Nuestra Implacable Educación (VIII)

Dos adolescentes son educados por su tía después de la muerte de su madre. En este octavo capítulo, Rosario le cuenta a Daniel el primer atisbo del gran secreto de la casa, para después acabar yaciendo con ella.

8: EL OTRO EDIFICIO.

—¡Madre del amor hermoso, señorito! Esa polla es una tentación que no se puede soportar, –oía decir, mientras poco a poco esa exclamación me separaba del sueño, al que había estado totalmente entregado hasta ahora–.

No me quería despertar, a pesar de que esa voz femenina ya casi lo había conseguido. Pero aún me esforzaba por apegarme a un dormir del que me resistía salir. Toda la luz invadió mi dormitorio cuando descorrieron las cortinas. Y ya todo empezó a tomar sentido.

Era un nuevo día, y Milagros me despertaba como cada mañana.  Aún recordaba la magnífica sesión que había tenido con Rosario días atrás. Desde entonces no había vuelto a sentir los placeres que las mujeres tan gratamente me venían dando. Abrí los ojos, y, herido por la luz repentina me vi despojado de las sábanas y desnudo, expuesta toda mi erección, orgullosa de sentirse así. Acostumbrada mi vista ya a la luz, advertía a Milagros deambular por todo mi dormitorio. Nos cruzamos las miradas.

—Levántese, señorito, que ya es hora –me apremiaba–. Si permanece más tiempo en la cama, mostrándome su enorme miembro le aseguro que llegará tarde a sus clases –replicó, a continuación, con sarcasmo–.

Yo me acaricié mi pene delante de ella, con el único objetivo de provocarla. Pero, en el preciso instante en que me estaba sobando, otra figura femenina abrió la puerta hasta entrar, cerrándola tras de sí. Casi me da algo cuando descubrí a Encarna, mi prima menor. Ahí estaba yo, totalmente desnudo, empalmado como siempre, y con mi cipote en la mano derecha. No supe ni qué decir, ni cómo reaccionar. Ni siquiera aparté la mano. Sólo me quedé así, petrificado.

—¿Ha visto cómo se levanta siempre su primo de usted, señorita? –Le preguntaba Milagros, como si su presencia ante mi tiesura fuese lo más normal del mundo, como si estuviesen hablando del tiempo–…

Encarna al principio no dijo nada. Sólo sonreía. Había una mezcla de picardía y deseo en su mueca. Después de unos segundos, habló.

—Lo estoy viendo, Milagros –confirmaba–, y que sepas que me encanta tanto como a ti. No hay mujer que se pueda resistir a ella, aunque yo ya la conocía…, esta es la segunda vez que la veo así –desveló luego–.

Aún no me podía creer lo que estaba presenciando. Mi prima delante de Milagros hablando de lo que le gustaba mi miembro, y desvelando que ya lo conocía en ese estado. Seguía mudo sin saber que decir, con mi pija apuntando fija al techo.

—¿No crees, Milagros, que sería bueno hacer algo para que el señorito no esté así? Creo que sería humano ayudarle –dijo luego mi prima, rompiendo con su osadía todos los límites que yo conocía–.

—Tiene razón, la señorita. Milagros se va a encargar de hacer descargar al señorito para que no sufra más –apuntó la criada–.

Encarna se había sentado en una silla, próxima a mi cama, dispuesta a ser espectadora cercana, mientras que Milagros se agachaba sobre mi duro cipote y lo atrapaba con la mano. Lo acarició con una suavidad especial, que me hizo estremecer todo el cuerpo. Comenzó un leve sube y baja que provocó que las primas gotas de líquido pre seminal asomasen por el glande.

—Ufff –suspiraba mi prima, muy próxima a mí –.

Milagros comenzaba a arrancarme los primeros gemidos, cuando sentí que sus labios tomaban contacto. Su lengua acarició toda la dimensión del tronco, y todo el diámetro de la cabeza; y luego mi pene desapareció en su boca. La chupaba con una excelencia que me volvía loco. Me dejaba al borde del orgasmo, para luego, sacársela de la boca, y posteriormente volvérsela a meter, y dejarme al borde de la explosión. Así estuvo unas cuantas veces, hasta que una de ellas, supo que no me quedaría al filo de correrme, sino que no me podría contener. Siendo consciente de eso, no se la sacó de la boca, y dejó que el primer chorro de semen salpicase su lengua, mientras yo apagaba mis gritos con la almohada. Se la sacó y dejó que los siguientes chorros salpicasen sus labios, mientras dejaba escurrir sobre mi cipote palpitante lo que había caído dentro. Esto último lo hizo para que Encarna fuese testigo de mi eyaculación, para añadir mucho más morbo del que ya había.

—Jolín, Daniel, qué manera de correrte –comentaba mi prima desde su silla, presa de la excitación–.

—Sí señorita, cierto es que se corre abundantemente –acompañó la otra, pasándose la lengua por sus embadurnados labios–.

Después, Encarna hizo algo que me dejó más perplejo aún. Se levantó de su posición, se aproximó a mí, hizo un gesto a Milagros para que la dejara un sitio, asió mi pene con delicadeza, ya perdiendo éste su dureza, y se lo llevó a los labios. Lo besó muy someramente primero, y después su lengua lamió todo el glande, aún con restos de esperma. Yo no me podía creer de lo todo lo que estaba siendo testigo.

—Sabe saldado –comentó, mirándome a los ojos–.

Milagros, muy cerca de ella, acariciaba los cabellos de la niña, mientras sonreía.

—Así es como sabe, tesoro –confirmaba–. Cuando la señorita pruebe una descarga así, ya verá cómo también hay más matices de sabores y texturas –explicó, mientras mi prima la miraba con los ojos muy abiertos, desprendiendo de ellos una luz de lujuria que jamás había visto–.

—Me encantará probarlo primo –dijo únicamente–.

—Ahora deben darse prisa. Usted debe salir ya, señorita Encarna, sería desastroso que la descubrieran aquí. Yo me encargaré de que el señorito esté listo enseguida –urgía mi asistenta mientras se había levantado para cerciorarse de que no había nadie en las proximidades–.

Observé cómo mi prima abandonaba mi aposento, y ya me iba a levantar para dirigirme al baño.

—¿Me permite el señorito que esta mañana lo bañe yo? Hace mucho que no lo hago y me gustaría mucho –pedía la buena de Milagros–.

—Claro que sí, mujer –accedí con gusto–.

Y esa mañana las dulces manos de Milagros me bañaron. Mientras lo hacía no cesó en halagar el enorme rabo que me adornaba, y que tan loquitas tenía a todas las mujeres de la casa. Yo quise preguntarle varias veces el porqué de la presencia de mi prima, qué había pasado, si habían hablado entre ellas, si Milagros o Encarna no se sentían turbadas por tal intrepidez. Pero la única respuesta que yo recibía a todo mi interrogatorio, era un: ya sabía yo que al señorito le iba a gustar mucho… No pude desvelar qué secreto había habido entre ambas para que se diese la presencia de mi prima esa mañana tan próxima a mi cama. El día era largo, al fin y al cabo, aún tenía tiempo para averiguarlo.

Cuando estuve listo, ideal, en palabras de mi sirvienta, bajé a desayunar. Aquella era una de las mañanas que aún sobraba tiempo para hacerlo con cierta calma, a pesar de la mamada, matinal; y es que Milagros me había despertado bastante antes porque todo aquello, entonces ignorándolo yo, estaba previsto. En el comedor ya estaban mis dos primas y mi hermana. Entre ellas cuchicheaban cuando me vieron entrar, y guardaron silencio de inmediato.

—Buenos días –saludaron las tres a coro, sonriendo pícaramente–.

—Buenos días –respondí al saludo–. Por mi parte, podéis seguir hablando de mí –continué sarcásticamente–, me taparé los oídos.

Y las tres rieron mi ocurrencia. Pero, como imaginaba, no quedaría ahí todo. Trinidad nos servía el desayuno; y, ni la presencia del ama de llaves supuso que ninguna de ellas se cohibiese lo más mínimo. Hablaron con desparpajo total, sin importarles que Trinidad las oyera, y seguro que lo hizo.

—Tienes que estar muy contento, ¿verdad Daniel? –Comenzó mi hermana–. No todo el mundo tiene la suerte de tener unos buenos días como tú has tenido esta mañana, y estoy segura que otras mañanas también –añadió traviesamente después–.

He de reconocer que me puse colorado. Mientras las risitas de ellas, sonaban en todo el comedor, yo me ponía colorado. Y Trinidad ahí delante, testigo de todo, sin hacer la más mínima mueca.

—Ya me hubiera gustado a mí haber sido yo quien te hubiera dado esos buenos días –proseguía Araceli–. Así ya tendría la leche para el desayuno –concluyó con toda su pillería–.

Y mi turbación aumentaba mucho más, cada vez que la audacia de ellas avanzaba.

—Yo sí que he tenido suerte, señoritas, que he sido testigo de todo, desde muy cerquita –intervenía ahora Encarna–. Y no sabéis lo que me ha costado mantenerme en el asiento…, aunque admito que cuando terminó, no pude evitar probar las gotas que habían quedado.

Y de nuevo el coro de risas de mis primas y mi hermana. Si tengo que decir la verdad, he de decir que no supe dónde meterme en esos instantes. Yo no sabía cuál sería el freno de las niñas, con Trinidad delante, o con cualquiera que en ese momento pudiera cruzar el umbral. En un momento en que Trinidad me cambiaba el plato, el descaro ya fue total, y mi sufrimiento mucho mayor, como es lógico.

—¿Te sigues corriendo tan copiosamente, hermano? –Preguntó explícitamente y ya sin ningún disimulo mi hermana, mientras Trinidad se alejaba con mi plato–.

Mi azoramiento era total, y el máximo que había sentido que yo recordase. Las chicas sólo seguían emitiendo risitas, y los músculos de mi boca estaban paralizados. No podía ni pronunciar un solo sonido. Así que ellas contestaban por mí.

—Tenías que haberlo visto, Adela –se apresuraba Encarna a responder–. ¡Qué cantidad de leche soltó!... Ah es cierto, no recordaba que tú ya lo sabes, incluso lo has probado –corregía después, dejándome casi sin aliento, al yo percatarme de que se lo habían contado todo–. Tendrás que ser tú testigo la próxima vez, entonces, Araceli; y sabrás lo que es una corrida con todas las letras –añadió aún mi prima menor–.

Mi susto ya rebasaba todas las dimensiones, y mis ojos se perdían en el gesto del ama de llaves, que, discretamente apartada, aparentaba una compostura casi imposible de conseguir, oyendo la cantidad de barbaridades que las niñas estaban diciendo. La confabulación con las criadas era obvia, pero las niñas parecían ignorar que esa puerta se podría abrir en cualquier momento, y el desastre sería inevitable, y de unas consecuencias tan insospechadas, que a mí mismo me daba un miedo atroz. Yo debía tener una cara digna de la burla más grande, pues la risa de ellas se incrementaba al tiempo que lo hacía mi susto y mi vergüenza.

—La próxima vez ninguna de las dos será testigo de nada, querida hermana, sino que las dos lo probaremos hasta que nos quedemos sin aliento –habló entonces Araceli, recordando ese pacto de compartirme ambas; sólo les faltaba publicarlo en la Hoja Parroquial–.

Ni que decir tiene que mi gesto seguía siendo un poema, atónito, sorprendido, avergonzado, asustado; y ellas sólo se reían con ganas advirtiéndolo.

—Queridas, primas, a ver si sois más caritativas, y dejáis un poquito… Bueno, la primera vez consiento que sea para vosotros solas, que yo ya lo he catado; pero la siguiente, yo he de estar presente –remató mi hermana, mientras de nuevo ellas estallaban en una carcajada–.

Afortunadamente todo se extenuó a la misma velocidad que el desayuno concluyó. Minutos más tarde estábamos ante doña Severa con nuestra más pulcra porte, como si todo aquello no hubiera sucedido, como si hubiera sido producto de mi imaginación. Pero sí que había sucedido, porque durante todo el día todas ellas siguieron con el mismo juego, mucho más discreto luego, pues nuestra tía nos podía sorprender. Lo único que había parecido una ilusión, había sido nuestra compostura con doña Severa: todo el día entero fue una travesura. Pero, hasta entonces, tuvimos que soportar la tortura de las clases con doña Severa. Nuestra excitación, tras el desayuno, era muy alta, sin embargo, intentábamos disimular lo mejor que podíamos, nuestra instructora nos radiografiaba con su mirada, y podía detectar cualquier síntoma sospechoso sólo con un golpe de vista. Mi hermana y yo sabíamos que ella recelaba, pues nos miraba de una forma extraña, como intentando escrutar más de la cuenta, mas jamás hizo comentario alguno aquella mañana, ni siquiera sus habituales: estáis muy inquietos, señoritos, y eso no es de buena educación en gente distinguida. Con sufrimiento, con paciencia, y con un esfuerzo sobrehumano, sobrellevamos esa mañana, haciendo todo lo que doña Severa nos había mandado, incluso, arrancando de ella, al final, un halago sincero pues nuestro progreso era más que adecuado. Aquellas insoportables horas por fin concluyeron, y con una muy correcta reverencia, nos despedimos.

Finalmente nos sentamos todos a comer. Como venía sucediendo últimamente, yo me ubicaba entre mis dos primas, que también ese día siguieron con toda clase de juegos conmigo, sin que su conducta se modificase lo más mínimo, ante la total expectación de Trinidad, que junto con las cocineras, eran quienes nos atendían. Y, para no variar, mientras ingería los alimentos, sufrí de una erección absoluta, por las caricias y maniobras que las dos primas dedicaban a mi miembro, que ya estaba desesperado por salir al exterior y mostrar toda su extensión, y poder desahogar a gusto de las muy desarrolladas habilidades de aquellas dos hermanas.

Pero aquella agonía deliciosa tuvo su fin. La comida finalizó y también los toqueteos de ellas en mi verga, que enhiesta, reprobó que la dejasen de atender. Sólo yo la oía, y así debía ser, pues su mudez sólo debía ser percibida por mí. Las tres niñas se despidieron con una majestuosidad envidiable, que hacía inverosímil sospechar siquiera de sus juegos, aludiendo que iban a descansar; no sin antes, mientras se retiraban, posar sobre sus pícaras miradas, sin que su madre advirtiera su significado, como así era menester que fuera. Instantes después fue mi tía quien se excusó, y se alejó del comedor.

Después de comer, no necesitamos decirnos nada. Sabíamos que los dos queríamos lo mismo, y sabíamos qué era. Así que, sin más, ambos nos precipitamos fuera de la casa. Corrimos con toda nuestra velocidad, quemando la adrenalina que nos ardía dentro; y nos detuvimos hasta que llegamos a donde queríamos: nuestro lugar favorito para charlar, ese suelo en el que había esas piedras como banquetas salpicadas por las ocres hojas, donde nos entregábamos a los debates que tanto nos gustaban. Nos sentamos, colocando un pañuelo antes, y permanecimos en silencio hasta que recuperamos la respiración normal tras la fatiga por la carrera.

—Vaya calentón que llevo, Daniel –me confesaba mi hermana–. Toda la mañana llevo con el chochete empapado desde el desayuno. En clase con doña Severa me creía morir. Y después los juegos de tus primas contigo…

Yo la miraba con los ojos muy abiertos. Primero por la evidencia de que ella nos había visto; y segundo, porque los síntomas que ella describía eran los mismos que a mí me invadían también, desde que en el comedor las niñas se hubieran vuelto tan explícitas.

—No eres la única, Adela. Mi polla explota aquí dentro embutida –aludía yo, aunque no hacía falta, en mí era evidente, se notaba a la perfección el bulto que se marcaba en mis pantalones–. Doña Severa tuvo que notar esto a la fuerza –proseguía yo, señalándome el paquete–, era imposible que no lo notara, no lo podía disimular siempre.

Y mi hermana reía a gusto, con los ojos clavados en mi entrepierna, sopesado el volumen que ahí se marcaba. Le gustaba, le encantaba, le volvía loca… Su mirada lo reflejaba, y yo conocía bien ese gesto: estaba loca por abalanzarse sobre mí, y despojarme de las ropas de cintura para abajo; y apresar lo que ahora era su único deseo. Se acariciaba con mucho disimulo los pechos, pero yo ya lo había advertido.

—Eres una tentación, Daniel –liberó su deseo al fin–. Esa polla que se marca ahí tiene mi coñito loquito de ganas.

—Las mismas que tengo yo de que te corras en mi boca, mientras apago mi sed –exponía yo, al mismo tiempo, mi propio apetito–. Si por mi fuera te follaba sin compasión ahora mismo, hermana.

Y nos volvimos a quedar en silencio, envueltos por esa duda demasiado tentadora, pero imposible de llevar a cabo ahí mismo. Nos acariciábamos. Esta vez no disimulábamos. Adela se pasaba las manos por sus pechos, y se los sujetaba con rabia, y yo agarraba mi verga por encima del pantalón, marcando su tamaño y apretando con ganas. Faltaba muy poco para que sucumbiéramos al deseo: sólo nos mantenía mínimamente el problema que supondría desnudarse ahí, siendo susceptibles de ser vistos. Yo lo tenía más fácil que ella, y ya me decidí, con todo el riesgo que eso suponía. Me bajé los pantalones, los calzones, hasta los tobillos, y mi cipote quedó entero a su vista, expuesta toda la erección, con la cabeza ya húmeda y brillando.

—Joder hermano… –susurraba aquella, envuelta del todo por su libido–.

Yo me la acariciaba sin masturbarme, haciendo que mi hermana se debatiese literalmente donde se hallaba sentada. Se aproximó muy cerquita de mí. Mi pija, su afán, estaba al alcance de su mano. Aún ella se debatió algunos instantes, hasta que se vio vencida, y se abandonó, llevando su extremidad hasta la mía, y la tocó. Fue como si una descarga eléctrica me recorriera el cuerpo en una fracción de segundo. Di un respingo y noté toda mi avidez incontrolable ya.

—Qué dura está –seguía susurrando Adela, mientras su dedo la recorría entera deteniéndose en el glande–.

—Es todo lo que te desea –atiné a decir–.

Y de nuevo el silencio, y su dedo seguía en mi pito. Me moría, literalmente. Mientras ella me la seguía acariciando, besé su frente. Noté la luz de sus ojos en los míos, y de nuevo se mezcló nuestro amor con nuestro apetito. Mi hermana se estiró ligeramente, y besó mis labios. Noté ese contacto como un fuego que ya lo había incendiado todo: adivinaba que ella también ardía. Me agaché un poco, por lo que ella se acomodó y nuestras lenguas ya invadieron ambas bocas, explorándolas sin ninguna represión: y nuestra excitación creció. Y mi hermana ya no acariciaba mi polla con su dedo, sino que la asía con fuerza, como si temiera que se le pudiera escapar. Claro que no se escaparía. ¿A dónde iría, si en esos momentos sólo quería estar en ese puño que la sujetaba con firmeza? Una de mis manos se posó en uno de sus pechos, que amasé con fuerza, por encima de la ropa: sentí cómo Adela gemía con su lengua en mi boca.

—Vaya con los hermanitos –escuchamos de pronto–.

Nos separamos enseguida. Levantamos la vista, y distinguimos a nuestras dos primas, de pie, a un metro de nosotros. Había sido Araceli quien interviniera.

—No han podido reprimir el calentón que todos llevamos hermana –apuntaba ahora Encarna–. No han sabido hacerlo como nosotras.

Nosotros permanecíamos mudos, Adela aún con mi polla agarrada en su puño, mientras nuestras primas posaban sus pañuelos, y se disponían a sentarse a nuestro lado.

—Así que este es vuestro… ¿lugar de pecado? –Preguntó con intención Araceli–.

La mayor de todas, se había situado muy próxima a mí, mientras que la más pequeña era la que más cerca estaba de mi hermana.

—No pecamos desde hace mucho, ya os lo he contado todo –explicaba mi hermana–. A veces solemos venir aquí a hablar, nos sentimos en intimidad, estamos alejados de la casa, y casi nadie se acerca.

Mientras Adela pronunciaba esas palabras, Encarna había quitado mi verga de su mano, para sentir ella misma su dureza en la suya.

—Coño, Daniel, sí que la tienes en forma. Parece acero, Araceli –comentó–.

Y la aludida nos miraba lujuriosa, mordiéndose el labio inferior, presa de la misma excitación que nos dominaba a todos.

—Pronto será nuestra, Encarna –comentaba la mayor–.

Quien ahora se había adueñado de mi verga, había comenzado un peligrosísimo movimiento de sube y baja, que ya me conducía por unas oleadas de placer que amenazaban expuestamente a un desenlace anunciado a gritos.

—Hmmm, Encarna –murmuraba yo–.

Y las otras dos chicas eran testigos del inicio de masturbación que mi prima menor había comenzado, sus cabezas inclinadas sobre mi cipote.

—Qué delicia sería sentirla en mi chochito –dijo inopinadamente Adela, sin haberlo pensado–.

Y yo la miraba, completamente abandonado por el hacer de Encarna, y dominado por una mezcla de esa excitación, en ese momento, insuperable, y de un horrible miedo de ser descubiertos, así expuestos a que nos vieran.

—Chica, que le vas a hacer correr –advirtió Araceli a su hermana–.

Y la otra la miró fijamente, con los ojos vidriosos, caliente como una gata en celo, igual que lo estábamos todos.

—Mejor –respondía la aludida–. Así será como un pequeño anticipo a lo que nos espera.

Ella incrementó su ritmo, y las oleadas de placer me invadían por completo, llenándome de un gozo magistral. Notaba que me corría, lo sentía en cada milímetro de mí, mientras las cabezas de las otras dos se hallaban muy próximas, sesgadas como estaban.

—Chicaaassss –sólo supe decir–.

Un primer chorro se fue directo a la cara de mi hermana. El siguiente cayó sobre el bigote de Araceli. Las gotas sucesivas cayeron sobre los dedos de Encarna, que aún exprimían la verga.

—Vaya corrida hermano –oía a Adela, mientras contemplaba los morros de Araceli, empapados con mi semen, con su propia cara llena también de mis restos–.

Cuando ya no salía más, Encarna apartó la mano y se dirigió a su hermana.

—Pruébalo –le invitaba–. Relámete y lame luego la cara de tu prima y mis manos. Quiero que sepas su sabor. Tú ya sabes que yo ya lo conozco –concluyó, aludiendo a esta mañana y confirmándome, una vez más, que se lo contaban todo–.

Sacó su lengua y atrapó todo el semen con ella. Luego e acercó a la cara de mi hermana e hizo lo propio. Por último, se llevó los dedos de Encarna a la boca y lamió los restos depositados. Y probó así mi esperma. Araceli había tragado todo lo que había ido a parar a su boca, antes de decir:

—¡Señor! Qué manera de correrte, Daniel. Por cierto, sabe salado.

Adela y Encarna sonreían, pues eran sabedoras de todo ello, pues habían sido testigos. Pero Araceli era la primera vez que me veía, y, no sólo eso, sino que lo había probado.

—Ha sido genial, primas –comentó mi hermana–.

Nos quedamos quietos y en silencio, durante unos segundos. Las niñas se adecentaban y yo me guardaba la polla en los pantalones, sintiendo todo el alivio del mundo, no solo por haberme acabado de correr, sino porque el miedo acumulado por si descubrían nuestra actividad. Aguardé a que alguna de ellas rompiera ese silencio que nos envolvía. Pero ninguna dijo nada, así que fui yo, movido por mi curiosidad, quien intervine.

—Me ha sorprendido verte con Milagros en mi dormitorio esta mañana, Encarna; y también vuestra desenvuelta forma de comportaros durante el desayuno. Jamás creí que sería testigo de algo así –expuse, buscando una explicación en ellas–.

Las tres se miraron quedamente. Era evidente la confabulación en ellas. Sus miradas lo anunciaban a gritos, y sus sonrisas mostraban su duda entre hablar o permanecer calladas. Al final fue Araceli, quien tomó la palabra.

—Verás primo –comenzó a decir–. La vez que fuimos todos a la villa, tanto Encarna como yo, te dijimos que nuestro trato hacia vosotros cambiaría. Habíamos visto una evolución muy interesante en vuestra conducta, y se oían por la casa demasiadas cosas interesantes como para que así no fuera. Primero nosotras dos (aludiendo a su hermana menor), nos aproximamos a Adela. Fue fácil hacer buenas migas con ella, y buscar ese punto de complicidad que ahora tenemos. Pasábamos mucho tiempo juntas, y nos contábamos todo, no hay secretos ya entre nosotras. El hecho de ser mujeres, y de una edad aproximada, no levantó ni la más mínima sospecha en nuestra madre y en doña Severa. Cuando ellas estaban presentes, interpretábamos nuestro papel a la perfección. A solas, todo era bien diferente. Después de ganarnos la confianza mutua, el siguiente paso eras tú. Eso era más complicado, pues tú eres hombre, y las normas sociales son muy rígidas al respecto. Si queríamos acercarnos a ti, necesitábamos un confidente que nos facilitase las cosas. Ninguna de nosotras ignoraba que cualquiera de las criadas podría ser ese acólito efectivo que nos hacía falta; pero, además, era menester que no levantara ni una sospecha en la dueña del hogar. Enseguida pensamos en Milagros: es tu asistenta y quien más cerca está de ti; así que es la única que puede entrar en tus aposentos en cualquier momento, sin que eso implique un comportamiento anormal. Hablamos con ella, le planteamos nuestros propósitos, y todo fue más fácil de lo que en un principio imaginamos. ¿Por qué fue Encarna quien esta mañana estaba al lado de tu cama, y no yo, o tu hermana misma? Muy fácil: lo echamos a suertes. El próximo día podremos ser cualquiera, quién sabe –concluyó la mayor de las hermanas–.

—Estábamos seguras, más que de sobra, que te desconcertaríamos. Ese era nuestro juego, nuestro objetivo: lo volvería todo mucho más morboso y excitante, si existía el factor sorpresa de tu confusión, como así ha sido. Y no nos negarás que llevamos razón –intervenía ahora Encarna–.

Yo las miraba de hito en hito sin salir aún de mi asombro, a pesar de todo lo que había sucedido y de la confesión a la que estaba asistiendo. No dije nada, no podía: las palabras no salían de mi garganta.

—Ya te acostumbrarás, hermano –me hablaba ahora Adela–. Lo que ha sucedido hoy será nuestra conducta habitual contigo a partir de ahora.

—Hasta que tu polla por fin sea nuestra –anunció Araceli–.

—Y después también, no te vayas a creer –matizó Encarna–.

—Hasta yo tengo ganas de volver a tenerla –completó Adela riendo–.

Las muchachas rieron de mi atolondramiento. Aún estaba procesando todo lo que había estado oyendo. Pero, glosando lo que me habían transmitido, y, bien mirado, todo parecía prometer mucho. Al final esbocé una sonrisa que fue del agrado de ellas.

Luego las tres se levantaron, anunciando que iban a desahogar sus sexos, que parecían un estanque, de lo anegados que estaban. Lo que no supe entonces, ni nunca, era si lo iban a hacer por separado, o todas juntas… Yo aún permanecí unos minutos a solas. Saboreaba lo sucedido y pensaba en lo que estaba por suceder. Y todo prometía ser maravilloso.

—El señorito está muy pensativo –oí decir repentinamente–.

Un breve instante después aparecía ante mí la figura de Petra, la asistenta particular de mi tía. La miré durante unos segundos, mientras ella tomaba asiento en una piedra próxima. Su aparición, tan “repentina”, me hizo sospechar.

—¿Llevas mucho tiempo ahí? –Pregunté directamente, queriendo saber de qué había sido testigo–.

—Digamos que el suficiente como para saber que esta mañana has tenido demasiadas sensaciones –respondió con natural sinceridad–.

—Sí, demasiadas –confirmé, mientras la observaba con cautela–.

Sus ojos se habían fijado en los restos de esperma que aún se apreciaban en el suelo, y una sonrisa se dibujó en sus labios.

—El señorito no debe temer nada –me intentaba tranquilizar ella viendo la excesiva distancia que mantenía–. Esta casa esconde muchos secretos que usted desconoce, que ni siquiera sospecha… Lo que no es justo es que su hermana de usted ya lo sepa todo, pues tiene a las mejores confidentes que aquí puede haber: sus primas de usted; mientras que el señorito está bastante lejos de imaginarse nada. Quizás el hecho de que yo sea la asistente de la dueña le asuste, pero no debe ser así: me gustaría que me viera como una amiga más, igual que ha hecho con el resto de las criadas… Si el señorito me diera esa merced, le aseguro que no se arrepentiría.

—Hasta ahora todas vosotras me habéis demostrado más que de sobra que os puedo procurar toda mi confianza, sin reserva alguna. Tú no has de ser menos que las demás, Petra, sabiendo como sé que sabes todo lo sucedido entre el resto de la servidumbre y yo; y probablemente adivinando lo que aún queda. Para mí es fácil que ese vínculo se establezca, pues sois las únicas que me habéis tratado con el cariño y la humanidad dignas en una persona: por eso yo siempre he procurado hacer lo mismo. Estaré encantado en que tú seas una amiga más; y, como le dije al resto, en presencia de alguien serás Petra, la asistenta particular de mi tía; cuando estemos a solas, serás Petra, mi amiga, mi confidente, con quien me desahogue incluso, si se da el caso, y si tu voluntad es la misma que la mía, claro –manifesté con mi mayor sinceridad–.

La joven que estaba junto a mí sonrió con una luz especial en su mirada. Le había gustado lo que había oído, y, de algún modo, me confirmaba su total acuerdo conmigo. Pero ella notaba que seguía confundido, porque los acontecimientos se acumulaban apuntando a una salida que yo aún estaba lejos de vislumbrar.

—Es hora de que le cuente algo, señorito –anunció de pronto–. Pero, es una historia larga, y quiero que haya más intimidad para contársela. Acérquese cuando yo me haya ido, hasta el edificio donde dormimos nosotras, procurando no ser visto. Yo le estaré esperando en los alrededores; pero no se demore en exceso –concluyó–.

—De acuerdo, Petra así lo haré –confirmé–.

Ella me acariciaba los cabellos mirándome fijamente a los ojos. Luego me siguió hablando.

—Sus primas son muy traviesas, señorito, aun cuando su apariencia es lo más pulcro de todo el municipio, ya lo irá descubriendo. Y su polla sólo ha tenido un pequeño aperitivo este mediodía. Me ha encantado verla en toda su erección, y me encantará aún más sentirla entre mis labios y en el interior de mi sexo. Me he puesto muy cachonda cuando la he visto en erupción, y deseo como no se imagina que esa descarga sea para mí. Pero no me pienso tocar hasta que esta tarde no yazca junto al señorito.

—Supongo que nadie podrá evitar que eso sea así, igual que nadie lo ha podido evitar en anteriores ocasiones –aludí a mis encuentros con las demás–.

—Supongo que no –añadió tan sólo mi acompañante–.

La criada seguía acariciando mis cabellos, hasta que, sin que ninguno de los dijera nada, se acercó a mí, y sus labios se fundieron con los míos en uno de los besos más dulces que yo recibiera en mi estancia en aquella casería.

—Ahora me voy: ya nos veremos –se despidió, levantándose–.

Mi cabeza daba vueltas, verdad era. No era la primera vez que me hablaban de ciertos secretos que yo ignoraba, y que, al parecer, eran ya de total conocimiento por todos los habitantes de la casa; aunque, sin duda, bien guardados que estaban. Sólo me paré a comprobar que nadie descubría a dónde me dirigía, mientras que mis pasos me llevaban junto al edificio de la servidumbre. Me apoyé en la pared, esperando la presencia de Petra. No tardó mucho en aparecer la sirvienta de mi tía. Caminaba deprisa, mirando a un lado ya otro, nerviosa y temerosa de ser vista.

—Vamos dentro –me apremiaba–. Es muy peligroso permanecer aquí.

Y, cogiéndome de la mano, me arrastró casi al interior de la morada. El único mobiliario que se divisaba eran las camas. No había ni espejos ni armarios ni mesillas ni tocadores de ningún tipo.

—Aquí es donde duermo yo –comenzó a explicarme, sentándose en una de las camas–. En las otras habitaciones, duermen el resto. Lo tengo todo dispuesto para que nadie nos moleste –proseguía la mujer–, pero, con todo, siempre existe el riesgo. No obstante, sería un peligro minimizado, porque incluso aunque entre alguna aquí, no habrá más consecuencias que haber sido interrumpidos, señorito, aun cuando nos pillen follando, puede usted estar tranquilo.

Yo la miraba, todavía de pie frente a ella, sopesando su inquietud por esa posible interrupción. Lo que ella ignoraba era que yo ya había estado ahí. Y ya había sido interrumpido. Pero la había dejado hablar sin contarle nada, porque algo me decía que eso la haría sentirse mejor. Después de su exposición, guardamos silencio. Y la ansiedad por saber lo que Petra me tenía que contar empezó a crecer. Y la mujer adivinó mi expectación, y me siguió hablando.

—Siéntese, señorito por favor. Quiero que esté cómodo y que me confíe qué es lo que le tiene tan pensativo. Tenemos toda la tarde, créame.

Eran tantas cosas las que me tenían ocupado el pensamiento, que no supe por dónde empezar. Intenté ordenar todo en mi cabeza, me senté al lado de la doméstica, y al fin hablé.

—Me ha llamado la atención tu nerviosismo cuando estábamos afuera. Todos estaban en la casa recogidos, nadie podía vernos, sólo los demás criados. Por todo ello deduje que solo un criado podía ser un riesgo si nos viera, y probablemente sea del sexo masculino. Aunque desconozco quién puede ser, y el por qué.

Petra me escuchaba con una sonrisa dulce en sus labios, mientras había comenzado a acariciar de nuevo mi cabello, como hiciera antes, sobre aquella piedra. Aún estuvo unos segundos sin responderme, pensando mucho cómo hacerlo y qué decir. Tuve entonces la intuición de que era algo importante.

—Verá señorito –se arrancó finalmente–, es algo delicado, muy delicado…

—No digas nada, Petra –la interrumpí–, si crees que el hablar puede suponer algún riesgo para ti. Yo prometí ser tu amigo, y un amigo no compromete a nadie de esa forma. Guarda silencio si crees que hay peligro en contarlo, nada me disgustaría más que sufrieras algún mal por explicarme algo que puedo estar sin saber.

Y, oyéndome decir eso, ella ya se deshizo. Y, cualquier miedo que pudiera atisbar en su mente, se disipó como el alba lo hace con la noche.

—El señorito es tan gentil –supo decir por fin–. Sus palabras sólo me han inundado de la confianza que no percibía, porque el miedo me hacía sentirme débil. Petra ya se lo explica todo, ya lo verá. Todas las criadas y criados, excepto Ernesto, formamos una piña. Tenemos gran confianza entre nosotros y no existen secretos para ninguno, pero ningún tipo de secretos de todo lo que sucede aquí. Esa es nuestra forma de protegernos. Y entre nosotras nos apoyamos ante su tía de usted.

Y yo recordaba el día que estuve aquí con las cocineras. Ellas no me habían hablado del compromiso que podría suponer que Ernesto nos hubiera podido ver. Probablemente su miedo había sido el responsable de su silencio, deduje al fin. Luego de ese pensamiento, hablé a Petra.

—Pero, si necesitáis protegeros ante mi tía: ¿por qué no os vais?, ¿por qué seguís sirviendo en esta casa? –Seguía interrogando yo desde mi ignorancia, muy lejos de apreciar la globalidad social que vivíamos –.

Y por la luz especial que iluminó el rostro de la joven, supe que entonces lo entendió todo. Sonreía con una dulzura que me enternecía, y su mano me acariciaba de tal forma, que era como si hubiese secuestrado mi alma.

—Esto que le voy a contar al señorito –me decía ella muy seria–, no lo aprenderá en ningún libro, ni tampoco se lo podrá enseñar la más avezada institutriz. Esto que le voy a contar al señorito es la vida misma, la realidad que existe hoy en día en las sociedades modernas. Pero ni se le ocurra, por lo más Sagrado para usted, repetirlo delante de nadie, ni siquiera de su hermana. Cualquiera que le oyera le acusaría de subversión y le aseguro que tendría más problemas de los que jamás se imaginará en su vida. Prométame solemnemente y ahora mismo, que jamás repetirá lo que vaya a oír, o se habrá acabado aquí la conversación.

—Tienes mi palabra de amigo, Petra –me entregué con mi mayor ceremonia–.

—Bien. Sé que puedo confiar en el señorito –decía, mientras proseguía explicándome–. Verá, en la mayor parte de las sociedades que existen, vivimos de la apariencia, de lo que queremos que parezca, más que de lo que es. Esta es una hacienda con mucho prestigio, muchísimo, aunque poco a poco usted sabrá toda la verdad. Si no es por mí, será por los demás criados, no le quepa duda: y, en parte, también por doña Virtudes. Aunque de los únicos que sabría la verdad completa, sería de nosotros. Cualquiera de los que trabaje aquí, se empapa del prestigio que este patrimonio tiene en el municipio, e incluso en la provincia. Decir que uno trabaja para la viuda de Castillejo, supone que casi todas las puertas se abran, me atrevería a decir que en toda la provincia. Hoy en día un nombre, un buen apellido lo supone todo. Es así de triste, pero es una verdad axiomática, que el señorito no debe olvidar. Usted mismo lo comprobará cuando crezca y diga que es sobrino de quién es…, y que aquí recibió usted su educación. Es por eso que no nos vamos, y por otras razones, que le aseguro usted irá sabiendo. Este lugar no es el que parece ser; y no porque su tía de usted no sea adinerada, en absoluto, porque rebosa riquezas; sino por ciertas cosas que suceden y que sólo se sabe en este vallado, porque, fuera de él, resultarían tan escandalosas, que le aseguro que serían inverosímiles y nadie lo creería.

—Ahora lo entiendo –afirmé viéndolo todo claro–. Hay que aparentar que somos lo que no somos, porque si se supiese la realidad se perdería toda la influencia que existe y toda la consideración que la sociedad provincial nos tiene; y las buenas relaciones que concurren con el poder bancario, político o eclesiástico, se perderían como la niebla cuando se disipa –resumí, para que Petra percibiese que lo había entendido todo a la perfección–.

—El señorito tiene una inteligencia extraordinaria –halagó la asistenta satisfecha–.

—Pero, no entiendo por qué Ernesto no forma parte de esa unión que todos vosotros tenéis y qué tiene que ver en lo que me cuentas –expuse, retomando mi duda inicial–.

La buena de Petra me sonreía, me miraba a los ojos, se tumbó en la cama, y me abrazó junto a ella, haciendo que yo apoyase mi cabeza en su pecho, antes de seguir explicando.

—Ernesto era el dueño de una finca tan inmensa como esta. En vida del difunto señor Castillejo y ambos rivalizaban en opulencia y poder. Pero el uno quería deshacerse del otro, pues a ninguno le gustaba tener un rival así en la provincia. Ernesto descubrió el gran secreto de esta casa, y fue una seria amenaza para los Castillejo, que a punto estuvieron de perderlo todo. Ernesto (omito el apellido por el bien de usted, señorito), denunció ante la sociedad ese secreto; y a su vez, su difunto tío hizo lo propio con él por difamación y calumnias, pero en los Tribunales. El pleito, hace muchos años, fue un gran escándalo provincial, y la comidilla de todas las tertulias, tanto políticas, como judiciales, o del pueblo más inculto. Al final Ernesto no pudo demostrar nada, y lo perdió todo en las inmensas indemnizaciones que tuvo que pagar a los Castillejo. La mayor humillación para él, fue que, para no quedar en la calle como un mendigo, se vio obligado a entrar a servir en esta casa, la que fuera su más feroz rival. Con el tiempo se convirtió en confidente de doña Virtudes, fallecido ya el señor de la mansión. Ahora Ernesto se ha transformado en los ojos y los oídos de doña Virtudes sobre lo que sucede dentro y fuera de la residencia, a cambio de compensaciones que aún nadie sabe a ciencia cierta cuáles son.

Y yo no salía de mi sorpresa ante todo lo que Petra me contaba. Ni que decir tiene que todo aquello sería el secreto mayor guardado. Y, ni siquiera aún hoy, a las puertas de mi muerte, nadie ha sabido por mis labios nada de lo que Petra me contara entonces. Tras esa revelación, reino el silencio, que Petra rompió al poco, siguiendo narrándome.

—Su fallecido tío de usted se desposó con una mujer mucho más joven –añadía ella–: era una niña casi… Era una de las criadas de su hacienda… –dijo esto último en una voz muy tenue–.

Aún no salía de mi asombro. Mi tía, la rígida doña Virtudes, había sido criada aquí, en esta mansión…, y se había casado con el propietario. Y entonces muchas piezas me encajaron en el rompecabezas que hasta ahora suponía para mí esta mansión. Muchas piezas, menos una; y así se lo hice ver a Petra.

—¿Cuál es ese gran Secreto? –Pregunté ya directamente–.

Y la sirvienta me sonrió antes de contestarme.

—Solo le contaré lo que concierne a sus primas. El resto lo sabrá a su tiempo, señorito: esa es mi promesa –Se aventuró–. Las niñas no son todo lo que parecen, y usted ya ha visto algún atisbo. Sus modales, su educación, sirven para que nadie crea la verdad, si se contara: que no es otra que el apetito y la actividad sexual de ellas es tan grande como el suyo. Y no seré yo quien de más detalles –sentenció–.

Y, de nuevo, otra vez el silencio. Reflexionando en todo lo que se me estaba desvelando, no pude evitar hacer la conexión entre mi tía y mi madre. Queriendo zanjar esa duda, se la trasladé a quien tenía delante.

—¿Mi madre también era criada aquí?

—Esa es una pregunta que no puedo contestar yo, señorito Daniel. Pero le doy mi palabra que con el tiempo habrá alguien que lo haga –zanjó la asistenta–.

Y ya no pregunté más. Me quedé abrazado a ella, sintiendo la calidez de su cuerpo junto al mío. Yacíamos los dos en la misma cama, y nuestros cuerpos se hallaban pegados el uno contra el otro. Mi cabeza reposaba en su escote y percibía el nacimiento de su busto, y cómo este subía y bajaba en su cadencia respiratoria. Yo comencé a acariciarla incipientemente por encima de la ropa; pero más por un acto reflejo de afecto, que por buscar un contacto carnal; aunque el efecto fue este último.

—Lo mejor es que el señorito se quite la ropa para que no se le arrugue –sugería con inteligencia Petra–. Tendrá que contestar a muchas preguntas durante la cena si eso sucede.

—Tienes razón –concedí–.

Me puse en pie, y, poco a poco, me fui despojando de la ropa, hasta quedar completamente desnudo. Petra la había ido colocando con cuidado. Aunque no había hecho falta quitármela toda, porque con quedarme en ropa interior había bastado, una fuerza interior me había impulsado a desvestirme por completo. Y mi desnudez quedó expuesta a sus ojos.

—Señorito Daniel, posee usted el cipote más grande que jamás he visto. ¿Sabe?, ahora puedo entender la locura colectiva de las demás cuando contaban cómo es estar con usted en la cama. Y yo ya sé que lo sabré hoy.

Después fue la mujer quien hizo lo propio, levantándose también. Le llevó un buen tiempo, pues la cantidad de ropa interior que usan las mujeres requería duración y paciencia para quitarse todo eso: vestido, pantaloncitos y camiseta, corsé, combinación…, fueron cayendo uno a uno, hasta que su piel apareció desnuda ante mis ojos. Estaba de pie frente a mí y sonreía mientras nos mirábamos a los ojos. Sus pechos se mantenían erguidos, denotando toda su juventud, no eran muy grandes, y los pezones claros como pétalos rosáceos, se afinaban ya puntiagudos, evidenciando la incipiente excitación que se vislumbraba. Abajo, en su monte de Venus, destacaba una mata de vello rubio y rizado; y en mí crecían las ganas de probar sin tregua su fruto apetitoso. Aún se dejó ella contemplar por mí, y yo la escrutaba atento, pues era la primera vez que veía un pubis rubio. Sin perder la sonrisa, volvió a su lecho y yació conmigo. Mis ojos estaban abiertos como platos y eso pareció gustarle a la buena doncella. Y mi pene asentía aprobando cada curva que yo había visto, levantando su cabeza: era como a él le gustaba dar su opinión. Y, encima de la cama como yo estaba, Petra lo advertía todo.

—Me halaga que le guste a usted mi cuerpo, señorito Daniel –me susurró ella–.

Quise contestarla de mil formas. Podría haberlo hecho, sin duda. Pero ninguna de ellas hubiera mejorado ese silencio. Así que opté por besarla sin decir nada. Nuestras lenguas se unieron en el interior de las bocas ávidas de sentirse invadidas. No quise que durase mucho aquel contacto, empero, y me separé enseguida. La miré a los ojos y vi cómo desprendían esa luz que sólo se consigue cuando el deseo domina a todo lo demás. A esas alturas la excitación ya había dado la salida; y ya nada tenía freno.

Mis labios acariciaron sus mejillas, descendiendo hasta el cuello, en donde se recrearon en una danza muy sensual, que arrancaba a la joven los primeros estremecimientos. Su piel se había erizado, y el ruego de ésta pidiendo más era absolutamente audible. Y no me frené, porque claro que habría más. Seguí descendiendo hasta alcanzar el nacimiento de su busto, y en el roce más leve que yo supe darle, lo iba aprendiendo centímetro a centímetro. Me perdí por su canalillo, recreándome en la curva de su seno, hasta volver a alcanzar la cima, en donde me esperaba su pezón puntiagudo. La respiración de ella se había agitado, porque había adivinado lo que le esperaba; y mi lentitud en dárselo la exasperaba. Al fin no me hice más de rogar, y atrapé con mis labios una de sus duras puntitas. La oí su primer gemido. Detrás de ese vendrían muchos más. Mi lengua lo acarició dándole golpecitos suaves y seguidos.

—Señorito Daniel, usted sabe hacer que una mujer se derrita de deseo, se lo aseguro –dijo por fin ella, sin poderse aguantar más–.

—Pues esto sólo es el principio, Petra. Aún te queda lo mejor –advertí–.

—Entonces le ruego que no se demore mucho más en darme lo mejor, señorito: mi coño ya es líquido hirviendo –me confirmó–.

Mi intención era que la joven criada disfrutase de todo el placer posible, y no que sufriese. Así que me fui decidido a la fuente de su súplica. Ella ya se había abierto de piernas, y distinguía su vulva brillar por el zumo que destilaba. Besé con cariño sus labios mayores, convirtiendo así el ritmo respiratorio de ella en puro jadeo. Sus labios mayores se habían abierto de par en par, en una invitación irresistible de rechazar. Y mi lengua invadió todo su sexo. Primero acarició sus labios menores, después se paseó por su vulva hasta introducirse en la vagina. Siempre me había gustado sentir las paredes de los genitales femeninos, tan blandas, tan empapadas…

—El señorito me está matando de gusto –decía ella de vez en cuando, merced al placer que estaba sintiendo en su zona erógena–.

Mientras mi boca se llenaba de sus jugos, supe en ese momento que era el idóneo para que buscase su clítoris: ese botón mágico que sabría que la acabaría de llenar de gozo. Y así fue. Lo encontré muy hinchado ya, esperándome desde hacía tiempo, y cuando sintió los primeros contactos de mi lengua, los recibió con un estremecimiento en todo el cuerpo femenino, sin que pudiera evitar emitir un sonoro gemido. Me apliqué en su punto más sensible, golpeándolo con la lengua lo más rápido y seguido que podía. Ella me sujetaba la cabeza con fuerza, ya todo estaba desencadenado y no estaba dispuesta a que abandonase ese lugar. Por supuesto que no lo iba hacer: había aprendido bien que lo último que se debe hacer es dejar a una mujer a medias. Era tal el grado de excitación de la mujer, que los gemidos se habían convertido en gritos y los estremecimientos en convulsiones. Era la certidumbre de que su orgasmo estaba a las puertas. Efectivamente, no tardó mucho más. Un potente alarido y su cuerpo arqueado al máximo lo anunciaban en toda su dimensión. Por si fuera poco ella también me lo certificó.

—¡Me corro, señorito Daniel, me corro todita en su boquita! –Gritó–.

A los pocos segundos, su cuerpo se relajaba y su respiración iba adquiriendo el equilibrio normal. Yo me había tumbado junto a ella y la miraba a los ojos.

—Ha sido genial, señorito –dijo ella, agradeciéndomelo con un beso–. Y sí que es cierto que se quedan cortas las narraciones cuando una las oye, la realidad supera a todo lo que una ha oído. Ya verá como Petra le lleva a los cielos. Le aseguro que nunca un hombre se había entregado con tanta pasión a darme un placer así: sólo había encontrado esta abnegación en mujeres… –continuaba ella, dándose cuenta de lo que había dicho–. Pero ya hablaremos de eso, si le causa curiosidad, señorito Daniel. Ahora es turno de que la buena de Petra le haga gozar a usted, al menos de igual forma que sé que ha gozado con el resto de nosotras con quien ha estado. Puede estar tranquilo de aquí estamos seguros. Cualquiera de nosotras que entre solo supondrá o una interrupción o una espectadora más. En lo personal a mí no me importaría que alguna más nos acompañase mirando. Y no se preocupe usted por si le oyen gritar, porque estamos solos. Eso sí, siempre con el riesgo de que acuda Ernesto, como ya dije.

—Si ya está abajo, da por hecho que a ti te ha oído, Petra –reflexioné en voz alta–.

—Eso no es problema. Está acostumbrado a oírnos masturbarnos…, sabe lo que aquí arriba sucede, igual que la señora… –se aventuró a confiarme–.

Y, aunque ese era un tema que me interesaba mucho, no quise insistir en eso. Algo me decía que tarde o temprano lo sabría todo con pelos y señales. Tal cual mi madre me dijera tiempo atrás, decidí hacer caso de mi instinto, para que mi cualidad siguiese funcionando.

—Pero, basta de charla –me interrumpió de mis cavilaciones la mujer que compartía su cama conmigo–. Ahora es turno para que usted disfrute. Su polla ya es un ruego sordo, así tan dura, tan enorme… –continuaba ella, con mi verga bien asida por su puño–. He decir que yo ya sabía que su ejemplar supera a todo lo que hasta ahora había visto, cansada estoy de oírlo, pero le aseguro que cuando una lo comprueba por sí misma se queda atónita: me encanta su garrote –concluyó, con los ojos vidriosos de un deseo que ya la llenaba–.

Cuando me hablaba, su mano había estado subiendo y bajando por toda la longitud, en una leve masturbación que no había hecho más que disparar al máximo todo mi apetito; después de que se hubo callado, su boca fue la que entró en acción. Inicialmente besó la cabeza con una suavidad especial, que me hizo arrancar los primeros gemidos. Usaba la lengua con maestría, recorriendo todo el diámetro del glande, bajando por el tronco hasta el escroto, y volviendo a subir hasta el frenillo, en una caricia sencillamente magistral. Aún repitió esta maniobra un par de veces, antes de que mi verga se perdiese en su boca sin previo aviso. Me la apretaba con sus labios, al tiempo que la envolvía con su lengua, mientras se la extraía y la volvía a introducir, sin sacársela del todo. Aquello suponía para mí un placer paradisíaco; y yo lo disimulaba lo mejor que podía, para que mis gritos no fueran oídos, aunque ella era consciente de que me estaba llevando al clímax, llenado de un placer insuperable.

—Quiero que el señorito se corra en mi boca. Dicen que su eyaculación es impresionante, y quiero comprobarlo –me dijo, borracha de deseo sexual, en la única vez que se la sacó de la boca, para proseguir con su soberbia mamada inmediatamente después–.

Y yo ya sabía que no duraría mucho más: estaba a puntito de que todo se disparase en el consabido final. No hizo falta que la avisase, porque ella ya notaba los estertores que anunciaban que mi orgasmo estaba ahí, no obstante, fiel a mi costumbre lo hice.

—¡Dios, Petra, me corro, me sale todo ya! –Grité, ahogando mi voz, por si acaso, tensando todo mi cuerpo al máximo–.

Y mi descarga salió a presión, en el instante que todo el máximo placer del mundo hacía presa en mí y me dominaba entero. Fueron unos segundos sencillamente insuperables. Cuando mi verga salió de la boca de Petra estaba inmaculada, sin un solo rastro de semen, brillando la cabeza tan sólo por su saliva.

—¡Joder, señorito Daniel: qué corrida, casi me ahogo! –Exclamó ella, haciéndome saber que se había tragado hasta la última gota de mi leche–. Me habían advertido que todo lo que me habían contado se quedaría corto, pero no quise creerlo –remató–.

Fatigados, volvimos a caer sobre la cama el uno encima de la otra, recuperando el hálito.

—Ha sido una mamada excepcional, Petra –agradecí–. Pero no hacía falta que lo tragaras todo, mujer. Sé que mis eyaculaciones son abundantes.

—¡Abundantes dice! –Se reía ella–. Fue como comerme un plato de sopa, señorito. Pero no se preocupe, así lo tenía decidido y así ha sido. Me ha gustado, y volvería a hacerlo cuantas veces fuera preciso –aclaró después–.

—Sigo diciendo que aún te queda lo mejor, Petra. Dale tiempo a que mi palo se recupere y lo sentirás llenándote el coño –anuncié–.

—Me encantará que lo haga, señorito Daniel –respondió mi acompañante, con una dulcísima sonrisa en los labios–.

Oímos ruido, los pasos de alguien que entraba en el edificio, y los dos, desnudos en la cama, permanecimos quietos y en silencio. El sonido de los pasos continuaba, era obvio que se dirigían hacia donde estábamos. Realmente no me podía creer mi mala suerte de verme otra vez entrecortado y no poder concluir aquello. Pero la joven criada parecía estar muy tranquila.

—Viene hacia aquí, señorito –comenzó a decirme ella, luciendo su mejor sonrisa–. Pero no debe asustarse –intentaba sosegarme–, todo está previsto. Confíe en la buena de Petra.

No me sorprendía la confianza de Petra hacia el resto del servicio, porque lo había visto en todas las demás. Fue el hecho de toda la tranquildad de la rubia doncella, la que me hizo finalmente confiar. Por fin la puerta se abrió y ambos pudimos reconocer a Trinidad, el ama de llaves. Y Petra parecía muy relajada por la nueva compañía, muy lejos de lo que hubiera sucedido con Rita la vez anterior. El ama de llaves se aproximó y se sentó en la cama más cercana, contemplando con envidia nuestra desnudez. Sonreía, empero, como se hace cuando uno consigue un logro antepuesto como objetivo previamente.

—No hay por qué alarmarse –comenzó a decir–. En la casa todos duermen; y han ocupado a Ernesto con una reparación en una de las cerraduras de las puertas, le llevará aún horas.

Y, si todo marchaba como debía, a mí se me escapaba el hecho de que Trinidad se llegase para contarnos que todo iba bien, cuando debería de hacerlo solo en el caso de que hubiera complicaciones. Ambas criadas notaron el gesto de duda en mí; y, no queriendo ninguna que se generase sospecha infundada alguna, me lo explicaron.

—Trinidad era mi confidente para que nadie nos molestase, señorito –empezó a detallarme Petra–; ya le dije que lo tenía todo dispuesto para que así fuera. En caso de peligro, ella misma se adelantaría hacia aquí, para advertirnos. Sin embargo me rogó estar presente mientras usted y yo estábamos juntos. En el momento en que Trinidad creyese que habría seguridad se aproximaría. Cuando la oímos, al principio dudé, pero no tardé en confiar que era ella.

—Yo sabía que al señorito no le molestaría que yo estuviese delante –tomaba la palabra ahora el ama de llaves–. A pesar de haber estado ya en la cama con usted, no me quería perder cómo se follaba a Petra –continuaba–, y estaba segura de que esa novedad usted también la aprobaría: sé que le gustan ese tipo de sorpresas. Por eso cuando tuve la certidumbre absoluta, fue cuando me vine –terminó–.

Yo las miraba a las dos de hito en hito. ¡Claro que no estaba molesto por la compañía de Trinidad! Añadía cierta morbosidad que hasta me deleitaba. Pero me asombraba que esas mujeres comenzaran a conocerme tan bien. Observaba cómo las dos mujeres habían clavado su mirada en mí, buscando algún signo de aprobación en mi gesto, o en mi voz.

—No debéis preocuparos –tranquilizaba yo–. No me disgusta tu presencia, Trinidad; y, si tu deseo es vernos, yo estaré encantado de que lo hagas. Diría incluso que me hace feliz cumplir tus deseos.

—Ya sabía yo que al señorito no le parecería mal mi idea –se ufanaba el ama de llaves, satisfecha de que todo estuviese saliendo según sus designios–.

—Acércate a nosotros, Trinidad –pedí–.

Y ella, obediente, se levantó de la cama y se arrodilló ante nosotros, salvando el corto espacio que nos separaba. Me incliné sobre ella, y le besé la boca, dejándome la mujer que mi lengua la explorara por completo, enredándome en la suya propia. Antes de que me diera cuenta, la diestra del ama de llaves, ya asía mi polla que volvía a tomar todo el vigor que minutos antes tuviera.

—Esto parece que despierta –murmuró la recién llegada cuando nos separamos, al notar que lo que sostenía se endurecía y palpitaba, creciendo con la velocidad que esas cosas suceden en la pubertad–.

—Parece que tú has sido la artífice, Trinidad –dije únicamente–.

—Y ya verá cómo el señorito retoma todo su vigor, Trinidad va hacer que así sea, y Petra me lo agradecerá –anunció–.

Y, sin terciar más palabras, el ama de llaves acomodó su cabeza entre ambos cuerpos, y guió mi verga hacia su boca, despareciendo al instante en ella. Mientras la felación de la criada hacía su efecto, y mi erección se completaba, los dedos de Trinidad y los míos, coincidieron jugando con uno de los pezones de Petra, que se había endurecido. Después de unos minutos de gloriosa caricia oral, la boca, que tan sabiamente me había dado tanto placer, se separó al fin. Una enorme rectitud me adornaba, toda la polla vertical apuntando al techo, brillando por la saliva de la otra, orgullosa de su juventud y brío. Las miradas de ambas eran puro deseo al observar el miembro que lucía una elevación ya completa.

—No me canso de sorprenderme del enorme tamaño de semejante ejemplar, Trinidad –comentaba extasiada Petra, como si yo no estuviese delante–.

—Pues deja de hacerlo, Petra, y prepárate para que ese pedazo de carne te palpite dentro hasta hacer bullir tu chochito –contestaba la aludida–. Te va a follar como nadie lo había hecho hasta ahora; y a partir de que lo haga, diferenciarás entre lo que hubo antes y lo que es una buena follada. Yo soy una de las afortunadas en saber lo que es, y tú lo serás enseguida –ultimó–.

Tras esas palabras, Trinidad dio un paso atrás y se empezó a desnudar.

—Quiero tener mi coño libre para darle gustito con mis dedos después de lo que voy a ver –anunció–

Cuando ya nada la cubría, se fue a sentar a su cama, no lejos de donde estábamos Petra y yo. En cuanto a mí, me preparé para penetrar a Petra, que en su mirada había ya un deseo que parecía insaciable.

Aproximé mi miembro hacia el sexo de la joven, que yacía debajo de mí con las piernas muy abiertas. Aunque no hacía falta, porque rezumaba su zumo por todo él, bien perceptible era para mí desde mi posición; acaricié su vulva con mi glande, desde arriba hacia abajo y viceversa, en un frote tan gozoso que no pudo impedir que ella empezase a agitar su respirar. Después busqué con la cabeza de mi pene la zona de su clítoris, y seguí restregando, hasta que sus primeros gemidos fueron diáfanos.

—Por favor, señorito, no se haga más de rogar y métamela ya, que no puedo más: lléneme el coño de su polla hasta hacerme explotar –suplicaba ella–.

Y así fue: obedecí. Coloqué la cabeza de mi pija en la entrada de su vagina, y empujé con vehemencia.

—¡Ah! –sólo se oyó–.

Había entrado toda la longitud de un solo golpe. La extraordinaria lubricación que tenía la sirvienta había contribuido, sin duda, a ello. Estuve dos o tres segundos, con ella dentro, sin moverme, sintiendo el formidable placer que ya nos había dominado a los dos, amagando ella con empezar un movimiento que deseaba tanto como yo. Y comencé a bombear. Primero fue muy despacio, haciendo que de nuestras gargantas salieran los primeros gemidos leves. Después incrementé el ritmo.

De vez en cuando miraba para Trinidad, que había clavado sus ojos, expectantes, en nosotros. El gesto de placer que tenía (sin duda recordaba lo que ella misma había recibido), era máximo. Sus dedos se habían perdido en su entrepierna y frotaban su sexo deseoso, agradeciendo el goce de ese roce.

La mujer que tenía debajo ya gemía sin pudor alguno, sintiendo todo el placer del que se estaba llenando con mis embestidas. Yo también lo hacía, claro que lo hacía, porque mi fruición no era menor que la de ella. Y, aunque la fatiga en ambos era evidente, ninguno de los dos estaba dispuesto a decrecer en el ritmo. Pronto noté que los músculos de Petra se tensaban, sus gemidos eran ya gritos, y su orgasmo avanzaba a tanta velocidad que hacía imposible ya ser frenado.

—¡Me corro, señorito! –Anunció desbocada–.

Un alarido llenó el ámbito. Supe que se había venido como nunca en su vida. Tras eso ella se relajó, y yo se la saqué de su interior. Mi mástil aún seguía con toda su tensión, no había perdido ni un ápice de la misma.

—Señorito Daniel, qué polla tiene usted. Tiene aún el tamaño máximo: me va a matar de placer –comentó Petra, deshecha en la vorágine sexual que ese ámbito tenía–.

—¿Estás preparada para un segundo asalto? –Preguntó Trinidad desde su posición, con el gesto desencajado por el placer–.

—Por supuesto que sí –se apresuró a confirmar la otra–. Pero ahora voy a ser yo quien le cabalgue, señorito Daniel, hasta exprimir su polla hasta la última gota de su leche–.

Y así fue. Intercambiamos las posiciones. Yo me situé debajo, y ella se colocó encima de mí. Abrió las piernas a horcajadas, y asiendo mi durísima verga, la ubicó en la entrada de su coñito. Después solo se dejó caer, clavándosela entera en toda su intimidad. Y de nuevo esa sensación de blandura en las paredes de su vagina, y de nuevo esa lubricación como un manantial que lo inundase todo, que hacía que la sensación de placer fuera mayor. Petra empezó a subir y a bajar como una experta amazona acostumbrada a hacer eso. Y a fe que lo sabía hacer, con una maestría igual o superior al resto de las mujeres de esa casa con las que había estado. Y yo sabía que no iba a durar mucho más, porque la habilidad con que la mujer me follaba era extraordinaria. Instantes después noté de nuevo los síntomas de otro orgasmo en ella.

—¡Me vuelvo a correr! –Gritaba triunfante–.

Y otro chillido como el interior nos llenó a todos. Pero esta vez no se detuvo, porque había adivinado que el mío estaba también muy próximo. Como una posesa, incrementó aún más el ritmo, precipitando mi propio orgasmo.

—¡Ya me viene, Dios! –Exclamé–.

—Sácate su polla, Petra, quiero ver su corrida –Pedía desde la otra cama Trinidad, fuera de sí–. ¡Oh, yo también me estoy corriendo! –Exclamó inmediatamente después, presa de su propio orgasmo por las caricias que se había estado proporcionando mientras nos había estado mirando–.

Y la joven asistenta así lo hizo. Con el tiempo medido, extrajo mi rabo de su concha, justo en el momento que chorros de semen se arrojaban sobre el vientre de ella, en el que había apoyado mi glande. No soltó mi cipote hasta que no dejó de escupir la última gota de leche. El esperma escurría por su ombligo hacia abajo, embadurnando su vello púbico.

—Nunca me cansaré de ver cuán abundantemente se viene usted, señorito Daniel –oía susurrar a Trinidad–.

—La verdad es que es un espectáculo comprobar la cantidad de leche que echa usted, señorito Daniel –ratificaba Petra, mientras se untaba los dedos en los restos de mi eyaculación y se los llevaba luego a la boca–.

Mientras los dos nos recuperábamos de ese orgasmo, aún se acercó Trinidad para lamer la zona de Petra donde todavía se notaba mi secreción. Yo las observaba extasiado: la una acariciando la cabeza de la otra, que con su lengua recogía toda la semilla sobre el pubis femenino. Así estuvo unos segundos, para después apoyar la cabeza sobre la cama, todo el entorno empapado con nuestro olor a sexo.

Los tres estuvimos quietos y sin decir nada durante unos minutos. Fue Trinidad, quien, como si despertase de un sueño, se dio cuenta de la realidad.

—Lo mejor es que el señorito se vista, y se aleje de aquí sin ser visto por ya sabe usted quién –comenzó a decir–. Nosotras nos asearemos y nos adecentaremos también –añadió–.

Petra asentía con la cabeza, borracha de todo el placer sexual que había recibido, a cada palabra del ama de llaves. Así que no me demoré más, e hice lo que se me pedía.