Nuestra Implacable Educación (IV)

Dos adolescentes son educados por su tía después de la muerte de su madre. En este cuarto capítulo, Daniel confirma los rumores que corren sobre él.

4: LOS RUMORES SON CIERTOS

Había oscurecido ya, cuando abandoné mis aposentos. Los candelabros de toda la casa habían sido encendidos, iluminando la morada. Bajé la gran escalera con parsimonia, sin pensar, sin mirar tampoco. Reinaba un gran silencio, no se oía nada.

Me dirigí al segundo salón, que habitualmente era el que solía usarse. Llamé con educación, y tras recibir el oportuno permiso entré. Allí estaba mi tía, mi hermana, las hijas de la primera, y doña Severa. Parecían formar una tertulia. Con educación me disculpé si las había interrumpido, pero ellas me apremiaron a que las acompañase. Mi cambio tan notable en mis maneras, mantenían muy orgullosa a doña Severa, y mi tía, por halagarla, aparentaba tener la misma jactancia. Allí permanecimos hasta que anunciaron la cena. Nos trasladamos al comedor y cenamos sin mayor novedad. Después de los postres, volvimos al salón, mantuvimos una breve conversación, y no mucho más tarde, me disculpé ante todos anunciando que me retiraba a descansar, con la excusa de estar listo mañana a primera hora para nuestras clases. Miré con el mayor disimulo a mi hermana, buscando su complicidad; pero en realidad no hacía falta. Ella ya se había levantado y hacía una reverencia a los presentes, explicando que subiría conmigo. Nos despidieron, y nos dirigimos a nuestros cuartos. No hablamos entre nosotros, porque en el pasillo estaba el diligente Ernesto, y por la casa pululaba Trinidad, como una abeja desorientada. Al llegar el momento en que cada uno se separaba, para entrar en nuestros dormitorios, sí que la hablé.

—Que descanses, hermana querida.

Ella percibió todo mi amor con la luz que emanaba de mis ojos.

—Hasta mañana, Daniel, cariño –respondía ella con el mismo fragor –

Me desnudé y dormí de un tirón hasta el amanecer.

Y así pasaron varios días, con la misma rutina constante entre esa gente. Durante todo ese tiempo no siempre se repitieron los escarceos sexuales que tuviera con Milagros. O bien porque no había tiempo, o bien porque estuviera ella indispuesta, o bien porque la vigilancia nos lo impedía. Eso hacía que la calentura, que siempre tenía, tuviera que desahogármela yo solito.

El día anterior, sin embargo, sí que Milagros había podido escabullirse hasta mi cuarto, entregándonos ambos, hasta la extenuación.

Cuando entró mi sirvienta para despertarme, esa mañana, yo ya estaba en pie, en el baño, aseándome.

—Buenos días señorito Daniel, gritó desde la puerta, ya dentro de la antesala.

—Buenos días, Milagros, puedes entrar, hay confianza –contesté burlonamente, pues sabía que ahí dentro estábamos seguros.

—¡Ay señorito, como es usted! –Exclamaba ella mientras reía con gusto–. Aquí tiene la toalla –me decía luego, ofreciéndomela–.

Me sequé y llegué hasta mi dormitorio. Milagros ya estaba preparándome la ropa.

—Déjeme vestirlo a mí, señorito Daniel. Ya sé que bien ha aprendido usted a ponerse todo eso, pero hágale ese favor a su Milagros. Déjeme vestirlo y poder adorar a mi dios –suplicó–.

—De acuerdo, Milagros, soy todo tuyo –dije–.

—¡Qué cosas tiene señorito! –exclamaba mi sirvienta, riéndose, pero sin azorarse. Después de todo lo que había pasado ya jamás habría rubor en mi criada por nada que yo pudiera decir–.

Me despojó de las ropas de dormir, y se quedó atolondrada, con la vista fija en mi pija, ida del todo, ausente de cualquier realidad.

—Su polla me encandila tanto que la voy a poner un pedestal –anunciaba–.     La besaba, la acariciaba, pero sin ir más allá. Aunque por ello el tamaño que adquirió era el que más le gustaba a mi asistenta.

—Ufff, señorito, mire cómo ha despertado, la pobre –dijo–.

—Y ¿qué querías, que se quedase dormida con tus besos y caricias? Te ha reconocido, Milagros –bromeé–.

Y mi sirvienta rió con gusto, acabándome de vestir, pues esta vez yo tenía que desayunar, según sus palabras, que no era cosa de no estar alimentado en esa casa. Como solía hacer, me dio una última revisión, un último cepillado al pelo, y su último comentario también:

—El señorito ya está listo para hacer agua cuantos coños pasen a su lado. De buena gana llenaría el mío con su herramienta, pero está muy irritado del último encuentro, y usted no tiene tiempo. Así que, aunque sea todo un manar de flujo, mi chochito ahora es un clamor pidiéndome paz –soltó sin pudor alguno–.

Y yo ya no la contesté. El deseo empezaba a dominar a la razón, y no me sobraba tiempo. Así que reí su ocurrencia a gusto, y me fui derecho a la cocina.

—¿Qué hace aquí señorito? –Preguntó asustada Rita, al verme–.

—Dame algo rápido para desayunar, Rita, que si lo hago en el comedor, entre que me sirven y no, se me va el tiempo, y doña Severa luego… –dejé la frase en suspenso–.

—Se la corta, señorito –soltó la cocinera, para mi asombro, riéndose a carcajadas de sus propia idea–.

Prudencia, que no andaba lejos, también la había oído, y tampoco disimuló su carcajada a dúo con la otra.

—Esperemos que no, Rita –dialogaban entre ellas, pero con el claro propósito de que las oyera–, que menudo ejemplar nos perdemos si lo hace.

Y las risas de ambas se incrementaron, formando un pequeño escándalo. Estuve a punto de ponerme serio, pero de inmediato un pensamiento me asaltó: si has sido tan condescendiente con Milagros, y por ello te has ganado sus favores, no dejes de serlo con estas mujeres, y no porque también te entreguen los mismos favores, sino sólo por hacerles la existencia más agradable. Y opté por decirles otra cosa.

—Callad, mujeres. ¿Acaso queréis que nos oigan? A mí no me pasará nada, pero a vosotras sí, y luego yo me apenaré por haber sido la causa –les hice ver–.

Las dos se dieron cuenta de su imprudencia, llevándose sus manos a las bocas. Callaron durante unos segundos, y luego me habló Rita en un tono de voz mucho más bajo:

—Tiene razón, señorito. Y, tal y como dijo Milagros, usted siempre está pensando en los demás. Se ha ganado que le demos un desayuno rápido y al gusto de usted. Permítame decirle que es un sol.

—La caricia de un sol –apostilló Prudencia para no ser menos–.

—Sólo me comporto así con la gente que merece que su corazón sea tratado con afecto. Y no creo equivocarme si digo que a vosotras os falta cariño. Así que, cuando las circunstancias lo propicien, yo os daré el mío, si lo aceptáis –dije–.

—De buena gana, señorito –contestaba emocionada Rita–, y nuestro corazón ya es suyo también, por nuestra parte al menos.

—Y todo lo demás también, señorito –añadía la otra, sabiendo muy bien lo que decía, pero sin decirlo–.

—Eso me demuestra que las encantadoras sois las dos, y no sólo yo. Por eso me portaré con vosotras como os merecéis.

Y ya nada más. Comí algo ligero apresuradamente, y me fui corriendo al salón donde se impartían las clases. Afortunadamente, aún era pronto, pero doña Severa ya estaba allí. A los pocos segundos de hacer yo acto de mi presencia con mi mejor porte, demostrando mi aprendizaje, llegó mi hermana, con la misma disposición.

Las clases fueron todo lo tediosas y más que uno se puede imaginar. Un suplicio matinal, que sabíamos que teníamos que sufrir, si queríamos que la estancia en aquel lugar fuese soportable. Y, como quiera que fuera que no solíamos hacer lo que doña Severa nos decía a la primera, se enojaba con nosotros, y usaba la fusta, para castigarnos, sin importarle el daño infringido.

—La letra con sangre entra –solía sentenciar siempre, refiriéndose a todo nuestro proceso de aprendizaje, en todos los sentidos, al usar la palabra letra–.

Pero, afortunadamente, la tortura matinal de todos los días, siempre tenía el premio de que el sufrimiento cesase, cuando doña Severa daba por concluidas las clases por ese día. Y nos volvíamos a sentir libres, y las venas se llenaban de toda la alegría donde antes había desazón.

Tras el almuerzo, mi hermana me pidió que la siguiese a dar un paseo. Era casi el único momento que teníamos al día para estar a solas, y no la rechacé; porque yo también quería estar con ella, y, a la vez, darle mi compañía. Como solíamos hacer nos alejamos de la casa sin sobrepasar la distancia prohibitiva, para conseguir la mayor intimidad posible. Nos internábamos por los árboles, sin yo perder de vista la casa. Extendimos unos pañuelos, aparté las hojas secas y nos sentamos juntos sobre esas piedras.

—¿Estás bien Adela? –Fue lo primero que la pregunté. Porque era lo único que me interesaba saber–.

—Tan bien como lo puedes estar tú, Daniel. Pierde cuidado por eso. Estoy tan bien como lo que se puede estar aquí –explicó–.

No era lo que más me hubiera gustado oír, pero tampoco cabía una respuesta más optimista, pensé. Y acepté eso como algo positivo. Ella me notaba en la cara mi preocupación, y me acariciaba, hasta me besó en la boca sintiendo yo su lengua, en un alarde por su parte. Pero no llegamos más lejos. Ese pensamiento que siempre estaba atento me decía que no buscase que hubiera más. Y no lo hice, y mi hermana tampoco lo buscó. Supuse que eso era lo que ella quería. Hablamos de muchas cosas, de cómo estaba siendo todo hasta ahora en estos apenas escasos días que llevábamos, y de lo que nos podía deparar. Después de largo rato, decidimos volver. Yo, particularmente, me iría a mi alcoba. Mi hermana me indicó que se quedaría en uno de los saloncitos.

De camino, al pie de la gran escalera, pude ver la figura encorvada de Rosario, que sin duda estaba quitando una mancha. Tenía un cubo con agua a su lado, y la criada frotaba con un trapo húmedo el suelo. Se oía su jadeo por la fatiga del esfuerzo. Había llegado a su altura, y la mujer no me había visto, tan metida de lleno como estaba en su faena.

—Buenas tardes, Rosario –saludé lo más correctamente que supe, pues aunque no veía a nadie, bien era posible que estuviera siendo visto–.

La mujer se incorporó de inmediato, casi de un salto, irguiendo su cuerpo, aunque permaneciendo de rodillas, muy cerca el uno del otro.

—¡Qué susto me ha dado, señorito! –exclamó al reconocerme–.

—No era mi intención, Rosario –dije yo dubitativo, pues no sabía si era adecuada esa disculpa o no–.

—No se preocupe, señorito, de sobra es sabido que usted sólo alberga el bien en su corazón –corrió a tranquilizarme ella, dibujando su más hermosa sonrisa en los labios–.

Me agradó el trato que me daba esa mujer, y le ofrecí mi más amable sonrisa, poniendo cuidado en que nadie me viera. Rosario lo notó, pues me había visto girar la cabeza en ambas direcciones, buscando otra presencia. Y, como adivinándolo, me dijo:

—La señora y las señoritas están en el segundo salón, pero no desean ser molestadas. Su hermana está recogida en sus aposentos, y doña Severa se halla ausente; Más tarde irá a Alfredo a recogerla para la cena.

Y eso ya lo sabía yo, pues las acababa de dejar a todas. Lo que no sabía era cómo la criada podía estar al corriente.

—Gracias Rosario –le dije adoptando la compostura que debía mostrar–. Pero no quiero interrumpir tu trabajo, que veo que estás fregando.

—Sólo estaba quitando una mancha, señorito, pero ya he terminado –me anunció sin dejarme de sonreír–.

Tenía su cara casi pegada a mi bragueta, y sus ojos se quedaron prendados de ella, como si hubiera sufrido una repentina y extraña hipnosis. No acertaba a advertir, si, con tanta ropa se podía apreciar algún tipo de forma de mi anatomía; pero tampoco quise descubrirlo: eso supondría mirar con mayor detenimiento, y algo dentro de mí me estaba advirtiendo que no era bueno. Así que así continuábamos ambos: yo de pie, y ella arrodillada ante mí, rozando casi con su boca mi entrepierna.

—¿Has terminado, Rosario? –Se oyó una voz–.

—Sí –repuso como el rayo la aludida–. Ya me retiraba a tirar el agua y escurrir los trapos.

Y sin más, con la agilidad de una gacela atacada, salió con paso presuroso, cargada con sus enseres. Yo me había girado para descubrir a quien acababa de hacer acto de presencia, encontrando a Trinidad. Cuando llegó junto a mí, cambió el semblante con rapidez, y sonrió con sinceridad, sin que yo notase sobreactuación en ello.

—Buenas tardes, señorito. ¿Está teniendo usted un buen día? –Preguntaba–.

—Muy placentero –respondí yo –aplicando escrupulosamente todo lo que había aprendido–.

—Lo celebro –dijo Trinidad–. ¿Se disponía el señorito a subir a descansar a su habitación? –Preguntó a continuación–.

—Pues la verdad no, Trinidad. Deambulaba sin rumbo fijo –le aclaré, sin decirle la verdad, porque algo me decía que así lo hiciera–.

—Entiendo, señorito –enfatizaba ella–. Yo me disponía a salir a los alrededores, inspeccionando que todo esté en orden, si le place mi compañía estaré encantada de aceptarle –me invitó–.

Si Trinidad me instaba a acompañarla, era obvio que no suponía incorrección alguna, pero no era menos cierto que aquello traspasaba todas las normalidades: no era una costumbre habitual. Mas algo en mi mente me revelaba que debía aceptar su cortesía, pues si así lo hacía, satisfaría su deseo.

—Será un placer Trinidad –accedí–, y me dispuse a ir con ella.

Y así fue como los dos salimos de la casa, abriéndonos la puerta el siempre dispuesto Ernesto, que al oírnos acercarnos, había salido de algún rincón. Caminábamos el uno al lado del otro. Trinidad se fijaba, sin perderse detalle de todo lo que sucedía a su alrededor, comprobando que todo estuviese en orden.

—¿Echa de menos a su madre, señorito? –Preguntó de repente el ama de llaves, con asombrosa intimidad–.

Yo ya sabía lo que iba a responder, pero me paré a pensar, cómo hacerlo.

—Sí, Trinidad, la verdad es que sí. Pero, déjame decirte algo. Es tanto el cariño que estoy recibiendo de todas vosotras, que con sinceridad te digo que eso me lo hace mucho más fácil. Estáis siendo muy buenas conmigo, yo no me lo merezco, pero es necesario que sepas que vuestro comportamiento nos ayuda mucho a mi hermana a mí. Parecéis ángeles convertidos en mujeres –expuse–.

No había sido un halago gratuito. Había sido adornado, eso sí. Pero mi sentimiento era tal cual se lo había declarado a la buena de Trinidad. Y mi rostro denotaba toda esa verdad, porque ella me miraba mientras caminaba queriendo leer la expresión que tenía; y supo, al observar mis ojos, que yo era sincero. Entonces, en el ama de llaves apareció un profundo orgullo interno que la llenaba, se sintió henchida, y una caricia como hacía mucho que no experimentaba, envolvió su alma, provocándole un agrado tal, que no recordaba que se pudiera experimentar.

—Señorito, me ha dejado sin palabras –se arrancaba–. Dice usted unas cosas que a una la hacen sentirse en las nubes.

—Sólo procuro manifestar mis sentimientos –aclaré–; porque, a mi buen entender, igual que se debe censurar lo que causa desagrado, también es necesario conceder lo que causa agrado.

Y Trinidad se veía desbordaba por mi inferencia, que aun siendo cierta, no estaba acostumbrada ella a oírla, pues la única recompensa que ella obtenía cuando complacía su hacer, era la ausencia de diatriba.

—Es usted muy gentil, señorito –articuló entonces–, eso ya lo había oído; pero ahora lo compruebo. Es la primera persona, desde que estoy en esta casa, que no me hace sentirme inferior; y reconozco que eso me confunde, pues sólo soy una criada; pero no es menos verdad que usted me hace sentir persona, me hace sentir mujer. Y le aseguro que Trinidad sabrá comportarse acorde usted lo hace con ella.

—No te preocupes, Trinidad: sólo procuro dar a cada cuál lo que no tiene, lo que necesita; supongo que eso nos hace sentir a todos un poco más felices.

Y por fin, en los labios del ama de llaves, una sonrisa encantadora adornó su faz. Parecía haberse relajado de la solemnidad de su gesto, que tanto le habían inculcado, y mostraba sus emociones como persona, como mujer.

—Le aseguro señorito, que mientras no tenga que mantener la compostura impuesta, Trinidad sólo le mostrará toda la devoción que usted ha hecho que sienta ahora –se sinceró–.

Ella me sonreía con dulzura, y después de una rápida mirada a los alrededores, sin que un alma hubiera por allí, besó mis labios fugazmente. Se ruborizó sobre manera al hacerlo.

—No debes sentir pudor Trinidad –Intenté calmar su debate interno–. Sabías que no reprocharía tu acto, pues yo soy diferente a lo que estás acostumbrada, y tu percepción era acertada. No debes culparte por mostrar tu afecto de esa manera, porque a mí me ha gustado.

Oí con claridad que la mujer suspiraba, desahogando el enardecimiento que mis palabras producían.

—Se ha ganado mi total devoción –agradeció–. Y compruebo que es cierto todo lo que dicen de usted. Al principio pensé que eran simples exageraciones, pues veía imposible que nadie pudiera comportarse así con una sierva. Su sensibilidad hace que sienta cosquillas en mi estómago, señorito, que una no es de piedra –concluyó sonriendo la joven ama de llaves–.

Quise preguntar dónde había oído esos comentarios sobre mí y quién o quiénes los había dicho. Pero después de unos segundos yo mismo encontré la respuesta, sólo parándome a pensarlo. Así que opté por permanecer callado; y así los dos, en silencio, continuamos caminando. Trinidad se había pegado mucho más a mí que antes, y, de vez en cuando, podía notar sus brazos, sus muslos, rozar con los míos. Nos acercamos a los establos, y percibimos ruidos. Eso paralizó a la mujer que iba conmigo. Trinidad se arrimó al muro, para no ser vista, y con su mirada me exhortaba a que yo hiciera lo mismo, y así fue. Anduvimos nuestros pasos pegados a la pared, hasta que nos asomamos para ver dentro. Ella estaba delante, y yo detrás, mi cuerpo en contacto con el suyo. Al notarlo, trinidad juntó aún más su culo a mi pelvis, notando toda mi anatomía, que con ese arrimo, despertó como poniéndose de pie, como si un muelle la hubiera accionado. Mi acompañante, movía las caderas muy levemente, y ese sutil roce empezó a provocarnos los primeros agradados. Su respiración era notablemente más acelerada.

Delante, y de espaldas a nosotros, se hallaba Benito, el ayudante de Alfredo. Estaba sentado, y hacía extraños movimientos, pero, en un principio no pudimos ver más. Hasta que, en uno de sus gestos, giró ligeramente su cuerpo, y advertimos con claridad qué sucedía. El mozo tenía su pene en la mano, y lo agitaba con vehemencia, en una masturbación que le estaba provocando un gozo sin duda colosal. Esa perspectiva, hizo que Trinidad se apoyase más en mí, con toda mi dureza pegada a su trasero, por encima de nuestras vestimentas.

—¿Usted ha visto, señorito? –Preguntaba susurrándome muy cerca de mi oreja, sintiendo su aliento diáfano en mi piel–.

—Sí, Trinidad, se está haciendo una paja – corroboré yo con naturalidad, con el mismo volumen en voz que el que ella usara, acariciando su oreja con mis labios–.

Noté que el ama de llaves se agitaba más. Percibí un escalofrío recorrerla entera, como si hubiera sido atravesada por un rayo, y se frotó con más decisión sobre mi miembro, totalmente erecto.

—¡Se va a enterar ese sátiro! –Exclamó, sin elevar el tono de voz, como reponiéndose de una transposición altamente lujuriosa–.

Pero yo la detuve, sujetándola por el brazo. Ella era más fuerte que yo, así que, sin duda, podría haberse soltado de mí con facilidad, si hubiera querido. Giró su cuello y nuestras bocas quedaron tan cerca, que sólo tenía que estirar los labios para que se unieran.

—Vamos, Trinidad, quiero decirte algo; y si no estás de acuerdo te dejo que le reprendas –le hablé, así tan cerquita como estábamos, mi aliento invadiendo el suyo, su aroma conquistando el mío–.

Nos apartamos, tras acceder ella. Su excitación era evidente. Se había acalorado sobre manera, respiraba agitada, con los ojos como platos, esperando a oírme.

Y, en ese instante, no supe cómo decir lo que quería que oyese. Me quedé en blanco. Así que dejé de pensar, y las palabras acudieron una por una en el orden y el significado preciso.

—¿Ves a alguien que tenga más atribución que tú en los alrededores, Trinidad? –Pregunté a mi convulsa acompañante–.

Ella echó un rápido vistazo.

—Sólo a usted, señorito –respondió confundida–.

—Hace un momento, me acabas de decir: mientras no tenga que mantener la compostura impuesta, le mostraré toda la devoción que usted ha hecho que sienta ahora. No hay nadie por aquí por quien tengas que mantener ese porte, y Benito está siendo discreto, está en lo que él cree su intimidad. No creo que tenga que decirte cómo es la naturaleza humana, porque, de no ser así, no existiría sucesión, y la raza humana se habría extinguido hace mucho. El deseo sexual está para asegurar que sigamos existiendo, a través de la descendencia, y se halla en todos y cada uno de nosotros. Lo podemos tolerar como mejor podamos: unos lo reprimen y otros no pueden o no quieren. No voy a entrar en un debate sobre lo que es más acertado, pero te digo que si no va en contra de tus convicciones que Benito se desahogue, déjalo: no tiene otro método; y es mejor eso que sea un acosador –le expliqué lo mejor que pude–.

Trinidad estaba desbordada, intentaba articular palabra, pero no le salía ninguna. Repasaba una y otra vez todo lo que le había dicho, lo ponderaba, lo analizaba; y siempre tenía sentido, siempre le hacía concluir lo mismo. Por fin, completamente entregada me habló:

—¡Oh, señorito! Nunca había escuchado tanta sabiduría en el verbo de una persona. Es usted tan especial, tan ilustrado siendo tan niño… Me ha hablado usted con tanta verdad, que yo le voy a ser muy sincera. No soy tan rígida como para no entender que cuando sucede lo que a Benito le ha ocurrido, la mejor vía es la que él ha elegido. Bien sé cómo es la naturaleza de las personas, pues, y perdóneme por lo que le voy a decir, como bien ha dicho usted, concurre en todos nosotros, incluida yo misma, e incluido usted mismo, como pude notar hace un momento; lo que me hace pensar que no es usted tan niño, sino un hombre con todas las letras. Dejaré que Benito se lo pase bien –concedió la buena de Trinidad, derrumbándose sobre mi pecho–.

Se quedó así unos instantes, para, sin separarse de mí, seguir hablando. Entre tanto, yo comprobaba que nadie por allí descubriese esa postura, comprometida para el ama de llaves. Sólo podía vernos una mujer, a lo lejos, en el lavadero, y no distinguía quién era, por lo cual era difícil que ella nos pudiera reconocer. Y de ser así, no me preocupaba en exceso, pues estando como estaba lavando, sólo podría tratarse de una criada.

—Disculpe que le hubiera hablado así, señorito –trataba ella de averiguar si había rebasado los límites de la osadía–, pero en sus palabras vi tanta confianza que…

—No te preocupes, Trinidad. Te he hablado así, justo para que sintieras que te puedes dirigir a mí con toda la libertad del mundo, y créeme si te digo que eso me ha satisfecho –la apacigüé–.

Ella levantó la vista de mi pecho y sus ojos desprendían una luz como nunca la había visto. Quería decir algo, parecía dudar, no se atrevía…

—Vamos, Trinidad, di lo que tienes ahí dentro que te quema si no lo sueltas. Confía en mí, y deja que lo que sientes me abrace.

Ella suspiró muy hondo, y se arrancó:

—Cada vez que su voz sale de su interior, compruebo que todo lo que había oído de usted no es ni la mitad de lo que en realidad es. En todos los sentidos: en la dimensión espiritual, siempre pensando en el bien del otro, y en la dimensión de lo que he notado cuando estábamos tan pegados al descubrir a Benito.

Sonreí, mas eso turbó más a quien me acompañaba. Entonces dije algo para hacer que ese azoramiento desapareciese, y que ella percibiese que la confianza entre ambos no tenía límites.

—Ya ves, Trinidad, que de esa naturaleza de la que hablábamos no se escapa nadie. Y créeme que yo estoy hecho del mismo material que tú, y tu cuerpo tan pegado al mío ha sido una tentación que nadie puede soportar.

El ama de llaves rió con ganas, y me alegré de que así lo hiciera.

—Pues claro que he notado su naturaleza señorito, y bien que me ha gustado notar una naturaleza tan…, amplia. La diferencia entre usted y yo es que a mí no se me nota tanto, pero le aseguro que los síntomas en mí no han sido hueros –expuso ella con total complicidad–.

Tenía las manos sobre mi pecho, la cabeza ligeramente elevada, para encontrarse con mis ojos, una sonrisa deliciosa en los labios, y una mirada gozosa que dominaba todo el ámbito. Mi dureza recaía sobre su vientre, ella lo movía con parsimonia para notarla mejor.

—Trinidad eso no va ayudar a que la naturaleza se atenúe –dije yo haciendo referencia a sus movimientos–.

—Lo sé señorito –corroboraba ella, abandonada ya la última de las barreras que pudieran existir–, pero dígame quién se puede resistir a su gran naturaleza.

Los dos sonreíamos con picardía; y mi mente me reveló que ella deseaba tener una percepción con más sentidos del que ahora usaba.

—Si deseas sentirla mejor, ese es mi deseo también –le confié, para que no tuviese ninguna duda que podía ser todo lo audaz que quisiera–.

—¿De verdad me dejaría tocarla? ¿Y verla?... Hablan de ella que es algo…

Y se calló, no quería revelar nada; pero yo ya me lo imaginaba todo.

—Es toda tuya, Trinidad –susurré yo, acariciando su barbilla–.

La joven mujer se separó un poco, y llevó su mano a mi paquete. Latía con vigor en toda su dureza y tamaño. El ama de llaves respiraba con fuerza, mientras la recorría entera por encima de demasiadas ropas. Estaba extasiada, sumida en un fragor que la había transportado. Hizo ademán de desabrocharme los pantalones, pero se detuvo.

—¿Puedo? –Preguntó tímidamente–.

—Tu deseo es el mismo que le mío: hazlo –aclaré–.

Ella levantó la vista, miró a todas partes, se irguió y me tomó de la mano. Yo la seguía, dejándola hacer. Me llevó a la parte posterior del establo, ahí estábamos mucho más protegidos. Me apoyó contra la pared, y me quitó toda la ropa de cintura para abajo; hasta que mi pene erecto quedó a su vista, recto como una barra de acero, brillante el glande por las gotas del líquido preseminal.

—¡Oh señorito! –Exclamaba ella, en un susurro, admirando mi miembro como si fuera un icono sagrado–. Es monumental

Lo acariciaba, lo besaba con delicadeza, lo examinaba como si fuese algo extraño que jamás hubiera visto en su vida.

—Señorito, créame que todo lo que dicen de él es poco, comparado con la realidad; y eso que yo pensaba que exageraban –me confesó, sin ya importarle ser descubierta, tal era su estado de exaltación–.

Pero sabía que no había tiempo para más. Había salido sólo por unos instantes, y tenía que regresar a la casa. Así que, con último beso, en el que apoyó su lengua en la punta de mi mástil, me conminó a que me vistiera. Mientras lo hacía ella me hablaba.

—Siento haberle dejado así, señorito, sé que no ha sido amable por mi parte, pero tengo que regresar. En cuanto tenga ocasión le prometo solemnemente que quedará compensado. Y Trinidad siempre cumple sus promesas.

Una vez que estuve de nuevo vestido, el ama de llaves se disponía a irse, pero yo la sujeté de un brazo. No lo hice con violencia, sino con toda la suavidad que supe. Ella se sorprendió de mi acto, pues todo lo que había oído decir de mí, que sólo miraba por el bien ajeno, parecía diluirse en su entendimiento. Podía haberse zafado sin problemas, pero no lo hizo. Esperó expectante. Y su miedo sólo quedó en un susto cuando me oyó:

—Nos ha visto alguien, Trinidad –comenté inquieto, al comprobar que una de las criadas estaba lavando y no nos quitaba sus ojos de encima–.

—Ya lo sé señorito –me sorprendió–. Es Ascensión, esta mañana me dijo que estaría lavando afuera. Siempre supe que estaba ahí, pero puede confiar en ella como conmigo, se lo digo de veras.

La solté el brazo, y, efectivamente, claro que confiaba en ella. Me acerqué y la besé. No sólo no me rechazó, sino que abrió su boca para recibir mi lengua, y para que la suya abrazase la mía. Hice que el beso durase poco, sabía que el ama de llaves estaba inquieta porque se estaba demorando mucho. Nos separamos. Ella recompuso su figura y aún se detuvo un segundo antes de irse definitivamente.

—En cuanto me sea posible, el señorito tendrá lo que se merece, ya lo verá. Comprendo su estado ahora, porque yo estoy igual que usted. Y me cuesta no abandonarme, pero sé que debo irme.

Y la vi alejarse a la carrera. Temía que la estuviesen buscando dentro y que no la encontrasen.

Delante de mí, seguía Ascensión, manteniendo su mirada al frente, hacia mí. Decidí ir a su encuentro. Cuando llegué a su altura, ella ya estaba aclarando la última pieza, golpeándola contra la tabla, y escurriéndola con sus manos. Su pecho subía y bajaba a medida que movía los brazos, con la misma brusquedad que meneaba estos. Su cabello castaño, ensortijado y recogido, se agitaba de igual manera, cayéndole un mechón sobre la pálida piel de la frente.

—Buenas tardes, señorito Daniel –me dijo cuando llegué a su altura, sin levantar la vista–.

—Buenas tardes, Ascensión –saludé yo con una sonrisa–.

Tenía una visión perfecta de su escote, tan blanco como su frente, coronado por gotas enjabonadas que lo habían ido salpicando.

—Aquí ya he acabado, señorito. Ahora me toca tender todo esto –decía mientras, se colocaba un barreño lleno de ropa sobre la cabeza–.

—¿Te importa si te acompaño, Ascensión? –Pregunté–. Hasta la hora de la cena no tengo nada que hacer, y aún queda–.

Ella me miraba, no dejaba de sonreír.

—Yo acabaré mucho antes, señorito, no tardará mucho en dejarse de ver: estamos en invierno y la luz se va pronto. Pero no me molesta su compañía –me aceptó ella–.

La seguí hasta donde colocaba la ropa, en unas cuerdas, para que se secase. Primero colocó unas grades sábanas, que, curiosamente, nos escondían de la vista de los demás, allí donde estábamos. La veía extender los brazos con agilidad y estirar toda la tela. Con esa postura su pecho se notaba mucho más en su uniforme. Ella notó hacia dónde iban mis ojos.

—¿Le gusta lo que ve, señorito? –Preguntó–.

Y me di cuenta de que había notado perfectamente hacia dónde me fijaba. Trinidad me había dejado caliente, e, inconscientemente, buscaba desahogo en Ascensión. Me sentí culpable por ello.

—Perdóname, Ascensión. Mi comportamiento ha sido de lo más incorrecto. Te pido mis más sinceras disculpas –pedí, avergonzado, con la cabeza gacha–.

—Con el permiso del señorito –comenzaba a decirme ella, ahora mucho más seria que antes–, no tengo nada que disculpar, pues no ha habido nada que me haya hecho sentir agraviada. No debe pensar que su mirada me ha herido, bien sabido es por todas que lo último que usted haría sería lastimar a una mujer. La mirada de usted sólo ha sido un halago para mí.

—Gracias Ascensión, ahora me siento mucho más tranquilo. Por un momento pensé que había sido grosero contigo.

—No piense eso, señorito, en el fondo me ha gustado que me haya mirado… ¿Y a usted? –Me interrogó–.

—A mí también me agrada que mi mirada le parezca un halago –respondí yo, sin haber entendido su pregunta–.

Y la mujer rió a gusto.

—No, señorito. Lo que yo quería saber es lo que había preguntado antes: si le gustaba lo que veía –me elucidó–.

—Y ¿qué se supone que veía? –Pregunté yo a su vez, para cerciorarme que se refería a lo que yo creía–.

—Mis tetas marcadas en mi uniforme, cuando me estrié para colocar la sábana –respondió ella sin inmutarse, con una naturalidad como si estuviésemos hablando del tiempo–.

Y le despejé todas las dudas.

—No conozco ser mortal a quien no le agrade un cuerpo hermoso. Y el tuyo lo es, Ascensión. Y tus senos dibujados bajo la ropa son la delicia para cualquier hombre, una dulce tentación. Los labios que prueben esa fruta ya no conocerán un sabor que se le pueda comparar.

—Ay, señorito, qué cosas dice… Hace usted que una mujer se sienta orgullosa de serlo. En verdad es cierto lo que dicen de usted.

La miraba. Memorizaba su cuerpo entero. Y ahora no me importaba que ella me viera fijarme en determinadas partes de su anatomía.

—No sé qué es lo que dicen de mí, Ascensión; pero sí sé que tu figura es una caricia para mis ojos–.

Y la pobre ya temblaba, como poseída por mis palabras.

—Ay señorito, que una no es de piedra –trataba de reponerse ella, afectada por lo que había oído–. Entre lo que me dice, y antes con Trinidad delante de mí…

Una punzada me recorrió entero. Sabía que nos había visto, pero estábamos bastante distantes como para que pudiese percibir detalles…

—¿Cómo sabías que era Trinidad? –Pregunté–. Estábamos bastante lejos.

—El señorito me debe perdonar, pero…, tengo muy buena vista –respondió directamente ella, sin querer cruzar su mirada con la mía–.

Yo sabía perfectamente que no se había perdido detalle. Y recordaba que Trinidad me había dicho que podía confiar en ella; pero algo dentro de mí me decía que aún debía sondear más en eso.

—Y ¿Qué has visto? –Quise saber, sonriéndola con mi mayor afabilidad, para que no creyese que me pudiera molestar que me lo dijera–.

—¿De verdad quiere el señorito que se lo diga? –Se debatía ella en toda esa duda–.

—Así es, Ascensión, y no quiero que temas: te doy mi palabra que no me parecerá mal –intentaba tranquilizarla–.

—Le he visto a usted, y como Trinidad acariciaba y besaba su garrafal polla, señorito –se atrevió al fin–.

—Quizás debimos ser más discretos –murmuré–.

—No se preocupe, señorito –se apresuró a decir ella–, puede confiar en mí como confía en Trinidad o en Milagros. Además ha sido un regalo para mis ojos.

—¿Tanto te ha gustado?

—Oh, señorito, usted lo sabe de sobra. Las que la han visto la adoran, y las que no, se mueren por hacerlo.

Nos quedamos unos segundos callados. Ahora sus ojos, sí atravesaban los míos con su mirada. Era deseo puro. Quería hacer algo, pero no me atrevía del todo, hasta que un pensamiento interno me decía que debía hacerlo. Así que ya no lo dudé.

—¿Te gustaría verla de cerca, Ascensión? –Ofrecí–.

—Sería lo más bonito que pudiera hacer usted por esta humilde sirvienta, señorito –reconoció ella–.

—Tu cariño hace que todo sea bonito, Ascensión; y no puede haber nada en este mundo que me haga sentir mejor que ver en sus ojos el brillo de la felicidad. Cógela tú misma y hazla tuya –le dije–.

—Señorito, es usted lo más bueno que he conocido en esta casa –me decía, mientras, arrodillada ante mí, sus manos hábiles desabrochaban lo que estorbaba para su objetivo–. Después de esto pida usted a Ascensión lo que quiera, que lo tendrá concedido sin vacilación.

—Mi único deseo es que mi trato te llene de satisfacción, Ascensión –expliqué–.

Los dedos de la criada temblaban, pero no perdieron habilidad en su hacer.

—Cada vez que me habla así, el corazón se me sale del pecho, se me desboca enterito, señorito –aseguraba ella–.

—Ponlo en mi boca, y verás que yo bebo de él, para quedar saciado de tu corazón.

Ella ya había acabado de liberarme de todo lo que le había impedido tener acceso a lo que ahora estaba a su alcance. Tenía una semi erección que prometía, pero aún no estaba erecto del todo. Ascensión había colocado sus manos en mis nalgas y las acariciaba con un agrado que me transportaba.

—¡Qué hermosura! –Exclamó–. Su herramienta es la locura viva, señorito, con su permiso, claro.

—No te sientas apocada, Ascensión. Tienes mi permiso para decir y hacer aquello que sea tu deseo.

—No ha sido ninguna exageración todo lo que he oído decir, señorito: su polla es tan infinita como su alma –se soltó–.

Los ojos de la sirvienta se habían clavado en ella; hervían deleitándose en mi miembro, que ante tales contemplaciones crecía por momentos.

—Se está despertando, señorito –observaba ella divertida–.

—Es porque le gustas, Ascensión –indiqué yo–.

La mujer seguía de rodillas, insinuando que estiraba su mano, pero sin acabar de atreverse. Me miraba suplicante. Era evidente que necesitaba mi permiso, a eso se había acostumbrado en su servicio en esa casa.

—Esa gran sábana ahí colgada nos esconde, Ascensión. Así que, siéntete libre y no te reprimas. Que no te queme el deseo –intentaba despejar sus miedos–.

—Gracias señorito, me siento muy halagada, y también muy confiada después de sus palabras. Pero, convendrá conmigo, que aquí fuera, siendo invierno, y con el sol que pronto dejará de calentar. Además, por mucho que nos cubra esa sábana, siempre hay riesgo de ser vistos. Así que lo mejor es que acabe cuando antes con todo eso, y vayamos al edificio anexo, donde dormimos nosotros. Allí ahora no hay nadie, estaremos a gusto, y no sentiremos frío. Nadie nos molestará; y si alguien entra será de total confianza, usted bien puede confiar en Ascensión. El único problema es que nos interrumpa, pero es menos arriesgado que incluso nos puedan ver aquí.

Y su razonamiento tenía una lógica aplastante. Así que la asistenta, con toda la celeridad que pudo, mientras yo guardaba de nuevo mi apéndice, acabó de ubicar toda la ropa lavada para que se secase, tomó el recipiente vacío, y caminó hasta el inmueble de los criados.

Era una vivienda muy pequeña, comparada con la de la señora; aunque más grande que en la que yo viviera hasta llegar ahí. Disponía de cinco piezas: en tres dormían las once criadas, en otra, los cuatro criados, y la última era donde se aseaban. Entramos en una de ellas, y Ascensión se ubicó en una cama; supuse que era en la que descansaba.

—Aquí no encontrará usted hogares que la mantengan caldeada, como en la otra –explicaba ella–, pero sentirá menos frío que a la intemperie, y sin ojos que nos vean.

Yo no dije nada. Estábamos los dos sentados en aquel lecho, y la besé. Lo hice con lentitud, para que ella percibiera que mis labios se acercaban a los suyos; y me recibió con su boca abierta y palpitante. Nos separamos al poco, y yo me desnudé por completo.

Ascensión apartó la mirada que había dirigido a mi rostro, y se fijó de nuevo en su mayor deseo. Acercó su mano y con los dedos, rozó apenas mi escroto. Y todo se activó. Como por encanto en un segundo mi verga tomó todo el tamaño y dureza del que era capaz.

—Señorito, esto se ha puesto muy grande –susurró, casi no le salía la voz–.

Y supe de toda la habilidad de la que era capaz Ascensión. Igual que días antes había conocido la de Milagros. Sus dedos rodeaban el tronco, lo ascendían, llegaban a la cima, la acariciaban, volvían a bajar hasta la bolsa de mis testículos; y mi pobre polla temblaba de arriba abajo por tan sublime caricia. No tardó mucho en sujetarla con toda la mano, e iniciar el movimiento de sube y baja. Su expresión parecía como delirante, perdida en esa carne que manejaba.

No estuvo mucho rato con ese movimiento. Muy pronto se la llevó a la boca. Al principio sólo la beso, primero muy someramente, luego aplastando los labios un poco más, posteriormente apoyando su lengua a la vez que sus labios. Y yo me moría de gusto; y ligeros bramidos procedentes de mi placer, llegaban audibles a quien me los provocaba. Su lengua se adueñó de todo el rabo. Y jugó en esa barra, lo mismo que habían jugado los dedos, como si los celos rivalizasen entre ambas partes de ella.

Hasta que la sentí dentro de su boca, húmeda y caliente, que generosa la envolvía sin dejarla escapar. Inicialmente no hubo movimiento. La tenía quieta, pero sentía su lengua darle el más fervoroso abrazo. Después empezó a deslizar la cabeza hacia delante y hacia atrás, rozando con sus labios toda la longitud, apoyada toda ella en su lengua. A medida que notaba que más acusaba yo esa caricia, incrementaba el ritmo; hasta que en plena expansión de tamaño y dureza, supe que todo se precipitaba.

—No te enfades conmigo, Ascensión, no es que no me guste lo que siento, sólo es que me veo en la obligación de advertirte que me va a venir –quise avisar, como siempre me gustaba hacer–.

Sólo recibí como respuesta su mirada complacida por mi información, que parecía preguntar: ¿a qué esperas para llenarme la boca de tu leche? No esperé mucho más. Unos segundos después la estaba regando, mientras todo mi cuerpo era un espasmo multiplicado; y mi garganta bramía ronca, desbordada por tanta cantidad de placer junto. No se sacó la polla de la boca hasta que no hubo soltado las últimas gotas, hasta que no la hubo dejado limpia, sin ningún rastro. Cuando lo hizo yo caí junto a ella, sentándonos ambos.

—Oh, señorito, ha sido fantástico –se extasiaba–. También es cierto cuando dicen con qué cantidad se corre usted. Me ha costado que no me cayera nada por la comisura de mis labios –explicaba–.

—Me has hecho correrme como un loco –confesé–. Pero seguro que tu coño ha quedado ahogado por tu flujo.

Ella sonreía, por mi delicadeza de preocuparme por su estado

—Ahora mismo parece un surtidor, señorito –me confirmó–.

Los dos reímos su ocurrencia.

—Entonces habrá que hacer algo para que no te haga padecer más el deseo de ser calmado, ¿no te parece?

—Lo que me parece, señorito, es que se lo voy a poner en su boca, y no lo voy a quitar de ahí, hasta que me haga gritar como yo he hecho con usted –me dijo, completando del todo la confianza entre ambos–.

—Pues no sé qué esperas, Ascensión, porque estoy muerto de sed –dije simplemente–.

Y la joven sirvienta ya no necesitó nada más. Se levantó como si un animal la hubiese mordido, y con rapidez extrema se quitó todo lo que llevaba encima hasta quedar completamente desnuda.

—Déjeme que coloque su ropa, para que no se arrugue, señorito, –me explicaba–. La mía no importa tanto, yo bien puedo decir que lavando se puso así, pero usted no tendrá disculpas si no aparece inmaculado para la cena.

—¿Y luego decís que soy yo el que siempre pienso en los demás? Yo sólo soy un espejo de la infinita bondad que os adorna a todas.

—Ay, Señorito, usted es capaz de derretir a la mismísima mujer de hielo –dijo–.

Y sin pensárselo dos veces se lanzó sobre mí y prendió su boca a la mía. Nos besamos con pasión, su lengua ansiosa atrapó la mía, la envolvió, la ató a la suya; no la quería soltar, como si quisiera hacerla presa eternamente. Mis manos exploraban su espalda, sus nalgas, que ella apretaba con firmeza al sentir mi caricia. Así estuvimos un buen rato, hasta que nos separamos.

—Qué bien besa el señorito –decía ella con una sonrisa de oreja a oreja–.

—Tú tampoco lo haces nada mal –indiqué–.

Y nuestras bocas se volvieron a unir, y nuestras lenguas volvieron a danzar unidas, un baile erótico que nos llenaba de excitación. Y mi pene recobró todo su vigor de nuevo, ante el implacable beso que los dos nos otorgábamos, sin tregua. Nos volvimos a separar: ella notaba toda mi dureza.

—Señorito, usted no da tregua –decía la mujer regocijada–. Mire cómo se le ha puesto la polla de nuevo.

—Es que besas tan bien, que nadie se podría resistir, Ascensión –revelé–.

—Pues no vea usted, señorito, que me tiene a punto de un ataque –expresaba quien ahora estaba en mis brazos–.

—¿Tan cachonda estás? –Pregunté con mi mayor picardía–.

—Mucho más, señorito –rogaba ya–.

Y no quise hacerla esperar más. Me gustaba seducir la propia excitación, pero hasta un límite, así que la tumbé en el lecho y me recliné sobre ella. Mis labios resbalaron por su cuello, rozándolo con suavidad, lo que provocaba en la joven mujer un aluvión de escalofríos. Llegué hasta sus senos. Eran mayores que los de Milagros, aunque no mucho más. Los pezones ya se habían erguido del todo, con su color pardo, contrastando con la blancura de su piel, orgullosos. Mis dedos surcaron esa curva de deseo, y mi boca se ubicó en su cima. Con la lengua recorrí toda la areola, y rocé sus puntas duras: primero una, y luego otra. Los gemidos de Ascensión salían libres de su garganta.

—Me mata de gusto, señorito –aullaba la joven criada–.

Y yo seguí provocándole toda la intensidad de placer que supe con mi lengua en sus pezones. No me extendí mucho más. Dejando un rastro de humead, descendí con mi boca hasta tu vientre, besé su ombligo, seguí bajando hasta encontrar su espesura. Tenía más abundancia de vello que Milagros, era de un castaño oscuro, sin ser negro del todo. Enterré mi nariz en esa mata, y aspiré con profundidad, sintiéndome invadido por todo el aroma de mujer excitada que emanaba. De su boca sólo salía la misma expresión ahogada:

—¡Ay!, ¡ay!

Le separé las piernas, y apliqué mi sapiencia en ese sexo que palpitaba, que ya manaba con evidencia, mientras yo mamaba para apagar mi sed. Primero recogí las gotas que escurrían por sus muslos. Posteriormente ella sintió toda la caricia en su vulva. Le separé todo lo que pude sus labios, y la entrada brillante e inundada de su coño se me ofreció libre. Introduje mi lengua por ella todo lo que pude, y volví a sentir de nuevo el agrado de esas paredes blandas que sudaban jugos femeninos a mi paso. Ascensión se deshacía en toda serie de gritos y gemidos, que dejaba escapar sin represión.

Y mi lengua subió sinuosa hasta encontrarse con lo que yo buscaba, y con lo que la mujer deseaba. Encontré su clítoris hinchado, ligeramente manifiesto de los pliegues que lo envolvían; y me dediqué a él. Lo besé con cariño lo atrapé entre mi boca, lo succioné delicadamente; y, por fin, mi lengua se entregó él frotándolo sin compasión, como me había enseñado Milagros. Lo lamía deprisa y seguido, ejerciendo la presión óptima, para que Ascensión se sumiera en una serie de expresiones que manifestaban que estaba a punto del paroxismo.

—Señorito, si existe el más allá, usted y su lengua, sin duda alguna, han de estar en él –manifestaba ella, entregada al más intenso de los delirios–. Ha aprendido muy bien de Milagros –agregaba a punto del clímax–.

Y no duró mucho más. Un alarido prolongado, acompañado de todo tipo de sacudidas, eran la evidencia clara de un orgasmo rotundo que la recorría enteramente. Cuando noté que había dejado de vibrar, me recosté junto a ella.

—Señorito, muy pocos hombres me han comido el coño como lo ha hecho usted –afirmaba, todavía alterada por algún escalofrío esporádico–.

—Me alegra que te haya gustado, puse mi mayor intención en ello para que así fuera –dije–.

—Mucho señorito –confirmaba gozosa–. Pero su polla está que estalla, y ahora mismo, aunque me acabo de correr, mi chocho sólo suplica sentirla dentro, albergarla, y que esa carne candente se derrita en él –completó–.

—Es el mismo ruego que me proclama a mí –hice ver–.

—Pues ahora deje a Ascensión, señorito –pedía–, le va a hacer ascender hasta donde no se imagina. Túmbese –conminó–.

Y no dije más. La dejé hacer a ella, tumbado boca arriba en la cama. La joven asistenta, se había colocado en un costado. Tomaba la pija en su mano, la acariciaba, y la admiró durante unos segundos.

—Es la cosa más grande que jamás había visto –murmuraba absorta–.

Y como si saliese de un profundo letargo, volviendo a la realidad, se situó a horcajadas sobre mi pelvis, sujetó la verga con fuerza, apuntó a la entrada de su vagina, y la hundió con lentitud y presteza.

—Ufff, Ascensión –me deshacía yo–.

—¡Oh, señorito! ¡Me voy a volver loca! –Exclamó, a su vez–.

Y comenzó un movimiento increíblemente delicioso sobre mi barra ardiendo.      Fue todo muy progresivo. Al principio, se movía hacia delante y hacia atrás, haciendo que mi polla removiese hasta el último centímetro de su intimidad. Pero poco a poco eso le fue pareciendo escaso; y comenzó a subir y a bajar sobre mi herramienta en dirección directa al ocaso.

—¡Dios mío, señorito! Si me dejaran pedir un deseo, éste sería que me permitieran quedar afirmada a su polla imperecederamente: me colma el coño, me mata de gusto –profería ella, envuelta en una sucesión de placer que la dominaban por entero–.

Y siguió con su cabalgada carnal, subiendo y bajando, aplastando mis testículos contra sus glúteos, provocándome una progresión de pinchazos de fruición, a cada cual mayor, conduciendo todos al mismo destino. Pero antes de que yo llegara, ella tuvo esa meta, al menos tres veces. Y cada vez que se venía, una oleada de gritos e interjecciones resonaban en todo el ámbito. A mí no me quedaba mucho. Ascensión también lo notó, por el rictus de mi cara, por los gemidos enardecidos, y por las primeras sacudidas sufridas. Como si su dominio del tiempo de mi corrida fuese matemático, aún estuvo unos segundos más brincando sobre mi polla; como si estuviese estudiado el momento exacto, se levantó, se agachó hasta situar mi glande al lado de su pezón, y sin hacer más que sujetar mi verga, dejó que toda la leche brotara, pringando su teta.

Nos recostamos, hasta que nos repusimos de la fatiga. Ella limpió todos los vestigios de mi esperma con su delantal.

—Luego me lavaré el chocho, tiene aroma de puro sexo y pediré que me ayuden con el corsé. –anunció–.