Nuestra Implacable Educación (XI)

Dos adolescentes son educados por su tía después de la muerte de su madre. En este décimo primer capítulo, llega por el fin el gran día de la celebración. Los lazos entre los niños se unen aún más, y durante el evento,Daniel se encuentra con Rita y Prudencia

11: CUMPLEAÑOS FELIZ: EL GRAN DÍA.

Por fin había llegado el gran día. Durante la semana el malestar de nuestra tía hacia mí se fue relajando, hasta, llegado el viernes, casi desaparecer. A medida que se aproximaba la fecha del sábado, la tensión crecía en aquella casa sobre manera, especialmente para el servicio, pues los nervios eran aún mayores en doña Virtudes, y eso redundaba en una mayor presión sobre los criados. Poco a poco yo me había integrado a la vida rutinaria de aquella gente (los primeros días de la semana se me había vedado mi presencia en todo lo que no fuera el uso del comedor), participando en tertulias y dejándome ver.

Mi porte había sido del agrado de todos los invitados, por lo que mi tía se había sentido vencida a permitírmelo, pues sólo oía palabras de halagos hacia la educación que me estaba dando y su gesto al acogernos. Los guiños con las niñas habían sido constantes.

A la altura de la víspera de la celebración, imaginaba que todas ellas, ya, con todo lujo de detalles, tenían constancia de lo sucedido en la cueva entre Elvira, Eulalia y yo. Siempre que nuestras miradas se cruzaban, encontraba una sonrisa cómplice, y a veces, en los poquísimos momentos que estábamos a solas, recibía sus caricias en mis genitales, lo que me provocaba abundantes erecciones entre sus risas púberas. Durante toda esa semana, sin embargo, tuvimos oportunidad de repetir nada parecido que no fueran esas caricias esporádicas, que sólo nos acumulaban excitación. Las miradas que mis primas me dedicaban eran constantes, y en todas ellas se desprendía una lujuria más que evidente. Y, así, la inercia nos fue conduciendo hasta la última noche antes del gran día.

Todo parecía dominado por una gran excitación. Yo me quise recoger pronto, porque no quería que aquella vorágine me envolviera. Así que, estando todos en el salón grande, me despedí con mi mejor gesto, y subí a mi cuarto. Mientras me encaminaba hacia la gran escalera, aún oí mi nombre tras de mí. Al girarme, descubrí a mis dos primas.

—No queríamos que te fueses a la cama, sin nuestra particular despedida –me dijo Encarna–.

Yo las miraba sonriente.

—Ha sido un poco arriesgado eso que habéis hecho –contestaba yo–, pues está fuera de las normas de cortesía que se os supone.

—Cierto, Daniel –se apresuraba a explicar Araceli–. No te negaremos que se han sorprendido de nuestra actitud. Pero se nos presupone señoritas, y eso juega a nuestro favor. Nadie sospechará nada en nosotras, más que un repentino ataque de cariño hacia nuestro primo. Censurable, pues una dama debe saber dominarse, pero nada más.

—Y es que no podíamos dejar que te fueras sin nuestras buenas noches. Eulalia y Elvira nos pidieron que también tuvieras una despedida de su parte; a ellas les hubiera encantado estar aquí también, pero las cuatro mujeres con un hombre, hubiera sido ya escandaloso.

Y, sin más, al pie de la escalera, a la vista de cualquiera que tuviera dos ojos en la cara, mi prima mayor me asió la cabeza, la inclinó ligeramente hacia abajo (yo le sacaba escasos centímetros), y fundió sus labios con los míos, mientras su lengua entraba libre en mi boca; y ahí se perdía en cada rincón de mi paladar. Al mismo tiempo, había notado la mano de Encarna, como se había adueñado de mi pene por encima del pantalón, que crecía libre y desinhibido. Cuando Araceli, se separó, se cambiaron los papeles; y sentí ahora la boca Encarna, la más pequeña, repetir el mismo acto que su hermana antes realizara, y esta vez, la mano de Araceli era quien acariciaba el objeto del deseo.

—Sentimos habértela dejado así de dura, Daniel –se disculpaba Araceli, que ahora, junto con la mano de su hermana también acariciaba–; y que no podamos ayudarte a desahogar. Pero pronto, muy pronto, nos tendrás a las dos entregadas a ti. Y si te sirve de consuelo, querido primo, nuestros chichis están empapados también.

Yo sólo suspiraba, vencido por mi ardor.

—Y ahora te daremos las buenas noches que nos han pedido nuestras invitadas que te demos, primo –anunciaba Encarna–.

Y, ante mi sorpresa, con gran habilidad, la mano de Encarna desabrochó mi bragueta, los botones de mis calzones, extrajo mi durísimo miembro al exterior, y ambas se agacharon en torno a él. La situación era de lo más comprometida que se podía entender; porque, ahí estaba yo, con mi polla en su máximo tamaño, en mitad del hall de la casa, en la mano de mi prima pequeña, y con la boca de ella y de su hermana a centímetros de mi glande. Cualquier adulto que hubiera abierto la puerta del salón donde se encontraban, habría visto tan impactante escena; y eso habría tenido fatales consecuencias para todos.

—Esto es de parte de Eulalia –decía Araceli, mientras se introducía mi pija en su boca, y la recorría entera dos o tres veces, antes de sacársela–.

—Y esto de parte de Elvira –expuso posteriormente Encarna, imitando en su proceder a su hermana–. Son sus buenas noches a algo que las ha dejado muy satisfechas, y que quieren con todo su deseo –concluyó–.

Y, después, Araceli, con la misma habilidad que su hermana, pero con mucha más dificultad, debido al tamaño que había adquirido mi apéndice, lo introdujo dentro de mis calzones, y me abotonó, tal cual estaba antes.

—Buenas noches, primo. Descansa, que mañana va a ser un día largo e intenso –dijeron luego casi a la vez, con un beso de cada una en mis mejillas–.

Y no hubo más. Ambas niñas se alejaron con un paso exquisito, y se perdieron en el salón de donde habían salido. Y yo me encaminé hacia mi dormitorio.

Entré en la antesala y encendí el candelabro. Todo se iluminó. Cerré la puerta, y me dirigí a mi dormitorio, portando la lumbre. Allí, aún en semi penumbra, una voz habló.

—Sus primas de usted son muy malas, señorito Daniel. Le han dejado su polla muy dura; aunque ellas, estoy segura de eso, también han quedado sufriendo. No tendrá que desahogarse usted solo. Su Milagros está aquí para recoger con su boquita hasta la última gota que usted le dé.

La Buena de Milagros estaba totalmente desnuda, tumbada sobre mi cama, y con las piernas abiertas. Posé el candelabro en la mesilla de noche, y la luz la iluminó directamente. Destacaban sus pezones rosáceos, y la mata negra de vello.

—Eres una tentación irresistible –dije únicamente–.

—Venga aquí, y demuéstreme que no se puede resistir –me retó ella–.

Me desnudé lentamente retardando a propósito mi hacer. Era la hora de dormir, no había prisa, nadie nos perturbaría. Al fin me hallé yo también desnudo, apuntando a mi criada con mi apoteósica erección. Me exhibí durante algún tiempo ante ella.

—El señorito es malo, blandiendo ese palo de carne tan lejos de mí, sin que pueda catarlo, con mis deseos ya al límite –protestaba ella–.

—Paciencia, Milagros. Pronto será tuyo –anunciaba yo–.

Al fin me acerqué, y me tumbé con ella. Me recibieron sus brazos, que eran la misma expresión de todo su deseo. Me abrazó, me acarició la espalda (me había situado encima de ella), los glúteos. La punta de mi cipote tocaba levente su coño absolutamente anegado, y a cada contacto, que yo intentaba que fuese lo más leve posible, para dilatar aún más la excitación, la mujer daba un pequeño brinco sobre el lecho, como si recibiera una pequeña descarga eléctrica.

—Deme esa polla, Señorito: ¡la quiero ya! –Me rogaba–.

—Aún no –negaba yo–, pero pronto será tuya.

Y la pobre sirvienta sólo reprochaba con lamentos de bufido, quejándose de que su deseo no tenía premio. Y así, como estaba sobre ella, la besé. Fue repentino, fue sorpresivo, pero pronto ella acopló su lengua a la mía, y los dos compusimos un ósculo delicioso, húmedo. Después mis labios anduvieron por la piel de su cuello hasta llegar a sus pechos. Ya eran conocidos, pero no importaba. Nuevamente, como si fuera la primera vez, fueron recorridos en toda su anatomía, hasta ascender a lo que más me estaba deseando: sus alfileres estiradas y duras. Cuando notó mi lengua tocarlas, ya no pudo reprimir su primer ¡ay!, que llenó el ámbito. Me entretuve a gusto con sus pezones. Sabía que no había prisa; era la hora de dormir y nadie interrumpiría.

Los lamí con glotonería, con pequeñas succiones de vez en cuando, lo que la transportaba a un estadio de cuasi histeria. Yo sabía que en su sexo había líquido hirviendo que la abrasaba, pero también quería esperar un poquito más. Mi boca fue bajando despacio por su cuerpo hasta llegar a un ombligo agitado. La mujer arqueaba el cuerpo, ansiando que fuera más abajo donde hiciera mis caricias orales. Ella sabía que todo llegaría, pero no ignoraba que yo seguiría un orden. Le acaricié el ombligo con mi lengua y fui descendiendo. A medida que lo hacía, su olor a hembra penetraba hasta lo más hondo de mí: su excitación era una voz en grito en aquella estancia. Por fin alcancé su sexo. Su vello negro brillaba por la humedad de su secreción, y una hendidura rosada así me lo manifestaba.

La besé con pequeñas caricias de mis labios, y, cada vez que la tocaban, ella tenía una sacudida. No la quise hacer esperar mucho más. Mi lengua comenzó a acariciar su vulva y sus labios menores, recorrió la entrada de su vagina, y recogió todo el jugo posible, saboreándolo gustosa. Y después, me fui directo al clítoris, entre ruegos y súplicas de la mandadera.

—Señorito, tenga piedad de mí, y deme gusto ahí en mi clítoris hinchado que ya no lo soporta más –me rogaba encarecidamente–.

Y así lo hice. Le empecé a acariciar con presteza su centro sexual de placer, y ya sólo se oían gemidos apagados de su garganta, y afirmaciones de satisfacción. No se prolongó mucho su orgasmo, la había excitado sobre manera, y a los pocos minutos estalló en una venida celestial. Su mano en su boca acallaba los gritos para no ser oída: que nos descubrieran en tal trance habría supuesto el final de todo y para todos.

—El señorito cada vez lo hace mejor –me decía, repuesta ya de tal júbilo–.

—Me agrada que te sepa dejar satisfecha, Milagros –contestaba tan sólo–.

Ella sólo me sonrió como toda respuesta. No decía, pero en su gesto evidenciaba lo que iba a hacer a continuación: iba a recibir todo lo que yo acababa de dar.

Me apartó levemente, y me tumbó. Ella se puso sobre mí y se adueñó de mi miembro que seguía en su máximo tamaño.

—Está especialmente enorme esta noche, señorito. Sus primas de usted le dejaron bien caliente –expresaba con su mayor provocación, mientras me la masturbaba levemente, haciendo resbalar su mano por todo el tronco–.

Al fin se agachó. Yo apreté los dientes, sabía que venía ahora. Primero sentí sus labios en mi glande, luego resbalar por toda la longitud. Finalmente fue su lengua la que me acarició toda la cabeza, para después, hacerla desaparecer en su boca. Y así me dedicó su mejor felación. No se detenía ni a respirar casi, quería provocarme el mayor placer posible, y lo estaba consiguiendo. Su experiencia, muy dilatada en esas lides, la hizo saber cuándo yo estaba a punto; y detuvo su hacer. Sólo fueron unos segundos, pero suficientes para evitar la precipitación. Me asió fuerte la verga, y la condujo a la entrada de su vagina. Luego, se sentó en ella clavándosela de un golpe.

Y comenzó a cabalgar. No hubo un ritmo ascendente: fue constante. Desde el principio lo hizo a toda velocidad. Me arrancaba verdaderos gritos de placer mientras golpeaba con sus glúteos mis muslos con fuerza. Mi buena Milagros era consciente que a esa velocidad no duraría mucho, pero tampoco ignoraba que ella duraría menos. Otro orgasmo la sacudió entera, como si le hubiese caído un rayo encima. Se arqueó como una gata, para, enderezarse luego y seguir con el mismo ritmo de penetración. Tenía el gesto desencajado, aún abatida por su corrida, mas siguió follándome. Y su experiencia la hizo saber que mi explosión era instantánea.

—Me corro –dije yo–.

Pero ella ya se había sacado mi polla de su coño ya la tenía al borde de los labios sujeta con el puño bien cerrado, acariciándome el capullo con la lengua, esperando mi eyaculación–.

Fue cuestión de segundos. Tal y como mantenía la fuerza de su puño sobre mi cipote, los chorros salieron a presión entre mis gritos amordazados por la almohada, chocando con sus labios, con su barbilla, con su nariz, entrando en su boca abierta.

—¡Qué cantidad de leche! –Dijo la mujer, una vez todo hubo pasado; como si fuese la primera vez que era testigo de mis corridas, sabedora como era de sobra de la cantidad que expulsaba–.

—Toda para ti, Milagros –atiné a decir yo, mientras veía como ella se relamía con glotonería–.

Se levantó, se fue al baño, y a su regreso trajo una toalla húmeda. Limpió los restos de semen que habían caído, su cara mi pelvis… Y arrojó la toalla al suelo.

—Mañana cuando le despierte, señorito, traeré una limpia. Ahora descanse, que mañana nos espera mucho follón.

Se acercó, me dio un beso con lengua, y desapareció por la puerta, no antes sin apagar el candelabro de mi mesilla, y llevar ella una vela encendida para orientarse por el camino. Iba desnuda, con su ropa en sus brazos. Tendrá frío cuando salga así a la calle, hasta su caseta, me dije. Vi su trasero desparecer por la puerta, y a los pocos minutos, nada más. Me dormí.

Y llegó el día tan esperado. Lo hizo agitado e histérico. Apenas amanecido, los bufidos de Milagros me despertaron, mucho antes que la luz de la ventana que se coló enseguida, cuando ella descorrió los cortinones.  Cuando toda la luz matinal entraba en el ámbito, ella me sentía revolverme en la cama.

—Señorito, no hace falta que le diga lo difícil que sería todo si usted no se da prisa –dijo, con su tono más solemne que supo–

Y yo lo sabía, yo era consciente. Así que, sin demorarme un minuto más, me levanté aprisa, y me bañé. Al acabar, tenía mi traje especial preparado, y me lo puse. Como siempre, mi buena sirvienta, me echó el último vistazo, dándome un par de peinadas al cabello.

—Está listo, señorito, e impecable. Baje a desayunar, no se demore. Le agradezco su premura, ni se imagina el trabajo que aún me queda –dijo–

Y se dio la vuelta. Ya no quería ni una palabra más conmigo. Le esperaba un día completo de un trabajo agotador, así que yo entendía, y hasta disculpaba su frialdad y brusquedad ese día. Mientras, yo salí por la puerta, tomé el corredor, y me dirigí a la gran escalera. Aún no se percibía mucho bullicio, pero a partir del almuerzo, irían llegando todos los invitados. Aún era temprano: tan sólo algunas criadas deambulaban con prisa, aparentemente sin estar haciendo nada en concreto.

En el comedor, estaban ya todos. Los invitados que habían pasado esa semana, con, mi hermana, mis primas, doña Severa, y doña Virtudes. Trinidad nos iba sirviendo, con la ayuda de Ernesto, lo más presto de que era capaz. Tras la comida, todo iba a ser una vorágine de ir y venir de gente, y ambos debían estar a la puerta, junto con nuestra tía para irlos recibiendo. Arriba, Milagros, Olga, Ofelia, Petra y Ascensión se repartían el trabajo acumulado, para que las estancias quedasen listas. Aunque Rosario tenía su propia labor, no dudaría en echar una mano si hiciera falta, al igual que Leonor, que la tarde anterior había dejado ya listo el Gran Salón, donde se ubicaría la orquesta, y se celebraría el baile. Tampoco se salvaban Rita y Prudencia para la comida: aunque el almuerzo no estuviese incluido en esa invitación, constantemente se estarían sirviendo canapés. A la hora de la cena, todos podrían respirar un poco, era cuando se había dispuesto el fin de la celebración. Me fijé en el rostro de Trinidad: era solemne y preocupado, era obvio que estaba nerviosa.

Finalizó el desayuno. Las damas se quedarían en el saloncito, hablando de sus cosas, mientras los caballeros visitarían a caballo la finca. Ese era un proceder que a mí se me había hecho siempre extraño. Ambos cabezas de familia conocían de sobra los terrenos, sin embargo los habían visitado durante toda su estancia ahí, y ahora volvían a repetirlo, como si fuese la única actividad lícita para ellos. Y en realidad el único problema era yo. En cierto modo, no era así: mi tía y doña Severa habían hecho de mí un problema. Las niñas podrían quedarse en el salón, en la misma tertulia que sus madres; pero a mí no se me había permitido ser un caballero, y montar a caballo junto a los demás hombres. Así que, en un alarde de ingenio, y en una extensión de permisividad tácita, los niños podríamos estar, por fin, todos juntos: pero fuera de la casa. Aún era invierno, cierto era que ya agonizaba, pero el sol no calentaba lo suficiente en el exterior como para invitar a nada agradable. Así, que, el sitio más alejado de la casa que conocíamos (sin pasar los límites convenidos), era donde siempre nos solíamos ubicar: donde se hallaban esas piedras de forma tan particular que tanto nos gustaban y que ya conocíamos bien. Yo hubiese preferido la cueva, por ser más íntima (las niñas podrían desnudarse por completo, para luego ayudarse a vestirse entre ellas). Pero supongo que no aceptarían esa idea, para que sus vestidos quedasen impecables. Sea como fuere: todo estaba decidido ya. Imaginaba que ellas ya habían trazado los planes para esa mañana mil veces.

Y anduvimos el camino. Hacíamos un rodeo, no supe por qué al principio; pero enseguida lo averigüé, cuando vi alejarse a sus padres a caballo. Aún uno de ellos gritaba:

—¡Daniel cuida bien de ellas, se te considera un caballero! ¡Y vosotras ya sois damas, tenéis que estar inmaculadas para el almuerzo!

Contuve mi risa mientras se alejaban. Si se me consideraba un caballero, ¿por qué no estaba con ellos? Su hipocresía era más evidente cada vez para mí. Una vez que se perdieron a nuestros ojos, nos fuimos directos hacia el lugar que yo suponía. Pero, para mi sorpresa, no nos detuvimos. Un pinchazo se alojó en mi pecho. Ir a la cueva ya sabíamos todos qué significaba. No es que si nos hubiéramos quedado al aire libre no pudiera haber habido escarceos, ¡claro que habría sucedido algo! Pero ahí, a cubierto, podría suceder lo que nos diera la gana. Sólo había un riesgo evidente: que se pusieran a buscarnos, y nos hallasen, y, en un estado de alarma, acabasen encontrándonos y descubriéndolo todo. Habría sido el fin de muchas cosas, y el internado en un hospicio para Adela y para mí. Había silencio, ninguna de ellas hablaba, y yo no me atrevía a expresar esa alerta: simplemente las seguía.

Llegamos a la entrada. Las niñas fueron bajando primero. Cuando yo quise intervenir, queriendo ayudar, oí la voz de mi prima mayor.

—Aquí no hace falta que finjamos ser nada, Daniel. Agradecemos tu intención pero entre nosotras nos apañamos.

Era la primera vez que asistía a un estallido de feminismo de tal magnitud, que en presencia de adultos, hubiera significado una bofetada cuando menos. No sería la última. No tardamos mucho en vernos todos ya al final de la misma, justo donde hacía esa especie de sala. Al parecer ellas lo tenían todo previsto. Había más mantas que la última vez, más jofainas con agua, jabón, varias toallas y más de una lámpara.

—El único riesgo que tiene esto es que se pongan a buscarnos y nos divisen –no puede dejar de apuntar yo, aunque había permanecido callado hasta entonces–.

No hubo respuesta inmediata. Todas me miraban como si mis pensamientos atrasasen una hora.

—No debes preocuparte por eso, Daniel. Fue una de las primeras cosas que previmos nosotras. Contamos con ayuda exterior para eso. Si se produce tal circunstancia, alguien entrará procurando no ser visto y gritará nuestros nombres: lo oiremos, y saldremos. Por supuesto es de total confianza. De todas formas, te seguimos agradeciendo que pienses en nosotras –concluyó–.

No sé si me lo parecía a mí, o si esa mañana todas estaban un poco ansiosas, como todo el ambiente de la casa. No sé si me lo parecía a mí, o esa mañana se me hacía un poco de menos. Y, no sé si me lo parecía a mí, o esa mañana mis primas estaban excesivamente cortantes conmigo. No quise darle mayor importancia, pero supe que algo estaba siendo distinto, cuando al disponernos sobre las mantas, yo ya no estaba en el centro como solían hacer ellas. Cierto es que estábamos todos muy juntos: pero no era menos cierto que yo me vi en un extremo y solo. Era Adela, mi hermana la que se hallaba en el centro, y los demás la observaban como una diosa.

En un principio, mi orgullo se vio herido. Me sentí desplazado. Pero no duró mucho esa sensación. Enseguida me vinieron los recuerdos de mi madre, con toda su explicación. Eso me alivió. Y no quise ser egoísta. Si mi hermana esta vez debería ser el centro de todo, así sería. Y yo sería uno más ocupando el rol que se me asignase.

—No sabes cuánto deseábamos que llegase un momento así, Adela –dijo Araceli, como traspuesta–

Las dos primas eran quiénes llevaban el dominio de la situación, los demás, únicamente seguíamos su inercia. Estaban una a cada lado de ella, y el resto, a su alrededor. Y comenzaron a desnudarla. Ella se había puesto de pie. No lo hicieron de forma apresurada, pero tampoco se demoraron en exceso. La melena negra de Adela, se movía con la misma suavidad con la que sus primas efectuaban los movimientos. Con extrema delicadeza, pronto se vio sin su vestido, el cual depositaron con mucho cuidado en una de las mantas que había: y es que la presencia que debíamos tener a la hora de comer tenía que ser la misma con la que salimos de ahí. Entre las dos, le quitaron la camiseta, el pantaloncito, el corsé; y, finalmente las enaguas, quedando mi hermana ya completamente desnuda. Su ropa interior fue colocada del mismo modo; para despojarla de sus interiores habían invertido casi el mismo tiempo que para quitarle el complejo vestido que llevaba.

Adela ya se había sentado. El púber cuerpo de mi hermana destacaba magnifico en su desnudez. Sus pequeños pechos, con los pezones tan oscuros, se hacían notar especialmente con la luz de las linternas. Su vientre tan plano, daba paso al negro pero ralo vello púbico. Aún ella tenía las piernas cerradas, pero eso iba a durar poco. Guardábamos silencio y la respiración de cada uno era diáfana. Yo me hallaba detrás de Eulalia, que acariciaba las nalgas de la única que, por el momento estaba desnuda. Elvira estaba frente a ella, pero aún no podía atisbar lo que hacía. Mi percepción sólo alcanzaba a divisar, cómo las lenguas de Araceli y Encarna, surcaban toda la piel de mi hermana, que ya se debatía en jadeos. Sujeté los hombros de Eulalia, y le besé con la mayor suavidad que pude el cuello, bajo las orejas; su garganta dejó escapar un leve gemido, que llamó la atención de Araceli. Nos miró. Volvió a apartar la vista luego cuando comprobó que no nos habíamos salido del ritmo que ellas imponían.

Tumbaron a Adela en el suelo. Los demás no nos habíamos movido. A su cabeza estaba Eulalia, y tras ella yo. A la derecha seguía Araceli, y a la izquierda Encarna. Y a sus pies estaba Elvira. Ésta le había abierto levemente las piernas, para situarse entre ellas. En ese instante el resto de las niñas se comenzaron a desnudar. Parecía una coreografía meticulosamente diseñada. Yo no supe qué hacer, busqué con mis ojos los de Araceli. Me indicó con un gesto que las imitase, y así lo hice. Las niñas sólo se movieron (y lo hicieron con la menor maniobra posible), para ayudarse a deshacerse de su ropa interior. No tardamos en estar todos completamente desnudos, y la ropa cuidadosamente colocada.

Era la primera vez que veía a mi prima mayor desnuda. La tenía de lado, a mi izquierda, y mis ojos se clavaron en su silueta. No miraba para ningún otro objetivo: ése era el mío, y nada más existía alrededor. Sus pechos eran ligeramente más pequeños que los de Encarna, pero los pezones mucho más salientes, como dedos, de un pardo oscuro, sin llegar a ser tan negros como los de otras. De rodillas, como estaba, podía divisar toda su mata de vello púbico negro, extraordinariamente lisa.

Ella y su hermana, se habían inclinado sobre su prima, que estaba tumbada y abierta de piernas. Cada una acariciaba la teta que más próxima tenía, dibujando toda su curva, rozando los pezones, que ya habían despertado. Después repitieron el gesto con la boca. Eulalia, delante de mí, me había dejado de mostrar su culo porque se había agachado para besar con lengua la boca de mi hermana. Y Elvira a sus pies, se había inclinado para hundir su lengua en la que yo imaginaba inundada hendidura. A esas alturas mi pene era ya una barra vertical, mas nadie le prestaba atención. Eso no me turbaba: disfrutaba del espectáculo, en ese segundo plano que me habían asignado, y, sobre todo, me hacía feliz ver cómo Adela recibía todo el goce. El eco del entorno repetía chasquidos y besos, y pronto la respiración acelerada de Adela fue evidente. No tardó mucho más ésta en ser un puro gemido. Y ya todos supimos que ésa era la velocidad de no retorno. Poco después, estalló en un estruendoso orgasmo, anunciado sin miedo, y gritado sin represión.

—¡Me corro! –Se la oyó chillar, repitiendo la acústica de la cueva su alarido agudo–.

Tras su estallido. todas dejaron su hacer. Sonreían dichosas, y Adela aún mantenía los ojos entornados.

—Teníamos ganas de darte esto, Adela –hablaba ahora Encarna–. Te queremos muchísimo, y creo que te lo mereces.

Y mi hermana sólo sabía agradecer, mientras permanecíamos todos desnudos, y yo con mi rabo tieso, apuntando al frente. Pero no tardaría mucho en cambiar esa situación. Lo que había sucedido, sólo era el principio de un plan muy bien concebido.

La primera mano que sentí sobre mi verga, fue la de Eulalia, que se había girado para asírmela. Me la sujetaba con suavidad, y sin tener el puño cerrado del todo, la subía y la bajaba, rozando mi glande en ese hacer. Estaba claro que había aprendido muy rápido. Nadie decía ni el menor comentario, sólo se oían mis bufidos repetidos por las paredes como si fueran espejos sonoros. Eulalia apretó aún más su mano sobre mi cipote, y comenzó realmente a masturbarlo: todos nos observaban, pero nadie hacía nada ni decía nada. Eulalia, con un gesto, me hizo ponerme de pie, y la obedecí. Mi polla quedó a altura de su boca. Yo ya me sabía el resto, pero ansiaba que llegase. No tardó en hacerlo. De forma repentina, mi pene se perdió entre sus labios. Movía la cabeza hacia adentro y hacia fuera, entrando y saliendo mi miembro de su boca. No estuvo mucho tiempo así: se apartó y ocupó su lugar Araceli, colocándose Eulalia donde mi prima estaba. Araceli sonreía con una pizca de picardía y otra de afecto. Me sobó la pija un par de veces, y luego también la engulló. La tenía desnuda ahí delante, por primera vez percibiendo sus formas de mujer, y tuve unas ganas insoportables, de tumbarla en el suelo y follármela. Pero sabía que si hacía eso, rompería todo ese hechizo creado, y acabaría con la magia que se había construido. Mi prima invirtió el mismo tiempo aproximado que Eulalia en mamarla. Después se cambió el sitio con Encarna. La más pequeña me dedicó la mirada más traviesa. Apenas si me la tocó, se la metió enseguida en la boca. Le gustaba hacerlo. Mi excitación había crecido sobre manera, y aunque aún faltaba para que llegase al clímax, si seguían así, lo conseguirían. Cuando acabó la mamada, aún la retuvo en el puño y la sintió palpitar. Lo cerraba apretado sobre mi carne. Me miró, y sólo le faltaba hablar para oírsele decir: Si no estuviera todo acordado ya, de buena gana me metía este hierro ardiendo en mi chocho hasta que fuera todo fuego. Sin embargo nada dijo, igual que hicieran las demás. Y se intercambió con Elvira. La chiquilla rubia fue la que más tiempo invirtió. Casi me dejó al borde de la corrida; pero sorprendentemente había notado cuándo esta se acercaba, y se detuvo. Había aprendido mucho y muy rápido… Pero, no quise pensar. Sólo, lo dejé estar. Me había dado una mamada impresionante, y me había vuelto loco de gusto.

Me dejaron unos instantes de pie. Querían que me recuperase, sabían que estaba a puntito, y, al parecer, aún faltaba algo más. Elvira se había colocado a mi espalda (como yo había hecho con Eulalia antes), mientras Adela se había colocado a cuatro piernas, ofreciéndome todo su culo, y todo su sexo por detrás. Mi verga temblaba, la veía subir y bajar, brillando por algunas gotitas que adornaban su cima. Adela reculó hasta sentir sus nalgas sobre mi cipote. Alguien me la sujetó y la guió a la entrada de su cueva. Esta seguía inundada, pues de un solo empujón penetré completamente a mi hermana.

—Sé que no te falta mucho para correrte –me susurraba Araceli, pero ahora queremos que folles a tu hermana. No importa que no la hagas llegar a ella, te aseguro que ya ha quedado satisfecha –continuaba mi prima, sabedora de mi personalidad–; y, cuando te vayas a correr, queremos tu leche aquí –acariciaba ella sus riñones para concluir sus explicaciones–.

Había habido detalles que no me habían gustado de lo que querían, pero si ellas lo querían así, no iba a ser yo quien discutiese nada. Asiendo a mi hermana de las caderas, comencé a moverme. Mi polla entraba y salía con una facilidad absoluta, resbalando a la perfección. Podía oír sus gemidos, mezclados con los míos. Y, como Elvira me hubiera dejado al borde de la culminación, no duré mucho más. Los síntomas fruitivos habituales anunciaban mi venida; y, obedeciendo, saqué mi verga de las entrañas empapadas de Adela, y deposité todo mi esperma sobre su espalda, justo encima de sus glúteos. Sabía cómo hacerlo para que no saliese despedido en todas direcciones. Cuando mis gritos cesaron, se podía divisar un abundante charco blanco, producto de mi corrida.

Sentí las manos de Elvira detrás de mí, que me invitaban a separarme. Y obedecí. Yo era consciente que en ese momento estaba en un segundo plano, y asumía ese rol con gusto. Las niñas se acercaron todas a mis restos, guardando el lugar en el que se hallaban, y unas con más esfuerzo y otras con menos, fueron lamiendo, mis residuos hasta dejar aquel sitio como la patena. Tras eso, mi hermana se giró y me besó con su lengua, agradeciendo mi saber estar. Y luego acabó de limpiar las gotas de semen que aún había sobre mi glande, con su propia boca.

—Ahora lo mejor es que nos adecentemos, nos vistamos y volvamos. Aquí estamos seguras, sin duda, pero seguimos formando parte de una sociedad demasiado estrecha para que podamos ser libres –anunció Araceli, arrancándose en su vena más feminista–.

Yo me estremecí, y me sentí culpable. No individualmente, pues había procurado al máximo no mostrarme en lo más mínimo egoísta con nadie, pero sí como un eslabón más de esa sociedad que Araceli argüía que les quitaba la libertad. Por primera vez, me sentí solo. Todas las niñas se habían reunido alrededor de dos o tres jofainas, dejándome una para mí sólo, pero unos centímetros aparte. Tenía dos toallas: una para humedecer, y lavarme y otra para secarme. Y así me asee. Después me dirigí hacia donde se habían ubicado nuestras ropas (las de cada uno separadas y correctamente colocadas), y me vestí. Las niñas se ayudaban entre ellas, mientras reían divertidas, no por ninguna gracia que se contaran, sino por el mero hecho de haberse divertido.

Esa sensación de soledad creció en mí, y me entristeció. No dije nada ni entonces ni nunca, porque tenía bien presentes las palabras de mi madre: tenía que procurar siempre el bien ajeno, por encima de mí mismo; pero desde mi llegada había sido el momento más triste que sintiera, creciendo una leve punzada en mi pecho. No obstante supe asumirlo todo. Una voz interior me decía que así debía ser, por el bien de quienes quería. Y así fue como lo soporté.

Una vez que estuvimos todos listos desanduvimos el camino buscando la salida. La primera que se quiso asomar fue Encarna. Lo había hecho con cautela, escrutando los alrededores.

—Paso libre –anunció mirando hacia abajo–.

Y termino de salir. Luego lo hicieron todas, en el orden que siempre habíamos guardado, y al final, fui yo el último.

La casa a esa hora empezaba a ser un bullicio que hervía. Estábamos ya todos dispuestos en el salón, con nuestras mejores galas. Íbamos todos inmaculados, sin que nadie sospechase, ni por nuestro aspecto, ni por nuestros gestos, en lo más mínimo, toda la vorágine sexual que habíamos vivido esa mañana.

Estábamos ya todos dispuestos en el comedor, a punto de que nos sirvieran el almuerzo. Ninguna criada descansaba a esa hora. Se oía el barullo de fondo por la casa, del resto del servicio, mientras que, en el comedor, Trinidad y Petra se afanaban por darse prisa en servirnos. Durante la comida apenas hubo conversación, los nervios por lo que aún quedaba impedían a doña Virtudes ser todo lo elocuente que hasta entonces había sido.

Yo estaba ubicado al lado de mi hermana, y ambos, entre nuestras primas. Las otras dos niñas estaban alejadas de nosotros, con sus padres; pero nuestras miradas llegaban sobradamente, y la complicidad era total. Aunque no hubo juegos de manos entre nosotros esta vez; y no porque no pudiéramos por estar especialmente vigilados (había tanto frenesí que nadie nos prestaba atención), sino por respeto a las dos invitadas, Eulalia y Elvira, para que no se sintieran desplazadas.

Por fin el almuerzo finalizó. De ahí nos fuimos todos al Gran Salón, donde se celebraría el baile, y donde se recibirían a todos los invitados. Ernesto haría de maestro de ceremonia. Allí se servirían café y licores. La orquesta había llegado ya, pero la inauguración del baile no estaba prevista hasta dentro de una hora: entretanto deberían llegar todos los invitados. En la puerta principal les recibirían Alfredo y Benito, que se harían cargo de los carruajes, junto con Trinidad, que los dirigiría directamente al salón, en cuya puerta Ernesto les daría entrada. El resto del servicio estaría en esa amplia estancia, atendiéndoles a todos, excepto Rita y Prudencia, que permanecerían en la cocina para cualquier necesidad.

A partir de ahí todo fue ya vertiginoso. Los invitados fueron llegando con cuentagotas, mientras Ernesto gritaba sus nombres al tiempo que éstos iban accediendo a la pieza, y saludaban directamente a la anfitriona con gran pompa. Ese acto se repitió varias veces, hasta la hora indicada de la inauguración del baile.

Ese acto no tardó mucho en producirse. Había seria expectación por saber con quién abriría el baile doña Virtudes. Aquel sábado, ése momento en concreto, fue el más sorprendente de los que viviría en aquella casa hasta el momento. No sé cuántos lo sabrían, pero fueran los que fueran, había sido, hasta entonces, el secreto mejor guardado; porque mi querida tía me eligió a mí. Mientras procuraba respirar el poco aire que tenía en los pulmones, pues este me faltaba de forma evidente, yo avanzaba de la mano de mi querida tía hacia el centro del salón, ante la atenta mirada de toda la multitud. Desde donde estaba, ya en el centro, con todos observándonos, ahí en el fondo podía divisar el cuarto a oscuras donde se almacenaban los regalos.

A un gesto de doña Virtudes, la orquesta comenzó a tocar. Yo tenía ya la suficiente formación como para desenvolverme bien en aquel ambiente: doña Severa se había encargado de que así fuese. Bailé como todo un caballero, y mi tía, como una dama. En un momento del mismo, pude ver la cara, casi desencajada de placer de doña Severa, que nos miraba atónita, en un estado de cuasi hipnosis. Mientras girábamos, busqué los rostros de las niñas. Ahí estaban todas, pero no pude distinguir emoción alguna. La orquesta terminó de interpretar, y ante la ovación de todos, me incliné ante doña Virtudes, como bien había aprendido a hacer.

Tras eso, la orquesta siguió tocando y ya el centro del salón fue invadido por todos, que se entregaron al baile. Yo me coloqué en un aparte, por un momento, no supe qué hacer, no supe cuál era mi sitio. Vi, como mi tía se dirigía a mí con discreción. Hice como que no la veía hasta que no estuvo a mi altura, y me habló. Estábamos aislados, nadie nos oía.

—Te has portado como un caballero, Daniel. Estoy muy orgullosa de ti. Esta semana bien creí que tú serías mi peor pesadilla, pero no he oído más que halagos de los invitados hacia ti. Eso me ha hecho sentir muy jactanciosa, y me ha convencido de que estoy obrando muy bien contigo. Y tú, al igual que tu hermana, estáis sabiendo responder. Pero aún sois niños, y debéis seguir aprendiendo. Cuando doña Severa decida que ya es momento, tendréis una educación superior, yo me encargaré de eso. De momento en mi corazón os trataré como si fuerais hermanos de mis hijas –dijo esto último poniéndome mi mano sobre su pecho–.

Y ella sabía que yo sabía que ese gesto había roto cualquier norma ética, la más mínima que fuera. Y ella sabía que yo sabía que la intención era que sintiera su pecho. El corazón le latía fuerte, y respiraba agitada. No había peligro alguno. Nadie reparaba en nosotros: había sido de mala educación que alguien se fijase en exceso. No había peligro alguno, ella lo había con la suficiente discreción como para que nadie notara nada. Me despidió con un beso en la mejilla, y se fue con otro grupo de invitados.

Pero había habido dos errores. Uno, que sí había habido quien nos había visto. Y dos, que quien lo había hecho habría incurrido en ese gesto de mala educación y otros tantos como ése. No se trataba de nadie más que las niñas. Las primeras que lo había advertido habían sido sus hijas, que habían llamado la atención del resto. Y yo, que ni quería ni tenía por qué ser el protagonista de nada, me estaba convirtiendo en ello. Los caballeros me saludaban, a partir de ese instante, como uno más, en un juego fingido que cada vez entendía menos, porque, a sus ojos: sólo era un niño.

Lo que sí era cierto era que sus palabras habían calado muy hondamente en mí. Me había sentido privilegiado, y, había sentido su afecto y su… ¿deseo? Aún no me atrevía a asegurarlo del todo. A lo largo de toda la tarde una leve punzada se me fue formando en el pecho. Desconocía el porqué, si era por la emoción vivida o por qué. La verdad es que, poco a poco me fui sintiendo peor, y se me debió notar en la cara, porque así me lo hizo ver doña Severa, en una ocasión en que se acercó a mí.

—¿Estás bien, Daniel? –Me preguntó–. No tienes buen aspecto.

Yo la miré. Quería decirle todo la opresión que sentía en el pecho en ese momento, pero sólo supe glosar:

—Doña Severa siento un poco de ahogo, eso es todo.

La otra mujer aún me estuvo mirando unos segundos, como escrutando, antes de sentenciar:

—Está el ambiente muy cargado. Esa es la razón. Ve a tu cuarto y túmbese un rato. Yo te excusaré, descuida, tu comportamiento ha sido ejemplar.

Me fui sin que nadie me viera. Nadie me prestaba atención, porque nadie prestaba atención a nadie en aquel jolgorio. Probablemente doña Severa tendría razón, y la causa sería el ambiente tan cargado del Salón. Me dirigí a mi dormitorio. Subiendo las escaleras, aprecié el gran vacío que había en toda la casa, concentrado todo abajo como estaba. Por fin llegué a mi cuarto. Me desnudé, y me acosté. Había silencio. El bullicio de la parte inferior llegaba sólo en forma de rumor. Y poco a poco un sopor me invadió. Me dormí, creo, o perdí la consciencia. Me despertó algo húmedo en la cabeza. Abrí los ojos, y estaba acompañado. Era Rita, la cocinera, y Prudencia, su ayudante: ambas estaban a cada lado de mi cama. Me habían puesto un paño húmedo en la frente.

—El señorito no debe preocuparse –me decía la primera–. Prudencia y yo le cuidaremos ya lo verá.

—Sólo está indispuesto –me comentaba Prudencia–. Descansando, se le pasará.

Tenía el torso al aire. Las sábanas sólo me cubrían mi intimidad.

—Gracias por vuestros cuidados –contestaba yo–. Sois muy amables.

—Somos las únicas que estamos un poco libres –respondía Rita–. Todas las demás están abajo. Nos alegra que nuestros cuidados sean de su agrado –añadió finalmente–.

—No debéis preocuparos tanto –intentaba tranquilizarlas yo–. Sólo es un malestar. Pronto estaré bien. Aunque no creo que vuelva a bajar: me sentía ahogado.

—¿El señorito quiere que le preparemos algo? –Preguntaba Prudencia–.

—No gracias, Prudencia. Estoy bien. Me estáis cuidando muy bien –les dije–.

—A parte de nuestra obligación, sólo estamos haciendo lo que el señorito se merece –enfatizaba Rita–. Nos ha demostrado mucho a todas.

Y yo sólo sonreía, mientras ambas mujeres humedecían mi rostro con aquellos paños empapados. En un momento de osadía, la cocinera me recorrió el pecho con el trapo mojado, y el vientre; y cuando yo pensaba que se detendría ahí, me mojó también le pubis, bajando aún más la sábana, y dejando al descubierto mi miembro. A ambas se las oía respirar fuerte.

—Tiene la polla muy grande –Susurró Rita únicamente, hablando con un interlocutor imaginario, mientras su gesto evidenciaba todo el deseo encerrado, y toda la certeza de su axioma–.

Por su parte, Prudencia no quitaba ojo, y su boca semi abierta explicaba la misma sorpresa agradable de Rita. Al principio ninguna hizo nada. Se limitaron a contemplar mi miembro como si fuera la imagen de un dios. Notaba sus ojos en mi mirada, y supe que con ese gesto, suplicaban un permiso más explícito en mí, que les evitara tener que tantear a ver si había límite.

—¡Oh, señorito! –Exclamaba Prudencia. Pero aquello era más un ruego que ninguna otra cosa–.

—Si tanto os gusta, es vuestra. Os doy permiso para poseerla –concedí al fin, dando con ello luz verde a todas sus ansias–.

La primera que se precipitó a recoger su premio fue Prudencia. Su pubertad, (tenía la misma edad que Araceli), su nula formación para contener esa vorágine hormonal que hervía en ella, hicieron que no se pudiera contener más. A pesar de su edad, la asía con presteza, subiendo y bajando la mano en movimientos leves, provocando que su tamaño llegase al máximo, para luego, boquiabierta, casi adorarla.

—Es la cosa más grande que jamás he visto –proclamó, tan sólo–.

En aquel momento, yo ignoraba cuántas vergas antes que la mía habían sido calibradas por aquella mujer. Pero lo había dicho con una suficiencia absoluta. Aunque no debía ir muy desencaminada, porque su acompañante lo corroboró:

—Es que no hay ninguna más grande que esa, al menos en toda la provincia, niña –apoyó, mientras su mano se iba junto a la de su ayudante–. Y ya está totalmente dura –anunció, como si esa evidencia no hubiera sido ya certificada–.

Y la calentura de los tres se empezó a fraguar. Y yo ya sabía que ahí era el comienzo hacia lo que ya no se podría frenar: porque todo era ya cuesta abajo.

La primera en actuar, sin embargo, fue Rita, pues Prudencia se había quedado como paralizada. La cocinera se agachó, y mi miembro se perdió en su boca. Noté el contacto de su lengua envolviendo mi tronco, y la leve presión de sus labios sobre mi glande, mientras lo hacía desaparecer y aparecer en esa cavidad. Ella subía y bajaba la cabeza, mientras la otra acariciaba sus cabellos. Y mi respiración se hizo más fuerte. No cabía duda que la criada con más edad de todas, sabía hacer una buena mamada.

Así estuvo unos minutos, hasta que, sin decir palabra, la extrajo, y, completamente húmeda por su saliva se la ofreció a Prudencia. Y la joven ayudante de Rita, no lo dudó. Primero me la asió con vigor, la contempló unos segundos, y luego se perdió en su boca, repitiendo el actuar de su antecesora. Yo desconocía cómo era posible que siendo tan joven, fuera tan experta. Pero en aquel momento, no quería porqués, sólo sentir sus labios frotando mi glande.

Mientras Prudencia me la chupaba, Rita se fue desnudando, hasta quedar sin una sola prenda encima. No era la primera vez que veía su desnudez. Igual que no era la primera vez que ella me había hecho una felación. Aún recordaba nuestro escarceo interrumpido. Esos pechos con aquellos pezones tan negros y duros, seguían siendo muy apetecibles.

—Acércate, Rita. Que esta vez nadie va a interrumpir ni a impedir que disfrutes –pedí, sin importarme que Prudencia nos oyera; pues estaba seguro de que ella, al igual que todas, ya lo sabía todo –.

Y, al tiempo que su ayudante me engullía la verga con presteza, la cocinera se puso a mi altura, y mi lengua acarició aquellos pezones que parecían crecer hasta tocar el mismo cielo.

—Señorito, hay inundaciones –anunció únicamente la mujer–.

—Dámelas en mi boca –me ofrecí, tumbado en la cama–.

Y sintiendo aún la boca de Prudencia presa en mi dura pija, la raja de Rita se posó en mis labios. Quien se acabara de situar sobre mí, se inclinó, hasta alcanzar mi cipote, y compartir la caricia oral con su ayudante, mientras mi lengua frotaba con afán y determinación toda su vulva.

—¡Oh, señorito, me mata de placer! –Gemía la receptora de mi hacer–.

—No aguanto más, tengo el chocho en ebullición –anunció de pronto Prudencia, dejando mi verga sólo para Rita, y comenzando ella a desnudarse–. Me la voy a ensartar hasta lo más hondo de mi agujero –gritaba casi, envuelta como estaba por el deseo–.

Y así fue como la chiquilla se quedó sin ropa alguna, exhibiendo su adolescencia como su mejor tesoro. Sus pechos eran más pequeños que los de Rita, pero más firmes y turgentes. Sus pezones pardos apuntaban al frente con descaro, manifestando toda su excitación; y su rizoso vello púbico rojizo era el símil al fuego que ahora sentía ella. Prudencia tocó el hombro de Rita, que liberó mi pija; para que nuestra acompañante, se la clavara, literalmente. Estaba tan lubricada que de un solo movimiento se la incrustó hasta el fondo de su vagina.

—¡Oh, señorito Daniel, me muero de gusto! –Exclamó, mientras comenzó a brincar sobre mí–.

Al tiempo que lo hacía, amasaba los pechos de Rita, los acariciaba, pellizcaba ligeramente sus pezones, incluso los lamía con una fruición desatada. Y no duró mucho más aquello hasta que en ambas explotó el orgasmo. No fue de manera simultánea: primero fue prudencia la que chillaba presa de su venida, y luego, sin duda alguna contagiada por ello, era Rita la que aullaba derretida en mi boca.

—¡Qué bien folla usted, señorito! –Proclamaba Prudencia, todos sus ojos puro fuego–.

Poco después se levantaron ambas. Mi polla seguía durísima, pringada con los flujos de Prudencia, que yacía sobre mi pecho. Rita se había quedado arrodillada, mirándome casi con una súplica. Pero ya no había inhibiciones en aquel cuarto. Y Prudencia fue quien lo notó todo.

—Rita se ha quedado con ganas de más, Señorito, y yo también. Pero a mí ya me la ha metido, ahora tiene que follarla a ella; mire cómo tiene el coño –dijo, levantándose, colocándose detrás de quien mencionara, haciendo que yo me pusiera detrás; y, ubicándose debajo, para mi sorpresa, acarició todo su zumo con su lengua y sus labios–. Fóllela, señorito Daniel. Métasela hasta el fondo –urgía Prudencia–.

Mi verga se hallaba en su máximo tamaño, y aquella visión de ese sexo empapado siendo degustado por la boca de esa chiquilla, hizo que no pudiera más.  Acerqué mi cipote despacio, y se lo introduje hasta el fondo, desde atrás. Prudencia seguía acariciando con la lengua los genitales de ambos, ahí debajo, mientras yo penetraba a Rita, que se deshacía en gemidos.

—¡Oh, Señorito, me mata de gusto! –Se la oía decir–

—Ahora ya sabes cómo me sentía yo cuando estaba sobre él, Rita –acentuaba Prudencia–.

Y los tres seguimos en así hasta que noté que Rita empezó a temblar como una hoja. Yo la tenía sujeta de las caderas, mientras me movía adelante y hacia atrás, golpeando sus glúteos con mi pelvis. Por eso noté su trémulo anuncio de un orgasmo que la iba a hacer explotar. No lo anunció con su voz, empero; porque el incremento del su timbre era la evidencia de lo que estaba sucediendo: se corría.

—Córrete, Rita –apremiaba la más joven, con el ferviente deseo de que la otra tuviese su máximo placer–.

Un alarido prolongado así lo anunció. Rita se derrumbó sobre el cuerpo de Prudencia, aún con el culo en pompa, aún con mi polla dentro. La más joven me la extrajo y comenzó a apremiar mi eyaculación masturbándome. La sesión de sexo que habíamos tenido había sido suficiente para que a mí no me quedase mucho, y en unos segundos me dejó al borde del clímax. Ella lo sabía, y en sus últimas maniobras frotó mi glande contra la vulva de la mujer que yacía sobre ella, mientras que yo, sin poder evitarlo, gritaba a todo pulmón al tiempo que eyaculaba toda mi semilla sobre los labios sexuales de Rita, y los de la boca de Prudencia. No teníamos miedo a ser oídos. El bullicio del baile en el gran salón lo impedía. Aún estuvo la ayudante de la cocinera recogiendo las últimas gotas de mi rastro en el sexo de ésta.

Caímos los tres sobre la cama. Rita y prudencia se besaron entrelazando sus lenguas, haciendo luego lo mismo conmigo. En sus caras se reflejaba la satisfacción: nunca un gesto lo evidenció tanto.

—Ha sido un polvo estupendo –declaraba Prudencia, con todo su rostro iluminado–.

—El señorito ha hecho honor a su fama –completaba posteriormente Rita, ambas a cada lado mío–. Aunque bien pensé que nos íbamos a quedar sin saberlo, pues, teniendo a unas sirvientas tan jóvenes, no pensábamos que usted se podría fijar en una pobre vieja cocinera y su ayudante.

—A mí no me importa el rol que tengan en esta casa las mujeres, ni su edad. Ya te lo he dicho antes, Rita, y ya lo sabes. Y ahora lo sabe también Prudencia de mis labios, aunque ya se lo habían contado también. Me importa que en vuestro corazón haya sinceridad. Y vuestro deseo es real, y he sentido cariño, no sólo placer sexual. Y seguirá siendo así siempre y cuando la situación lo haga posible, no dudéis de ello.

—Es usted un amor, señorito Daniel –acertó a decir Prudencia–.

Hubo unos segundos de silencio, antes de que Rita nos trajera a todos a la realidad.

—Le aseguro señorito que esto es maravilloso para nosotras. Pero ya va siendo tarde y todos se empezarán a ir. Si usted se encuentra mejor, lo más aconsejable es que nos vistamos todos, y vaya bajando a despedir a los invitados. Le aseguro que va a quedar usted en muy buen lugar, si lo hace; y, si no es así, su malestar siempre le va a disculpar.

Y así era. Habíamos gozado, pero el tiempo había transcurrido y las mujeres habían de irse. Acabado todo, tendrían todo el trabajo del mundo para recoger y limpiar.  Nos pusimos todos en pie. Fuimos los tres al baño, y eliminamos los restos que la actividad sexual había dejado. Y entre los tres nos ayudamos a vestirnos, y quedar impecables. Las dos mujeres se fueron con discreción a la cocina, mientras toma dirección al gran salón. La orquesta ya no sonaba: era obvio que se iban.

Cuando hice entrada, nadie se había percatado de mi presencia. Entre tanta gente, la única preocupación era llamar la atención de la anfitriona y hacerse notar, presumiendo los unos delante de los otros cuán geniales eran todos. Tan sólo lo notaron quienes se habían parado a fijarse, que no eran otras personas que las niñas. Se acercaron a mí las cinco, y me condujeron, procurando que nadie nos viera, fuera del gran salón, a uno de los saloncitos vacíos y apagados. Estábamos a solas y en semi penumbra, por la luz que se colaba.

—Anda que no te lo has pasado tú bien ni nada con las cocineras –soltó mi hermana, sin el menor pudor, mientras las otras sonreían–. En cuanto notamos tu ausencia, preguntamos por ti, y Trinidad nos explicó. Entonces no perdimos el tiempo y todas estuvimos de acuerdo en enviarlas. Su tarea hace difícil que puedas estar con ella, y esta era la oportunidad perfecta, acabado ya su trabajo, hasta que la fiesta diera fin –pormenorizó finalmente–.

Y No supe qué decir.

—Te has quedado mudo, primito. Por primera vez no tienes palabras –reía contenta Encarna, pues le encantaba verme en esa situación embarazosa–.

—En realidad, nos hemos acercado para que te despidas de Eulalia y Elvira; antes de que empiecen a hacer las reverencias de protocolo. Ahora tenemos un mínimo de intimidad, están hinchando los pechos para hacerse notar –intervino enseguida Araceli, pues veía que todo apremiaba ya–.

La primera en acercarse fue Elvira. Besó mi boca con tal discreción que si yo no hubiera sentido los labios, ni me habría enterado dónde me habría besado.

—Gracias Daniel. Ha sido la mejor semana de mi vida –me decía–. Esperaré con ansiedad la llegada del año próximo, la invitación de tu tía, y la estancia contigo, tu hermana y tus primas; si Dios no quiere que otro evento anterior nos una.

Y, tras ella, Eulalia, que imitó en el beso a la otra, con la misma compostura que la anterior.

—Hasta la próxima, Daniel, sea cuando sea. Y, hasta que llegue, jamás olvidaré estos momentos contigo, y los recordaré como algo imborrable e insuperable. Para mí ya hay un antes y un después de haberte conocido. Deseo que llegue ese después cuando primero mejor.

Y ahí estaba yo, en medio de las cinco criaturas, emocionado realmente por la sinceridad y el cariño que habían manifestado sus palabras. Mantuve el silencio unos segundos, pensando muy bien qué decir.

—No debéis agradecer nada, porque cuando algo se comparte, no se da, sino que se tiene. Y estos días han estado llenos de un cariño muy especial, que hemos sentido todos, y que hemos recibido todos. Si se trata de un ejercicio de agradecer, yo también tengo que hacerlo, porque vosotras me habéis dado vuestros púberos cuerpos y vuestro afecto espiritual. Pero creo que sería reiterativo que todos nos demos las gracias una y otra vez; y lo que debemos tener en cuenta, a partir de ahora y en el futuro, es lo que hemos ganado, lo que tenemos: un apego y una complicidad muy especial que nos seguirán haciendo que nos entreguemos en cuerpo y alma, para que nos sigamos sintiendo satisfechos. Las circunstancias nos van a separar, y sólo nos quedará el recuerdo de estos días. Pero el tiempo no deja de fluir, y volveremos a reunirnos para mayor regocijo de todos. Y el año que viene, cuando nos volvamos a ver, o antes, si los azahares de la vida así lo quieren, tendremos mucho que disfrutar. Nos queremos. Sintamos eso.

Y ya casi no hubo tiempo para más. Las voces de los padres, llamaron a Eulalia y a Elvira, para despedirse formalmente de todos, en protocolo perfecto. Se había terminado la sinceridad, y los minutos que llegaron fueron una puesta en escena perfecta, y una sobre actuación absoluta. Las despedidas se sucedieron, y los carruajes fueron saliendo, hasta que el último farol del último coche dejó de verse en la distancia. La normalidad iba descendiendo con lentitud, pero inexorable sobre la casa. Ahora ya sólo quedaba trabajo para las criadas.