Nuestra Implacable Educación (IX)
Dos adolescentes son educados por su tía después de la muerte de su madre. En este noveno capítulo, ante el inminente cumpleaños de doña Virtudes, aparece en la casa la inexperta Eulalia, que irá aprendiendo...
9: CUMPLEAÑOS FELIZ: ENSEÑANDO.
Difícilmente había alguna actividad fuera de aquella finca, que no fuese las habituales salidas al mercado de la villa los sábados. A veces, nuestra tía era invitada para algún acto social. Ello se debía a que poseía la mayor fortuna de la provincia, y, por supuesto, la mansión más grande y lujosa. El resto quedaba por debajo. Ese estatus social era el que regía las diferentes celebraciones de cualquier evento, así como a quién se invitaba. En todo caso, nuestra tía solía acudir sola a cualquier sitio que la requiriese; acompañada de Petra, que para algo era su asistenta particular.
Lo que realmente marcaba socialmente la vida provincial, y, sobre todo municipal, era cuando los eventos se celebraban en aquel palacete, y las invitaciones partían de ahí. A nuestra tía no le gustaba prodigarse en tales acontecimientos: o bien por orgullo de saberse poseedora de la mayor de las riquezas, y la más opulenta de las haciendas, o bien por su carácter arisco y seco, que la hacían tender a aislarse del resto de la sociedad. Durante mi estancia en ese lugar, descubriría que era lo segundo; pero no era su carácter el que la hacía clausurarse, sino el fortísimo miedo de que se sospechase lo más mínimo del gran secreto que se guardaba.
Sin embargo, esa semana era uno de aquellas escasas situaciones en que nuestra tía se veía obligada a extender invitaciones por todas las familias más potentadas y de mayor prestigio de la provincia, para celebrar su cumpleaños.
Todo ello suponía que el ajetreo que se vivía diariamente en el hogar se multiplicase casi por el infinito. Las exigencias de nuestra tía a la servidumbre rozaban lo inhumano, y la histeria y los nervios que doña Virtudes derivaba en la los criados, rebasaba cualquier rasero que dictase el sentido común; y, por extensión, repercutía en nosotros.
Para empezar, se veían afectadas nuestras clases particulares con doña Severa, que había dado un paso atrás en el trato hacia nosotros, y había dado una vuelta de tuerca más a su ya de por si alta rigidez. Pero ella nos había anunciado que el resto de la semana no habría clases, por la llegada de invitados. Así que solo teníamos que soportar todo eso esa mañana. Cuando retomásemos las clases, acabada la celebración del cumpleaños de nuestra tía, estábamos convencidos de que todo volvería a ser como antes de ese lunes.
Pero, también se verían afectados los sirvientes, sometidos a una presión que sobrepasaba lo razonable, e indirectamente, eso también nos repercutía. Primero, porque habíamos adquirido con ellos un afecto importante, especialmente yo, y me dolía verlos de esa forma; y, segundo, porque durante toda esa semana no hubo con ninguna de ellas el más mínimo contacto sexual, por lo que me tenía que conformar con hacerlo yo solito. Y el placer que obtenía de eso era bien distinto, y estaba bien distante del que estaba acostumbrado. Sin embargo, lo aceptaba lo más estoicamente que podía, porque sabía que quienes me podían calmar estaban literalmente desbordados; y yo no quería abusar insinuado más coacción sobre ellos.
No dejaba tampoco de ser cierto, que las criadas, especialmente Milagros, que era quien más en contacto estaba conmigo, también sufrían esa abstinencia, pero esa semana primaba la celebración del aniversario de nacimiento de doña Virtudes, y todo lo demás quedaba en un segundo plano, y su actitud hacia cualquier deseo que interfiriese lo prioritario, sería inflexible: quedaría obviado.
Aunque la Gran Fiesta (con baile con orquesta, ágapes y vino español), para la mayoría de los invitados sería el sábado, desde ese lunes, irían llegando los convidados más especiales, que pasarían toda esa semana con nosotros, durmiendo en las habitaciones ex profeso, que yo siempre encontraba cerradas. De ahí todo el ajetreo: porque el trabajo se iba multiplicar. Ese lunes no estaba prevista la llegada de nadie hasta el atardecer.
Así pues, Rosario y Leonor tendrían más que limpiar (entre ellas se repartirían las habitaciones extras y los salones que habitualmente no se usaban). En lo tocante a Milagros, Ascensión, Ofelia, Olga y Petra, se repartirían la atención a las demás personas que habitasen la casa. Por su parte, Rita y Prudencia tendrían más que cocinar, y, por extensión, más que fregar. Del mismo modo, Alfredo y Benito tendrían que atender a los carruajes y caballos de los propietarios que estuvieran con nosotros durante esa semana. En tanto que Ernesto también vería incrementada su atención, al haber más gente en la estancia que seguro requerirían sus servicios. Y Trinidad tendría que encargarse de coordinar todo eso, siguiendo las instrucciones de doña Virtudes. Aquel era el plan previsto que ese lunes a todos traía de cabeza.
Pero, para Adela y para mí, no suponía ninguna salida de la monotonía habitual. A primera hora de la mañana, Milagros me despertaba más nerviosa de lo habitual, y me apremiaba precipitadamente a asearme con la mayor premura posible, y vestirme con más presteza, si era posible. En la cocina, mientras desayunábamos con nuestras primas, encontramos las mismas prisas en Rita y prudencia, volcada toda su preocupación en la cena de esa noche, donde ya habría más comensales. Trinidad nos servía con mayor celeridad de lo habitual, presa del perturbación que la dominaba, al darse cuenta de todo el volumen de trabajo que la esperaba toda la semana.
Ya desayunados y preparados, asistíamos a las clases con doña Severa, que, tal cual antes quedó indicado, se había mostrado especialmente rigurosa, como si volviéramos a los primeros días en que nosotros éramos unos recién llegados. Pero m,o hermana y yo ya sabíamos que solo sería aquella mañana. Debido a la especial efemérides, y la llegada de invitados, no habría más clases el resto de la semana. Del mismo modo, mis primas tampoco acudirían a la villa. Afortunadamente para nosotros, esa mañana incluso las clases acabaron mucho antes de lo previsto, por lo que aún podíamos disfrutar de más tiempo libre.
Adela y yo decidimos salir afuera. Dentro había demasiado ajetreo para nuestro gusto, tan acostumbrados estábamos a vivir con una tranquilidad mucho mayor. Y sabíamos que en nuestro sitio favorito encontraríamos esa placidez que buscábamos. Nuestra sorpresa fue mayor y más agradable, cuando nos encontramos a la puerta a Encarna y Araceli, que decidieron acompañarnos en nuestro paseo a una zona más tranquila de la hacienda; que probablemente se vería invadida también a partir de aquella tarde. Caminábamos los cuatro en silencio, contagiados, sin querer, de toda la vorágine que dominaba el entorno. Quizás, hasta que no nos viéramos alejados del edificio principal, no sentiríamos esa sensación de paz y libertad que con tanto ahínco buscábamos. Y, aunque se hizo esperar, acabó llegando.
Ahí seguían las piedras asemejándose a taburetes, cubiertas por las hojas caídas, que tanto nos gustaban, y que siempre buscábamos para encontrar aislamiento y cierta intimidad, en un lugar que no fueran nuestros aposentos. Pusimos nuestros pañuelos, como siempre hacíamos, y nos sentamos los cuatro.
—¡Qué bien se está aquí! –Decía mi hermana–. Hay tanta paz…, por eso me encanta. Además hay que aprovechar, con mal tiempo seguro que no podremos acercarnos. Supongo que, a partir de hoy, tampoco se podrá estar por aquí siquiera. Estará todo invadido de gente –sumó–.
Aún hubo un silencio entre todos, antes de que Araceli hablara.
—Eso no lo dudes –explicaba–. Todos los años son iguales. La semana en la que nuestra madre cumple años, casi ni podemos salir de nuestras habitaciones, si queremos tener intimidad. Aunque, para nosotras es peor: siendo las hijas de la anfitriona, tenemos que atender a todos, especialmente a los hijos, nos guste o no. Y creedme primos –continuaba–, hay gente de la que es mejor salir huyendo, y otra gente con la que es un gusto estar, nosotras los conocemos bien –remató–.
—Doña Severa ya nos ha indicado cuál debe ser nuestro sitio, protocolariamente. No tengáis problemas en que sabremos estar, primas –me arranqué–.
Las aludidas sonreían con dulzura, y fue Encarna quien tomó la palabra.
—Hace mucho que no dudamos de eso, Daniel. Vuestro aprendizaje, en cuanto a los modales se refiere, está ya completado. No me preocupa vuestra conducta en absoluto, me apena que apenas nos podamos ver, como lo estamos haciendo ahora. Y no porque no haya sitios, sino porque estaremos muy ocupadas.
—¿Quieres decir que conoces lugares como éste, donde podamos estar, si se tercia, y que nadie nos molestará? –Pregunté con mucho interés–.
—Sí, Daniel –se apresuró a responderme Encarna–. Hay una cueva escondida, usada por nuestros abuelos, a modo de refugio, durante la Guerra de la Independencia. Actualmente está cubierta y disimulada su entrada. Pero siempre existe el riesgo, porque no sabemos quién conoce su existencia. Aunque ya te dije que íbamos a estar muy ocupadas, y que no podríamos compartir casi tiempo, especialmente contigo, pues Adela es mujer, y ella sí que podrá estar a nuestro lado, sin que esté mal visto –explicó–.
—No te preocupes primo –me hablaba ahora Araceli–, ya te diremos dónde está ese lugar, y seguro que hay oportunidad de que alguna nos podamos escapar, aunque lo veo difícil. Si te quieres desahogar, te aconsejo tu dormitorio –cargaba mi prima, riendo su propia gracia–.
—Sí, porque toda esta semana tu polla estará muy desatendida, no habrá nadie que la pueda calmar cuando se ponga dura, ¿verdad? –Incidía mi hermana, también riéndose a gusto de su ocurrencia, mientras que su mano se perdía en mi entrepierna, al ser quien más próxima estaba–.
Y, el objeto de esas alusiones despertó. Lo hizo cuando sintió los púberes dedos de Adela rozar la zona donde reposaba. Me había empalmado, y el hecho de que esos juegos sucedieran ahí, nos inquietaba, por el riesgo corrido. Yo suponía que las demás también pensaban en eso, aunque todos lo disimulábamos al no hacer comentario alguno. En ese instante solo importaba que mi hermana había notado la reacción de mi miembro.
—¡Primas: ha despertado! –Anunció triunfante y llena de ironía, Adela–.
Y las otras dos reían excitadas, más por la fogosidad del momento, que por la gracia que les había causado esa burla.
—Así que nuestro primo ya está dispuesto –se agregó Encarna al juego, llevando luego su mano a esa zona, junto con la de Adela, que no la había apartado, acariciando ambas, al alimón–. Sí, es cierto, está animada –confirmó luego–.
—¡Eh, que yo también quiero! –Exclamaba la mayor de todas, extendiendo su mano y reclamando lo que ahora acariciaban Adela y Encarna–. Pues sí que lo hemos puesto a tono –reconocía segundos después, al notar la dureza el miembro–.
—Sois unas chicas muy malas –me atreví a decir, aun cuando en el fondo me gustaba que su comportamiento conmigo fuese así–. No tenéis ninguna compasión por mí, que ahora estaré así hasta que pueda consolarme, por vuestra culpa.
Y, como respuesta, sólo oía el coro de sus risitas, sabedoras de que dominaban la situación, mientras que en sus rostros se dibujaban dengues de inocencia, sin que sus manos dejasen de acariciar lo que estaban acariciando.
—No seas injusto, Daniel –me corregía Araceli–, que nosotras no somos de piedra, y el efecto que causa nuestra caricia en tu palo es la calentura que ahora tenemos todas. No te olvides nunca de que esto nos gusta tanto como a ti.
Y de nuevo sus caras expresaban todas las palabras de mi prima mayor. Supuse que ahora no fingían, pues yo conocía bien cuál era su apetito. Pero las manos de las tres no se habían detenido. Y, en una sincronización perfecta, sin estorbarse ninguna, se iban turnando en sus manoseos, sintiendo ellas cómo mi verga ya había adquirido la máxima tensión. Todo eso no contribuía más que a enardecer el ambiente, y que ese trío fuese incrementando el deseo.
—Daniel sácatela, por favor. Queremos verla, queremos venerarla, queremos que nos hechice –pedía mi hermana, dominada ya por una avidez que también era de las tres–.
Las otras dos no decían nada; pero si una seña podía ser el paradigma de la afirmación, ése era lo que ahora expresaban. Sabía que no estábamos seguros ahí, que incluso ya nos podían haber visto esos toqueteos. Dudaba entre revelar mi temor o acceder a sus deseos. Pero me sentí vencido. Si ya lo estaba mucho antes, cuando me provocaran esa erección, mucho más ahora, que el afán de ellas resultaba insoportable. Y me levanté de la piedra donde me hallaba. En cuanto ellas notaron ese ademán, enseguida retiraron sus manos, pues adivinaron qué vendría después. Desabroché la bragueta de mi pantalón primero, y de mis calzones a continuación, y mi pene, en su máxima expresión, apareció ante los ojos ávidos del trío. Todas habían abierto sus bocas, mientras yo seguía de pie, mostrando el trofeo de su anhelo, aún temeroso por todo el peligro que suponía su exhibición.
—Siéntate, Daniel, te lo ruego –imploraba mi hermana, como transportada–. Déjanos poseer lo que tanto nos trastorna.
Siempre me resultó curioso que se siguieran sorprendiendo cada vez que lo veían, a pesar de que ya lo conocían bien. Araceli y Encarna permanecían mudas, pero a fe, que si un gesto hablase, el de ellas sería la misma súplica. Al fin me senté, con las piernas todo lo abiertas que pude, sin demorar mucho más su demanda y con toda mi rigidez expuesta. De la misma forma que antes habían venido haciendo, como si se hubiese establecido un pacto tácito irrompible, las tres niñas, siguieron acariciándomela turnándose a la perfección. Sus miradas se habían clavado en mi miembro, como si una magia extraña las hubiese envuelto, y, ordenadamente, cada una de ellas la iba acariciando desde el escroto hasta el glande.
—Tu polla es nuestra diosa, y nosotras sólo somos sus siervas –dijo imprevistamente Encarna, creo que hasta sin pensarlo, llegándome incluso a asustar–.
Nadie añadió nada al respecto, como si hubiera sido un rezo, todas callaron otorgando validez axiomática a una simple premisa.
—Pero vosotras también merecéis recibir placer –rompí todo el encanto–. No es justo que sólo yo goce.
—Te aseguro Daniel que nos darás placer –intervino Araceli–. Pero sólo cuando pueda ser posible. Créeme esto –continuaba–: si en nosotras fuera igual de fácil que nuestros sexos quedaran desnudos, igual que lo es para ti; te aseguro que tu cipote no estaría ahora sujeto por nuestras manos, sino hundido en cada uno de nuestros genitales. Pero nos darás placer, no creas que no lo harás –agregó–.
Y ya no hubo más palabras: sólo acción. No sé en qué momento se pasó de las simples caricias y roces, a una masturbación plena. El evidente riesgo se había convertido en alarmante. Cuando me quise dar cuenta, el puño de encarna subía y bajaba vigoroso por el tronco de mi pene. Y ello no hizo más que comenzar un mecanismo que ya no tenía marcha atrás. Sí me di cuenta de cuándo se produjo el siguiente paso: al llegarle el turno a mi hermana, rompió la cadena, y, tras dos movimientos de sube y baja, mi bálano desapareció en su paladar. Y ahora era su boca la que subía y bajaba, sujetando el ariete para que no se escapara. Después de la boca de Adela, la imitó Araceli, y, por supuesto, Encarna. Con ello no habían hecho otra cosa que incrementar la velocidad de las consecuencias, que ya se acercaban mucho más rápido. Instantes después, así lo anuncié, aunque bien era cierto que no hacía falta, pues ellas ya lo habían notado de sobra.
—¡Me corro chicas, no aguanto más, os voy a salpicar a todas! –aullé–.
Su reacción fue tan rápida como sorprendente para mí. En ese instante mi polla estaba en la boca de Adela. Araceli me tumbó hacia atrás y se colocó a horcajadas sobre mi tórax, inclinándose hacia mi miembro. Adela se la sacó de la boca y la sujetó con fuerza por la base. Y encarna se situó a su lado, las tres con la lengua acariciando mi glande, sin hacer más movimiento que ese, esperando a que la erupción llegase.
Y, ésta, no tardó mucho más. Entre mis irreprimibles gritos, y las tres lenguas sobre mi capullo, los chorros de esperma se precipitaban hacia arriba, cayendo luego, como no podía ser menos, por la gravedad. Inevitablemente, nos manchamos todos. Pero lejos de sentirnos preocupados por tal situación, la satisfacción era total en nosotros. Nos volvimos a sentar en las piedras, para recuperar la respiración normal.
—Ha sido una idea genial –comentaba Adela–: toda su corrida para las tres.
Y las otras dos reían, dichosas, pues les había parecido una ocurrencia tan grata como lo había sido para mi hermana.
—Te corres tanto que nos hemos puesto todos perdidos con tu leche, incluido tú, Daniel –glosó Encarna–.
Y así era. Tras las palabras de la prima menor, todos nos escrutábamos, para comprobar que estábamos llenos de manchas de esperma, en ropa cara manos y cabello.
—Lo mejor que hacemos es irnos ya hacia la casa. Debemos estar aseados y con ropa limpia para la hora de comer. Sería terrible que no fuera así –anunciaba Araceli–. No nos entretendremos, iremos directos a nuestros cuartos: están todos tan ocupados, que lo más probable es que ni reparen en nosotros –seguía proponiendo la mayor de nuestras primas–, sobre todo, cuidado con Ernesto –dio un último aviso–.
Resultaba curioso que Araceli hiciera esa advertencia, justo después de la conversación que yo tuviera con Petra, y que ella me explicara ese porqué. Aquello no hizo más que confirmarme, que existía una conexión entre casi todos en aquella casa, de la que yo, de momento, estaba excluido, ignorando la razón de ello. No le di más vueltas, empero, aunque resolví hacerlo cuando fuera más oportuno, pues ahora lo más perentorio era ir a casa, asearse, y cambiarse. Eso me hacía sentirme aliviado, porque esos juegos a los que nos dedicábamos, si ya eran extremadamente arriesgados, el peligro se incrementaba aún más al hacerlos a la intemperie, donde podíamos ser vistos con facilidad.
Los tres nos encaminamos, juntos, a la vivienda. Si entrábamos a la vez, era más difícil que Ernesto percibiese detalles, porque, al igual que el resto del servicio, se hallaría bajo la total presión de Trinidad, que estaría organizando la llegada de los invitados aquella tarde, so las rígidas órdenes de doña Virtudes.
Y, tal y como habíamos supuesto, eso fue lo que nos encontramos. Ernesto nos abrió la puerta, y al segundo, nos estaba dando la espalda, atendiendo a otros menesteres, sin la más mínima sospecha hacia nosotros, sobre todo al ir acompañados de las hijas de la señora, que eran el paradigma de la compostura. Eso nos había dado la oportunidad de dirigirnos con presteza escaleras arriba, en busca de nuestros cuartos, despidiéndonos todos con un guiño de complicidad.
Me cambié de ropa y me asee lo mejor posible. Más tarde, nos llamarían a comer, y debíamos estar todos presentables. Hallándome en mi antesala leyendo, recibí ese aviso.
—Señorito Daniel, ¿da su permiso? –OÍ desde afuera–.
—Pasa, Milagros –otorgué, reconociendo su voz–.
Y la puerta se abrió para volverse a cerrar enseguida. Milagros apareció ante mis ojos. Como todo el servicio, estaba agitada y nerviosa: quería que todo saliese bien, y que nadie tuviera que regañarla.
—Está usted impecable, señorito Daniel –me decía escrutándome–; a pesar de que ha tenido tiempo de divertirse con su hermana y las primas de usted –continuaba ella, revelándome que habíamos sido descubiertos–. La pena es que yo no haya podido acompañarles, pero todo llegará. Sólo entré para decirle que le esperan ya en el comedor y comprobar que estuviera reluciente. Yo me quedaré para recoger su cuarto, y limpiar sus ropas. Y no tenga miedo de nada, Ernesto no tiene la menor sospecha –finalizó–.
—Siento darte trabajo extra, Milagros. Sé que estáis todas muy agobiadas –sólo supe disculparme–.
—No tenga preocupación por eso, señorito Daniel, y baje ya, no se haga de rogar –me apremió–.
Y así lo hice. Esa tarde había que recibir la primera visita que llegaba. Durante esa semana llegarían dos familias más; y el sábado sería el gran día. Cuando bajé, ya se estaban sentando todos; y noté la mirada de reprimenda de doña Virtudes y doña Severa, que se quedaría toda la semana también con nosotros.
Como siempre, tenía mi sitio reservado entre mis dos primas. Esta vez se comportaron bien, y la comida fue de las pocas en que las manos de las chiquillas no buscaron lo que se había venido convirtiendo en una obsesión para ellas. Así que almorzamos sin más anécdota que la propia ingesta del alimento.
Después, todos nos dirigimos a la biblioteca, a esperar la llegada de los primeros invitados. Por expreso deseo de nuestra tía así se había decidido. Era la primera vez, desde mi estancia en aquella casa, que yo usaba ese recinto; y, por supuesto, que se hacía de manera pública. Después del gran salón de bailes, que yo suponía se usaría el sábado, aquella era la pieza más grande de la casa; y, al parecer, la etiqueta exigía su uso para recibir a los Montero, adinerada familia que sería la primera que nos rindiera visita. Acomodados todos, doña Virtudes, nos abandonó. Ella esperaría en uno de los saloncitos pequeños, junto con doña Severa, hasta que anunciasen esa llegada, para lo cual estaban preparados Trinidad y Ernesto. Entonces ellas se levantarían, y los recibirían en la puerta de la mansión. Nos habíamos quedado pues, los cuatro a solas (mis primas, mi hermana y yo); junto con Petra, Olga, Ofelia, Milagros y Ascensión, las criadas que atenderían a todos en la biblioteca, supuse; permaneciendo ellas como estatuas de mármol: de pie e inmóviles.
—Los Montero son una familia muy rica de la provincia –comenzó a explicarnos Araceli–, que rivaliza con la nuestra; pero después de lo que le sucediera a Ernesto y su propia familia, lejos de convertirse en un rival, prefirieron ser un aliado. Y aunque nadie se tiene un aprecio real, juegan todos a guardar las formas, y en ellas parece que la amistad y el afecto que existen son máximos, cuando la realidad es bien distinta. No es que nos odiemos, pero tampoco nos tenemos un especial cariño. Fuera como fuese, lo cierto es que tenemos que guardar las formas, y acogerlos en casa como si fueran muy considerados por nosotros. Son un matrimonio con una sola hija, cosa que no es normal en estos tiempos, sobre todo para la reputación de hombre de don Moisés, pues así se llama el cabeza de familia. Su hija se llama Eulalia, y debe tener tu edad, Daniel –continuaba ella explicando–; pero no creo que te guste, es muy repipi y creída. Sin embargo, en presencia de todos aparentará que te estima. Nosotras hemos tenido nuestros escarceos con ella, y no ha despreciado nuestros besos y nuestras caricias atrevidas; aunque no ha habido mucho más. Está en la edad de que le gusten esos juegos, quizás tengas una oportunidad en ello; sobre todo si descubre cómo es tu descomunal polla –expuso con una leve carcajada, sin importarle que las criadas la oyeran–.
Y así fue como Araceli nos puso en antecedentes de quiénes eran los que en la próxima semana iban a compartir hogar con nosotros.
Se hicieron de rogar, pues aún tardaron dos horas en llegar. Nosotros nos dimos cuenta, porque oímos un carruaje en el exterior llegar, y un tumulto de voces y de gente afuera. Sabríamos que enseguida les harían pasar para hacer las pertinentes presentaciones. Efectivamente, mientras el resto de las criadas subían sus baúles a las habitaciones, ellos hacían su entrada en la biblioteca, y nos presentábamos con la mayor pompa posible. Tanto don Moisés como doña Oliva (el matrimonio de los Montero), enseguida dejaron de prestarnos atención, pero su hija Eulalia, había permanecido con su mirada fija en mi hermana y en mí (éramos desconocidos para ella, igual que ella para nosotros). Su rostro era hermoso y pálido, y su cabello rizoso y voluminoso, le caía por los hombros. La invitaron a subir para tomar un baño, cambiarse o descansar, si era su deseo. Tras unos segundos de titubeo, accedió a subir a darse un baño, y, quizás, descansar un poco del viaje. Ello supuso que las criadas, que hasta entonces habían permanecido inmóviles de pie, se moviesen al compás que dictaban los otros, y les acompañaban a lo que serían sus aposentos esa semana.
En ese instante, tal y como me había advertido doña Severa esa mañana, yo decidí ausentarme excusándome. El porqué era bien simple: las niñas se quedaron en la biblioteca para formar parte luego de la tertulia que constituyesen las mujeres, incluida doña Eulalia. Yo era demasiado joven para codearme con don Moisés, así que, seguramente, él estaría por su cuenta, cabalgando nuestra finca, o haciendo lo que desease hacer. Me dirigí a la zona de piedras en donde tanto me gustaba estar, sabiendo que esta vez estaría completamente solo; pues el bullicio era excesivo para que no fuera de otro modo. Así, al llegar, seguro de mi soledad, me senté en una, y dejé que mi mente vagara libre, con la casa a lo lejos, y el resto de la finca a mi alrededor. Pensé en esa cueva de la que me hablara Encarna. Al final nadie me había desvelado su ubicación.
Lo que sí me llamó enormemente la atención fue ver aparecer a las niñas, poco tiempo después, cuando más ensimismado me hallaba en mis cábalas. Iban todas muy juntas, hablando entre ellas en voz baja, como si pudieran despertar a un ente, si elevaban la voz. Me rodearon las cuatro, y durante unos segundos se quedaron en silencio. Seguían todas ellas de pie, sonriéndome, y entonces yo me di cuenta: las buenas maneras exigían que me levantase, para recibir a las chicas. Con mis primas y mi hermana no lo solía hacer, pues la confianza había ya salvado ese aspecto, pero Eulalia era una desconocida para mí. Así que, me levanté con presteza, en cuanto me di cuenta. Ella me ofreció su mano y yo acerqué mis labios a sus guantes, pero sin tocarla. Después todos nos volvimos a sentar. Doña Eulalia parecía reticente, al principio, hacerlo sobre una piedra.
—No es como las sillas de la casa, pero así estaremos a nuestro aire –le comentaba Araceli, haciendo referencia a la posible incomodidad de sentarse en una piedra–.
—Doña Eulalia quería dar un paseo por la finca, Daniel –me explicaba mi hermana, usando el tratamiento conveniente hacia la invitada, pues acaba prácticamente de haber sido presentada, mientras se acomodaban–, y la hemos acompañado amablemente. Al verte, ha querido seguirte –expuso postreramente–.
Yo la miraba a los ojos. Ella no sostenía mi mirada. En cuanto la sentía agachaba levemente la cabeza. Eulalia se había sentado a mi lado, junto a ella estaba mi hermana, y a continuación se habían ubicado mis primas.
—Este es nuestro lugar preferido –le aclaraba yo a la invitada–. Solemos venir aquí cuando queremos tomar el aire, y tener la intimidad mínima para pensar en nuestras cosas. Es un buen lugar para hacerlo sin que te ensucies al sentarte –glosé–.
—Imagino que será cuestión de acostumbrarse a las piedras –comentaba la niña–, fuera de eso parece un lugar agradable para estar unos minutos. Ofrece la intimidad suficiente, pues la casa parece quedar alejada, y…, bueno si el tiempo acompaña hasta se agradece… Aquí casi hasta se podría pecar –Se atrevió a añadir con una leve sonrisa, y con su mano sobre sus labios–.
Nos miramos mis primas y mi hermana en complicidad. Si ella supiera lo que de verdad hacíamos esos minutos en que coincidíamos todos aquí… Sabiendo lo que teníamos todos en mente, aguantamos la risa que nos sobrevenía traidora, no fuera que la invitada se molestase.
—Pues sí, es cierto… Se podría pecar aquí si uno quisiera, sin que nadie se diera cuenta –acompañó Encarna en la osadía a Eulalia–.
Y la otra suspiraba, acalorada, avergonzada por su atrevimiento, y arrepentida por eso, sin duda alguna: su educación era radicalmente contraria a aquella púber idea que había dejado escapar de sus labios. Mis primas habían notado su turbación, y quisieron tranquilizarla, para que no se sintiera incómoda.
—No debes azorarte, Eulalia –le hablaba Araceli, la mayor, y la que más controlaba toda la situación, usando a posta un lenguaje de confianza–, entre nosotros no tiene por qué haber el rigor que hay entre los adultos. Además, creo que todos hemos pensado también en lo mismo que tú: en pecar aquí, y no supone nada, porque nadie se va a enterar –dijo–.
Y la chiquilla pareció tranquilizarse un poco con las palabras de mi prima mayor. El color se le volvió normal en las mejillas, y el calor descendió notablemente en su rostro.
—Supongo que es una tontería inquietarse por ese comentario, sobre todo aquí, entre nosotros. Con ellas, –aludía a nuestras primas–, ya tengo confianza, y con vosotros dos, espero que pronto se fragüe. Así que, no nos sintamos cohibidos por decir lo que pensemos –concluyó, para auto convencerse–.
—Por supuesto, Eulalia –le animaba Encarna–
Y ella por fin sonrió. Lo hizo con sinceridad y empezándose a notar cómoda entre nosotros, lejos de los mayores, libre de ese corsé educativo que debía llevar a cada segundo.
—Hagamos una cosa –propuso tras una pausa, la recién llegada–. Cuando estemos a solas, nos olvidaremos de guardar las rígidas formas que nos han enseñado. Sin perdernos el respeto, no hará falta que nos demos el tratamiento que nos han enseñado que es lo correcto. Y me refiero a vosotros, Daniel y Adela, aunque seamos casi desconocidos aún.
Y no hace falta decir que todos estuvimos de acuerdo. Había sido como si alguien hubiese soplado aire oxigenado al quinteto, y la distensión apareció con la inmediatez exigida; y, como si nos hubieran tocado con una varita mágica, toda la tirantez inicial desapareció, y nos comportamos con una confianza como si nos conociéramos de toda la vida. Todo eso facilitó lo que a continuación aconteció.
—¿De verdad que aquí habéis pecado? –Preguntó inopinadamente, Eulalia, que parecía que su curiosidad era mucho más fuerte que su posible rubor–.
Nos quedamos mudos al principio. No supimos cómo reaccionar. Dudábamos entre contárselo todo, o simplemente dejarle algunas insinuaciones, para que ella se lo fuera imaginando. Nadie se atrevía a hablar de algo tan íntimo como lo que había sucedido entre nosotros en ese lugar. Y ese silencio, casi impuesto por la inercia, fue lo peor que nos pudo suceder, porque ya Eulalia se lo imaginó. Nos miraba de hito en hito, e iba adivinando, por nuestras caras, quiénes éramos los que teníamos algo que ocultar. Y su curiosidad fue mayor aún, y lo quiso saber todo, y ya nadie la podría frenar en eso.
—Podéis contármelo: hemos hecho un pacto entre nosotros… No os quepa ninguna duda que lo que aquí contéis, aquí quedará. Creedme que yo no me voy a asustar, y será divertido oír historias atrevidas –insistía ella–.
Aún dudábamos, pero todas las miradas se habían posado en Araceli, la mayor de nosotros, para que fuera ella la que se decidiera a hablar. Estaba naciendo una incipiente confianza con esa chiquilla, y por el gesto de todos, era de común opinión el darle el beneficio de la duda, al menos.
—Verás, Eulalia –se arrancó por fin Araceli–, es cierto que aquí estamos algo alejados de la casa, y también es cierto que eso nos da cierto grado de intimidad. Pero aquí, en medio de la finca de mi madre, tampoco se pueden hacer muchas cosas –acabó exponiendo–.
La invitada nos miraba con los ojos muy abiertos. Tal y como ella suponía, era cierto que habíamos tenido nuestros escarceos. Por su gesto libidinoso, todos sabíamos que no se conformaría con esa respuesta.
—Pero algo sí que habéis hecho… ¡Contádmelo por caridad!, que no aguanto más la curiosidad que me invade.
—Bueno no ha habido mucho –se adelantó esta vez Encarna, muy segura de sí misma–. Ya sabes cómo somos los púberes: alguna caricia por aquí, y algún tocamiento en sitios que, de haberlo hecho en público, habrían provocado un escándalo…
—¿Quieres decir entre vosotras? –Preguntaba sorprendida Eulalia–.
—Sí, también ha habido algo entre nosotras. Pero en estas piedras de forma esporádica sólo –reconocía Encarna–.
—¿Entonces aquí, con quién lo habéis hecho? –Preguntó mirándome directamente, como si hubiera adivinado la respuesta antes de oírla–.
—Estás mirando a esa persona –le confesó mi hermana, sorprendiéndome a mí mismo por su atrevimiento–.
—Es excitante tener un sitio donde poder tocarse sin que nadie te vea y arme un escándalo –reflexionaba en voz alta Eulalia, mientras que ahora sus ojos se habían ido a cierta parte de mi anatomía, como si se imaginase toda la escena que le habíamos explicado–.
—Créeme que lo es, Eulalia. Aquí podemos disfrutar de eso con Daniel, y en ocasiones aisladas entre Adela y nosotras: nos gusta y nos excitamos, aunque mayormente todo eso lo dejamos en la intimidad de nuestras habitaciones, cuando hallamos la oportunidad para ello… Además, nuestro primo está muy bien –acabó de detallar Araceli–.
—¿Y sólo os habéis acariciado o también ha habido algo más? –Seguía preguntando impaciente Eulalia, queriendo saber ya cada detalle–.
—No te preocupes –le hablaba ahora Encarna–, te lo vamos a contar todo.
Y ante la expectante mirada fija de Eulalia, ansiosa por conocer todos los detalles de nuestros atrevidos, juegos, Encarna no la defraudó; y la pormenorizó todo cuanto había acontecido entre nosotros. Le habló de nuestro viaje a la villa, de los devaneos en ese carruaje, y de las veces que me habían venido a despertar a mi cuarto, así como los momentos en que habíamos coincidido donde ahora estábamos. Cuando encarna terminó su narración todos guardamos silencio. Yo me sentía el objetivo de todas las miradas, pues mi prima menor me había hecho protagonista de su historia. Y no es que no fuera así; pero yo estaba seguro de que sí había omitido muchas más cosas en las que las protagonistas eran mis primas y mi hermana, con la participación más que probable de Alfredo y Benito.
—Sería genial poder participar de todo eso –murmuró Eulalia–.
Las niñas se miraban entre ellas, y yo me veía como un simple objeto ahí en medio, a merced de lo que ellas dispusieran. No me molestó ni incomodó aquello, no obstante.
—Debe ser tu más sagrado secreto –le advirtió de repente Araceli, muy seria, como si aquello fuese la ceremonia más solemne de nuestras vidas, y quizás sí lo era–.
—Tienes mi promesa de que lo será –contestó Eulalia, con la misma formalidad que Araceli había iniciado–.
—Si sabes guardar silencio, te lo podrás pasar muy bien –intervino mi hermana, mientras ella misma asía la mano de Eulalia, y la llevaba con lentitud hacia mi entrepierna, hasta que ella atrapó mi pene, que despertó, aunque no del todo, al sentir ese contacto–.
Eulalia estaba muy colorada. Seguramente aquella sería su primera experiencia, dada su edad y su rígida educación moral. Me agarraba el apéndice por encima del pantalón con torpeza, lo apretaba, lo aflojaba, y de su garganta no se le escuchaba ni el más mínimo suspiro. Pero sí se la veía agitada y ya envuelta en la vorágine de la que nosotros tantas veces nos habíamos vistos presos. De nuevo, entrábamos en todo el riesgo imaginable, al volver a comenzar nuestras actividades, sobre todo, en ese lugar.
—Se ha puesto muy dura, lo he notado; y ha crecido: ha sido totalmente sorprendente –comentó la chiquilla, absolutamente absorta–.
—No sabes nada acerca del sexo, ¿verdad? –Intervine por fin yo, con una caricia en sus cabellos, y un beso en su mejilla–.
Y Eulalia tan sólo negó con la cabeza.
—Haremos una cosa, si te parece bien –proseguí–: con nosotros aprenderás, y de paso te lo pasarás muy bien ¿te apetece?
Eulalia seguía muda: esta vez asintió con la cabeza.
—Lo primero que voy a hacer es dejarlo libre, será lo mejor –anuncié–.
Mi propia conducta me había sorprendido, porque en absoluto había desaparecido mi miedo por el peligro al que nos exponíamos. Quizás era algo que todas sentían, pero el anuncio que había hecho lo tapó. Las cuatro me miraban con los ojos muy abiertos, mientras yo me iba bajando los pantalones y los calzones hasta los tobillos. Y mi pene en semi erección quedó ante los ojos de las chiquillas.
—¡Oh, qué grande es tu cosa! –Exclamó Eulalia con ingenuidad–.
—Aún se pondrá más grande, ya lo verás –le habló Adela–.
—Mi cosa se llama pene –le instruía yo–. Aunque también se le llama vulgarmente polla, pija, verga, y un sinfín de nombres. Pero ni se te ocurra mencionar nada de eso con adultos delante, no será admisible para ellos –advertí finalmente–.
Me volví a sentar en la piedra. Ninguno de los ojos se apartaba de mi apéndice. Me acerqué mucho a Eulalia, y la besé los labios con la mayor dulzura que supe. La noté estremecerse como una hoja mecida por el viento.
—Ahora quiero que prestes mucha atención, y que observes cómo ellas me la tocan y me la ponen en su máxima dureza y en su máximo tamaño. Si te fijas bien, aprenderás tú también a usar las manos –expliqué a nuestra invitada–.
Ella volvió a asentir con la cabeza. Enseguida noté una de las manos que se adueñaba de mi sexo. Había sido Araceli la que había empuñado mi miembro, y con un movimiento de masturbación había dado todo el vigor requerido a mi miembro. En un abrir y cerrar de ojos había adquirido el máximo tamaño y la máxima dureza. Por último, sus labios tocaron el glande, antes de que yo retirase su mano.
—¡Cómo se ha puesto, Daniel! –Oí comentar a quien adiestrábamos–.
—Eso es porque estoy excitado sexualmente. Cuando a un hombre está así, su pene se pone duro y crece de tamaño. Lo que ellas me han hecho es masturbarme, Vulgarmente también se le llama hacer una paja, meneársela, y otros innumerables nombres. Que de igual modo no debes mencionar –le indicaba yo–. Ya está todo lo grande y dura que puede estar –le seguía yo aclarando a Eulalia–. Ahora quiero que tú se la menees, de igual forma que has visto hacer. Quiero que experimentes en tus manos la sensación de acariciar una polla bien dura –expuse finalmente–.
Eulalia parecía haber perdido su timidez inicial. Sin titubeos, dirigió su mano a mi verga, e inició los movimientos que había observado en Araceli.
—Parece de acero –comentaba, mientras me masturbaba, con menos maestría que su antecesora, pero sin hacerlo mal–. Y me siento toda mojada, qué sensación más extraña –seguía explicando–.
—Cuando una mujer se excita, uno de los síntomas es que nos mojamos como tú lo estás ahora, e igual que lo estamos todas –le explicaba Adela, muy cerca de su oído, con besos en su pabellón auricular–.
Lejos de reírnos de su ignorancia, queríamos que aprendiese todo lo que desconocía.
—¿Quieres decir que a todas se os ha mojado también la cosa? –Preguntó incrédula, buscando una confirmación–.
—Tu cosita se llama vagina –seguía yo aleccionando–, aunque vulgarmente también se le llama, coño, chocho, y otro sinfín de nombres. Pero tú no debes usar ninguno de ellos frente a ningún adulto, jamás –insistía yo–.
—Y sí, a todas nos chorrea el coño –respondió explícitamente mi hermana–.
No contenta con eso, Eulalia escrutó el resto de los rostros, recibiendo un gesto de afirmación por parte de mis primas. La niña no había detenido sus movimientos y seguía con mi cipote en su mano. Más confiada, sabiendo que todas tenían su mismo indicio, hizo lo que viera hacer a Araceli. Apoyó sus labios en la cabeza y la besó.
—Es…, es fantástico –dijo–.
—Claro que lo es, cielo –le hablaba Araceli–. Sólo has hecho que asomarte a un mundo maravilloso. Pero debes tener cuidado, debes dar la impresión de que jamás has roto un plato, y sobre todo, de no tener ni idea de todo esto. Los adultos no te lo perdonarían.
—Aquí sólo podrás ver cómo es, cómo reacciona, y cómo darle placer a la polla de un chico. Tú no podrás tener placer, porque no es el lugar ni el momento idóneo… De hecho ya estamos corriendo un riesgo enorme. Pero llegará tu momento también, Eulalia –dije–.
Y las demás chicas asentían mis palabras.
—Ahora te enseñaremos otra forma de darle placer a una polla como esa, y cómo reacciona cuando obtiene todo ese placer. Sabrás lo que es que un chico se corra, y para qué sirve lo que eyacula.
Y Eulalia tan sólo atendía con los ojos muy abiertos, lo que Adela le explicaba. Aunque por su cara yo sabía que no lo había entendido.
—Primero lo haremos nosotras, tú fíjate bien, que luego será tu turno –le decía Encarna, que, presa de una indomable excitación, se había apresurado a adueñarse de mi verga–.
Y de nuevo sentí los labios de mi prima menor alrededor de mi glande, envolverlo con todo su buen hacer, con todo su amor, subiendo y bajando con la boca, engullendo mi pene y sacándolo luego. Eulalia la miraba con sorpresa. Supongo que no se imaginaría que se pudiera hacer eso, y, mucho menos, que eso causara tanto placer. Fuera como fuese, Eulalia estaba fuera de control, como el resto de nosotros, debido a la terrible excitación que nos dominaba.
Después de la boca de Encarna sentí la de Araceli. Su hermana mayor parecía competir con Encarna, y puso mayor empeño en hacerme esa magnífica mamada. Mi rígido apéndice se perdía en su boca, y sus labios y su lengua me daban un placer difícilmente soportable. Y el orgasmo, aunque aún no estaba a las puertas, avanzaba con presteza.
Por último fue la boca de mi hermana la que le dio a mi polla todo su saber. Armonizaba el movimiento de la cabeza con el de su mano. Y la masturbación era así completa: con la boca y con la mano, lo que agilizaba mi placer a mayor velocidad aún. Y sus labios y su lengua me daban un goce increíble, acrecentado por su mano. Mis jadeos eran ya gemidos, y ella sabía que el progreso era mayor, mucho mayor del que parecía ser…
—¡Con la boca! –Exclamaba atónita la invitada–.
—A eso se le llama felación o sexo oral. Y también vulgarmente mamada –Le indicó alguien, pues yo ya no podía hablar–.
—Ahora te toca a ti, Eulalia –le dijo Araceli–. Pero ten cuidado: está a punto de correrse.
—¿Correrse? ¿Qué es eso? –Preguntó ingenua ella, mientras tan solo sujetaba mi pija con la mano, sin metérsela aún en la boca–.
—Que está a punto de echar su leche –quiso explicar Encarna, pero lo estropeó aún más, ya que la pobre chiquilla no entendía nada–.
—¿Los chicos tienen leche? –Preguntaba desesperadamente ya la niña–.
Y Adela, se acercó a la invitada, y con la boca muy cerquita a su oreja, se lo explicó todo.
—Cuando un chico está excitado, si se le hace una paja, una mamada, o simplemente folla, ya sabrás luego lo que es eso, acaba expulsando un líquido viscoso de color blanco. Ese fluido se llama semen, esperma y vulgarmente leche, aunque no es leche de verdad. A ese acto se le llama eyaculación, que va acompañada de un orgasmo. Un orgasmo el máximo placer sexual que una mujer o un hombre puede tener. Ya lo comprobarás tú misma cuando lo tengas. Vulgarmente se le llama correrse. Las mujeres también nos corremos aunque no eyaculamos así, nos mojamos, como lo estás tú ahora. El semen de los hombres es lo que produce el embarazo en las mujeres al depositarlo dentro del coño.
La sonrisa de Eulalia evidenciaba que lo acababa de entender por completo.
—¿A qué sabe el semen de un hombre? –Seguía preguntando, dándose cuenta de que podía caer en su boca si yo estaba tan a punto de correrme, cuando ella imitase la mamada que me habían dado las demás–.
—Principalmente sabe salado. Aunque hay más matices… –Le contestaba Araceli–. Pero no lo pruebes si crees que no te va a gustar. Él te advertirá cuándo se vaya a correr, y tú te la podrás sacar de la boca. Aunque te aseguro que a los chicos les vuelve totalmente locos cuando se corren en la boca de una chica –puntualizó al final–.
—Creo que me arriesgaré a probarlo. Si me desagrada, siempre puedo escupirlo al suelo. Si tanto le va a gustar a Daniel, no voy a ser yo quien le prive de ese placer –reflexionó tras unos segundos–.
Y ya no hubo más palabras. Mi miembro despareció en su boca. Eulalia se había fijado muy bien en lo que las otras me habían hecho, porque su hacer era tan bueno como el que las otras me habían dedicado. Su lengua envolvía mi glande, mientras que toda la carne entraba y salía en su boca. Y la fruición que me provocaba era ya máxima. Y yo sabía que no tardaría mucho. Por eso la avisé.
—Me voy a correr Eulalia –dije, por si la otra se arrepentía en el último momento–.
Pero no fue así. La muchacha continuó con su hacer, hasta que todo mi volcán se precipitó al exterior, a la vez que mis gritos ensordecidos por mi mano. Ella lo recibió todo sin apartarse. Cayó todo en su boca, y ahí mantuvo mi pene hasta que ya no salió más. Mientras yo recuperaba el aliento. Se sacó mi miembro de su boca y degustó lo que en ella se había derramado. Se lo tragó, y, después de todo ese silencio, habló:
—No sabe muy bien, la verdad; pero es absolutamente soportable. Si a los chicos les gusta, no seré yo quien se lo niegue –insistió–.
—Créeme, Eulalia que no existe nada que les vuelta tan locos a los chicos –le exponía mi hermana–. Cuando él te lo haga a ti, sabrás de qué hablo, porque sentirás tanto placer como hasta entonces, jamás en tu vida –finiquitó–.
—Ahora no sería oportuno, Eulalia. Tendrías que desnudarte aquí. Y a mí me ha bastado con bajarme los pantalones. Lo que hacemos es muy peligroso, y aquí nos pueden ver –le hablaba yo–; pero te aseguro que tú también tendrás tu recompensa.
Y la chiquilla nos miraba de hito en hito, sorprendida, como si halásemos un idioma que a ella se le escapase. Sin duda no dominaba ese código, pero lo haría, no tardando mucho.
—Ahora ya sabes qué es lo que hacemos aquí –le indicaba Araceli–. Esto no nos da toda la intimidad necesaria como para que sea completo. Para eso usamos, o usaremos las habitaciones, siempre que la situación sea propicia.
—Me gusta cómo pecáis –dijo tan sólo la niña–.
Y ya no hubo mucho más. Las niñas tuvieron que regresar, no querían levantar ni la más mínima sospecha. Yo me quedé un poquito más, no quería aparecer cuando ellas por el mismo motivo. Pero, después de unos minutos, tomé rumbo a la casa. El ambiente ya era diferente, el ajetreo que se podía notar, ahora carecía de la tensión de antes. La presencia de los invitados era la evidencia que había más jaleo. Cenamos todos juntos. Mi tía hacía de perfecta anfitriona, presidiendo la mesa. Era la primera vez que habíamos elegido el comedor grande; y, aunque sobraba sitio, se acabaría llenando durante la semana con las visitas que aún quedaban por llegar. Nos habían ubicado juntos, por ser púberes, y las miradas de complicidad entre nosotros, eran diáfanas, salvo para los adultos, que estaban a sus conversaciones, y no nos prestaban atención. Sin embargo esta vez no hubo ninguna mano bajo el mantel que alterase nada: había demasiados ojos y alguno no deseable lo podría haber advertido. Así pues, lejos de esas ojeadas, nuestro comportamiento era ejemplar. Y no faltaron halagos, especialmente hacia el admirable aprendizaje de mi hermana y mío, en tan poco tiempo, desde que nuestra tía nos acogiera. Lógicamente, esas lisonjas eran para la anfitriona, no para nosotros. Acabada la cena, nos despedimos con la cortesía esperada, y nos fuimos retirando cada uno a nuestro aposento. Y así había sido como ese día conocí a Eulalia, esa chiquilla que invadió nuestra privacidad.
Más o menos satisfecho por cómo había sido el día, me acosté. No estaba Milagros, ni estaría, como bien supuse; los invitados requerían también su presencia, y éstos eran más importantes que yo. Con el recuerdo de esa chiquilla, me arropé y dejé paso libre al sueño para que me invadiese.
Fue en ese instante que la mente viaja entre el sueño y la vigilia, en que me pareció oír ruidos. Lo achaqué, al principio a mi estado adormilado, pero comprobé que esos ruidos continuaban. A los pocos segundos pude advertir que se trataba de la puerta de la antesala que se abría. Me quedé paralizado. Supuse que sería Milagros, que debido a los invitados, no había podido estar conmigo en todo el día; aun siendo así, esa idea me asustaba, pues resultaba de lo más osada, incluso para una sirvienta tan sabia como ella. Mientras yo seguía petrificado, oía con claridad cómo alguien, desde la antesala, asía la manilla que daba a mi dormitorio: estaba a punto de entrar. Mantuve la respiración mientras la puerta de mi alcoba se abría. Estaba totalmente a oscuras, ni siquiera divisaba la figura que acaba de invadir mi estancia. Oí con claridad el ruido de un fósforo, y a continuación, todo cobró luz.
La cerilla recién encendida, que al poco tiempo dio luz a la lámpara de mi mesilla de noche, me reveló con claridad que se trataba de Eulalia. Sus negros cabellos caían por su rostro, y su gesto de susto me dejaba ver que tenía tanto miedo como yo en ese instante. Yo la miraba absorto, con los ojos muy abiertos. Ella, aproximándose a mi cama, hizo ademán de acostarse junto a mí.
—Hazme sitio, Daniel, vamos –me pidió, hablando en un susurro–.
Yo seguía atónito por su audacia, y le hice un hueco para que yaciese conmigo. La hija de los Montero me miraba fijamente mientras no perdía su sonrisa.
—¿Tú estás loca? –Pude hablar al fin, después de superar la sorpresa inicial–. Si te llegan a pillar estamos perdidos, nos matan a todos. –A pesar de mi susto, le hablaba en un susurro, y con delicadeza–.
—¿Te crees que soy tonta? –Me replicaba ella en el mismo tono–. He tenido muchísimo cuidado de que nadie me sorprendiera. Desde la puerta del cuarto de mis padres se oían ronquidos, y la casa está tan en silencio que se oyen los grillos de fuera. Créeme, sólo una persona sabe que estoy aquí, y te garantizo que no dirá nada. Está esperando en la antesala y luego me acompañará a mi alcoba –concluyó–.
Después de las explicaciones de la chiquilla, ahora mi susto era mayor.
—¿Quién es esa persona? –Pregunté, inevitablemente, muerto de miedo–.
—No debes asustarte –trataba de tranquilizarme la chiquilla, que parecía muy segura de sí misma–. Es Milagros la única que sabe que estoy aquí y la que me espera ahí –señalaba a la antesala–. ¿Cómo crees si no que he sabido cuál era tu habitación?
Me tranquilizó mucho saber que Milagros había sido la cómplice que Eulalia había utilizado para alcanzar tal fin. Lo único malo era que yo sabía que me esperaban sus comentarios jocosos al día siguiente.
—No creas que no me alegro de verte aquí conmigo –le seguía hablando después de haberme tranquilizado–. Has sido muy valiente, y veo que eres muy lista para conseguir tus propósitos. Eso me gusta mucho en una chica.
—No podía evitar estar sin ti: desde esta tarde algo en ti me ha llegado muy dentro, aunque no sé qué es; pero me gusta –me confesó–.
Yo me quedé pensativo unos instantes antes de replicarla.
—Escucha, Eulalia –le quise explicar–. Lo que ha pasado esta tarde es algo que produce mucho placer, a los chicos y a las chicas, entiendo que te haya gustado tanto que tú quieras más. Por mi parte no habrá inconveniente en ello. Pero te aseguro que si no establecemos un vínculo de amistad, de afecto y de cariño fuerte, con el tiempo nada va a funcionar. Nos lo podremos pasar tan bien cómo tú desees: pero antes de eso tenemos que ser amigos, tiene que haber ternura.
—Pero si es eso mismo lo que siento por ti –se justificaba ella–. No he venido hasta tu cama para que te corras otra vez, y te aseguro que me ha gustado tanto que me encantaría que volviera a suceder. Sólo quiero sentirte aquí, a mi lado, muy cerquita de mí, y que hablemos como estamos hablando ahora.
Por las palabras de la muchacha, me daba cuenta de que estaba un paso por delante de mí. Me encantó descubrir en ella tanta madurez y tanta inteligencia. Me gustaba.
—Eso es maravilloso –repuse yo–. Es justo lo que ha de suceder.
—No solamente está sucediendo eso, Daniel: además, mira, ya se te ha puesto dura –advirtió la chiquilla–. Me encanta que se ponga así –añadió luego–.
Y, efectivamente así era. Sentir su cuerpo sobre mi desnuda piel había producido inevitablemente ese efecto, y mi pene había despertado a la juventud de la mujercita que tanto placer le diera horas antes. Eulalia hizo acopio de lo que había aprendido, y me tomó el miembro con su mano. Ese último trato fue definitivo para que adquiriese su máximo tamaño y dureza.
—Es fantástica –susurraba como si hablara consigo misma, mientras no dejaba de acariciarla, iniciando el incipiente movimiento de sube y baja–.
Yo empezaba a verme en la Gloria. Aquella muchacha había aprendido muy rápido y sabía lo que se hacía. La excitación me estaba conduciendo al límite. Pero entonces mi pensamiento, como si fuese el más fiel y efectivo de los vigías, me advirtió el porqué de que todo esto estuviera funcionando: tenía que pensar en ella, y no sólo en mi placer…
—Eulalia, cielo –comencé a decir–. Ya me has dado mucho placer antes, cierto es que eso te ha ayudado a aprender, pero aún te queda experimentar en tu cuerpo lo que tú me hiciste sentir por la tarde.
—Daniel, ¿de verdad crees que no lo estoy experimentando? Mi coñito es puro líquido –objetó ella–.
—Eso sólo es un síntoma que anuncia tu excitación. Aún no sabes lo que es placer –expliqué–. Y quiero que lo sientas, que lo guardes dentro de ti como lo más bonito que hayas sentido.
Sin decir nada más, quité su mano de mi verga. Tuve que soportar los lamentos agudos que yo sólo oí, de aquella parte que tan bien había estado siendo tratada. Desabroché su ropa de dormir, y se la quité, igual que su ropa interior, quedando la muchacha completamente desnuda, sin que ella hubiera puesto la más mínima resistencia, ni hubiera hecho el más mínimo reproche a mi hacer: la excitación era total. Tenía el cuerpo ya totalmente formado de mujer. Sus pechos eran grandes, y los pezones pardos enormes. Su cintura estrecha daba paso a su monte de Venus, ya cubierto totalmente de un vello negro y liso.
—Nadie que no sea una mujer me ha visto antes desnuda –confesaba ella, dispuesta a entregarse a mí–. Esta es la primera vez.
—En esta semana que estés con nosotros, ha habido y habrá muchas primeras veces para ti, Eulalia –contesté yo–. Y te aseguro que no te arrepentirás de ninguna de ellas. De todas formas, no quiero que tengas ningún miedo: te prometo ser tan delicado como un ángel.
Su magistral cuerpo estaba expuesto ante mí y era como vislumbrar el encanto mismo. Me aproximé a ella y la besé en la boca. La chiquilla me respondió dejando que su lengua y la mía danzaran enlazadas. Después mis labios fueron resbalando por su cuello, hasta alcanzar su escote. Ella respiraba ligeramente agitada, al notar que me acercaba a sus pechos, de lo que, no mucho más tarde me apropié. Dibujé la curva de sus senos con la lengua, para alcanzar posteriormente la cima de estos y sus puntitas, ya puntiagudas. Mi lengua acarició sus pezones y el primer gemido de la niña llegó nítido a mí.
—Ah, Daniel… Eso me gusta… –murmuró–.
—Lo sé, cariño –respondí yo–. Y es sólo el principio. Lo que venga ahora te gustará mucho más.
Me dediqué a rozar sus pezones con mi lengua, mientras su placer se incrementaba a gran velocidad. Podía notar como su excitación era ya máxima, con aquellas agujas duritas y firmes al máximo. Supe percibir cuándo el placer rozaba peligrosamente la frontera del sufrimiento, y dejé sus pechos hermosos para descender por la magia de su vientre hasta llegar al monte de Venus. El potente olor a sexo llegó con nitidez a mi nariz, que lo inspiró con afán. Mis labios palparon su vello púbico, y asumieron centímetro a centímetro su pubis. Y mi lengua surcó sus muslos hasta tocar los labios de su vagina. Y la chiquilla ya se retorcía en la sábana con gemidos que a duras penas podía ahogar.
—Me estás matando de gusto, Daniel –farfullaba únicamente ella–.
—Te equivocas… Ni siquiera estás herida de placer. No tardarás en comprobar lo que es morirse de satisfacción –corregí yo–.
Y me aventuré en su sexo. Acaricié sus labios mayores, su vulva, y mi lengua recorrió la longitud de los labios menores… Fue tal la sensación de goce que ella sentía, que se mordía una de sus manos, mientras que su flor se había abierto entera, suplicando que entrase todo lo que debía entrar ahí, fuera lo contundente que fuera. Mi lengua buscó su vagina hasta donde me permitió su himen. Arroyaba el flujo por sus genitales, rezumando por sus muslos y entre sus nalgas. Cuando presioné su virgo ella dio un respingo. Yo lo noté. Supe que le había molestado, y cesé en ese empeño. Por el momento sólo quería que ella se llenase de fruición. Mi lengua se hundió entre sus nalgas, y frotó con suavidad su esfínter, recogiendo todo el flujo que hasta ahí había llegado. Esa sensación, la hizo dar un espasmo, mientras sus gemidos de placer se incrementaban, a duras penas pudiendo ella reprimirlos.
—¡Oh Daniel, esto es…, delicioso! –Exclamó ella en un bisbiseo en uno de los momentos en que me había detenido–.
—Esto sólo ha sido el aperitivo. Ahora prepárate, Eulalia, porque llega la delicia auténtico –hice ver–.
La mocita cerró los ojos y se preparó para lo que yo le había advertido. Sin más preámbulos, separé los pliegues de su anegado coñito, y encontré el clítoris hinchado al máximo, esperando mi hacer. Lo besé con mucha suavidad, con mis labios, luego lo rocé muy cuidadosamente con mi lengua; y cada nuevo contacto, ella tenía espasmos como si estuviera recibiendo descargas eléctricas. Y ya no esperé más, ni me hice de rogar. Empecé a frotar ese botoncito con frenesí y velocidad. Y Eulalia gritó. No lo pudo evitar, para ella aquello ya rebasaba todo el deleite que se podía imaginar que pudiera existir. Fue un grito muy breve, porque enseguida puso su mano delante de la boca, tapándola. Y así, apretando su boca, seguía chillando mientras yo no reducía ni la velocidad, ni la presión de mi lengua sobre su clítoris. Y llegó lo inevitable. Algo dentro de ella empezó a hervir. Encorvó su cuerpo extraordinariamente, para tensarlo al máximo luego, sintiendo todo su fuego por dentro. Y como si intuyese que aquello la desbordaría, tomó la almohada y ahogó todo su alarido que salió de su garganta, mientras su orgasmo la atravesaba, dejándola mortalmente herida de placer, ahora sí. Cuando noté que su corrida cesó, cesé yo también en mi hacer sobre su centro del placer, besando sólo esa zona con una delicadeza extrema. Poco a poco su cuerpo y toda ella se relajó. Tras eso, me situé junto a su cara, acostado a su lado. La niña, con los ojos humedecidos, me miraba ahíta por la sorpresa, y por ese goce inverosímil que acababa de descubrir. Satisfecha y feliz, se lanzó a mi boca y me besó, llenándome con su lengua, empapada de su propio flujo; pero ni tiempo me dio para avisarla.
—Estaba lleno de tu líquido, Eulalia –dije luego a modo de disculpa cuando ella se separó–.
—Lo sé, y no me importa, Daniel. Esto que me has hecho ha sido lo más increíble que he sentido jamás. Tenías tú razón… Estoy descubriendo muchas primeras veces, y la siguiente siempre es mejor que la anterior… Jamás pude imaginar que el cuerpo de una mujer pudiera sentir esto… Ahora comprendo lo que tú sentiste cuando te corriste esta tarde en mi boca. Y como que me llamo Eulalia, no te dejará de faltar mientras yo esté aquí toda esta semana.
—Ha sido tu primer orgasmo. Ya sabes lo que es correrse –enfatizaba–. Y a ti tampoco te faltará todo ese placer –prometí del mismo modo–. Quiero que sepas que socialmente, las mujeres no disfrutan del sexo como has disfrutado tú. Cuando vayas creciendo, te educarán para que seas tú quien satisfaga al hombre, pero no para que tú seas satisfecha. Por eso he querido que tú supieras lo que se puede disfrutar con el sexo; creo que tendrás poquitas oportunidades de saberlo, salvo que no sea procurándotelo tú misma.
—¿Cómo puedo hacer eso? No creo que me llegue mi lengua hasta ahí –dijo, inocentemente–.
—Con los dedos, Eulalia… No te preocupes. Yo te lo enseñaré todo. Cuando acabe la semana y te vayas, serás una experta –afirmé–.
—Cada vez que me corra, bien por las relaciones que tenga con un hombre, o bien haciéndomelo yo misma, me acordaré de ti, Daniel, te lo prometo.
Y, emocionada, nuestra invitada me volvió a besar, entregándome todo su cariño.
—Aún te queda experimentar la penetración –anuncié yo–.
—No sé qué es eso –evidenció–.
—Consiste en meter el pene en la vagina de una mujer. Es lo que vulgarmente se llama follar, y es la forma que se hacen los hijos, pues cuando se deposita el semen dentro, se produce el embarazo. La primera vez siempre duele, porque las mujeres tienen una membrana llamada himen o virgo, que mantiene la vagina cerrada, y hay que romperla para que el pene entre.
—Será como tú digas, Daniel, tú eres mi maestro –se entregaba ella–. Sé que me dolerá, porque antes cuando presionaste con tu lengua, noté molestias. Pero también sé que tú lo sabrás hacer muy bien.
—Te dolerá, Eulalia –confirmé yo–. Pero debes confiar en mí. Solo será un momento. Después, cuando notes mi polla atravesarte el coño, sentirás más placer del que has sentido ahora.
Y la niña se estremeció. Intentó imaginarse más placer aún del que acababa de obtener.
—Tiene que ser apoteósico, Daniel –exponía ella–. Confío tanto en ti, que estoy segura de que será tal cual tú dices. Pero…, ¿tú crees que me cabrá esa polla tan grande en mi coñito? –Preguntó a continuación, llena de dudas, asiendo nuevamente mi firme verga, comparando mentalmente su estrechez con mi enhiesto ariete–.
—Te cabrá, créeme. Las mujeres están preparadas para que un bebé salga por ahí… ¿cómo no ha de poder entrar mi pija? No te imaginas cuánto se puede llegar a dilatar –le expliqué. Y eso pareció tranquilizarla–.
—Tu polla está palpitando en mi mano –musitaba la niña, mientras que bajo las sábanas, masturbaba mi miembro suavemente aún–.
—Eso es porque le está encantado lo que la estás haciendo –observé yo–.
—Pues prepárate, porque lo que te voy a hacer ahora, aún le encantará más. –anunció–.
Y sin más, se deslizó hasta colocar su boca a la altura de mi verga. La besó despacito y con dulzura durante unos breves segundos, para, sin previo aviso, meterla en su boca. Y de nuevo sentí su dulzura, igual que la sintiera aquella tarde sobre la piedra. Su lengua de terciopelo volvía de nuevo a hacer emerger de mí las más maravillosas sensaciones que un hombre pudiera tener; mientras que sus labios daban la caricia exacta a mi miembro, que se expresaba en todo el esplendor del placer que ahora tenía. La niña lo había aprendido a hacer muy bien, y me estaba transportando a los mil paraísos; y aquello ya tomaba una velocidad que sólo conducía a una sola meta.
—Métemela Daniel –pidió ella, repentinamente–.
Yo aún no estaba seguro del todo. Me asaltaba el miedo del riesgo del embarazo, tal cual me habían explicado. Ella no estaba preparada igual que las criadas.
— ¿Por qué dudas, Daniel? –Me apremiaba impaciente ella–.
—Te puedes quedar embarazada –dije al fin–.
—Pero si me habéis explicado que solo sucede si cae la leche dentro. Te correrás fuera y no habrá problema –razonaba ella aplicando su inexperiencia–.
—Siempre existe el riesgo de que se expulse algo, aunque no haya eyaculación –precisé–.
Hubo silencio. Eulalia lo había comprendido perfectamente, pero su excitación era demasiada como para ceder a cualquier tipo de razonamiento al respecto.
—Tú mismo lo has dicho, es un riesgo, no es seguro… No puedo más, te lo ruego –suplicaba la pobre–.
Me deshacía en un mar de dudas, cuando, de repente, en mi pensamiento, como si un velo se retirase y me dejase ver una certidumbre diáfana, supe que no sucedería nada si la penetraba. Adiviné rápidamente que aquello era producto de mi cualidad que estaba funcionando. Y ya entonces estuve seguro.
Me coloqué encima de ella, le abrí todo lo que pude las piernas, y acaricié su rajita con los dedos. Estaba inundada, no necesitaba más lubricación ya. No obstante, continué con esas breves caricias sobre su clítoris, que la hicieron retorcerse de placer.
—Así es como te has de propiciar placer a ti misma –le explicaba, mientras mis dedos restregaban su sensibilidad máxima–.
Ella sólo afirmaba a mis indicaciones, sintiéndose presa de un placer descomunal. Después me separé, y situé mi verga en la entrada de su chocho. Presioné levemente. Ella notó la molestia, y se arqueó.
—Aguanta –dije–, serán sólo unos segundos.
La vi que cerraba sus ojitos, y empujé más fuerte, hasta que poco a poco la barrera del himen cedió y la punta de mi cipote entró. No me moví, empero, una vez que hube notado que había habido desgarro. La miré a los ojos, y, aún con ellos cerrados, dos lagrimones inmensos surcaban sus mejillas. Despacito le saqué el pene, y bebía su llanto, mientras acariciaba sus sienes.
—Ya está –quise calmarla–, ya ha pasado todo. Por hoy no te haré más. No te asustes si descubres sangre en tu sexo, siempre es así. Al llegar a tu alcoba, te lo lavas bien, y de vez en cuando te introduces un dedo para dilatar la zona. Mañana te follaré hasta que nos corramos.
La niña me miraba con los ojos humedecidos, pero estaba satisfecha. Satisfecha de mis explicaciones, y de la delicadeza que yo había puesto en todo ese hacer.
—Ha dolido, Daniel –me confesaba–, pero tú has sido tan cariñoso, que no me ha importado. Haré lo que me dices. Me lavaré al llegar a mi dormitorio, y procuraré meterme un dedo ahí para que se mantenga ancha la entrada para tu polla mágica. Pero mañana te aseguro que volveré y me follarás hasta que nos corramos.
—Ahora lo mejor es que te vayas, y hagas lo que te he indicado. El escozor que sientes te irá pasando hasta que desaparezca –indiqué–.
Ella asentía con su cabecita. Las lágrimas se le habían detenido en los ojos, como si fueran adornos a su encanto. Me besó en la boca, con una ternura especial.
—Antes de irme, aún tengo que hacerte acabar. Tú te has quedado a medias, y después de todo el placer que me has dado, jamás consentiré que eso suceda –me dijo–.
Y sin más, yo tumbado bocarriba y ella sobre mí, hizo que mi verga nuevamente se perdiera en su boca. Se esmeró en su mejor mamada, y rápidamente me condujo al cielo. Ahí gocé como nunca hasta entonces lo había hecho con ella, y no hubo mucha demora hasta que todo se precipitara al final deseado. Aunque ya lo habíamos hablado, y sabía que ella quería recoger mi eyaculación entre sus labios, la avisé no obstante.
—Ya me llega, Eulalia, tesoro –dije–.
Pero ella no se inmutó ni lo más mínimo. Mantuvo la cadencia y la velocidad, hasta que, entre mis gritos, la llené la lengua de mi semen. Cuando Eulalia se la sacó de la boca, me la había dejado sin el menor rastro de esperma, habiéndolo ingerido ella todo igualmente.
—Eres un encanto, Eulalia. Ha sido magistral –le dije, esta vez yo con los ojos humedecidos por la emoción que sentía en ese momento–.
—Tú sí que eres hipnotizador, Daniel –me respondía ella–. Te aseguro que habrá un antes y un después. Mi vida antes de conocerte, y mi vida a partir de ahora. No te voy a olvidar, y voy a hacer que tú tampoco me olvides. Y no te asustes, no soy tonta, ni vivo en otro mundo: sé que nuestras familias están por encima de nosotros. Pero en la medida de lo posible, te prometo que será como yo te digo. Hasta mañana mi ángel –se despidió–.
Y, diciendo esto, se levantó de mi lecho, se puso lo que yo le había quitado, apagó la lámpara, y se fue por donde la vi aparecer, haciendo el menor ruido posible.