, por no haberse olvidado de nosotras –apuntaba finalmente Olga–.
—De verdad que para mí ha sido un placer. No debéis agradecerme nada. Es más: el único de que debe hacerlo soy yo. Primero a vosotras, por el buen hacer que tenéis a la hora del sexo. Todas en esta casa sois especialistas, lo digo de corazón. Y no me quiero olvidar tampoco de agradecer a mis primas que me hayan recordado que aún no había disfrutado de vosotras, pues, con total sinceridad yo no me había dado cuenta. Así, que aprovecho, para también disculparme por ese terrible fallo –expuse–.
—No debe usted disculparse por nada, señorito –hablaba ahora Ofelia–. No tiene por qué estar pendiente de esas cosas, aunque nos encanta que lamente no haberlo hecho, porque ello denota que la fama que tiene por atender siempre a los demás, no es falsa; ya que si no sucede, como ha sido el caso, el señorito se arrepiente, y eso dice mucho de usted.
—Aunque a decir verdad –apuntaba Ofelia–, quien en realidad han propiciado que esto suceda, han sido las señoritas. Nosotras jamás nos hubiéramos atrevido ni a insinuar nada, ni a intentar seducir al señorito. La intervención de sus primas ha hecho posible todo esto, por eso quiero que ellas sepan que las estamos muy agradecidas.
—No podíamos permitir que os quedarais sin probar las virtudes de Daniel, cuando el resto de la casa lo ha hecho –intervino Araceli–. Y nos sentimos muy orgullosas de que hayáis quedado satisfechas. Así que no debemos agradecer nada, en el fondo.
Permanecimos aún un tiempo más de charla, los cinco desnudos, los cinco llenos de sexo, de una u otra manera. Me maravillaban los cuerpos de las cuatro compañeras de lujuria que tenía ante mí. Y me sentía un auténtico privilegiado por poder, no solo contemplarlos, sino también haber disfrutado de ellos.
La conversación decayó hasta extinguirse, y el tiempo exigió que se pusiese fin a esa maravillosa velada. A esas horas, con la casa ya totalmente apagada, no habría peligro probable de que nadie pudiese vernos retornar a nuestras habitaciones, pero éramos conscientes de que el riesgo siempre existía. Las primeras en irse fueron las criadas, aún desnudas, con sus ropas en sus brazos. La negrura del pasillo se las tragó. Después mis primas insistieron en acompañarme a mi cuarto. Iban desnudas, cogidas de mis brazos la dos, mientras que yo sostenía en ellos mis ropas. No necesitábamos luz, para llegar a mi cámara, pues conocíamos cada centímetro de ese pasillo. Al llegar, abrí la puerta, y todo el entorno se iluminó de repente, pues aún estaban los candelabros encendidos. En el umbral, primero Araceli, sin dejar de acariciar toda mi desnudez, y luego Encarna, repitiendo la misma operación, me regalaron sendos besos con lengua que pusieron el último sabor a encanto aquella noche. Nos dijimos hasta mañana, y yo las vi alejarse hasta que la puerta de su alcoba se cerró tras ellas. Por mi parte, entré en la mía, dejé la ropa sobre uno de los sillones de la antesala, cerré la puerta, apagué todos los candelabros, cerré también mi dormitorio, me metí en la cama, y esperé a que el sueño me venciera, consciente de lo poquito que quedaba para que mis primas fueran mías. Y si Adela estaba en lo cierto, tal y como sorprendentemente me había avanzado esa mañana, para descubrir todos los detalles de los secretos que ahora tan solo se empezaban a asomar, pero que se abrirían a mí como el más explícito de los libros.