Nuestra Implacable Educación (II)

Dos adolescentes son educados por su tía después de la muerte de su madre. En este segundo capítulo, algo le es desvelado a Daniel.

2: LA SEÑAL MATERNAL.

Algo extraño me despertó, aunque aún no había ni amanecido. Me había acostado temprano, y todas las novedades y sucesos del día anterior, me habían hecho dormir profundamente y de un tirón.  Había descansado de verdad. Aún tardé un par de segundos en darme cuenta dónde estaba, y cuál era mi situación. Sin haber abandonado del todo ese estado mágico que subsiste entre el sueño y la vigilia, creí oír que alguien me llamaba. Era una voz muy tenue, apenas imperceptible. Pero la voz se repetía. Alguien pronunciaba mi nombre, y yo lo seguía achacando a mi estado, aún semi dormido. La exigua luz que penetraba por la ventana, pareció hacerse más intensa, y esa voz pronunciando mi nombre más clara. De no haber sabido que era imposible, hubiese creído que era mi madre. De pronto alguien me hablaba a mi oído directamente, a centímetros de mí.

—Daniel, despierta –oí que me decían–.

Supuse que era Milagros, que venía a despertarme. No estaba espabilado todavía para darme cuenta que, de ser así, me habría llamado señorito, y no mi nombre a secas. Abrí los ojos. Y juro que delante de mí estaba mi madre. Iba con un vestido de luz blanca, pero podía ver su rostro y sus manos.

—Daniel, no estás soñando, soy yo, hijo –me decía–.

Y no podía salir de mi asombro. Aquello no podía ser, ¿qué me estaba pasando?

—No te asustes –seguía hablando aquella figura–, yo te lo explicaré todo. Después de esta conversación, todo estará más claro para ti.

—Pero… ¿No te habías muerto? –Sólo atiné a preguntar–.

Aquel espectro, que tenía el rostro de mi madre, sonreía, antes de contestarme.

—Así es, hijo mío; pero se me ha permitido regresar para darte un último mensaje –intentaba explicarme–. Sé que ahora ni lo puedes creer ni entender; pero confía en mí, por favor como siempre lo hiciste; y, después de lo que te vaya a decir, y cuando yo me vaya definitivamente, lo habrás comprendido todo.

Comprobé que estaba totalmente despierto. Comprobé que tenía los ojos bien abiertos, pero aún así un océano de incredulidad me invadía. Mi madre había posado una mano sobre mi cabeza, y eso pareció calmarme más.

—Verás Daniel, hijo. Lo primero que quiero es que creas en lo que estás percibiendo. Es totalmente real. Sólo voy a estar contigo unos minutos, luego no podré seguir a tu lado. Pero entonces ya estarás bien; y todo te irá como tú desees que te vaya. Así, que mi vida, créeme, confía en mí: siempre lo has hecho.

La confusión era tan grande que no podía pensar. Pero una sensación extraña me había invadido también. Me sentía insólitamente sosegado, y un efecto de confort y confianza me serenaba por completo.

—Sí madre –dije finalmente–.

Y de nuevo vi a mi madre sonreír con la habitual dulzura con la que ella solía hacerlo.

—Mira, hijo –proseguía con su mensaje–, antes de todo, lo que quiero, es que sepas que tú eres un chico especial; igual que lo soy yo, e igual que lo es tu hermana: aunque ella aún tendrá que esperar un año para descubrirlo. Mis ascendientes, yo misma, y mis descendientes, somos exclusivos: tenemos una cualidad que sólo se manifiesta cuando se cumplen catorce años. Con ella, descubrirás muchas cosas física y mentalmente; entre otras, que tendrás una capacidad de aprendizaje superior a la de los demás, que comprobarás que eres mucho más maduro que lo que tu edad indica, y otras muchas cosas que irás describiendo. Tu hermana también tiene todo eso, pero no debe descubrirlo hasta el año que viene, pasado su cumpleaños. Para que esa magia siga existiendo, tienen que suceder dos cosas. Primero, que alguien se lo cuente al que la posea, como lo hago yo ahora.  Y segundo que esa persona crea sinceramente en todo ello. Pero, tristemente eso tiene consecuencias. Cuando alguien que la tenga llegue a esa edad concreta, le haya sido revelada esa verdad, y esa persona haya creído en ello, su antecesor debe morir. Por desgracia, yo me fui antes de que te lo pudiera explicar, debido a causas naturales, y no a las consecuencias que ahora te explico. Por eso se me han autorizado estos minutos contigo.

—¿Eso quiere decir que cuando Adela cumpla catorce años, yo también me moriré? –Pregunté, intentado asimilar su mensaje, y por supuesto, creyendo en su verbo por completo–.

Mi madre, de pie a mi lado, que no dejaba de acariciarme la frente, sonreía.

—No, cielo –contestaba–. Sólo se va, el progenitor o la progenitora que tenga tal condición. Yo ya me he ido, no me puedo volver a ir cuando tu hermana cumpla catorce años. Cuando Adela y tú tengáis el primer bebé, y llegue a esa edad, después de habérselo contado todo, y después de que os haya creído en lo absoluto, os pasará lo mismo: os tendréis que morir. Al yo llegar a los catorce años, me lo explicaron todo mi hermano mayor. Fue él, el primogénito de mi padre, quien tuvo el privilegio de escucharlo de los propios labios de tu abuelo, como tú ahora lo estás haciéndolo de los míos. ¿Lo entiendes, hijo mío?

—Sí madre, perfectamente –asentía yo, asumiendo hasta la última letra todo su discurso–.

—Muy bien, hijo mío. Siempre he sabido que eras muy inteligente. Escúchame tú, entonces muy atentamente todo lo que tengo que decirte, porque serás el encargado de explicárselo a tu hermana el año que viene.

—Adela no me creerá –interrumpí yo apesadumbrado–.

—Eso no lo podemos saber –me corregía–. Pero si le hablas con el corazón, y le pones la mano en su frente como yo hago contigo, habrá muchas posibilidades. Daniel, confía en mí, mi amor.

—Así lo haré madre. No dudaré en nada de lo que me vayas a decir –le prometí de corazón–.

—Muy bien. Como te iba explicando, nosotros somos especiales. Podemos ser los seres más felices del mundo sin tener ningún sufrimiento en la vida. Podemos obtener todo lo que deseemos en esta existencia, si ello no supone ningún mal para nadie, ni que nadie salga perjudicado. Para ello sólo tenemos que hacer una cosa. Todas nuestras obras, todos nuestros actos, desde los más simples hasta los más importantes, tienen que ir siempre dirigidos a causar el bien ajeno. Si tienes en cuenta siempre al prójimo, si le procuras siempre su bienestar en todo lo que te permita tus posibilidades del momento, obtendrás todo lo que tú quieras, siempre que eso que tú quieras no entre en conflicto con la dicha ajena.

—Comprendo madre –sentencié yo–, pero tengo miles de dudas…

—Lo sé hijo, lo supongo –intentaba sosegar mi madre toda la ansiedad que ahora se avecinaba en mí–. Pregúntame todo aquello que quieras, para que tus dudas se disipen.

—¿Quieres decir que puedo desear para el prójimo todo aquello que yo quiera, siempre que sea bueno? –Interrogaba yo ávido–.

—Todo aquello que te permitan tus posibilidades del momento –intentaba aclararme ella–. Por ejemplo sería absurdo que desearas que los pobres fueran ricos, cuando tú no puedes proporcionarles riquezas. Sólo aquello que esté en tus manos.

—Comprendo madre –dije, antes de volver a preguntar–. ¿Pero cómo sabré la forma en que tengo que obrar, cómo voy saber cuáles deben ser mis actos, para que todo eso se cumpla?

—Esa es la pregunta clave –me decía ella, dibujada en los labios su sonrisa más cariñosa–. Cada vez que vayas a tomar una decisión, cada vez que vayas a efectuar un acto, de la índole que sea, solo tienes que tener en cuenta al prójimo; y sabrás todo lo que tienes que hacer y cómo lo tienes que hacer, porque se te revelará a ti, en forma de pensamiento, en tu propia mente. Sin embargo, si optas por el más mínimo egoísmo, sin pensar en los demás, nada de esto funcionará. Si actúas como te he dicho, serás el hombre más feliz sobre la tierra; obtendrás todo lo que alberguen tus más íntimos sueños; aunque no de forma inmediata, pero sí con el paso del tiempo.

—O sea, que yo sólo tengo que pensar en la felicidad de mi semejante, y mi mente me revelará cómo actuar para que el prójimo obtenga complacencia de mí; y entonces, no hará falta que desee nada, porque todos mis sueños se cumplirán –le expuse a mi madre, por ver si lo había entendido bien–.

—Así es hijo mío. Sabía que lo entenderías bien. No hace falta nada más que esa simple regla y tus sueños más imposibles se harán realidad, aun cuando tú creas que lo que se haga realidad no haya sido deseado por ti.

—Gracias madre, creo en ti y confío en ti –dije–.

—Eso ha estado muy bien. Ha sido tu primer paso. Has pensado en mi felicidad, y tu mente te ha dicho que debes confiar en mí y creer en mí.

—Pero si yo no me he dado cuenta de todo eso –espeté sorprendido–.

—Porque así funciona esto, Daniel; todo transcurre sin que uno sea consciente, como si fuera magia.  Tus ojos me dicen que sigues teniendo dudas, no te quedes con ellas –instaba mi madre–.

Dudé por miedo a que lo preguntase fuese de tal estupidez que rompiese todo aquello en añicos, pero entonces me acordé que no debía tener miedo si hacía lo que mi madre me había dicho; así que pregunté, muy seguro de mí mismo:

—Según lo que me has dicho –comencé a explicar–, ¿doña Virtudes también tiene esa cualidad?

Mi madre me sonreía mientras no dejaba de acariciarme la cara.

—Sí mi cielo. A ella le fue descubierta con tantos detalles como te está siendo revelada a ti ahora. Sin embargo, mi hermana jamás lo creyó; y en ella nunca ha funcionado. Sólo lo hará cuando crea. Pero no creo que eso suceda, porque siempre dijo que todo esto era un cuento. Del mismo modo esa es la razón de que tampoco funcione en tus primas, porque jamás se lo ha contado.

Me paré a pensar un segundo y seguí hablando.

—Eso quiere decir que si en algún momento de su vida cree con sinceridad en ello y si piensa en el bien ajeno como tú dijiste, su cualidad funcionará. Pero, ¿también lo hará la de Araceli? Y si es así, al tener ella ya dieciséis años, según esto, mi tía tendrá que morir –reflexionaba yo en alto–.

—Si hijo mío, así tendrá que ser. Pero antes tu tía deberá contárselo a su hija mayor y esta creer fielmente en ello. Ella apenas habría disfrutado de su magia, pero sus hijas sí podrían. Aunque Araceli habría perdido dos años preciosos.

—¡Yo se lo contaré, madre! Se lo explicaré todo –propuse ufano–.

Ella solo me seguía sonriendo.

—Solo funciona cuando se lo cuenta directamente la persona que lo posee o su hermano o hermana mayor –indicaba–.

Me volví a quedar pensativo y seguí interrogando:

—¿Padre también la tenía?

—No mi amor. La tenía tu abuelo, igual que la tengo yo, y la tendrá tu descendencia, pero no la que vaya a ser tu esposa.

—Pero, ¿él sabía de su existencia? –seguía indagando yo, afanoso–.

—Ese es el único inconveniente, Daniel –aclaraba mi madre–. Sólo te pondrán creer quienes posean esa cualidad. Nunca se lo conté a tu padre, porque jamás lo creería; sin embargo al ser yo portadora de mi felicidad, lo era también de la suya. Eso ocurrirá con la que vaya a ser tu mujer.

—Nadie se debería merecer sufrir en la vida –sentencié, sintiendo verdadera pena interior–.

Mi madre me miraba orgullosa, me seguía acariciando con tal afecto, que yo sólo sentía un gozo indescriptible.

—Me demuestras que lo has entendido muy bien, y eso me hace muy feliz, porque tú también lo serás, hijo mío –me decía ella–.

Luego, hice una breve pausa, y pregunté de sopetón.

—Y, lo que ha pasado entre los tres hasta tu ida, ¿también es parte de esa cualidad?

—Si Daniel –me confirmó sin dudarlo–. Se produce un sentimiento muy íntimo, se establece una unión total, hasta esos extremos. La sociedad los ve como un pecado, como un delito, pero en nosotros solo es amor. Amarás a tus hijos en esa intimidad y lo harán entre ellos; aunque todo dependerá de la tendencia sexual: si habrá o no atracción por el mismo sexo, quiero decir. Me alegro que lo hayas preguntado sin el menor temor. Eso me indica que está funcionando ya.

—Gracias madre –dije únicamente–.

—No hay por qué darlas. Sólo recuerda decirle todo esto a tu hermana, durante el año que haya cumplido los catorce, y, por nada del mundo dejes de tocarla como yo hago contigo, cualquier parte del cuerpo con tal de que haya cariño, es la única forma para que entre en ella. Tu hermana será mucho más privilegiada que tú, porque te tendrá siempre para preguntarte. Tú ya no me verás ni me sentirás más como ahora, pero estaré siempre presente en forma de pensamiento en tu mente. Ahora ya me tengo que ir, mi amor –se despedía–, no tengas ningún temor, porque ya todo irá bien. Duerme cielo, que yo ya formo parte de ti.

Mientras cavilaba en el suceso con Milagros la noche anterior, y todo empezaba ya a tomar sentido, un sopor profundo me invadía, al tiempo que repetía para mis adentros: siempre tener en cuenta a la otra persona antes que a mí… Con ese pensamiento, me quedé dormido.

Afuera aún estaba oscuro, pero yo estaba espabilado, y sorprendido por lo que acababa de vivir. No estaba asustado, sin embargo, pues me sentía lleno de una inmensa tranquilidad. Pero no pude evitar pensar en cómo había sido mi vida.

Ni Adela ni yo conocimos a nuestro padre. Siendo ella una lactante y yo con un año de edad, a él le dieron garrote vil por algo que jamás me contaron. Ni siquiera en el día de hoy, mi vida en su último aliento, apurando estos renglones para dejar constancia; sé cuál fue la causa. Sí supe, a lo largo de mi infancia, según narraciones que fui oyendo, que doña Virtudes jamás quiso saber nada de nosotros, ni con la más mínima ayuda; aun cuando la situación precaria que teníamos, llevó a mi madre a suplicarla más de una vez. Ella se había desposado con un conocido adinerado de la provincia, ya entrado en años, mucho mayor que ella. Con el tiempo, enviudaría, por lo que heredó toda la fortuna.

Pero, quien nos engendrara, no la guardó jamás rencor alguno, ni hubo reproches por su parte hacia su actitud, ni nos los permitió a nosotros tampoco. Aunque solo contábamos con lo justo para comer diariamente, reinaba en el hogar una especie de paz difícilmente explicable. Tampoco conocíamos la codicia, y po quitas cosasnos bastaban a los dos, sin necesidad de querer más lujos que el tener el estómago lleno todos los días, las desnudeces tapadas y una cama donde dormir.

Ese era nuestro día a día. En plena revolución industrial mi madre tenía que recorrer leguas para trabajar en la villa, en una fábrica textil, ida y vuelta todos los días. Nosotros nos ocupábamos de la casa, las gallinas y la única vaca que teníamos. Los vecinos acudían a nuestra vivienda a comprarnos la leche y los huevos por la mañana muy temprano, apenas con el alba, ya mi madre en camino, y nosotros disponiéndolo todo. Luego arreglábamos la morada, y atendíamos los animales, el corral y la cuadra. No sé cómo se las arreglaba, pero mi madre siempre guardaba dinero. Si mi tía jamás había tenido la sensibilidad mínima, los dueños de los caseríos de los alrededores sí que se habían portado bien con nosotros. Cuando sacrificábamos alguna gallina para el puchero, siempre había alguien que nos regalaba otra. Y si la vaca enfermaba, el veterinario de la zona no dejaba de acudir sin cobrar nada. Tampoco faltaba un cerdo cada año, merced a la generosidad de alguien, que por San Martín nos surtía de carne y embutidos.

Lo cierto es que pasábamos casi todo el día a solas. Apenas si despuntaba el sol, mi madre ya estaba a punto de irse, y no volvía hasta bien oscurecido. No obstante, nos desenvolvíamos bastante bien, y hacíamos la vida de cualquier niño, salvo ir a la escuela. Eso no nos lo podíamos permitir. Recobrábamos toda la felicidad, cuando nuestra madre aparecía a la noche. Cenábamos los tres juntos y nos íbamos a dormir temprano, sabíamos que el día siguiente sería duro. La intimidad entre mi hermana y yo, no se produjo hasta el último año de vida de nuestra madre.

Dormíamos los tres en la misma pieza. Mi madre en la cama que hubiera compartido con nuestro padre, y nosotros en otra. La que nos diera la vida, enseguida caía rendida, pues llegaba a casa agotada; afortunadamente lo encontraba todo en orden, y no tenía trabajo extra. Apenas si reposaba la cabeza sobre la almohada, y nosotros ya la oíamos un respirar pesado y profundo, señal inequívoca que había caído en un hondo sueño. Ese último año, no recuerdo exactamente cuándo ni cómo empezó, fue que comencé a notar algo raro en mí: sensaciones muy extrañas al tener a Adela tan pegada a mí. Yo no decía nada, empero, para no inquietarla, pero pronto ella me haría ver que hacía tiempo que lo notaba.

—Ya se te pone el pito duro –Me hizo ver una noche, de sopetón, y susurrándome al oído para no despertar a quien compartía noche con nosotros–.

—Ya lo sé –contesté en el mismo tono de voz–. Hace algún tiempo que se pone así, no sé por qué; pero es una sensación agradable –le expuse con mi más absoluta sinceridad–.

Adela se quedó en silencio un rato, pero volvió a hablar.

—Claro que es agradable, Daniel, a mí también me gusta sentirlo así sobre mi muslos, o mi culito si estoy de espaldas a ti.

Y se pegó mucho, quedando mi erección presionada contra sus piernas, lo que hizo que ésta fuese máxima. Nos callamos, y los dos disfrutamos de esa caricia. Pero al cabo de un tiempo, mi hermana me seguía hablando, estaba inquieta.

—¿Te puedo contar un secreto? –Me preguntó, zarandeándome levemente para asegurarse de que su pregunta había llegado–.

—Claro, Adela, ya sabes que entre nosotros no los hay, yo te lo cuento todo.

Hablábamos en un hilo de voz, no queríamos despertar a nuestra madre, sabíamos que estaba cansada y mañana sería igual de duro como hoy.

—Yo también siento algo –me dijo después de dudarlo un poco. Y es que, aunque entre nosotros no había secretos, hablar de nuestras intimidades, nos retraía–.

—Pero si tú no tienes pito –solté después de pensarlo un rato–.

Escuchaba la risita de mi hermana que intentaba apagar para no ser oída.

—No, tonto, aquí –me dijo sin dejar de reírse, todo lo disimuladamente que podía; y me llevó la mano justo encima de sus pechos–. Pero especialmente en mi cosita –apostilló–.

Un voltaje intenso me recorrió de cabeza a los pies, sacudiéndome como si me hubiesen electrocutado. Mi pene adquirió más tamaño aún, mi corazón latió como nunca. Quería salirse de mi pecho. Mi mano se quedó adherida en los senos de Adela como si fuera una lapa. Los notaba duros, turgentes, en pleno crecimiento, y ella ya se había agitado en un respirar alocado. Sin duda había notado lo mismo que yo.

Y el silencio lo dominó todo, como si un hálito espiritual congelase nuestras palabras. Empecé a mover la mano, muy despacio. Exploraba toda la forma del busto de mi hermana, su tamaño, todo él cabía en mi mano (luego iría descubriendo que los hay como las piedras que se pudieran encontrar en el camino), sus límites, su curva celestial, hasta que llegué a sus pezones. Eran dos botones rígidos y duros, que se apretaban contra la tela del camisón de Adela. Los acaricié los rodeé con mis dedos, me entretuve jugando con ellos una eternidad: se me antojaban alfileres dispuestas para ser acariciadas; y así lo hice, con deleite, mientras mi dureza ya me molestaba, apretada aún más, por acción inconsciente de ambos, contra la pubertad de quien dormía conmigo. Así estuve hasta que escuché un ¡ah!, de mi hermana, y me detuve súbitamente.

—¿Te he lastimado? ­–Pregunté preocupado–.

Adela suspiraba.

—No, todo lo contrario, Daniel. Lo qué me has hecho, me ha encantado. He sentido ese gusto como cuando me toco yo –intentaba explicarme ella–.

—Debe ser lo mismo que siento yo en mi pito, pero en tus tetas –aseveré yo, después de pensar mucho en ello–.

—En mis tetas siento gusto, pero mucho más en mi cosita, y ni siquiera me la has rozado –me corregía ella, mientras no dejaba de suspirar–.

—¡Qué cosa más rara! –Exclamé yo sin entender nada–. Lo cierto es cuando más te acaricio tus tetas, más duro se me pone el pito.

—Ya lo noto –confirmaba ella, al tener totalmente pegada mi erección a su muslo–. Oye, ¿me dejas tocarlo? Al fin y al cabo tú me estás tocando las tetas, y quiero que sigas haciéndolo, me gusta –agregó–.

—De acuerdo, puedes tocarlo –permití yo–.

La chiquilla estiró la mano, y la colocó encima de mi dureza, sobre el pijama. Pero fue mucho más audaz que yo y, desabrochando los botones, la introdujo hasta sentir mi miembro desnudo en su mano. Infinitas oleadas de placer surcaron todos mis sentidos hasta casi hacerme temblar. Y mi pene palpitó en la mano de la niña que lo sintió vivo. Y yo no quise ser menos, y desanudé el escote de mi hermana y mis manos se perdieron bajo su camiseta, hasta sentir sus pechos desnudos, sus pezones erguidos y duros, y ese contacto casi la hace gritar.

—Shhh, vas a despertar a madre –intenté calmarla–.

—Perdona Daniel, es que me gusta mucho sentir tus dedos en mis tetas desnudas –me dijo–.

—A mí también me gusta mucho sentir tu mano en mi pito, pero no grito, no quiero que me zurren ni me castiguen –dije–.

—Vale, Daniel, no te enfades –se disculpaba, y sin soltar mi miembro, se levantó levemente y besó mis labios–.

Yo me quedé sorprendido. Siempre nos hemos querido mucho Adela y yo, pero jamás habíamos traspasado ciertos límites tácitos, que sabíamos cuáles eran. Y desde que empezó la conversación porque mi órgano había endurecido, todo estaba siendo nuevo, y vencíamos todo lo que hasta la fecha no nos habíamos atrevido.

—¿Por qué lo has hecho? –Le pregunté sin mostrar el más atisbo de censura en ello, simplemente tenía curiosidad–.

—Yo también me pregunto lo mismo, Daniel –confesaba ella–. No sé por qué lo hice, sólo sé que necesitaba besarte. Y me ha gustado.

—A mí también, así que, por mi parte puedes hacerlo cuando quieras.

—Tú también me puedes besar cuando quieras. Y tocarme las tetas y la cosita también. Del mismo modo yo también te puedo tocar el pito, ¿verdad? –añadió–.

—Sí –admití yo con gusto–. Pero será mejor que no lo hagas delante de madre, por si acaso no le gusta. No debemos disgustarla, trabaja muy duro para nosotros.

—Estoy de acuerdo –confirmó mi hermana–.

Y de nuevo el silencio se apoderó de ambos. Adela se dedicaba a seguir acariciándome los genitales en toda su longitud, desde su cabeza hasta la base, incluyendo el escroto; dejando libre el glande y sobándolo también.

—Además de duro ha crecido mucho –analizaba mi hermana–.

—Sí, cuando se pone duro también se pone más grande, como el toro, cuando va a montar a la vaca –le expliqué yo–.

No teníamos toro, pero, un vecino de la zona venía con el suyo a montar a nuestra vaca en alguna ocasión, sin habernos querido jamás cobrar nada.

—Lo sé –asintió Adela–.

Y siguió acariciándome con deleite. Cada vez liberaba más el glande, subiendo y bajando el prepucio, con más asiduidad, y eso me daba mucho gusto. Entonces no lo supe, (lo aprendería después), pero sucedió lo que no se puede evitar, cuando la naturaleza actúa, comenzó a salirme líquido pre seminal.

—Tienes una gota de pis en la punta del pito –dijo ella de pronto, divertida–.

Y yo me azoré. Me dio una vergüenza enorme saber que había orín ahí.

—No espera, no es pis –rectificó al rato–. Lo he olido y no huele a orín.

—¿Lo has olido? –Pregunté estupefacto–.

—Sí ¿qué tiene de malo? Eres mi hermano, Daniel. Además cállate de una vez, que ya sé lo qué es –me contestó–.

Intentaba ordenarlo todo en mi cabeza. Pero opté por no insistir más, pues la curiosidad en saber qué había notado húmedo mi hermana ahí fue mayor.

—¿Y qué es? –Me atreví a preguntar después de un rato–.

—Pues lo mismo que tengo yo en mi cosita, pero en un chico, supongo; aunque en mucha menor cantidad –dijo de inmediato y sin dudarlo–.

—¿Tienes eso mojado? –Me interesé yo–.

—Empapado –confirmó ella–. Y no me he meado. Es como viscoso, lo estoy tocando ahora.

Mil dudas y otros tantos deseos me asaltaron. La mano de mi hermana me estaba dando la mejor caricia del mundo. Me sentía en la gloria, pero no pude evitar querer más.

—¿Me dejas tocarlo a mí también? –Pedí su permiso–.

—Te dije antes que tenías mi permiso para besarme, y tocarme cuanto quisieras, donde quisieras. No hace falta que lo preguntes más, Daniel. Cuando quieras lo haces que yo te voy a dejar –sermoneó Adela, tan excitada o más que yo–.

—Gracias. Te quiero mucho, Adela –sólo se me ocurrió decir a mí–.

—Yo también te quiero mucho, Daniel –confesó–.

Y aproveché para besarle lo labios, esta vez tomando la iniciativa yo. Tras eso, sin que la mano que estuviera ocupada abandonara los senos de Adela, la que tenía libre se fue bajo su camisón y buscó entre sus muslos, que, efectivamente, rezumaban humedad, por encima de sus pantaloncitos.

—Quítatelos, por favor. A mí también me gustaría sentir tu cosa desnuda con mis dedos –pedí, con el mayor cariño que supe, que era muy sincero–.

Ella notó mi afecto, y, sin dudarlo, obedeció mi petición. Cuando vi que sus manos abandonan mi pene para irse a su prenda íntima, yo quité la mía para facilitarle la labor. Y mientras ella se despojaba de su ropa interior, llevé mi mano a la nariz, tal y como había hecho ella antes. No olía a orín, pero si era un olor extraño y fuerte. Sin embargo, aquel aroma me embargó.

—Ya está –advirtió mi hermana, cuando hubo acabado; como si yo no supiera, por sus movimientos, que así era–.

Y mi mano de nuevo se adentró entre sus muslos. Ella se había subido el camisón, y había abierto todo lo que pudo sus piernas, para que tuviese fácil acceso. De nuevo noté sus muslos mojados, hasta que llegué hasta su pubis. En aquel entonces desconocía casi todo de la anatomía femenina, aunque no tardé mucho en aprender que lo que empecé a acariciar eran sus labios. Por encima de estos, una escasa mata de vellos crecía hasta su monte de Venus. Volví a recorrer los labios de su vagina con mis dedos, y ante mi sorpresa, se abrieron como los pétalos de una flor, dejando paso a lo que luego supe que era la vulva. Acaricié con delicadeza y noté como mi hermana se removía en la cama, y aullaba en un susurro y unos suspiros que me transportaban. Esa zona estaba totalmente anegada de una sustancia viscosa, casi líquida, e hice la asociación debida. Presioné un poco más, y mi hermana se quejó, pero supe que no había sido de placer.

—Despacio en esa parte, que es el virgo –advirtió–.

Yo no sabía de qué me hablaba, pero sí supe que debía ir con cuidado, y así lo hice.

—Te enseñaré dónde tocar y cómo –me indicó ella–.

Y me llevó los dedos al sitio exacto.

—Por ahí es por donde más me gusta –me hizo ver–. ¿Notas esa especie de botoncito que está enterrado? –Preguntó, ya con mi mano hasta ahí–.

—Sí –contesté al sentir la morfología del clítoris de mi hermana–.

—Cuando acaricias ahí, me vuelvo loca de gusto, pero has de hacerlo con delicadeza es una zona muy sensible y me puedes lastimar –me instruyó ella–.

Seguí sus instrucciones y los suspiros de Adela se convertían ahora en gemidos, aunque cuidaba mucho el volumen con que los emitía. Mientras seguía con mis caricias, quise saber qué era eso del virgo. Se lo pregunté y ella, aunque con un resoplido, me lo explicó todo con paciencia.

—El virgo es algo que tenemos las mujeres ahí donde has tocado, y que debemos mantener hasta el matrimonio con un hombre. Se rompe cuando el hombre penetra con el pito a la mujer, para tener hijos; pero jamás ha de romperse antes de casarse –expuso–.

Yo la escuchaba, asumiendo sus explicaciones, mientras la seguía acariciando.

—¿Es que no te ha hablado nada madre de eso? –Me interrogó una vez hubo acabado su disertación–.

Yo simplemente negué.

—Supongo que porque eres un chico. Debería haber sido papá quien te contara –sentenció, después de haber estado un rato pensándolo–.

—Supongo que sí –la imité yo en mi respuesta–.

Y ambos seguimos con nuestras inexpertas caricias, pero dándonos placer de todas formas.      Yo seguía dándole un placentero y delicado masaje en su zona más erógena, arrancándole oleadas de un goce que ella jamás había sentido. Yo la notaba temblar, estremecerse, suspirar, gemir… Y yo me asusté un poco. Ella lo advirtió al ver que tensaba, y me tranquilizó.

—No te pares, Daniel, sigue y no te asustes. Es que me da tanto placer que no me puedo contener –explicó–.

Era la primera vez que usaba esa palabra. Una palabra que luego quedaría prendida en nuestros labios eternamente.

—A mí también me gusta mucho cuando sacas y metes la cabeza de mi pito en el pellejo –le exponía a mi hermana, para que supiese que también en mí había algo que resultaba tan gozoso como ahora ella sentía–, es como si me muriese de gusto…, de placer –corregí enseguida la palabra, para estar a la altura–.

Y los dos comenzamos a hacerlo como nos gustaba. Yo había puesto mi dedo sobre aquél botoncito, que no entendía por qué tenía que estar tan escondido, que costaba un triunfo encontrarlo; y ella subía y bajaba la mano por todo el tronco de mi pene, haciendo que el glande asomase y se escondiese. Las primeras oleadas de fruición llegaron pronto. Una sensación extraña de hervor en mis profundidades, que me daban un gusto increíble, tenía todo mi cuerpo preso. No sabía qué era eso; pero quería que no parase, era demasiado grato como para que se fuese. Supuse que a mi hermana le sucedía lo mismo, porque no dejaba de estremecerse y sus movimientos se hacían más bruscos. No la dije nada, sin embargo; porque si estaba notando lo que yo, era muy difícil no mostrarse así de agitada: yo también lo estaba.

La explosión nos llegó a los dos, sin avisar. Bueno, había habido síntomas, pero yo entonces no los reconocía. Primero fue mi hermana, la que tembló toda como una hoja, sacudiéndose entera, como si se fuese a descoyuntar, con el sólo hacer de mi dedo sobre su sexo. En un último esfuerzo de lucidez, ella me dijo al oído:

—Pase lo que pase ni se te ocurra pararte; esto que viene es muy bueno, así que no te asustes.

Y casi no le di tiempo para más. Porque sentí cómo su espalda se arqueaba, como toda ella era vencida por una sucesión increíble de espasmos, cómo todos sus músculos se ponían en tensión máxima; para dejar un grito ahogado y reprimido en el fondo de su garganta, Después se relajó, y su respiración se volvió normal. Yo seguía acariciando, empero, ajeno a todo lo que había sucedido, e ignorando cuál tendría que ser mi proceder. Ella me detuvo con su mano, y yo la miré.

—Ya Daniel, ya… Ha sido fantástico. Me ha gustado más incluso que cuando me lo hago yo. Pero ya todo ha pasado, ahora tengo mi cosa dolorida. Puedes dejar la mano ahí, peo sin tocarla como antes, que yo te lo seguiré haciendo a ti –me dijo–.

Un poco desilusionado por tener que cesar en mis caricias, hice caso a mi hermana y me detuve. No quería disgustarla. Sin embargo dejé mi mano en su raja aún palpitante, y rebosante de una secreción que la había empapado. Ella seguía con mi mástil en la mano, subiéndola y bajándola por toda su dureza, resbalando por toda su verticalidad. Pero yo ya empezaba a notar algo raro. Un hervor extraño que se formaba en lo más hondo de mi ser, bullía amenazando con precipitar no sé qué rara erupción al exterior. Parecía como si fuera a expulsar algo; y así se lo dije a mi hermana:

—Ahora soy yo quien te dice que no te detengas. Tengo un insólito volcán en mis entrañas, y algo va a salir disparado al exterior. Pero ni se te ocurra pararte, porque sea lo que sea el placer que estoy sintiendo no se parece a nada.

Apenas pude acabar mis palabras. Una sensación fruitiva como ninguna, se alojó en mi bajo vientre. Me tuve que morder los labios para no gritar, tan intenso era lo que sentía, mientras notaba que una especie de fluido salía de la cabeza de mi pene, empapando la mano de Adela, el propio tronco de mi apéndice, mis muslos y mi vientre, tal había sido tal la vorágine de aquella viscosidad derramarse. Mi hermana seguía meneándomela, pero una vez hubo cesado todo, la detuve yo también.

—He sentido lo más maravilloso de toda mi vida –le decía a ella atónito–, pero ahora que todo ha pasado, me moleta un poquito –concluí–.

—Te ha pasado como a mí –comentaba ella–. Después de todo lo rico que se siente, si uno sigue, molesta. Lo que pasa que tú sólo te has mojado al final, lanzando ese líquido espeso: y yo siempre lo estuve –finalizó–.

—No sé qué ha sido eso –mostré mi ignorancia, un poco asustado, pues parecía que ella supiese más que yo de todo eso–.

—¿Quieres decir que es la primera vez? –se sorprendía ella susurrando y riendo levemente–. Imagino que es normal que no lo sepas, si nadie te ha hablado de ello. Y también supongo que con el tiempo lo habrías descubierto por ti mismo. Aunque me alegro haber sido ya la primera en hacerlo. Lo que te ha sucedido quiere decir que ya eres un hombre –proseguía Adela, tras una pausa–, igual que yo ya soy una mujer, porque ya sangro. Lo que has soltado es lo que hace que las mujeres queden embarazadas, si lo reciben dentro de su cosita.

—No sé de qué me hablas, Adela, ni tampoco sé cómo sabes tú todo eso –le confesaba yo–.

Y de nuevo oí a mi hermana que reía divertida de mi ignorancia. Sin embargo no quiso ser cruel con ello, porque sabía que nadie me lo había dicho, y me explicó todo lo que ella sabía; que era bastante más que yo en esos momentos, pero mucho menos de lo que luego aprendería en la estancia de mi tía. Mi hermana jamás me desvelaría, ni entonces ni nunca, dónde había aprendido todo eso. La única respuesta posible era que había sido mi madre, pero, ¿por qué a mí no me lo había enseñado?

Y ese fue el primer contacto sexual que tuvimos mi hermana y yo. Pero nos había dejado tan satisfechos, tan llenos de gusto, y había hecho disparar todo nuestro deseo y curiosidad, que ansiábamos repetirlo. Y así, relajados como estábamos, caímos en el más gozoso de los sueños, quedándonos dormidos con nuestras manos en ambos sexos.

A la mañana siguiente, nos levantamos intentado disimular todo lo posible la experiencia de la noche anterior, aunque dada nuestra edad era difícil conseguirlo. Y supongo que nuestra madre notó cierta excitación en nosotros, pero no hizo el más mínimo comentario. Ella nos despertó cuando estaba a punto de irse. Nos levantamos sin vaguear, y mientras nos daba un beso a ambos, nuestra madre se iba.

A pesar de que en la mente de los dos latía con fuerza todo lo que había sucedido, no hicimos ni el más mínimo comentario ni nos aproximamos, hasta que no dispusimos toda la casa. Nos llevó toda la mañana, y, cuando acabamos, ya era la hora de comer. Sólo hasta que habíamos terminado el almuerzo, y nos vimos con la tarde para nosotros solos, fue cuando hicimos mención a lo sucedido. Estábamos dentro de la casa, en la habitación, lejos de cualquier mirada de fuera que se quisiera aproximar. Guardábamos silencio, sin saber cómo abordar aquello; y fue mi hermana la primera que intervino.

—¿Te ha gustado lo de anoche? –Me preguntó con cierta timidez–.

La miré directamente a los ojos, antes de contestar.

—Ha sido genial. Nunca había sentido nada parecido, e ignoraba que se pudiera sentir tanto placer con el pito –decía yo radiante, abriendo mi sinceridad de par en par–. ¿Tú también has sentido lo mismo, Adela? –Le trasladé la pregunta luego a ella–.

Le miré a los ojos. Eran centellas vivas, llenas de luz y satisfacción. Nuestras miradas se cruzaron estableciendo una chispa difícil de explicar. Mi hermana no habló, sólo afirmó con la cabeza. Nos seguimos mirando, hasta que ahora sí oí su voz.

—Supongo que exactamente igual que tú, según me lo has explicado –dijo–. Pero yo ya sabía todo lo que se puede sentir en mi chichi, porque lo he descubierto tocándome hace tiempo –remató–.

Hubo un silencio entre ambos, porque ahora, después de haber rememorado el placer sentía, nos asaltaban todas las dudas éticas.

—Me imagino que lo ocurrido es lo que harán entre ellos los maridos y las esposas; y no sé si debemos hacerlo o no –medité en alto–.

—Sí, Daniel, así se comportan dos personas casadas –apoyaba mi hermana–. Pero no veo obstáculo para que no lo podamos repetir. A mí me ha gustado, me ha hecho sentir bien, no me arrepiento de nada, y si puede suponer un problema que se sepa lo que hacemos, nadie se tiene por qué enterar. Te quiero mucho, Daniel, y quiero que todo siga igual, Incluido que exista lo que hicimos anoche –apostilló–.

La miré despacio, sopesando sus palabras. Había un razonamiento muy lógico en todo lo que decía. Sin duda yo también había gozado mucho, pero quería, por encima de mi satisfacción, que ella fuese feliz, en todos los sentidos. En ése también. Su discurso me confirmaba que el haber dado rienda suelta a nuestros deseos, para ella suponía una continuación del amor fraternal que sentía hacia mí. Y si, de algún modo, todo ese compendio redundaba en su felicidad, yo estaba conforme. Después de pensar en todo eso, expuse mi idea:

—Sólo deseo una cosa de ti, Adela –decía yo–, que seas dichosa por encima de todo. Como me has hecho ver que lo sucedido no va interferir en eso, todo seguirá igual; pero si detecto que algo supone tu desazón, haré lo posible por evitarlo.

Nos mirábamos los dos quietamente, con la calma que da el tener toda la tarde por delante. Los ojos de Adela parecían sonreír, emanaban una placidez increíble.

—No sabes cuánto te quiero, Daniel –dijo simplemente, llena de una total afección–.

Y se aproximó a mí. Yo ya sabía que me iba a besar en los labios; pero sin saber cómo ni por qué, algo dentro de mí me dijo que los mantuviera entreabiertos. Y así lo hice, para recibir con mayor calidez el ósculo de mi hermana. Cuando Adela percibió mi gesto, ni lo dudó, como si estuviese leyendo un guión; y su lengua se adentró tímidamente entre mis labios. Al notarlo, yo abrí más mi boca, y ya no hubo obstáculos. Su lengua se introdujo por completo, y ahí, con libertad, buscó mi paladar, que acarició, y se enredó en la mía en el más hermoso de los abrazos. Mis manos resbalaban por sus mejillas, hasta su cuello, que acariciaba con dulzura, sin que nadie me dijera qué debía hacer. Empecé a notar la misma excitación de anoche, y mi órgano adquirió la dureza que yo estaba habituado que a veces tuviera. Sin despegar las bocas, con chasquidos diáfanos, por la acción del beso, mi mano llegó hasta su pecho, por encima de su ropa. La respiración de Adela se había agitado notablemente, y, cuando notó mi mano sobre sus senos, me apretó un poco los labios: y no disimuló sus gemidos. Apartamos nuestras bocas. Nos mirábamos sin hablar.

—Se me ha puesto el pito duro otra vez –rompí yo el silencio–.

Ahora la mirada de ella era deseo puro, fuego en los ojos que me pedían a gritos mudos más de lo que había pasado anoche. Y sin más, llevó con habilidad su mano a la zona a la que yo había aludido, y lo acarició con maestría. El tiempo me haría descubrir que habría mejores maestrías que la de mi hermana.

—Yo también tengo mi cosita otra vez empapada –confesó congestionada por la excitación–.

Y ya no dijimos más. No hizo falta. Ya sabíamos cuál era el siguiente paso y los que seguían inmediatamente después. Las miradas intensas sellaban el acuerdo tácito, y los dos, en perfecta e insuperable compenetración, nos acariciamos. Lo hacíamos de tal forma, que nuestras manos no tropezaban. Mientras yo le acariciaba el pecho, ella lo hacía con mi entrepierna, y así. Hasta que poco a poco las ropas se iban cayendo de nuestros cuerpos.

Cada centímetro de piel que la muchacha me mostraba era un latigazo directo a la zona de mi placer. Hasta que los dos estuvimos sin nada. Contemplé detenidamente sus pequeños pechos en formación, pero turgentes y duros, sus pezones desafiantes, puntiagudos y muy oscuros; el vientre plano que descendía con vértigo hasta su monte de Venus, donde nacían sus primeros vellos del pubis, muy negros, que daba paso a los labios de la vagina abiertos como un libro y brillantes por el manado formado en ellos. Los dos encima de nuestra cama, sin riesgo de ser vistos ni importunados, descubríamos con reposo agitado toda nuestra pubertad.

Mi pene estaba en posición vertical, hasta un poco más arriba del ombligo, con toda la dureza que era capaz de desarrollar. Adela lo observaba deseosa, imposible de vencer la tentación; y lo tomó con su mano derecha. Yo no me quedé atrás, y mis dedos se perdieron en la hendidura de Adela, resbalando ya en toda su humedad, buscando aquel botoncito mágico. Y nuestras caricias se convirtieron en las mismas de ayer, pero, además, ahora podíamos ver. Comprobé que los jugos de mi hermana eran transparentes (luego sabría que podrían tener el color del semen), y lo que tanto le gustaba que le acariciase era como un cuernecito que apenas asomaba de sus pliegues. Yo me preguntaba cómo podía dar tanto placer algo tan mínimo.

Y, lo mismo que la noche anterior, continuamos de esa manera hasta que llegaron los espasmos que anunciaban lo que llegaba. Pero esta vez ya lo sabíamos, y lo recibíamos con ansiedad; porque conocíamos cuánta era la intensidad de ese placer tan breve que en seguida llegaría. Esta vez no necesitamos apagar nuestros aullidos. Los expresamos con total libertad, liberando todo el deseo y la pasión acumulada. Nos recuperamos, y Adela no quitaba ojo de mi reciente eyaculación, que había vuelto a manchar su mano, mis muslos, mi pubis mi vientre… Incluso algunas gotas habían ido a parar al suelo.

—Es de color blanco –comentaba admirada, mientras lo escurría entre sus dedos para notar su textura–.

—Sí –confirmé yo, mirando extasiado para su hacer–.

Y después ya nada más. La tarde nos envolvió, y tras oscurecer llegó mi madre para acabar de alegrarnos.

Intentamos evitar nuestros juegos de noche, en la medida que nos era posible, para evitar ser descubiertos por nuestra madre. Y casi ni nos tocábamos al acostarnos, sólo nos dedicábamos a dormir; porque, por lo general, los juegos de la tarde nos dejaban satisfechos. Sin embargo, aisladas noches dábamos rienda suelta a nuestras necesidades, siempre con la mayor discreción que éramos capaces de desarrollar.

Y todo fue maravilloso hasta el último mes que estuvimos con nuestra madre. Ella siempre había sido muy caritativa, así que había pedido a Adela que fuese a ayudar a unos vecinos. Recientemente habían tenido un bebé, y las labores rurales y hogareñas eran mucho para ellos. Así que todos los domingos, mi hermana se iba a la casa vecina, y yo me quedaba solo con mi madre.

—Hijo ¿sientes muchos deseos hacia tu hermana últimamente? –Me preguntó sin previo aviso, el primer domingo que estuvimos a solas, mientras cenábamos–.

Y yo no supe qué contestar. Me hallé desarmado, indefenso, bajo la potestad de mi propia consternación, que había anulado todos mis reflejos, toda mi capacidad de reaccionar. No dije nada. Dejé que toda mi vergüenza quedase expuesta como única respuesta de mi confesión. Me sentía más derrotado que nunca.

Habíamos dejado de comer los dos. Nos mirábamos, yo perdido, y mi madre sin perder su encanto de siempre. No parecía enojada, me sonreía con dulzura; pero temía lo peor.

—Primero te vas a tranquilizar, Daniel –comenzó diciéndome–; luego si no puedes decir nada porque tu propio pavor te lo impide, no te preocupes, lo entiendo. Pero lo sé todo. Habéis sido muy cautos, y casi ni se os notaba, pero yo soy vuestra madre, y no me fue difícil descubriros. No quiero que me tengas miedo, sólo quiero hablar y ayudar. Pero no me niegues nunca la verdad o todo será peor.

—Seré sincero, madre –me deshacía ya de las casi inexistentes defensas que me quedaban–, pero no sé si podré contarlo.

—No hace falta, hijo –retomaba ella la conversación–, seré yo quien pregunte y tú responderás o te mantendrás callado, lo que buenamente puedas. Si no hablas sabré que la respuesta es un sí.

—De acuerdo –me sumí completamente a ella, aún con miedo, aún con toda la culpabilidad en mi interior–.

Sin quitarme la vista de encima, hizo una pausa para después continuar.

—Ambos estáis en la edad en que eso que os sucede les sucede a todas las personas –comenzó su discurso–. La educación social y los conceptos morales, convierten vuestros actos en algo muy abyecto a los ojos de los demás; pero ahí entraré luego. Lo que quiero saber es si esa satisfacción es mutua o sólo tuya.

Su mirada seguía siendo cariñosa, no había reproche en sus ojos, así que me animé a contestar.

—Salvo que ella finja o mienta, es de ambos –confesé, tranquilo–.

—Bien –proseguía ella con la mayor serenidad que pudiera existir–. Y ¿alguna vez has intentado obtener ese placer, estando ella incómoda, o que a tu hermana no le apeteciese?

—Jamás, madre –negué rápidamente–. Ese es nuestro acuerdo principal, que tiene que ocurrir si ambos queremos; lo que pasa es que queremos siempre…

—¿Acuerdo? Explícame eso mejor, hijo… Como mejor puedas, no tengas miedo.

Y fue cuando le conté que, después de la primera vez que lo descubrimos, al día siguiente, cuando estaban todas las labores hechas, hablamos seriamente de todo ello; y que decidimos seguir adelante, siempre que a los dos nos proporcionase el mismo gusto, y que los dos tuviéramos las mismas ganas, sin que los deseos de ninguno prevaleciesen sobre el otro. También le expliqué que sopesamos el problema de que los demás no lo entenderían, y decidimos que sería nuestro más hermoso y mejor secreto.

Volvió a hacerse una pausa. Pero esta vez más larga. Parecía como mi madre se hubiera quedado pensando profundamente en todas y cada una de mis palabras. Después de lo que a mí me pareció una eternidad, ella retomó la palabra.

—Eso está muy bien hijo, y te lo digo de corazón. Te diré que una de las razones que quería tener esta charla contigo era por saber si cualquiera de vosotros dos se estaba imponiendo sobre el otro. Veo que no es así, leo sinceridad en tus labios, y eso me reconforta infinitamente. Porque de no haber sido así, habría intervenido con rudeza para evitar todo lo que se podría desencadenar. Además también me ha complacido enormemente vuestra discreción, pero porque no ha sido instintiva, sino ponderada y dialogada. Todo eso me hace sentirme muy orgullosa de vosotros. No me agrada especialmente que desahoguéis vuestra naturaleza entre los dos, pero si ha de ser así, así lo acepto, siempre y cuando todo siga como me has relatado. Tu rostro habla de verdad, así que no voy a mantener esta charla con tu hermana, cosa que sí tenía pensado hacer; pero ya no me hace falta.

Había entendido completamente el mensaje de mi madre, su consentimiento de alguna forma, me había tranquilizado mucho, y me sentía más seguro y fuerte que nunca. Eso no quería decir que fuese a cambiar lo más mínimo mi comportamiento, buscando o queriendo más; todo lo contrario: me había reafirmado que nuestra decisión en cómo proceder había sido muy acertada y así debería seguir. A pesar de todo ello, la reacción de mi madre sí que me había desconcertado, sí que había sido muy enigmática. Me perdía en muchos porqués que no tenían respuesta, igual que alguien se desorienta cuando le hacen girar como una noria. Ese valor antes referido por la respuesta de mi progenitora, hizo que de sopetón, como un vómito que me quemaba le preguntase a mi madre, en ese instante, todos esos porqués, sin dejarme ninguno dentro.

—Sólo te voy a decir una cosa en forma de petición, hijo –me dijo ella por toda respuesta–. Confía en mí como siempre lo has hecho, y te prometo, que el tiempo y muy pronto, te dará todas esas razones que andas buscando. Pero no quieras ir más deprisa que las horas. Cuando digo muy pronto es muy pronto, no pasarán años, sino meses, para que todo tenga sentido dentro de ti, ¿de acuerdo?

Todo aquello seguía siendo excesivamente ininteligible para mí. Pero era tal la confianza que desprendía esa mujer, que opté por hacerla caso, pues así se me repetía ese pensamiento dentro de mí, hasta vencerme.

La conversación languideció, hasta desaparecer. Hablamos de otras cosas completamente distintas, aunque bien grabadas que me habían quedado las palabras de mi madre. Después las horas transcurrieron serenas, y nos acostamos. Yo me hallaba extrañamente inquieto, al dormir solo, no estaba acostumbrado a hacerlo. Pensé en Adela, y todo desembocó en mi deseo hacia ella, y la excitación, sin que nadie la hubiese llamado, surgió como de la nada, tomándome por entero. Hubiese preferido por encima de todo que mi hermana estuviese ahí, para calmarme, pero hasta mañana temprano no llegaría, y lo comencé a hacer yo solo. En lo más fruitivo de mi hacer, sentí a mi madre que se levantaba, y cesé de inmediato de tocarme. Oí los pasos de ella que se aproximaban, sentí como abría las sábanas, y se metía conmigo en el lecho.

—¿Echas mucho de menos a Adela? –Me preguntó en voz baja, hablándome al oído, con un amor que nunca había sentido–.

Era tal el sentimiento de paz que transmitía su voz, que ya me había dejado llevar, y no me sentía azorado, antes al contrario: me sentía confiado. Y contesté con el fondo de mi corazón.

—Sí madre.

—Lo sé hijo lo sé. No olvides jamás que tu madre siempre lo sabe todo, siempre lo ha sabido, y siempre lo sabrá. Y que te quiere como jamás sabrás sumar en toda tu vida.

Y con todo ese afecto, posó sus labios sobre mi cara, la acarició con ellos, y su mano aterrizó en mi erección. Sentí un escalofrío, no me lo esperaba, pero ella me calmaba con sus labios en mi rostro. Empezó a acariciarme toda la longitud, que ya era máxima, despacio, con increíble pero gozosa lentitud. Después, como hiciera mi hermana la primera vez, introdujo una mano dentro, desabrochándome, y se apropió de mi palo que ya poseía vida propia. Al instante noté la diferencia de las manos de ambas. Aunque Adela había aprendido mucho en muy poco tiempo, la mano de mi madre era insuperable. Sabía causar placer a cada centímetro de mi dureza.

Como hubiera hecho con mi hermana todo este tiempo, busqué su entrepierna con la mano más próxima a ella. No pensaba, sólo sabía que debía hacerlo así. Al principio mi madre dudó, pero no tardó en abrir las piernas y dejarme todo el camino libre. Me sorprendió descubrir que no tenía ropa interior. Su sexo era bien diferente al de su hija. Los labios eran mucho más grandes, y el vello, que lo cubría entero era mucho más frondoso, como una alfombra de terciopelo que me recibiese. Busqué ahí donde debía buscar, y los dedos se deslizaron entre los labios de su vagina. Noté esa humedad tan familiar, y supe que todo iba bien. Mi madre se mojaba mucho más que mi hermana, pero no por ello desistí en lo que tenía que hacer. Noté el botoncito donde debía estar, pero más hinchado y prominente que lo que yo conocía, y lo froté con el mismo amor que estaba recibiendo de ella. Los primeros suspiros salieron de su garganta, que muy pronto eran ya gemidos.

—Muy bien hijo mío, has sabido obrar acertadamente, pues nunca dejes que una chica se quede excitada sin su recompensa –dijo, mirando al techo, y con la voz tomada por la calentura que hervía en ella–.

Por su parte, mi madre, me la recorría entera con su mano mágica, sólo rozándola, se paraba en el glande, volvía a bajar, me rozaba son su uña el escroto, y volvía a subir. Lo hizo repetidas veces hasta que me la atrapó con el puño cerrado. Y me comenzó a masturbar. Era una mezcla de placer y amor tan intenso, que las alarmas de mi venida se encendieron de golpe. Quise decírselo, pero ella ya lo sabía (siempre lo supo todo, y siempre lo sabrá todo); y me puso un dedo de la otra mano en mis labios. Supe que no tenía que decir nada, y dejé que todo mi derrame arrollase por mi tronco y su mano. Mientras mi efusión se precipitaba entre oleadas indescriptibles de placer, noté como toda mi madre se tensaba. Los muslos se le pusieron rígidos, los apretó, atrapándome mi mano entre ellos. Advertí que ella era presa del mismo bien del que yo era; y su grito ronco final me lo confirmó.

Respirábamos los dos muy agitados, ella puso una mano sobre mi torso, tranquilizándome. Recobré con rapidez el aliento. Mi compañera de cama lo hizo un poco más tarde que yo. Separó mi mano de entre sus muslos, apartó la suya, buscó un paño húmedo, y limpió los restos de los fluidos de ambos. Se volvió a meter en mi cama, y me besó los labios. Pero yo los había dejado entreabiertos y con presteza noté su lengua que se adueñaba del interior de toda mi boca, quedando enlazada en la mía al final. Separamos las bocas y hubo silencio.

—¿Te ha gustado, madre? –Pregunté tenuemente–.

—Sí hijo mío he disfrutado mucho.

A Adela siempre se lo pregunto cuando acabamos, quiero saber que se queda tan satisfecha como yo –dije, queriendo explicar algo que no necesitaba hacer–.

—Buen chico –respondía ella–. Jamás olvides que siempre has de asegurarte que quien te haga disfrutar disfrute también de ti; y aun cuando no te complazca, tú siempre debes hacerla a ella deleitarse.

—No lo olvidaré, madre –hice ver que había recibido su mensaje–.

—Estoy segura de ello, corazón, ahora duérmete que mañana hay que levantarse temprano, no deja de ser un día más.

Y el sueño me venció con rapidez.

Desde ese día, hasta el instante en que tuvimos que irnos a vivir con nuestra tía, esos episodios se repitieron a diario con mi hermana, y los domingos con mi madre, cuando Adela estaba ausente; casi nunca de noche, casi siempre de día. Fue cuando supe, al ver a mi madre desnuda a la luz del día, porqué los pezones de Adela eran tan oscuros, y su vello púbico tan negro, si bien el de mi madre era más espeso. También supe asociar todo eso, al propio color de la piel y del cabello, que en ellas era muy moreno.