Nuestra Implacable Educación (VI)
Dos adolescentes son educados por su tía después de la muerte de su madre.En este sexto capítulo Daniel y sus primas tienen el primer acercamiento, para acabar disfrutando, el muchacho, de Trinidad.
6: LA IDEA DE LA VILLA.
Una de las consecuencias que tenía la ocurrencia de mis primas, era que ese sábado no deberíamos soportar las agónicas clases con doña Severa. Siempre supuse, que ambas actuaban en todo momento con el beneplácito de su madre. No podía ser de otro modo, había demasiado rigor en aquella casa como para que no fuera así; y aquellas dos muchachas seguían siendo muy jóvenes. Era de suponer, entonces, que nada se urdía sin el consentimiento de doña Virtudes. Y en todo lo que nos incumbía a Adela y a mí, había de haber siempre el visto bueno de doña Severa. Nuestro progreso estaba siendo adecuado, por lo que la encargada de nuestro aprendizaje no habría puesto pega alguna a que esa mañana no recibiéramos su doctrina.
En aquel momento algo estaba cambiando en nuestra relación con los demás miembros de la familia que nos acogiera. Eran cambios tan imperceptibles, que yo entonces ni siquiera reparaba en ellos; pero ahora que el tiempo me da casi el final de mis días, sí entiendo que fue un momento clave en nuestra estancia allí. La noche antes de la salida prevista a la villa, cuando me lo propusiera Araceli, habíamos entrado los dos juntos, del brazo, con el más educado de los modos; y todas las cabezas se habían girado hacia nosotros, con una tonta sonrisa, como si hiciéramos una buena pareja. Todavía yo desconocía que eso iba a jugar en mi favor, pero también el resto ignoraba que lo último que yo deseaba era ser como ellos: lo hacía todo por la necesidad que me obligaba para que la estancia allí fuera lo más soportable posible, para mí, y para mi hermana.
Tras la cena Araceli había insistido en que las acompañase en la tertulia que solían hacer en el saloncito frente al comedor. Era lo peor que podían haberme dicho, pues detestaba sus conversaciones, sin embargo mi mente me gritó alarmada que aceptase, y, contra todos mis gustos, lo hice. Fue una charla insustancial y aburrida como ninguna, pero yo me mantuve como se esperaba que lo hiciera: participativo y amable. Afortunadamente para mí, la excusa de levantarse pronto al día siguiente fue mi mejor aliada para ausentarme pronto, alegando que quería descansar. Durante todo ese tiempo había permanecido entre Araceli y Encarna, mostrándose ambas extrañamente agradables. Mi hermana había aprovechado ese momento para excusarse también, y se fue a la cama al tiempo que yo lo hacía. Todos se levantaron ceremoniosamente, y nos despidieron con pompa. Algo había diferente, cualquiera lo podía notar.
Dejé, pues, a mis dos primas, con la sonrisa de oreja a oreja, como si yo fuera un premio que acababan de ganar, y, acompañado de Adela, subí a mi aposento. Me despedí con dulzura de mi hermana, y entré en mi habitación. Milagros ya lo había adecentado todo, tal y como dijera Leonor: la cama echa, con sábanas limpias; las toallas cambiadas, y la jofaina sin mis restos. Me tumbé y dormí plácidamente; el día siguiente prometía por dos razones principalmente: por la ruptura de la rutina, y por la novedad que para nosotros suponía acercarnos a la villa.
Milagros me despertó poco después del alba, trayéndome a la realidad de un sueño que no recordaba, pero que me estaba encantando. Los primeros segundos de vigilia los recibí con desagrado, hasta que mi mente recordó que ese día era distinto. Me levanté entonces con una alegría que sólo recordaba tener antes de que mi madre nos hubiera dejado. De pie, dispuesto para ir al baño a asearme, me encontré con la maravillosa sonrisa de mi sirvienta.
—Buenos días Milagros –saludé–. Así da gusto uno levantarse por la mañana: tu sonrisa es una delicia.
Y la joven sonreía feliz, llena de gratitud y satisfecha porque me hubiera gustado su gesto.
—Es lo mínimo que el señorito se merece –comento únicamente–.
Y, de camino al baño, la besé con cariño en los labios someramente. La dejé con el semblante feliz, mientras ella ya comenzaba a disponer toda la habitación, y yo me aseaba en el baño. A mi regreso al dormitorio, ella tenía ya preparado el traje que iba a llevar. Era uno de los más elegantes con los que mi tía había llenado mi guardarropa.
—Si el señorito ha de ir a la villa, tiene que lucir bien elegante –explicaba ella, al ver mi expresión de sorpresa–. Ya verá como todos le halagan.
No le dije nada, sólo asentí con la cabeza como señal de aprobación. Y me vestí delante de ella. Milagros revolvía por mi dormitorio, pero, de reojo, no se perdía detalle, hasta que advirtió mi pene en semi erección. Entonces se giró y me sonrió descaradamente: usted siempre dispuesto, tentando a toda la que esté a su lado, parecía decir. Salí de mi cuarto preparado, dejé a Milagros arreglarlo todo.
En el comedor ya estaban las tres chicas, desayunando, y yo me uní a ellas. Notaba en mi hermana una excitación especial, pero lo disimulaba muy bien. Mis primas me miraban como quien observa un obsequio, pero no decían nada. Así que desayunamos sin que hubiera una conversación más allá del: ¿cómo has dormido?, o: espero que no llueva, está nublado…
Afuera ya estaban los carruajes y los caballos listos. Araceli se había empeñado en llevar dos, aun cuando cabíamos todos en uno, eso sí, bien apretados. Así irían más cómodos y habría espacio de sobra para los paquetes que comprarían, fue el argumento que utilizó con su madre, a la que acabó convenciendo. Tampoco sé cómo se arregló para convencerlos de la distribución de la gente, pero lo consiguió. En uno de los coches irían Trinidad, Ernesto y mi hermana; y en el otro iríamos mis primas y yo. Benito guiaría el nuestro, mientras que Alfredo conduciría el de ellas. En la casa, Rosario y Leonor atenderían la puerta, supliendo las funciones de Ernesto. Nuestra tía había decido visitar a unos vecinos en compañía de doña Severa, que la recogería con su cochero. Y así fue como nos despedimos todos; y mientras los postillones, Alfredo delante y Benito siguiéndole, arreaban con gritos a sus alazanes, aún se pudo oír diáfana la voz de nuestra tía: ¡portaos bien!
Los primeros kilómetros los hicimos en silencio. Alfredo iba una veintena de metros por delante. En los asientos las niñas iban mirando en sentido a la marcha, mientras que yo iba de espaldas a ella. Aquella mudez se hizo un poco tensa, pues las chiquillas me miraban, como si fueran a iniciar una charla, mas nadie hablaba. Para evitar sentirme violento, decidí abstraerme de su presencia, y mi cabeza recordó todos y cada uno de los encuentros que había tenido con las sirvientas.
—Estás como ausente, Daniel, ¿te sientes cómodo? –Oí que me preguntaban, volviendo de inmediato al presente, y dándome cuenta que había sido Araceli–.
—Oh, sí gracias, no os preocupéis. Estoy muy a gusto en vuestra compañía. Era sólo que me había quedado pensativo –aseguré–.
—¿Y en qué pensabas que tan obnubilado te tenía?, si, por supuesto, se puede saber, claro –intervino Encarna–.
Yo las miraba. Ambas sonreían, y adiviné cierto juego en su interrogatorio.
—-En nada importante… Sólo en que si mis avances estaban siendo satisfactorios, y si algún día me convertiría en una persona digna de esta vuestra casa –improvisé–.
A las dos mujercitas se les iluminó el rostro. Les había gustado mi respuesta y yo lo notaba. Por una parte, se sentían henchidas por la distinción que yo otorgaba a su mansión y a ellas mismas; y por otra, orgullosas de mis esfuerzos por merecer tal dignidad. Y Encarna cambió ese tono jocoso, por uno mucho más cordial y afable:
—Debes sentirte preocupado por eso, primo, pero no martirizarte por ello. Tus progresos son envidiables, y de veras que nos estamos sintiendo muy orgullosas de ser tus primas. Por eso hemos querido que nos acompañaras, para que te vaya concediendo el resto de la sociedad en la que nos desenvolvemos.
—Has mostrado unos avances muy loables –proseguía Araceli–; te lo dije ayer y te lo repito hoy. Eso va a suponer que las dos nos sintamos mucho más unidas a ti, y eso es mérito tuyo, te lo tienes bien ganado.
—Sois de verdad dos princesas encantadoras y con una amabilidad que abruma –supe decir–. Vuestra compañía es como un sueño para mí.
Y entonces, Araceli hizo algo que de ningún modo me esperaba. Se levantó de su ubicación, se acercó a mí, agachada, y besó mi mejilla, casi en la comisura de los labios. Sentí su aliento como la más cálida de las caricias en todo mi rostro, y toda mi piel se erizó. Luego tomó asiento a mi lado, y se quedó ahí. Y, sinceramente me quedé paralizado.
—No nos irás a decir que un beso de tu prima te ha azorado –comentaba divertida Encarna–.
—Esa no es la palabra: yo diría que me ha encandilado. A cualquiera le sucedería, si recibiera ese ósculo tan afectuoso de una señorita con tal distinción. Me ha gustado mucho más de lo que te imaginas. –repuse–.
Y aunque mis palabras pudieran parecer falsas, y faltas de sentimientos reales, en aquel momento era tal y como lo concebía: nada fingía; y así se lo había hecho saber.
—Hay por la casa algunos rumores sobre tu excelsa gentileza –comentaba Araceli–; y puedo comprobar que son fundados. Desde luego no te pareces en nada al Daniel del primer día; y, te puedo asegurar, que oyéndote, podrías hacer temblar a cualquier mujer; así, dicho entre nosotros…
Y se detuvo. Aunque pude intuir lo que seguía a su frase inconclusa.
—Te has ganado un beso, primo, con tu permiso –se soltó Encarna–. A mí no me importa reconocer que sí me has hecho temblar, aun cuando esas palabras no iban dirigidas a mí. Creo que entre nosotros tiene que haber una buena sintonía y, sobre todo, mucha confianza, y no nos debe importar decirnos las cosas que sentimos.
Y, como hiciera su hermana, se levantó, se agachó, y posó sus labios un poquito más cerca de los míos, si cabe. Su perfume me había penetrado completamente, y mi cuerpo se estremeció con levedad. Araceli se había arrimado mucho a un extremo, como queriendo hacer sitio, y yo entendí enseguida la sugerencia, situándome en medio. Encarna se sentó a mi izquierda. Y, después de todo, habíamos acabado los tres en un mismo asiento. Íbamos apretados, mas a mí no me importaba. Podía sentir los muslos de las dos hermanas pegados a los míos, y una tibieza que ya conocía empezó a invadirme.
—Mira, hermana, nuestro primo se ha ruborizado –reía Encarna al advertir mi sonrojo–.
—No te preocupes, Encarna –le respondía Araceli–. Ya se acostumbrará a nuestros besos. Creo que a nuestro primo le falta cariño, y se lo vamos a dar.
Esto último lo dijo colocando una de sus manos sobre mi rodilla. Lo había hecho con una naturalidad absoluta, por lo que nada parecía sospechoso ahí dentro, salvo mi sofoco que crecía, para mi desazón.
—La verdad es que tienes razón, Araceli –metía baza ahora la otra, como su hubiesen orquestado ese guión hasta el último detalle–; sólo tiene el afecto de la servidumbre.
La mano de encarna había hecho el mismo movimiento que la de su hermana, tras decir aquello; y ya reposaba en mi otra rodilla. Y mi ahogo aumentaba.
—Eso es cierto –afirmaba la mayor–. Parece que has intimado mucho con las sirvientas, ¿no Daniel? –asestó definitivamente–.
—La verdad es que ellas sólo tratan de hacerme el día a día lo más fácil posible. Y yo procuro que todos se sientan orgullosos de mi buen hacer –salí del paso como pude–.
—Eso aparenta ser. Al menos ellas parecen sentirse muy satisfechas por tu… conducta –dejó caer Encarna–.
—Eso no lo sé –dije yo, viéndome casi perdido–.
—Vamos, vamos, no disimules –terciaba Araceli–. Te aseguro que es de domino de todos tu enorme…, porte.
Y aquellas dos criaturas, habían conseguido turbarme hasta el máximo. Mi cara había enrojecido, y me quedé en blanco, sin saber qué decir. Ambas reían gozosas de haberme llevado a ese estado. Encarna se reía y movía nerviosa, y ya no sé si sin querer o no, rozaba sus senos contra mi brazo. Araceli, también presa de una carcajada, había desplazado su mano, con supuesta inocencia, entre mis muslos, muy cerquita de una zona que yo intentaba con todas mis fuerzas que no despertara; pero veía impotentes todos esos deseos, porque siempre iba por libre. Y pasó lo que yo me temía: mientras Araceli reía, uno de sus dedos, en apenas una milésima de segundo, había rozado el glande, que ya llegaba mucho más allá de lo que alcanzaba cuando iniciamos la conversación. Los pechos de Encarna refregándose en mi brazo, y aquel dedo mágico de Araceli, habían obrado ese milagro. Y aunque quien estaba a mi diestra, notó todo ese proceso sin incertidumbre, su compostura no varió lo más mínimo, salvo un respirar más intenso que yo noté en la velocidad que subía y bajaba su pecho; y quien serpeaba en mi siniestra, seguía removiendo sus senos en mi brazo, lo que me indicaba, sin estar muy lejos de equivocarme, que sentía algo parecido a mí. Todo eso, medido en el tiempo, no pasó de unos segundos muy escasos; aunque su intensidad se podría haber contabilizado en minutos. Los tres estábamos acelerados. Yo esclavo ya de mi excitación, ellas probablemente también.
—Eres un encanto – me dijo repentinamente Encarna, ya calmándose–.
Araceli también había dejado de reír, y las dos me miraban con un ardor que jamás había notado.
—Gracias de verdad, y vosotras muy amables. Es un orgullo tener vuestra compañía. Aunque supongo que eso os lo habrán dicho muchas veces. Estoy muy contento, porque siempre he deseado que nuestra relación fuera así, aunque yo creía que no estaba a vuestra altura –dije–.
Las dos hermanas se miraban primero entre ellas, y luego a mí. Sin poder evitarlo, esas miradas que me dirigían se posaban principalmente en una parte de mi anatomía. Yo podía sentir la dureza de mi pene, pero no podía saber cuánto se marcaba en la ropa.
—Ahora estás aquí, Daniel. No pienses en el trato recibido. Piensa en todo lo que nos queda por construir juntos. De ti se dicen muchas cosas, y todas maravillosas, queremos saber si son ciertas. Por eso, además de por la evidencia de tus cambios, todo será distinto –se sinceraba Araceli–.
—Pero, no lo entiendo –mostré mi desconcierto–, ¿quién habla de mí? Y ¿qué dice?
—Descubrirás muchas cosas, Daniel. Esta casa es muy especial, y, tarde o temprano, sabrás lo que sucede, sobre todo en las noches. Primero será una sospecha, a la que no darás crédito. Poco a poco se te revelará tan evidente que tú mismo querrás comprobar si es cierta; hasta que lo acabarás por desvelar. Nosotras no te diremos nada, igual que nadie nos ha dicho nada, porque estamos seguras de que será cuestión de tiempo –me explicó Araceli, como si me hubiese revelado el axioma más evidente–. Y cuando todos sepan que tú sabes, oirás cosas, como las hemos oído nosotras.
La mirada de las dos hermanas era la más traviesa que yo pude percibir hasta aquel momento. Y yo daba por hecho que lo sabían todo.
—Supongo que en esta casa no sucederá nada sin que no acabe sabiéndose –dije resignado–.
Y me turbé. Mis peores temores se hacían realidad. Ambas notaron mi tribulación.
—No debes preocuparte –terciaba Encarna–. Recuerda que nos han educado en la discreción, y una familia de bien no debe hablar de ciertas cosas. Nadie te dirá nada públicamente, ni hará comentario alguno salvo en la intimidad. No recibirás el más mínimo reproche, porque en teoría, lo que sucede, no sucede.
—Y, en cuanto a esta conversación, será…, cómo decirlo…, algo íntimo entre los tres –apostilló Araceli–.
La hábil intervención de la mayor de las hermanas, me tranquilizó mucho más. Suspiré hondo, me sentí aliviado.
—Vuestra aspiración es la mía: así será –confirmé–.
—Bien primo –intervino ahora Encarna, muy próxima su boca a mi oreja, aunque hablaba para que también la oyera Araceli–, de momento ya estamos certificando que parte de lo que nos ha llegado es cierto: te preocupas por complacer a tu semejante, ¿nos dejarás constatar también el resto?
Jamás hubiera pensado que esas dos púberes, tan encorsetadas en una educación firme en la moralidad, en donde ciertos aspectos están vedados, se mostraran ahora con ese descaro que yo nunca hubiera supuesto que me manifestaran: pero la propuesta de la más pequeña no podía ser más evidente.
—No veo nada malo en cumplir la voluntad ajena, si eso no supone menoscabar ningún sometimiento para nadie; y si, cumpliendo vuestros deseos os hago un poco más felices, creedme que para mí será un honor acceder –repuse con mi mayor solemnidad–.
El semblante de ambas se iluminó como si fuera tocado por un rayo de sol. Se miraban cómplices, compartían esa complicidad conmigo; y pude ver con nitidez cómo el deseo emergía del fondo de las niñas. Se quebraban las defensas, y el paso quedaba franco.
—Creo que nos vamos a llevar muy bien, primo: y parece ser cierto que siempre procuras dar lo que los demás quieren recibir. Aunque todavía nos quedan cosas por descubrir –comentaba Araceli–.
Estábamos los dos envueltos por un halo de fogosidad, y las barreras de protección ya cedían. Mi prima mayor, después de haberme hablado, se acercó y me besó los labios, someramente. Cuando se separó, su sonrisa era toda luz. Pero Encarna no quiso ser menos, y, haciéndome girar hacia ella, también posó sus labios en los míos, relamiéndose luego cuando se apartó. Mi pecho ya latía sin control, y fue cuando oí una voz interna que me gritaba que ese era el momento. Así que ahora fui yo el que tomó la iniciativa. Y volví a besar a Araceli primero, y a Encarna después. Pero ya no eran unos labios sobre los otros; eran lenguas jugando, eran bocas siendo exploradas, era el vencimiento a un deseo que ya no se podía contener.
—Es cierto lo que las paredes opinan de ti: besas muy bien –glosó Encarna, vencida por la misma excitación que nos subyugaba a los demás–.
Y ya nada tuvo freno. La velocidad lo disparó todo. Araceli colocó la mano, sin disimulo sobre mi pene, y lo acarició. Los primeros ayes salieron de mi garganta, con la desesperación de quien implora más. Encarna no se quedó atrás, y también palpó. Ambas hermanas se turnaban compartiendo mi miembro en lapsos equitativos. Mientras sus manos se hacían con tal tesoro, nos seguíamos repartiendo besos, mientras chasqueábamos nuestras lenguas, y las respiraciones se convertían en jadeos.
—Y también es cierto que pareces tener una polla descomunal –anunciaba Araceli, ya explícitamente, entre jadeos–.
La inercia era ya tal, que mis primas con gran agilidad consiguieron desnudarme de cintura para abajo, asomando mi rígida pija ante sus ojos.
—¡Señor!, ¡qué barbaridad, Daniel! –Exclamó Encarna–. En mi vida había visto una polla tan inmensa. Es espectacular.
—Tienes una herramienta impresionante, Daniel. Te aseguro que haría derretir a cualquier coño: el mío ya lo está –arguyó Araceli–.
Las dos se habían echado las manos a la cara, en señal de sorpresa; porque, ahora, mientras me la acariciaban en igual cadencia la dos, toda la longitud del tronco, constataban que lo que habían oído se había quedado corto. Sólo una cosa podía frenar esa vorágine desatada: y era que ya habíamos llegado a la villa. La primera que verificó que ya transitábamos por sus calles, fue la más pequeña, que chilló asustada ante el riesgo de vernos expuestos:
—¡Cuidado nos pueden ver!
El resto giramos la cabeza y nos quedamos pálidos, al ver a los transeúntes tan cerca que casi nos podían hasta tocar… Rápidamente yo me agaché, casi tumbado en el suelo, y en esa postura incómoda logré ponerme lo que me habían quitado, y adecentarme. Y me senté en frente, quedando igual que antes, pero cada uno en el sentido contrario.
—Ha estado cerca –susurró Araceli–.
Y a mí ya no me salían ni las palabras.
Las carrozas se detuvieron en un sitio céntrico. Descendimos todos, y mientras Alfredo y Benito se quedaban a su cuidado, los demás fuimos dando un paseo hasta el mercado; que no distaba mucho de donde estábamos. Yo estaba aún totalmente erecto, e intentaba disimular aquello lo mejor que podía.
—Primero compraremos las necesidades para la casa, y luego los señoritos podrán comprarse ropa, si les complace –propuso Trinidad–.
—Perfecto Trinidad, asentía Araceli, que era la que llevaría la voz de mando–. Nosotros te acompañaremos al mercado. Luego tú irás con Ernesto a depositar lo comprado en los carros, y volverás a buscarnos por las tiendas para ayudarnos.
—Como ordene la señorita –mostró su más absoluta obediencia la aludida–.
Caminaban delante los criados, y detrás el resto sin un orden concreto. A veces íbamos juntos Adela y yo, y las otras dos detrás, o viceversa, o todos mezclados. En un momento en que mi hermana iba junto a mí y nuestras primas unos metros descolgadas, me habló:
—¿Te has mareado en el viaje, Daniel?, ¿o es que te lo has pasado bien con ellas? –Interrogaba con picardía–. Tu cara parecía desencajada, cuando descendiste del coche –añadió, aunque sus ojos iban dirigidos hacia mi entrepierna, probablemente notando mi tiesura–.
Y me quedé mudo. No supe que decir. Era consciente que mi callada me delataba. Pero algo me decía que no importaba mucho que así fuera. Así que sonreí sin decir nada.
—Estás hecho un seductor, hermano –seguía lanzando puyas ella–. Al parecer, tu tesoro es la locura de todas. Eso me convierte en mucho más privilegiada, al haber sido yo la primera que lo descubrió.
Y ya nada más. Sólo una risa corta de ella, pero que oyeron las que iban detrás. Conseguí disimularlo bien, pero estaba taciturno; porque había descubierto que mi hermana también lo sabía. Y, en ese instante, desconocía a qué nos conduciría todo eso. Mi hermana se había unido a sus dos primas, y yo me vi caminando solo, con la certeza de saber que las tres hablaban de mí.
No tardamos en llegar donde estaba todo el tumulto. Entre el gentío, las dos hermanas aprovechaban para volver a tocar mi pene, sabiendo ellas que sus movimientos pasaban desapercibidos entre la muchedumbre; o para hacerme sentir sus senos turgentes en mis brazos, restregándose, seguras como estaban de que ese gesto pasaba inadvertido entre la multitud. Todo eso había provocado que mi firmeza jamás hubiera dejado de existir. Después de una hora de recorrer todos los puestos, Trinidad dio por concluidas las compras. Y nos anunció que se iría con Ernesto hasta los carruajes, tras lo cual, volverían a nuestro encuentro para ayudarnos. Por fin nos vimos libres del agobio de tanta gente, y nos dirigimos hasta una calle próxima, toda ella repleta de tiendas de ropa.
Las chicas hablaban entre ellas, muy animadas, sobre lo que se iban a comprar, las últimas modas, y sus gustos en ropa; como si ese hecho hubiera hecho inexistente todo lo anterior. A mí no me importaba, me gustaba veras alegres; lo que me sorprendía era su capacidad para pasar página tan rápidamente y actuar como si jamás nada hubiera sucedido. No intervine, empero, ligeramente separado de ellas, evitando estar en medio y cohibir sus comentarios. En nuestro caminar, a veces nos cruzábamos con gente bien vestida, y que reconocían a mis primas y las saludaban muy cortésmente, dando recuerdos a su madre. De pronto, pasaron por un escaparate que les gustó. Las tres se habían quedado paralizadas, perplejas, hipnotizadas por un vestido que habían visto.
—¡Entremos chicas! –Exclamó Araceli, sacando al resto de su hipnosis–.
Y las tres se precipitaron dentro del local. Yo me había quedado discretamente afuera, aún no sabía qué tenía que hacer.
—Pasa tú también, Daniel, no seas tímido. No eres ningún desconocido –me invitó Encarna, y, por supuesto, convine–.
El dependiente había reconocido enseguida a las chicas, y se deshizo en halagos hacia ellas, mostrándoles una amabilidad especial: sabía de la abundancia económica que poseían, y no quería perder una buena mañana de negocio. Hablaban todas a la vez, una por encima de las otras; y el dueño, aunque se veía desbordado, bien estaba dispuesto a hacer cualquier tipo de oblación: la recaudación merecería la pena. Por fin parecieron ponerse de acuerdo y pasaron todas al probador. Yo guardaba una compostura prudente, en un rincón, pero al poco tiempo el propietario del negocio se acercó a mí.
—Disculpe, pero al joven le requiere su prima –me dijo con discreción, indicándome unos biombos detrás de los cuales estaban las chicas–. Es el último de todos –añadió–.
Mi sorpresa era mayúscula, pues sabía que aquel comportamiento rebasaba toda moralidad. Miraba al dependiente de hito en hito, atontado, siendo consciente de que él era consciente y consentía. Todo ello hizo que me acercada con miedo. Al llegar hice notar mi presencia
—Soy Daniel: ¿me llamabas?
—Sí –pude oír la voz de Encarna–. Quiero que me des tu opinión de cómo me veo con esto…, pasa…, anda.
Afortunadamente en la tienda no había nadie más, pero que un caballero fuese solicitado por una dama, aunque fuese su primo, en tales circunstancias, rompía todas las reglas establecidas. Por eso me mantenía una duda aterradora, imaginando que pudiera entrar cualquier clienta y fuese testigo de aquello.
—Vamos, eres mi primo, no seas tan tímido y pasa –insistía ella, al ver que dudaba–.
Por fin me decidí y me coloqué al otro lado del biombo, en donde estaba ella. Y, para mi sorpresa, estaba completamente desnuda. Me quedé brevemente boquiabierto, antes de decir nada.
—¿Estás loca? Si nos descubren me matan.
Y mi prima menor sólo se reía, gustosa de mi azoramiento, provocadora de mi nerviosismo.
—No te preocupes, Daniel –me tranquilizaba–. El dueño se encargará de que no suceda eso. Somos buenas clientas, y además le he dejado una generosa propina, aparte de todo lo que compremos. También creo que esto es justo: tú antes nos has dejado que te viéramos la polla y te la acariciáramos, y ahora yo te dejo que me veas y me acaricies –explicó–. Lo malo de todo esto, es que igual que tuve ayuda para desvestirme, la necesitaré para vestirme –añadió–.
Ni que decir tiene que si me habían mantenido tieso toda la mañana, aquello no contribuía a que mi dureza remitiera. Mi prima exhibía su pubertad desnuda con orgullo. Contemplaba sus pechos coronados por dos pezones oscuros y duros. Su busto era bien firme y ya estaba completamente desarrollado: más grande que el de mi hermana. Su cintura se comprimía, para dejar paso a dos caderas bien curvadas, en medio de las cuales brotaba su vello púbico, negro, en suaves rizos: más poblado que el de Adela. Y era curioso, porque tenían la misma edad. Luego descubriría que el desarrollo físico no es igual en todos. Mi respiración se había vuelto más veloz, igual que la de ella, al sentir primero que la abrazaba y mi lengua se enlazaba con la suya; y después, notar mis dedos revolotear por sus pechos hasta coronarlos, reposando en un leve roce sobre las puntas erguidas. La tuve que tapar la boca, cuando un gemido salió de su garganta. A continuación me separé.
—Shhh, si no te controlas, el propietario no podrá evitar que te oigan, aunque por los alrededores no haya nadie –dije en un susurro–.
—Es que me has puesto muy cachonda, mira –replicó ella, en mi mismo tomo de voz, hundiéndome los dedos, entre sus empapados labios vaginales–.
—Yo también estoy excitado, ¿o te crees que esto es una broma? –Aludí, colocando su mano sobre mi endurecido paquete–.
—Oh Daniel…, fóllame –se limitó pedir, susurrando–.
—Pero ahora no puede ser, Encarna –intentaba que entrase en razón ella–. Estoy seguro de que encontraremos tiempo para eso; ahora lo mejor es que me salga. Haré ver que me encantó tu elección de ropa.
—Al menos échale un vistazo –dijo, mostrándome el vestido por encima de su piel desnuda–. Luego llamaré a Araceli para que me ayude con el corsé.
—Te preguntará por qué te has desnudado, y sabrá que lo has hecho por mí o para mí –le dije, adivinándolo todo–.
Pero ella no me contestó. La miré fugazmente y salí de ahí. Algo me estaba diciendo que corría un riesgo demasiado alto, y yo siempre hacía caso a esas intuiciones. Pero cuando había accedido a la parte central de la tienda pude ver a Trinidad, que ya nos esperaba paciente. Lo peor, era que ella había advertido de donde venía. Y todo se me volvió muy confuso. Sabía que no habría consecuencias, después de haberme enterado que no había casi secretos entre todos o casi todos los habitantes de la mansión; pero a mí me gustaba actuar con mucha más discreción. Cuando nuestras miradas se cruzaron, ella me sonrío con agrado, haciéndome ver que no tuviera preocupación al haber averiguado de dónde aparecía. Me situé cautelosamente donde estaba, antes de que el negociante me diera el aviso. Y vi como Trinidad se acercaba.
—Ernesto se ha quedado fuera esperándonos. Yo sólo he entrado para hacer saber que ya estábamos aquí para lo que dispongan –dijo educadamente–.
—De acuerdo, Trinidad –repuse yo–. Las chicas se están probando unos vestidos, no creo que tarden mucho en estar listas.
—Lo supongo, señorito Daniel –me decía ella, con una velada pero traviesa sonrisa–. Y celebro que el señorito haya descubierto lo hermosa que es su prima, a juzgar por los resultados–.
Había colocado su cuerpo de tal manera, que aunque estuviera mirando alguien, nadie descubriría que su mano se había ido a mi entrepierna, sobando mi torturado pene.
—¡Ufff, Trinidad! –Sólo pude decir–.
—No se preocupe el señorito –hablaba ella sin apartar la mano de ahí–. No tardaremos en llegar a casa, y ahí usted podrá poner remedio. ¿Desea el señorito que espere fuera? –Preguntó luego, aún acariciando mi dureza con delicadeza–.
—No, Trinidad. Las chicas están a punto de salir y necesitarán ayuda con los paquetes –dije–.
—Como el señorito desee; aunque veo que usted también necesitará ayuda con este paquete –respondía ella pícaramente–.
—Lo único que ahora sé, Trinidad, es que si no quitas la mano de ahí, te empezaré a tocar yo también tu coñito por encima de los pantaloncitos, introduciendo mi mano bajo tu uniforme; sin importarme ni dónde estemos, ni las consecuencias que de eso se derive –dije jadeando, notando que perdía el autocontrol–.
—El señorito no lo hará –respondía ella vencida ya por la excitación–. Le conozco bien y la consideración que tiene hacia su hermana y sus primas, se impondrá a las enormes ganas que ahora tiene de follarme como un loco.
Y Trinidad había acertado. Ese pensamiento, en el último instante, me habría asaltado; y habría evitado cualquier escándalo para ellas.
—Entonces te suplico que dejes de hacerme sufrir así, mi polla no aguanta más –pedí–.
Y el ama de llaves retiró la mano, en el momento en que se oían las voces de las otras, que salían de los probadores. Compraron varios vestidos: esos que se estaban probando entonces, y otros que se probaron después. Trinidad y Ernesto portaban los paquetes mientras nos dirigíamos a las carrozas para poner rumbo a casa. En el viaje de vuelta, los dos criados iban en uno de los carros, con toda la mercancía adquirida, y nosotros cuatro lo hicimos en el otro. Esta vez íbamos delante, con el eficaz Alfredo manejando las riendas; y detrás Benito con los sirvientes. Afortunadamente, el regreso fue mucho más tranquilo. Aunque las niñas no dejaban de mirarse entre ellas, y a mí también; lo que me hizo sospechar que ya se lo habrían contado todo. Llegamos a casa a medio día. Y mientras Trinidad y Ernesto metían todos los bultos adentro, mis primas y mi hermana llamaban a voces a sus sirvientas, para guardar lo que habían comprado.
Yo también me dispuse a subir a mi cuarto. Estaba tan caliente que no habría nada que impidiese desahogarme: lo necesitaba. Ascendí la gran escalera, recorrí la galería hasta mi aposento, y entré. Pero, con tanta ansiedad, no había reparado que detrás de mí me seguía Milagros. La descubrí justo cuando iba a cerrar la puerta en sus narices. Ella me hizo un gesto con los dedos en los labios para que callase, y entró conmigo, cerrando la puerta tras de sí. Yo no atinaba a atar cabos, y ya no quería pensar en nada más que vaciar todo lo que me quemaba dentro, sin importarme que Milagros estuviera ahí delante. Abrí la puerta de mi dormitorio, y procedí a desnudarme. Cuando estuve en cueros, me tiré literalmente a la cama, boca a arriba y sujeté mi verga con firmeza.
Delante de mí, seguía Milagros, que no me quitaba ojo, pero, con ella ya no había secretos, así que no me preocupaba su presencia, sólo la rigidez extrema de mi pija que me mortificaba. Y comencé a pajearme con violencia, sintiendo todo el placer nacer desde mi polla y expandirse por cada una de mis extremidades nerviosas. Pero sentí la mano de Milagros que intentaba detenerme...
—-Por favor –imploraba–, llevo toda la mañana empalmado, no puedo más…
—Sí que tiene que estar pasándolo mal el señorito –mostraba su empatía ella–; pero no debe preocuparse, porque el señorito tendrá todo lo que se merece: yo se lo daré –me propuso–.
Qué tonto había sido… Tenía a Milagros ahí enfrente, y tan mal me sentía por la erección tan largamente prolongada, que no había reparado en nada más. Solté mi polla y la miré suplicante, esperando que ella no se demorase.
—Su pija parece una viga, señorito, pero no se preocupe, ya pronto sólo sentirá placer. Tiene que estar sufriendo, tanto tiempo con ella tiesa –calmaba mi ansiedad ella, pero no aún mi calentura–.
Y se la metió en la boca. La joven criada sabía que tal y como estaba, sería prolongar el suplicio, si iniciaba leves caricias con los dedos o los labios. Así que se dedicó a mamarla con intensidad, bajando y subiendo su cabeza, metiéndola muy adentro, mientras de mi garganta sólo salían gorgoteos de placer ininteligibles, cada uno más intenso, a medida que se acercaba la erupción.
Y no tardó mucho. Estaba demasiado caliente para que aquello se prolongase más que unos escasos minutos. La joven sirvienta había acompañado el movimiento de su boca con la mano, y aceleraba todo aquello sin remisión. Yo notaba que me hervían los testículos, que ya todo se disparaba sin poderse evitar
—¡Me corro, Milagros, noto que voy a entrar en erupción!
Aunque sabía que a Milagros no le importaba recibirlo en la boca, siempre me gustaba advertirlo.
—En mi paladar, señorito, lo quiero todo en mi paladar –se sacó ella la polla el tiempo justo para decirme eso y volverla a tragar–.
Un segundo más tarde borbotones de leche salían disparados veloces, chocando contra la lengua, el paladar, y la garganta de Milagros, mientras yo me deshacía en un aullido de alivio, que tuvo que sofocar ella poniéndome la mano en la boca. Y, como solía hacer, lo ingirió todo, extrayéndome la verga inmaculada. No dije nada. Fatigado dejé que todos mis músculos, antes en tensión, ahora se relajasen.
—El señorito lo necesitaba –me decía–, y Milagros no podía dejarle así. Ahora descanse que enseguida le avisaré para el almuerzo. Su tía ya ha llegado. De buena gana no acabaría esto así, pues sé que eso se reanima rápido, y follaríamos hasta que nos quedáramos sin fuerzas: pero no tenemos tiempo. Ya lo habrá, señorito, descuide por eso.
Y así fue como Milagros se disponía a irse, pero yo la detuve
—Acércate un segundo, Milagros –pedí–.
Ella, obediente, se reclinó sobre mí. Y mis labios besaron los suyos, con el mayor amor que supe transmitir entonces, acariciándose nuestras lenguas con delicadeza.
—Te quiero, Milagros. Te lo digo con todo mi corazón, y me siento orgulloso de quererte –dije, en señal de agradecimiento, y para que ella supiera mis sentimientos–.
—Ay, señorito, ¿usted quiere hacerme llorar? Mire que no soy de piedra, y que sus ojos son sinceridad y amor puro… Es usted el hombre más bueno que pueda existir, y con su permiso de usted, yo también le quiero. Lo que voy a decir ahora no debería decirlo, pero, bueno qué importa: no deje de quererme señorito, y Milagros no dejará de quererlo a usted –soltó–.
Y, con los ojos humedecidos por las lágrimas, y con el corazón acariciado, Milagros se fue sin decir más. Al poco rato regresó anunciándome que iban a servir el almuerzo, por lo que me incorporé y me vestí para bajar. Cuando iniciaba el camino, ella me lo impidió aún unos segundos, comprobando mi pulcro estado. Me sonrió y me besó en la boca, sintiendo su lengua fugaz, diciéndome:
—Es usted un lucero, señorito.
—Es lo que tú te mereces, Milagros –respondí, dejándola con un suspiro–.
Y me apresuré por bajar, pues sabía lo que le gustaba a mi tía la puntualidad.
Y comimos todos juntos, pero, esta vez, con las miradas cómplices de mis primas, entre las que me había sentado, que evitaban ser vistas por su madre. Mi hermana era testigo de todo aquello, adivinando cada uno de los gestos que iba descubriendo. Prudencia nos servía, ajena a todo aquello; y las dos hermanas acariciaban mis piernas con el mayor disimulo posible, sin evitar la zona de mi pene. Podía sentir las manos de cada una, y, en ocasiones, las de ambas a la vez: y mi pene que no entendía de etiquetas creció libre y a gusto. Y las dos, sabedoras de ello, no cejaban en su actitud, cuando tenían oportunidad, y no se sabían vigiladas. Parecía que todo empezaba a formar una espiral que sólo tenía una salida.
Terminamos aquel almuerzo, y yo me había quedado tan caliente como cuando llegáramos de la villa. Resignado por saber que sería imposible cualquier cosa con mis primas, resolví subir a mi habitación, y, con la excusa de echar una siesta, lo que haría sería desahogarme bien a gusto de la calentura que las hijas de mi tía me provocaran. Así pues, con mis mejores modos, me despedí de los presentes. Mientras lo hacía, me preguntaba cuántos de aquellos no se imaginaban qué iba a suceder en mi aposento unos minutos más tarde. Dejé de pensar en todo aquello, pues me horrorizó la idea de saber que casi todos se lo figuraban.
Ascendí la gran escalera con paso decidido, giré a la izquierda por el corredor, hasta que llegué a mi cuarto. Abrí la puerta, y me hallé seguro. Por fin iba a darle toda la calma que mi órgano me suplicaba hacía tiempo. Entré en mi dormitorio, y me desnudé.
—El señorito es toda una tentación invencible, por esa enorme polla que tiene por arma, y porque siempre está cargada –oí decir inopinadamente–.
Me giré raudo, porque, sin duda, me habían sorprendido. Ahí estaba Trinidad, toda ella una mirada de lujuria, posada directamente y con descaro en mi apéndice tieso, que la apuntaba impúdico.
—Y tú eres toda una caja de sorpresas, Trinidad. He de decir que me has impresionado –contesté–.
El ama de llaves se acercó a mí, y fundió sus labios con los míos, dejando que su lengua ávida invadiese mi boca, y atrapase la mía haciéndola suya. Mientras nos besábamos, me acariciaba el culo con extrema suavidad, y mi dureza empezaba a aplaudir adivinando lo que le esperaba.
—El señorito nos hace sufrir a todas –me decía–, siempre empalmado, con ese enorme instrumento, incitación imposible de vencer.
—Yo sí que sufro, Trinidad: mi vara siempre está a tono con tanta mujer hermosa a mi alrededor, acariciándola, pero con pocas oportunidades de terminar lo que empiezan –expuse–.
—El señorito ya no ha de sufrir más, porque créame que Trinidad le va a hacer acabar –me prometía–.
—Esa es una oferta que nadie en su sano juicio rechazaría, Trinidad, pero es muy arriesgada; como la señora te busque y no te encuentre, te la puedes jugar, y no me gustaría que por mi culpa tuvieras problemas: te aprecio demasiado como para eso –le hice ver yo, intentando que ella sopesase todas las posibilidades, antes de abandonarse a mí–.
—Es usted increíblemente gentil, señorito, pensando antes en mí que en su propio placer. No sólo es su polla la que me hace que esté entregada a usted, sino su generosidad. No le quepa duda que mientras yo pueda, al señorito no le va a faltar un coño donde apaciguar el fuego de su libido. Y no se preocupe porque la señora busque mis servicios, no lo hará: tenía una horrible jaqueca, y se ha acostado después de tomarse algo; dormirá durante horas –me explicó–.
—Pero, ¿cómo sabías todo eso, si ya estabas aquí arriba? –Preguntaba yo, aún sin poder encajar todas las piezas–.
—Porque la señora se lo hizo saber a Petra, poco antes del almuerzo. Le indicó que acabada la comida la acompañara a su cuarto y darle la tajante orden de que nadie la molestase bajo ningún pretexto, que me lo hiciera saber a mí –me aclaró–.
—Eso nos da vía libre, Trinidad –dije–. Y si estás tan caliente como yo, créeme que te voy a hacer disfrutar –añadí, sabedor, por experiencias anteriores, que iba a ser así–.
—Estoy segura de eso, señorito, y vaya que sí estoy caliente; sólo de ver esa tremenda polla tan dura, ha hecho que mi chocho se derrita literalmente –descubrió–.
—Pues si tanto te gusta, es tuya, te la regalo –ofrecí–.
La joven ama de llaves se mordía el labio inferior, mientras avanzaba despacio hacia mi posición. Al llegar junto a mí, se arrodilló, quedando su boca casi pegada a mi verga. La tomó con una mano, la acarició, besó suavemente la punta, y me habló:
—El señorito no ha de arrepentirse de habérmela ofrecido; no le quepa duda que me gusta tanto que sabré tratarla como es debido.
Me había dicho eso mirándome a los ojos. Después fijó su vista en mi pija, y ésta se perdió en su boca. Notaba sus labios abrazar mi glande, y su lengua acariciarla en el interior de su boca. Movía despacio su cabeza hacia delante y hacia atrás. Así estuvo unos segundos, como si quisiera comprobar toda su dureza. Luego se la extrajo, y su lengua recorrió todo el tronco, desde abajo hacia arriba; entreteniéndose con el capullo cuando llegó a él. Las sensaciones de placer se esparcieron por todo mi ser, porque realmente yo disfrutaba de la sabia mamada que ella me dedicaba. Se la sacó de la boca momentáneamente, y la contempló enajenada.
—Es un pecado que nadie posea esta colosal presea; y yo ahora me siento elegida entre todas por poder disfrutar de ella, señorito –me decía transportada, casi hablado sola–.
Después mi verga volvió a perderse en aquel hueco mágico, albergada por su lengua. La succionaba al tiempo que la movía adentro y afuera, como si quisiera exprimirla entera.
—Oh, Trinidad, cómo me gusta lo que me haces –murmuraba yo, sintiendo ya todo el placer que ella me transmitía–.
Así estuvo unos minutos, hasta que notó que las primeras gotas de líquido pre seminal afloraban, recogiéndomelos con su lengua.
—Señorito, mi coño es agua hirviendo –confesó, apartando su boca, con la voz completamente ronca de deseo–.
—Desnúdate y túmbate en la cama –le pedí–; estoy muerto de sed y quiero saciarme con tu líquido de hembra.
Ella se puso en pie, y sin ninguna prisa, porque sabía que no la había, comenzó a deshacerse del uniforme. Me dejaba contemplar cada palmo de piel que quedaba al descubierto, hasta que quedó completamente desnuda.
—Posees un gran cuerpo –le dije, embobado–.
Mi interlocutora sólo sonrió, y se exhibió ante mí, girando sobre sí misma, dejándome contemplarla entera. Dos enormes y negros pezones coronaban sus magníficos y abundantes pechos, y mucho más abajo, una mata como el azabache brillaba por su flujo vaginal. Tras eso, se tumbó en la cama con las piernas muy abiertas. Podía percibir con total nitidez su vulva empapada, color pardo, esperando un alivio para ese fuego que la consumía. No la hice esperar mucho. Enseguida me tumbé entre sus piernas, y comencé a besar la cara interna de sus muslos. Ascendía con mis labios hasta tocar los suyos verticales, y de su garganta salían los primeros gemidos.
—Señorito, no se prolongue mucho más, necesito su lengua sin más demora en mi clítoris –suplicaba la pobre–.
Y no lo hice: no me demoré. Mi lengua comenzó a frotar su hinchada pepita, y ella ya no gemía, era todo un grito reprimido lo que se había hecho audible. Entre tanto, yo degustaba con agrado su miel, dejando que mi lengua saboreara toda su intimidad.
—Siga así, no se pare ahora, señorito, por lo que más quiera –seguía rogando quien yacía en la cama–.
Y continué con mis lamidas deprisa y seguidas, frotándole bien el botón del placer máximo; simultáneamente, había enterrado uno de mis dedos hasta el fondo de su coño, y poco después otros dos dedos acompañaron al primero. No muchos minutos más tarde estalló en su primer orgasmo.
—¡Me corro, señorito, qué gusto! –Exclamaba la joven mujer, derrotada por una intensa venida, que la había hecho tensar todos sus músculos–.
Poco después se relajó. Me acariciaba la cabeza y yo seguía besando su vulva y sus labios menores, depositando todo el amor que supe en esa acción. Ella tiró de mí, haciéndome ver que quería que quedase a su lado. Así lo hice: me tumbé junto a ella.
—Ha sido genial, señorito. Tiene usted una lengua divina –otorgó–.
—Me alegro que te haya gustado, Trinidad. Puse mi mejor saber, porque desde que diéramos ese paseo por las proximidades de los establos, me prometí que si tú y yo acabábamos en la cama, te daría todo el placer y el amor que yo supiera entregarte –dije–.
—Gracias, señorito, así lo he sentido. Y en verdad que desde entonces me tiene entregada, y desde ahora mucho más. Soy suya, y no quiero que jamás se olvide de eso –sentenció–.
—No lo haré Trinidad, descuida.
Y nos besamos. Nuestras lenguas se buscaron y se entrelazaron con cariño. Ella saboreaba parte de su sabor, que aún residía en mi boca.
—Vamos, señorito, túmbese ahora usted: quiero comerle la polla de igual manera que usted me ha comido el coño antes –anunció–.
No me hice de rogar. Me coloqué bocarriba sobre el lecho, con mi verga en su máximo tamaño, y la dejé hacer. Mi fiel ama de llaves se colocó entre mis piernas, y, tomando mi miembro con una mano, se lo llevó a la boca, para regalarme una mamada tan colosal como la que recibiera anteriormente. Pero antes de que se perdiese entre sus labios, aún me dijo:
—Y esta vez no me voy a detener, quiero que el señorito me riegue con su leche toda la lengua. Sé más que de sobra que se volverá a recuperar su polla en un abrir y cerrar de ojos.
Y ya no hubo más palabras. Se entregó a la felación prometida, pero esta vez con mucha más intensidad, sin importarle que yo no pudiera controlarme, como así estaba siendo; sabiendo que no podría soportar mucho más aquél ritmo de su boca. Y así fue: muy pronto noté que mis testículos entraban en ebullición, y que mi semen salía disparado como la lava de un volcán. Fue todo tan rápido que ni me dio tiempo a advertirle lo que iba a suceder; ni falta que hacía, ella ya lo sabía y lo deseaba así. Cuando mi pija salió de su boca esta sin ni una sola gota de esperma, y ella me miraba con la sonrisa más lujuriosa que tuviera, mientras tragaba los restos depositados de mi corrida.
—Ufff, señorito. Yo ya sabía que usted se corría como un caballo, pero una cosa es saberlo y otra saborearlo –me confesó–. Además estaba usted muy cachondo, su polla sigue dura –agregó–.
Y, sin decir más, se apoyó sobre sus manos y rodillas, ofreciéndome su culo, que meneaba provocadora. Su ano estaba adornado de gotitas de flujo, y la vagina, completamente abierta como un libro, destilaba su jugo. Yo me aproximé a ella, y coloqué mi rigidez en el medio. Ayudado con la mano, comencé a frotar toda su raja con la cabeza de mi pene, desde el ano, y la joven ama de llaves se descomponía en gemidos incoherentes. Me entretuve gustoso en esa caricia, dejando que ella llegase casi a la desesperación.
—¡Por lo que más quiera, señorito, métamela ya! ¡Húndala hasta lo más hondo de mí! –pedía, ya sin soportar su agonía–.
Y obedecí, pues no quería torturarla, sino llenarla de placer. Estaba tan lubricada, que, sin sujetarla, sin apuntar, sólo empujando, entró hasta que mis testículos chocaron con sus nalgas. Empecé a empujar cadenciosamente, los jadeos de los dos confundidos, los gemidos como sonidos armonizados, y el placer adueñándose de nuestro ser.
—Más deprisa señorito, más rápido, fólleme con más fuerza –pedía la joven mujer–.
Y la obedecí. Ahora la embestía con mi mayor energía. Y los gemidos ya eran gritos. Y la delectación evolucionaba sin remisión. La joven mujer a la que poseía desde atrás, aún se derritió en dos orgasmos más, antes de que yo ya no pudiera evitar el mío. Saqué la verga y dejé que mi leche arrollase entre sus glúteos, sin poder evitar mi grito ahíto de fruición. El goteo de mi flujo viscoso y el de ella, se iban depositando en la sábana, después de deslizarse por sus labios vaginales, que lo canalizaban. Caímos rendidos los dos, uno encima del otro, dejando el tiempo necesario para que la fatiga pasara, y la respiración se volviera normal. Nos giramos. Ella se colocó de lado y yo bocarriba, ya repuestos del esfuerzo.
—Señorito, folla usted increíblemente: ha sido un polvo brutal –me decía ella, con su cara adornada por la mayor sonrisa de felicidad que pudiera gesticular–. Me ha dejado el chocho irritado, tardaré en reponerme de todo este escozor. Pero no me importa, ha merecido la pena. La promesa de que soy suya sigue en pie, pero no me haga esto todos los días, no podré soportarlo –ultimó, riéndose–.
—Tú tampoco has estado mal, Trinidad –alegaba yo–. Puedes estar segura de que me has hecho disfrutar. Y me has dejado satisfecho. Repetiremos esto cuantas veces nos sea posible, prometiendo dejar una temporada en medio, para que se reponga –concluí, riéndome del mismo modo–.
—Es usted un bendito, señorito –expuso la joven ama de llaves, sellando esas palabras con un dulce beso–.
—Pues disfrútalo, porque te lo mereces, y porque será lo que encuentres en mí siempre –prometí–.
Y nos quedamos callados, durante muchos minutos. No hacía falta decir nada. Sólo sentíamos nuestros cuerpos desnudos y abrazados, acompañándolos de un respirar cadencioso y acompasado. Pero el tiempo marca su propio ritmo, y el permanecer así indefinidamente era tan quimérico como imposible.
—Señorito, me quedaría aquí con usted por todas las eternidades. Pero me tengo que ir. Quiero que la señora me encuentre cuando despierte. Y, supongo que no faltará mucho para que eso ocurra. Le diré a Milagros que suba y le cambie las sábanas: son todo humedad de nuestros sexos.
—Lo entiendo Trinidad –repuse–. Sólo una cosa antes de irte
—Dígame, señorito, lo que usted desee será suyo, si está en mi mano –se entregaba ella–.
—Verás, es un poco delicado de exponer, pero espero que sepas comprenderme, y que tengas en cuenta que bajo ningún concepto hay ningún tipo de reproche en esto que te voy a decir… –intentaba explicar–.
—No se inquiete, señorito, ya ha demostrado más que de sobra que usted sólo alberga buenos sentimientos. Dígame eso que le intranquiliza –exhortaba la ama de llaves–.
—Verás, Trinidad, es que a veces, veo que tratas a los demás sirvientes, con cierta arrogancia, con cierta superioridad que me preocupa –conseguí explicar finalmente–.
Y ella se reía. Lo hacía a gusto y sin reprimirlo. Yo la miraba atónito, no daba crédito, y mi acompañante, ya se calmó un poco al ver mi susto.
—Ay, señorito. Es usted especial, siempre preocupándose por los demás. Es un encanto de hombre, y nos tiene a su merced, porque le veneramos por ello. Verá, yo le explico –me indicaba–. Si se fija usted, ese trato al que se refiere, sólo se da si no estamos seguras de estar a solas. Una no sabe dónde habrá un oído escuchando, escondido; y tengo orden tajante de comportarme así con la servidumbre. En nuestra intimidad, le aseguro que las cosas cambian, señorito, y el trato en las noches en nuestro recogimiento es el más afable que usted se pueda imaginar. De hecho, ni se lo puedo imaginar –añadió enigmáticamente–.
—Gracias, Trinidad. Me has quitado un peso de encima, porque estaba preocupado por ello –admití–.
—De nada, señorito: se ha ganado un beso. Le puedo besar ¿verdad?
—Claro que sí, Trinidad. Y la próxima vez no lo preguntes. Cuando estemos en la intimidad, soy tu amigo, no soy tu dueño.
—De acuerdo –fue toda su respuesta. Y se acercó a mí y volví a sentir sus labios. Y su lengua volvió a abrazar la mía, cálida y afectuosa–.
Y, después de eso, ya nada más. Trinidad se tuvo que ir, sin que se pudiera poner el corsé, que llevó escondido. Supuse que luego alguien le ayudaría.