Nuestra Implacable Educación (I)
Dos adolescentes son educados por su tía después de la muerte de su madre. En este primer capítulo, ambos chiquillos llegan a lo que será su nuevo Hogar.
1: NUESTRO NUEVO HOGAR.
El carruaje se desviaba a la izquierda del camino. Un individuo abría una cancela de madera, y nos internábamos por un sendero que transitaba entre una interminable arboleda. Lo seguimos durante largo rato. Cuando volví a mirar, al fondo pude divisar una grandiosa casa, que emergía orgullosa, inmaculadamente blanca. No pude evitar mi cara de sorpresa por su gran tamaño, ni tampoco mi hermana, que, a mi lado, contemplaba atónita lo mismo que yo. Delante, el cochero, arreaba a los caballos, y, obedientes a la orden, agilizaron el paso. No tardamos en llegar a la altura de la entrada principal. Mientras nosotros permanecíamos mudos de asombro, el cochero descendió de su ubicación, y desató un gran baúl de detrás del carro. Al percatarse que ninguno de los dos nos movíamos, él mismo abrió la portezuela para a continuación decir:
—Ya hemos llegado, señorito –se dirigía a mí, con la esperanza que de una vez nos decidiéramos a bajar–.
Desperté como de un sueño, le di un codazo a mi hermana, que reaccionó de inmediato, y ambos salimos. Delante de nosotros había un numeroso grupo de hombres y mujeres petrificados, mirándonos sin hacer la más mínima mueca. Me pareció ridícula aquella escena, con toda esa hilera de gente como estatuas. Iban todos impecablemente vestidos con sus uniformes, con guantes de un blanco que parecía competir con el de las paredes del edificio que se erguía ante nosotros. Cuando ya estábamos en el suelo, parados sin saber qué hacer, una mujer se adelantó, y caminó con aires de superioridad hacia nosotros. Iba vestida como si fuese una reina, con un elegante vestido, del que prendían toda clase de adornos; con joyas en su cuello y manos. Pude distinguir enseguida a nuestra tía, doña Virtudes. Mi madre nos había hecho prometer que bajo ningún concepto la llamáramos de otra forma que no fuese doña Virtudes, ni siquiera tía; y, en absoluto, que no se nos ocurriese otro trato que no fuese el de usted. Mi hermana y yo dimos nuestra palabra, y la cumplimos durante casi toda nuestra estancia en aquella mansión. La mujer llegó hasta nuestra altura, y nos miró como si fuésemos un par de insectos, con un aire de desprecio que hasta entonces jamás había sentido, elevando por encima de los demás toda su suficiencia.
Permaneció callada unos segundos, que me parecieron interminables, y ahí seguíamos, quietos, sin hacer nada; lo que se me seguía antojando absurdo. Elevaba su cuello como si quisiera que su mirar sobrepasase nuestras cabezas. Pero se fijaba en nosotros, vaya que se fijaba, porque no dejaba de marcar en su rostro esa mueca de insulto. Repentinamente, con una lentitud en sus movimientos grotesca, levantó una de sus manos y una mujer joven, perfectamente uniformada, con su melena negra bien recogida bajo la cofia, corrió a su lado, sujetándose los faldones con las manos enguantadas en aquel blanco inmaculado, para tener un paso más ágil. Cuando estuvo a su altura, por fin nuestra tía habló:
—Que los lleven al baño, y los aseen bien. Que les den ropa decente, y quemad esos harapos mal olientes que llevan –hizo una pausa con una aspaviento de asco, y continuó a continuación–. Que Petra revise todo el baúl, y lo que sea para quemar que lo eche a las chimeneas. Y después tú misma te encargarás de enseñarles toda la casa, y dónde no deben entrar. –ordenó finalmente–.
—Sí doña Virtudes, así se hará –contestó la otra, con una leve reverencia y agachando la cabeza, fijando su vista al suelo–.
Tras eso, nuestra tía, con el mismo ademán petulante de antes, y su exasperante parsimonia, abandonó el lugar, adentrándose en la casa. Cuando la figura de la mujer se perdió por el quicio, como si hubiesen accionado un mecanismo, la doncella que había atendido a la señora, reaccionó. Tocó las palmas, y voceó, ordenando enérgicamente:
—Petra, lleva ese baúl adentro y quema todo lo que esté viejo o sucio. Ascensión y Milagros, vosotras entrad a los niños, bañadlos, y adecentadlos. El resto volved a vuestros quehaceres. ¡Vamos rápido, no tenemos todo el día!
Y como si de una función de danza previamente coreografiada se tratase, todas las mujeres comenzaron a moverse con presteza. Mientras los mencionados se apremiaban a obedecer, el resto entraba en la vivienda.
—Por cierto, niños, yo soy Trinidad, el ama de llaves para lo que necesitéis –nos dijo, girándose, pues ya nos había dado la espalda–.
Y sin decir más, se perdió en la vivienda, pero con un andar más ligero que nuestra tía.
—Vamos niños, que no tengo todo el día –dijo una mujer, también joven, asiéndome fuerte la muñeca y llevándome, casi a rastras, consigo adentro–.
Pero aún me dio tiempo a mirar, y ver como otra joven mujer se llevaba a mi hermana con los mismos modales que habían hecho conmigo. La joven que tiraba de mí, iba a un paso presuroso, me costaba seguirla. Llevaba el uniforme igualmente impecable que las demás, el pelo negro recogido bajo la cofia, las manos en esos guantes tan blancos, y tu tez extrañamente pálida. Corría yo casi, como si pareciese que el realizar lo mandado cuanto antes le fuese la vida a aquella mujer. Entramos al fin, en aquel palacio. Un hombre nos había abierto la puerta con una genuflexión a nuestro paso. Había un inmenso hall, del que partían unas espectaculares escaleras, enmoquetadas todas ellas hasta el final, de un granate reluciente. Éstas conducían a un corredor que se distribuía a izquierda y a derecha. La que asía firmemente mi mano, ascendió todos los peldaños con decisión, y giró a la derecha. Aquella interminable galería estaba llena de puertas cerradas. Pero la mujer que, literalmente me arrastraba, no se detuvo; caminó casi hasta el final, hasta, que fatigada la pobre, más por el hecho de soportar mi carga que por la caminata que nos habíamos pegado, cesó su correr; e intento que su acelerada respiración volviese a la normalidad. Su pecho subía y bajaba con gracia, y el rostro se había vuelto bermejo.
—Entre señorito, no se entretenga por caridad, que no quiero que me echen de esta casa: es un sitio de bien, y con mucho prestigio; me ha costado mucho entrar a servir aquí –me decía la jovencita, con seña preocupada en su rostro–.
Me quedé de piedra sin saber qué hacer. Todo aquello era nuevo para mí. Estaba acostumbrado a vivir en una casa que tenía solamente dos piezas: en una sola habitación, dormíamos todos; y la cocina era el lugar donde forjábamos la vida del hogar. Allí nos bañábamos incluso; excepto nuestras necesidades, las cuales hacíamos afuera. Y ahora me hallaba en aquel caserón, tan enorme como toda mi aldea entera, y aquella joven quería que yo me desenvolviese como si estuviese acostumbrado a recorrerlo igual que ella. Así que me quedé paralizado, mirando estupefacto para mi interlocutora.
—¿Don…, dónde quiere usted que entre? –Atiné a preguntar al final, tartamudeando–.
Y sin duda el rostro de la criada se descompuso. Se desesperaba por mi torpeza.
—Ay, señorito, pero ¿de dónde has salido usted?, parece tonto; va a conseguir que me despidan, y no se lo perdonaré, lo juro –decía ella, besándose la cruz que había formado con sus dedos–. Abra la puerta y entre de una vez, o le arrastro yo misma, tengo una orden que cumplir –me dijo, señalando para el cuarto cerrado que teníamos enfrente–.
Yo me asusté aún más al ver la impotencia de mi acompañante, y torpemente, así la manilla para abrir; pero una voz seca y fría me dejó helado, igual que a la criada que estaba a mi lado, supongo.
—Nadie te va a expulsar de la casa, Milagros –oí de repente que alguien decía con una voz seca e inflexible, que hubiese paralizado a cualquier mortal–. El señorito no está acostumbrado a una vida normal –continuaba–, tiene mucho que aprender, y esa será labor de doña Severa. Lo único que tienes que hacer, es lo que se te manda y tener paciencia –concluyó–.
Los dos nos habíamos vuelto al oír aquella voz firme. Una mujer toda de negro, con delantal y aquellos guantes tan blancos, estaba frente a nosotros. Miré para la sirvienta, que aún no me había soltado la mano, y la veía asustada, que agachaba la cabeza.
—Sí, doña Trinidad –contestó la aludida, mirando hacia el suelo, y haciendo una leve reverencia–.
Quien acababa de hablarnos no pasaba de los veinte años. En realidad todas las mujeres con las que me había encontrado no aparentaban rebasar esa edad. Con el tiempo descubriría por qué eran todas tan jóvenes, incluso algunas más aún.
—Haz lo que se te ha ordenado –fulminó finalmente Trinidad–.
Y Milagros no contestó, abrió ella misma la puerta, y me introdujo en su interior.
Habíamos accedido a una antesala, en la que destacaba una humeante chimenea que crepitaba, manteniendo caldeada la estancia. Frente a ella, había un amplio escritorio. A los lados, había dos puertas, que permanecían abiertas; en una pude distinguir una inmensa cama, la otra sólo dejaba ver una larga bañera.
—Este será su dormitorio, señorito –me decía–. Pase al baño, y vaya desnudándose, no tardo nada en traerle el agua caliente –continuó–.
Y con esas palabras se alejó a toda prisa. Yo me hallaba como transportado. Había dicho que ahí era donde yo dormiría y aquel lugar era más grande que toda la casa de donde yo procedía. Jamás hubiera supuesto que los baños pondrían estar próximos a la cama… No me podía creer que hubiera sobre la tierra una vivienda tan grande. Lo contemplaba todo con ojos como platos, absorto absolutamente por la inmensidad de aquel sitio, que parecía sacado de la más fantasiosa de las ilusiones. Allí, quieto y extasiado, había permanecido hasta que la puerta se abrió nuevamente. Milagros, sofocada, venía con un enorme barreño sobre la cabeza, que humeaba visiblemente. Cuando me halló donde me había dejado, de pie y embobado, su rostro pareció exasperar; pero entonces se acordó de las palabras que le dijera Trinidad; y actuó con la mayor paciencia que un mortal puede tener. Entró en el baño, dejó el recipiente en el suelo, se fue hacia mí, volvió a sujetarme de la muñeca (esta vez con suavidad), y me habló.
—Ya sé que todo esto es nuevo para usted, señorito –comenzó–, pero vea que no tenemos todo el día, y a mí me queda mucho más trabajo, así que con el permiso de usted, haré que todo se agilice más. No se mueva de ahí…; bueno eso estoy segura que lo hará bien –ultimó, mientras se apresuró a salir de nuevo–.
No tardó mucho más en volver, cargada su cabeza con otro odre como el que había traído antes, tan humeante como el anterior. Lo colocó en el suelo, al lado del otro, suspiró levemente, y luego se agachó para verter ambos en la bañera. Satisfecha de comprobar que la cantidad de agua era la adecuada, apartó los recipientes, y se aproximó a mí. Estaba sofocada, sin duda por el esfuerzo que había supuesto traer esos cacharros. Con la respiración pronunciada y su frente llena de gotitas de sudor, comenzó a desnudarme, como si aquello fuera lo más normal del mundo. ¿Es que nadie le había dicho que yo ya tenía catorce años? Ya había terminado de desnudarme, y sin mirarme, dijo:
—Métase a la bañera señorito, si no quiere que lo haga yo misma.
Ahora ya sonreía, le parecía hasta cómica aquella situación. Mi capacidad de percepción se veía desbordada. Yo estaba acostumbrado a bañarme en una tinaja de latón, como las que ella había traído con el agua, y ella pretendía que para mí todo aquello fuese normal. Anonadado, hice lo que me indicó, y totalmente desnudo, muerto de vergüenza por ello, me introduje dentro, quedando de pie estático. El agua tenía una temperatura perfecta, y me empezó a gustar aquello. Por suerte, Milagros ni me había mirado así que no había percibido el rubor que me dominaba. Entonces ella se dio la vuelta y fue cuando me vio de frente.
—¡Santo Cristo de los Desamparados! –Exclamó santiguándose, como si todos los fantasmas que pudiera albergar su fantasía se apareciesen de repente–.
Aún estuvo un instante sin pronunciar palabra ni mover músculo alguno. Yo estaba desconcertado, porque no sé qué habría notado en mí que la había hecho reaccionar así, aunque, con esa gente tan rara, cualquiera sabía.
—Pero si yo pensaba que usted era un niño, señorito –dijo al fin, sin yo acabar de entender nada–.
—Te…, tengo catorce años, señorita –sentencié yo, lleno de apocamiento–.
Y la pobre Milagros no supo qué hacer, ni qué decir. No sabía si llorar, si reír, o abandonarse. Finalmente consiguió ordenar un poco las ideas que ya empezaban a desatarse en su interior.
—No lo pongo en duda, Señorito –decía–. Y no debe usted llamarme señorita. Yo soy su sirviente, llámeme tan sólo Milagros, aunque supongo que eso se lo enseñarán enseguida. Las señoritas son las hijas de la señora y su hermana, y usted es el señorito para mí. Yo para usted sólo soy Milagros –concluyó–.
Todo eso lo entendía perfectamente. Lo que se me escapaba de mi comprensión eran los porqués. Pero, al final, decidí hacer caso a las últimas palabras de mi madre: haced todo lo que os digan aunque no lo entendáis hijos.
—De acuerdo, Milagros –dije yo, haciéndola ver que había entendido su mensaje–.
La joven sirvienta sonrió divertida.
—Ahora siéntese, señorito, que enseguida acabo.
Yo obedecí. Mi sirvienta, quitándose sus inmaculados guantes, y arremangándose, empezó a arrojarme agua por la cabeza, hasta dejarme totalmente mojado. Después tomó una pastilla de jabón en la mano, y prosiguió frotándome todo el cuerpo. El pelo, la cara, los hombros, los brazos, el pecho… Hizo una pausa, hasta que como vio que yo no hacía nada, volvió a hablarme:
—Póngase de pie, señorito, sino no podré enjabonarle el resto del cuerpo.
—Lo siento Milagros, es que estoy acostumbrado a bañarme solo –comenté yo azorado, pero obedeciendo al instante–.
Y la joven asistenta, continuó enjabonándome el vientre, las piernas, los pies; me hizo girar, y continuó con mis nalgas, hasta que sólo le quedaba una parte que ella había estado evitando. Se quedó mirando embelesada, sin decir nada, ponderando todo lo que a sus ojos se abría.
—Está usted muy crecidito, señorito Daniel. Yo no lo sabía, porque de haberlo sabido no le hubiera bañado; pero como tengo que acabar rápido, por esta vez no creo que importe, ni que me riñan.
Ella aún no se atrevía a hacer ninguna maniobra.
—Tengo catorce años, como ya dije, Milagros –me reafirmé–.
—Sí, sí; ya sé –terciaba la joven–. Pero para sus catorce años sigo diciendo que está muy crecidito –reiteró–.
Entonces por fin yo entendí a qué se refería. Y me turbé mucho más aún.
—Yo no creo que esté tan crecidito; está normal, a veces sí que se pone más crecido –dije ingenuamente–.
Y es que el tamaño de mi miembro para mí era de lo más corriente. El tiempo y los sucesos en aquella casa me sacarían de mi error.
—No debe decir eso, señorito –se apresuró a indicarme Milagros–, esas cosas no se dicen, aunque bien que me lo puedo imaginar –añadió, con un gesto de agrado en su rostro–.
Por fin se decidió mi sirvienta, y extendiendo sus manos embadurnó de jabón mi pene, que, fuera de todos los corsés morales que luego me inculcarían, creció libre y a gusto, aunque no del todo.
—¡Santa Madre de Dios! –Decía ella, mientras me lo seguía enjabonando en toda su longitud, que ya era mayor que antes; haciendo retroceder el prepucio, y llenándome de espuma el glande, mientras no dejaba de acariciarlo con su mano–.
Y aunque tenía que hacerlo, pues debía acabar con mi aseo cuanto antes, sus manipulaciones, sólo contribuyeron a que mi naturaleza hiciera lo que tenía que hacer. La pobre suscriba, resoplaba, y su flequillo negro volaba y volvía a bajar sobre su frente.
—Ya te dije que a veces sucedía –comenté yo, con la naturalidad a la que estaba acostumbrado–.
—Ya lo veo ya, señorito –confirmaba ella–. Pero es que jamás vi nada tan inmenso, ni siquiera en adultos –completó, abandonada en su éxtasis, sin pensar en lo que había dicho–.
—Pero si es normal –intervine con mi habitual candidez de entonces–.
Y eso pareció sacarla de su ensimismamiento, y regresó a la realidad, como cuando se despierta de un sueño placentero.
—Bueno señorito, no debemos de hablar de esas cosas. Imagínese si nos oyeran, me matan –zanjó Milagros–.
Y aunque yo no entendía nada, porque estaba la puerta cerrada, y en aquella casa se podría perder hasta el más avezado explorador, no quise insistir en algo que en ese momento se me escapaba de mi lógica. La joven sirvienta se apresuró a acabar su tarea, enjabonándome también entre las nalgas y el escroto; para después proceder a aclararme, aunque no dejó de estar agitada, hasta que me volcó el último chorro de agua caliente.
—Ya está, señorito. Sálgase de la bañera y aquí tiene la toalla para secarse.
Yo la obedecí, mientras ella me envolvía en una toalla. Se separó uno poco, y, por un instante iba a hacer ademán de secarme ella, pero como observó que yo lo estaba haciendo con presteza, se limitó a contemplarme embobada. Mi miembro, que seguía duro por su mirada, se balanceaba con violencia como un martillo. Milagros pareció reponerse, y me dejó de observar.
—Cuando se haya secado pase a su dormitorio, allí tiene la ropa preparada. Vístase mientras yo lo recojo todo –anunció–.
Efectivamente, así era. Acabé de secarme y entré en el dormitorio. Todo el ámbito estaba caldeado por la acción de la chimenea. Yo iba desnudo, sin haberme ceñido la toalla al a cintura, pues así había estado acostumbrado a comportarme delante de mi madre y de mi hermana, hasta hacía sólo unas pocas horas. Mi pene seguía enhiesto y apuntaba con descaro a Milagros, que se debatía horriblemente; pero estaba muy bien enseñada, y se controló. Posteriormente yo supe ponderar cuánto le había costado en aquel momento. Al descubrir todas esas ropas, ni supe cómo se ponían, pues jamás había visto nada parecido. Mi sirvienta iba entendiendo que para mí todo aquello se escapaba de lo que jamás hubiera visto, así que, tal y como le dijera Trinidad, armada de paciencia, me vistió. No evitó, empero, mientras lo hacía, el roce con mi pene, incluso por encima de la ropa, una vez hubo completado toda la vestimenta.
Me sentía incómodo y embutido por tantas ropas que yo jamás había llevado. Me movía como un mono atado, y Milagros, ya familiarizada con mi torpeza, ante todo aquel nuevo mundo que descubría, se reía sin hacer ruido. Mi erección no había bajado, pero era imposible que se notara ante tanto telar que tenía encima.
—Reluce usted como una moneada nueva, señorito –dijo dándome la última cepillada al cabello, satisfecha de toda su obra–.
Y yo, simplemente me veía burlesco; pero no dije nada.
—Ahora le voy a acompañar al salón pequeño, donde ya le estará esperando la señora con sus hijas, y espero que su hermana de usted también; ojalá que no me regañe por mi tardanza. Después subiré para dejar eso impecable para la noche anunció, atusándose su uniforme y de nuevo enfundándose sus guantes.
Y así lo hizo. Abandonó mi habitación, y yo la seguí. Ella iba con andar ligero, y me costaba Dios y ayuda estar a su paso, pues jamás me había sentido tan incómodo caminando con aquellas ropas. Bajamos la gran escalera, y seguimos por un corredor a la izquierda. Innumerables puertas se disponían a ambos lados. Hasta que se detuvo delante de una y golpeó con una suavidad exquisita.
—Pase –se oyó una voz dentro–.
Milagros abrió con extrema delicadeza y doblando la espalda preguntó:
—¿Da su permiso la señora?
—Adelante Milagros –dijo mi tía–. ¿Qué sucede?
—Vengo con el señorito Daniel, que ya está listo –explicó–.
Mi tía irguió aún más su cuello, y me escrutó como si fuera un potro en una feria.
—Estupendo, Milagros, muchas gracias –aprobó ella–. Puedes retirarte.
Y la joven, volviendo a doblar la espalda, salió con la misma ceremonia con la que había entrado, cerrando la puerta tras de sí. Aquel salón, al que llamaban salón pequeño, era tan grande como toda mi casa junta. Al fondo, en unas sillas dispuestas alrededor de una mesa redonda, estaban mi tía y tres chiquillas: mi hermana, y supuse que mis primas. Me miraban todas como se mira a un invento nuevo, o a un animal circense. Yo me mantenía quieto, pegado a la puerta.
—Siéntate Daniel, que te voy a presentar a tus primas –me indicó mi tía sin perder ni un ápice su aire severo, señalando a una de las sillas vacías–.
Caminé como si tuviera pulgas, pues la ropa me incomodaba como nada hasta ese momento lo había hecho. Oí las risitas de mis primas, y todo eso me confundió mucho más.
—¡No os riais! ¡Esos modales! –Chilló su madre con rotundidad, golpeando la mesa con su palma, y haciendo sonar los anillos que poblaban sus dedos–. Vuestros primos no han tenido ninguna educación hasta ahora –proseguía–, no es decente en señoritas como vosotras reíros. Afortunadamente soy una buena cristiana y los he acogido en mi casa, para darles yo la educación de la que carecen –finalizó–.
Alcancé la silla y me senté torpemente. Estaba colorado, me faltaba el aire, pues me sentía totalmente comprimido con aquel traje. Miré para mi hermana. También tenía su rostro enrojecido y se mantenía muda e hierática en su asiento.
—Estas son Araceli y Encarna –dijo, mientras señalaba con suficiencia para cada de una de ellas–.
Las dos niñas me miraban como si fuera un bicho raro. Ambas mostraban dos melenas morenas, la de Araceli más lisa que la de Encarna, pero les llegaban casi a media espalda, con sus peinados tan perfectos. Yo permanecí quieto y sin mover una pestaña. Mi tía pareció encresparse, pero se recobró al instante, tragó saliva y me siguió hablando.
—No he de enojarme contigo por tu actitud, pues desconoces la más mínima norma cívica, no soy tan cruel como para eso; pero he de advertirte, jovencito, que lo correcto es que te levantes y te inclines acercando tu boca al dorso de sus manos sin tocarlos con los labios. Mañana empezarán tus clases con doña Severa, después del desayuno y hasta la hora de comer; y eso lo aprenderás bien.
Y mi tía se quedó esperando con sublime paciencia a que yo me diese cuenta que tenía que ejecutar lo que me había indicado. Pero todo aquello me sobrepasaba y no sabía cómo actuar. Una discretísima patada de mi hermana, me hizo entenderlo todo. Me levanté dispuesto a obedecer a mi tía, lleno de todo el temor a que aquellas ropas que me hacían parecer un salchichón, estallasen al menor movimiento de agacharme ante mis primas. Mis temores eran infundados, pero sí que me costó doblarme, aunque con mayor o menor torpeza hice lo que de mí se esperaba.
—Ha sido patético –dijo mi tía con su mayor menosprecio–. Pero al menos, igual que tu hermana, tienes la voluntad de obedecer; y eso es algo a tu favor, Daniel.
Y Doña Virtudes ya no habló más. Tomo aire, como si le faltara, e hizo sonar una campanilla con insistencia. Ni dos segundos más tarde, se oyó que tocaban la puerta.
—Pase, Ernesto –dijo mi tía–.
La puerta se abrió con lentitud y un hombre impecablemente vestido, se quedó en su umbral haciendo una reverencia, al tiempo que preguntaba:
—¿Llamaba la señora?
Y yo creía enloquecer. Primero no sabía cómo mi tía había podido adivinar que quien llamaba era Ernesto, y segundo, si ella había tocado la campana solicitando su presencia, ¿por qué él preguntaba si le llamaban? Aquello parecía salido del mayor de los absurdos, no obstante no dije nada, me limitaba a observar.
—Sí, Ernesto –contestó ella con firmeza–. Haz saber a Trinidad que deseo que se presente ante mí.
—Al momento señora –contestó el otro, y con la misma reverencia salió del salón de espaldas, cerrando la puerta tras de sí.
Todo aquello me resultaba tan artificial, que se me antojaba ridículo, y se me escapó una ligera risa, perceptible por mi tía y sus hijas. Sentí la mirada de doña Virtudes que me atravesaba de lado a lado, pero no dijo nada, sabedora de que aún quedaba mucho para que yo me comportase como ella esperaba.
No tardó mucho en volverse a oír unos nudillos en la puerta de nuevo. Aquella ceremonia iterativa me resultaba ya cansina.
—Adelante Trinidad
—¿Me llamaba la señora?
—Sí, Trinidad. Mis sobrinos ya están adecentados. Haz formar a todo el servicio, preséntaselos, indícales cuál es la función de cada cual, y enséñales todo mi hogar. Estate segura de que tengan claro por los sitios donde tienen libertad de andar y por cuáles no.
—Al momento doña Virtudes –se oyó decir a la joven que ahora con la espalda encorvada cerraba la puerta tras de sí con unos guantes tan blancos como los que usaba Ernesto.
Había un silencio especialmente molesto en aquella estancia. Mi tía se había recostado ligeramente sobre el respaldo, y mis primas eran auténticas estatuas. Por el contrario, mi hermana y yo sufríamos para movernos lo menos posible par la incomodidad de la ropa que usábamos.
De nuevo se oyó que tocaban a la puerta, y de nuevo se repitió todo el comportamiento anterior. Pronto sabría que ese actuar sería siempre el mismo cada vez que cualquiera de las personas, al servicio de mi tía, estuviese frente a ella.
—Todo listo, señora –le decía Trinidad en el quicio–.
—Perfecto –aseveraba–. Llévate a los niños y cumple mis instrucciones al pie de la letra –indicó–.
—Si la señorita y el señorito son tan amables de seguirme, con gusto les mostraré la morada de la señora y los empleados a su servicio –se dirigía a nosotros el ama de llaves–.
Eran tantas las ganas que teníamos de salir de aquel sitio, que ambos bajamos con presteza de la silla y rápidamente nos pusimos al lado de Trinidad, que cerraba la puerta detrás de nosotros. Mientras lo hacía supe que había algo que no le había gustado a mi tía, por la mirada de censura que nos brindó a ambos. Trinidad caminó hacia el hall de la entrada Principal, y, en hilera, ahí se disponían unas cuantas mujeres y hombres: todos con su uniforme impecable, todas las manos cubiertas por guantes. Ella empezó de derecha a izquierda.
—Esta es Petra –comenzó diciendo, mientras una mujer de rubios y lisos cabellos, se adelantaba un paso y nos hacía ese gesto al que ya nos íbamos acostumbrando: una reverencia–. Es la sirvienta particular de Doña Virtudes. A su lado están Olga y Ofelia, –continuaba Trinidad, señalando con el dedo a cada una de ellas–, las sirvientas de sus primas, Araceli y Encarna respectivamente –y las mujeres hacían el mismo gesto, el cabello de ambas era muy negro, y también liso–. A Milagros y a Ascensión ya las conocen, son sus sirvientas particulares. Pueden contar con ellas en cualquier momento y para lo que sea –las dos habían hecho la misma pose, destacando la enorme melena castaña clara de Ascensión que se recogía sobre su cofia–. Rita es la cocinera –siguió el ama de llaves, tocándola en el hombro, e inclinándose ésta levemente: era la que más edad aparentaba y su cabello era todo negros–; y Prudencia su ayudante –repitió el mismo gesto, mientras la que parecía más joven de todas, se agachaba ante nosotros, mostrándonos sus lisos y pelirrojos pelos–. Leonor se encarga de que todos los salones de la parte de abajo estén relucientes, –y, de nuevo, la reverencia de la aludida de pelo negro de media melena–. Rosario hace lo propio con los pasillos y la gran escalera –extendía, con la doncella ya inclinada, y el flequillo negro de su guedeja cayéndole en la frente–. Ernesto es el mayordomo, se encarga de atender a las posibles visitas, abrir la puerta, alguna reparación extra, y acudir a la llamada de cualquiera que se encuentre en los salones –la caricia en el hombro del hombre se prolongó un poco más, que repetía aquél gesto hierático–. Y, por último, Alfredo, que junto con su ayudante Benito, está a cargo del establo, de atender a los caballos y yeguas, de los carruajes y todos los enseres que usan los animales. Él ha sido quien os ha traído desde la estación –puntualizaba mientras ambos hombres se levantaban tras haber flexionado sus torsos–. Pueden contar con cada de uno de nosotros a cualquier hora y cualquier día excepto los domingos. Es la jornada en la que descansamos, y el señorito comprobará cómo la casa queda casi vacía –ultimó–.
Trinidad se quedó un poco parada, en una pose artificial, sonriendo. Los demás también sonreían. Enseguida deshizo toda aquella fila de gente ordenándoles que volvieran a sus quehaceres.
—Acompáñenme, por favor. Les mostraré toda la finca, mientras, les explicaré mis funciones, y con gusto responderé a cualquier duda que se les haya planteado.
Con nadie más alrededor, nos llevó por el corredor de la derecha, en la parte inferior del edificio. Había tres puertas. Una era un gran salón de baile, inmenso, en la vida había visto algo así jamás. Nos explicó Trinidad que pocas veces se usaban, sólo para eventos muy especiales. No se podía divisar muy bien, porque las cortinas estaban cerradas y entraba muy poca luz; pero la dimensión de aquella habitación era majestuosa.
En frente había otras dos puertas: una era la biblioteca, y la otra el comedor grande; que también se usaba sólo en celebraciones muy concretas. Ahí teníamos vetada absolutamente la entrada. Para usar la biblioteca, si lo deseábamos, Trinidad debía de obtener permiso de Doña Severa o Doña Virtudes. Jamás en mi vida había visto tantos libros juntos, apilados en estantes que llegaban desde el suelo hasta el techo casi. Nunca creí que en Universo pudieran existir tantos libros.
Atravesamos todo el corredor, y llegamos hasta la puerta de donde habíamos salido. No la abrió, pues dijo que ya la conocíamos y no era menester molestar a la señora. A su lado había otras dos puertas. Las abrió y comprobamos que eran otros dos salones pequeños, similares al que habíamos estado, por si alguno de los señores quería estar a solas. Enfrente se disponían tres comedores pequeños. El grande no lo solían usar, salvo para grandes acontecimientos, así que los otros tres resultaban óptimos si había muchos invitados en la casa, según sus palabras.
Tras eso, pasamos por debajo de la gran escalera, justo nos quedaban encima los corredores que daban a las habitaciones, y llegamos a la gran cocina. Aquello era enorme, según exclamé yo; y necesario, según me corrigió el ama de llaves, si había demasiados invitados en casa. A ambos lados había dos baños, que usaban los sirvientes. En todo eso que nos había mostrado teníamos libre entrada.
Subimos nuevamente la gran escalera, y nos dirigimos esta vez por el pasillo de la derecha. En él estaba el espectacular gabinete de mis tíos, y los dormitorios de las niñas, como dijo Trinidad. Había muchas puertas cerradas. Eran dormitorios vacíos que sólo se usaban cuando había huéspedes. En el pasillo de la izquierda, estaban nuestros dormitorios, y algunos más, de igual manera vacíos, con el mismo propósito que los otros. En las habitaciones ajenas a las nuestras, podíamos entrar con libertad, siempre que contáramos con el oportuno permiso de quienes las ocupaban.
—Síganme ahora, por favor, verán el exterior de la finca; no toda, claro porque es excesivamente grande, pero sí lo que necesitan conocer –anunció la supervisora–.
Y Así lo hicimos. Mientras andábamos por el camino, ella siguió hablando, y nosotros atónitos a todo lo que estábamos asistiendo, la oíamos con admiración.
—Mi labor consiste en organizar todo el servicio. Soy quien lo revisa –explicaba–. Me encargo de sugerir la adquisición de personal en caso necesario, o sugerir la reducción del mismo, según sean las necesidades; y, sobre todo claro está, si observo alguna conducta indecorosa. Suelen hacerme caso y ejecutan mis opiniones sin discutirlas –añadió ufana–. Una vez a la semana vamos a la villa a hacer la compra. Alfredo nos lleva en el carro y yo elijo a tantas sirvientas crea oportuno para que me ayuden; dependiendo principalmente, del trabajo que tenga pendiente cada una. La propiedad está totalmente delimitada por un vallado de roble: le sería imposible percibir los lindes con su vista. Sería necesario todo un día a caballo para recorrerlo por entero. La entrada tiene una verja que ustedes han atravesado al entrar. A partir de ahí, es todo pertenece a la señora.
Llegamos a un edificio más modesto, a unos doscientos metros de la casa principal.
—Aquí es donde duerme todo el servicio, incluida yo, –dijo–. No es conveniente que ustedes lo vean, pues no es de buena educación violar la intimidad ajena, aunque sea de los criados. Desde luego ustedes tienen prohibido entrar.
Seguimos caminando y encontramos unos majestuosos y monumentales establos. No entramos porque Alfredo aún estaba trabajando en ellos y no quería que se distrajera. Ahí sí que teníamos acceso libre.
—Y eso es todo –seguía explicando–. Ah se me olvidaba –recordó de pronto–: solo pueden alejarse de la entrada, hasta donde sus ojos puedan percibir la casa. Les está prohibido alejarse más, sin que los criados tengan previo permiso de los señores. Si tienen alguna pregunta, responderé gustosa; si no, les dejo, que yo también tengo que hacer.
Aunque la explicación había sido completísima, claro que teníamos mil dudas. Hice ademán de preguntar, pero me contuve finalmente, no fuera que se volvieran a reír de mí.
—No sea tímido, señorito Daniel, diga usted –me inquiría sin embargo el ama de llaves–.
—¿Y Doña Severa? –Interrogué–.
—Está en su residencia, pero esta noche para la cena, la conocerán; y se quedará a dormir mientras tenga que instruirlos por las mañanas temprano. Después regresará a su alojamiento, hasta la hora de la cena, que de nuevo vendrá. Si por algún casual, una mañana no hubiera de educarles, ella dormiría en su mansión –soltó Trinidad, cual discurso bien aprendido–.
Y al ver el ama de llaves que ya no había más interrogatorio, flexionando las rodillas se despidió de nosotros con exquisita cortesía, y se alejó. Mientras lo hacía, de espaldas a nosotros, nos advirtió que cuando comenzase a oscurecer entrásemos en la casa, que a la señora no le gustaba que nadie saliera cuando la luz se iba. Y allí nos quedamos mi hermana y yo, mirándonos como pasmarotes, intentando asimilar todo aquello que se nos antojaba sacado de nuestro más profundo sueño. Sí que habíamos notado, claramente, la diferencia de trato entre Trinidad y el resto de los criados. Ella mucho más refinada con nosotros, que en algunos momentos las otras mujeres, más bruscas.
—Demos un paseo, Adela –dije yo de improvisto. Quería sentir el aire fresco, antes de que el sol cayese más; y olvidarme de ese día tan ajetreado–.
Ella aceptó asintiendo con la cabeza y caminamos entre los árboles, pero sin perder de vista la gran casa. Cuando nos sentimos un poco cansados (la ropa era, sobre todo, lo que peor soportábamos), nos detuvimos. Miré abajo y vi que había unas piedras, que, curiosamente, asemejaban la forma de asiento, que impedirían que nos mancháramos el atuendo si poníamos nuestros pañuelos sobre ellas. Estaban cubiertas de hojas ocres que habían caído de los árboles. Yo me apresuré por despejarlas. Le hice una seña y nos sentamos. Nos miramos con una mezcla de excitación y pesar. Miré fijamente a mi hermana y apoyé mis labios en los suyos, mientras mi mano se iba a descansar a sus pechos acariciándolos. Apenas si los noté por la cantidad de ropa que llevaba. Ella no hizo ademán alguno de apartarme, pero cuando separé los labios me dijo:
—Como nos vean, nos la ganamos. Incluso teníamos cuidado de que madre no nos viera –ultimó–.
Yo la miraba, mas no dije nada, sabía bien cuál era la realidad. Me apagué un poco al oír a mi hermana mencionar a nuestra madre, pero enseguida esbocé una sonrisa. No quería que Adela se entristeciera.
—Aquí sentados no nos pueden ver –la tranquilicé yo, girando mi cabeza hacia la casa–. Echaba de menos besarte y acariciarte –continué–.
—Claro –exponía ella sonriente–. En casa lo hacías todas las noches al dormir juntos. Aquí nos será más difícil –añadió–.
—Buscaremos tiempo y sitios para hacer lo que hacíamos en casa –solté–, aunque no sea tan asiduamente como allí, lo haremos.
Y Adela sonrió. Verla así de feliz era todo lo que yo quería. Yo también sonreí a su vez; y ella se abalanzó sobre mí. Pegó sus labios a los míos y su lengua buscó la mía. Se enredó en ella como una serpiente, y su mano escudriñó mi entrepierna. Por supuesto que me excité, y mi pene despertó alegre. Ella asió mi erección feliz de ser sabedora de haberla producido, mientras no cesaba en su beso; con la lengua esta vez acariciando mi paladar.
—Es una pena que lleves tantos trapos –me dijo en un susurro, separándose momentáneamente de mi boca–; con gusto te sacaría el líquido blanco. Ver cómo disfrutas cuando lo haces me llena de ilusión y alegría, Daniel.
Y después pegó su morro al mío, enterrando su lengua en mi cavidad húmeda. Sus palabras y sus caricias habían conseguido que mi polla estuviese al máximo tamaño. Me desahogaría, seguro, de noche, estando en la cama, porque ahora no sabía ni cómo quitarme los pantalones; aunque aprendería, a buen seguro. Mis manos tampoco se habían quedado quietas. Una había ido a parar a sus tetas. Apenas las notaba sobre todo por el corsé. Las acariciaba por encima de la cantidad de tela que llevaba, aunque procuraba no arrugar su vestido. La otra se había dirigido justamente a su entrepierna, hurgando por los interminables pliegues de su falda y toda la cantidad de ropa interior.
Estuvimos largo rato así, acariciando nuestro propio deseo, y disfrutando de ello. Comprobé que el sol descendía y decidí que lo mejor era regresar. Se lo indiqué a Adela y los dos nos pusimos en pie y volvimos. Al poco estábamos frente a la puerta de la residencia, y sonamos la campanilla. Presto, enseguida apareció Ernesto, que con su gesto habitual nos abrió y nos invitó a pasar.
—Dile a la señora que estamos recogidos en nuestros cuartos, si pregunta por nosotros –indiqué al mayordomo–.
Él asintió con la cabeza, y con nuestra mejor porte, subimos a nuestros aposentos. Allí estuvimos hasta que fuimos avisados.
—¡Señorito Daniel!, ¡señorito Daniel! –Oí que me llamaba mi sirvienta–.
Comprobé que el trato que me daban a mí no era el que recibía la señora por parte de los criados.
—Pasa Milagros –dije en voz alta–.
La puerta se abrió, y la oí entrar. La luz de su candelabro lo empezó a iluminar todo, pues ya había oscurecido.
—¿Está usted ahí, señorito? –Preguntaba al no hallarme en la antesala–.
—Estoy en mi dormitorio –contesté–, pasa.
Ella se acercó hasta mi cama. Estaba tumbado boca abajo. Se agachó y me habló dulce. Había dejado el candelabro en la mesilla de noche.
—La cena estará servida enseguida y ya le esperan todos –anunció–.
Me levanté y ella comprobó mi aspecto triste y taciturno. Se sintió afectada al verme así, y en un arrebato de cariño, me dijo:
—No esté triste, señorito, ya verá cómo todo va ir bien.
Mientras pronunciaba esas palabras, la joven sirvienta comprobaba que mi aspecto fuera impecable para bajar a cenar. Sonreía y me miraba con dulzura; y yo quise ser amable con ella, y besé con la mayor suavidad que supe sus mejillas.
—Oh, Señorito –se turbó de repente, azorándose, llenándose sus mejillas de rubor–. No debe hacer eso, yo sólo soy su sirvienta –quiso hacerme entender–.
—Lo sé, Milagros –expuse con mi mayor solemnidad–. Pero has sido muy dulce conmigo, y me ha gustado. Creo que, aunque sé que no estás acostumbrada a esto, lo justo es que recibieras una mínima parte de ese cariño que he recibido de ti, a pesar, como digo, que no sea lo que te han enseñado que es lo más correcto. Estamos solos y no debes temer que se sepa que he besado tu mejilla. Yo no se lo voy a decir a nadie, y tú, imagino que tampoco. Y no tengas miedo, sé de sobra cómo debo tratarte con más gente delante –intenté tranquilizar–.
Lo había dicho con una sinceridad y entereza absoluta. Y ella lo notó, y supe que estuvo de acuerdo conmigo, por cómo reaccionó.
—Es usted muy gentil, señorito. Aprenderá muchas cosas en esta casa, estoy segura. Es, digamos un hogar un poco especial –aludía ella–; pero le digo, que no me sentía así tratada, desde hace demasiado tiempo como para recordarlo.
Acto seguido su mano con disimulo, pero con afirmación, se ubicó sobre mi pene, con toda la ropa encima. Pero ella supo asirlo con maestría, lo acarició, notando cómo su tamaño volvía al máximo, y arguyó:
—Sigo insistiendo que tiene usted una polla enorme y encantadora.
Y luego nada más. Actuó como si aquello hubiera sido algo que no había sucedido. Pero sí que había ocurrido; y también su lenguaje, que supe que había usado en complicidad conmigo.
En uno de los salones pequeños ya se disponían mi tía, doña Severa, mis dos primas y mi hermana. Las luces de la casa ya estaban todas encendidas. Al verme llegar todos sonrieron con ceremonia. Fue mi tía la que nos presentó a quien iba a ser nuestra educadora a partir de ahora. Después de la salutación de rigor, la misma doña Severa nos dijo que mañana, a primera hora, empezaría con nuestra instrucción. Milagros me despertaría para tenerme listo. Yo sólo asentí.
Pasamos al comedor de enfrente y cenamos. Era la primera comida que hacíamos allí, y nuestros modales no debieron gustar, porque las dos mujeres nos miraban con severidad, y las primas se reían de nuestro proceder, al que nosotros no encontrábamos censura. Lo único positivo de todo eso, era que mi tía intentaba ser tan estricta en lo que a los modales se refiere, que no permitía ni el más atisbo de burla por parte de sus hijas, que a mí era lo que más me exasperaba. Y cada vez que ellas lo hacían, recibían el lanzallamas de la mirada de su madre.
—No se preocupe, doña Virtudes: aprenderán y dentro de nada estarán irreconocibles –le comentaba doña Severa a nuestra tía, cuando nosotros hacíamos algo del disgusto de las mujeres, que a mí por completo se me pasaba –
—De eso estoy segura, doña Severa, por eso le he confiado esa tarea a usted, porque sé que sabrá hacerlo –contestaba la otra–.
Y cenamos sin mayores acontecimientos que no fuera que cada vez que hacíamos algo reprochable, se repetía la misma situación. Las mujeres parecían estar haciendo el ejercicio más absoluto de paciencia con nosotros ahí, y yo no entendía ningún porqué ni nada en absoluto. Afortunadamente no se prolongó mucho la cena, y mi tía dio unas palmadas. Enseguida apareció Ernesto, con su diligencia habitual.
—Que Milagros y Ascensión acompañen a los niños a sus dormitorios, y se acuesten ya. Mañana a primera hora tienen que estar listos en el saloncito –ordenó nuestra tía, señalando a uno de los salones que había enfrente–.
—Sí señora –contestó él con el delicado gesto de siempre–.
Y se fue sin más. Al poco las dos doncellas llamaron a la puerta, esperando obtener permiso para entrar. Cuando lo obtuvieron, las dos, con una corrección aún mayor de la que habían estado teniendo, nos invitaron a que las siguiésemos a nuestras habitaciones. Poco a poco ya nos íbamos acostumbrando a ese protocolo que sería una constante en nuestra vida en aquel palacete. Nos levantamos dimos las buenas noches, pero no lo debimos hacer a su gusto, porque de nuevo las risas de las primas y las miradas severas de las mujeres se repitieron. Yo me sentí un poco decepcionado, y creo que Milagros lo notó. Subimos las escaleras, y al llegar el momento en que nos debíamos separar, me despedí de mi hermana con mi mayor afecto; y ella me contestó de igual manera.
—No se inquiete señorito –me intentaba consolar Milagros, al ver la pena en mi rostro–. Antes de que llegaran ustedes, doña Virtudes ya nos explicó a todo el servicio cuál era su delicada situación, cómo vivían hasta ahora, que desconocían todo este procedimiento que llevamos en la casa… Ya verá cómo pronto se acostumbran y aprenden rápido a comportarse como de ustedes se espera. Doña Severa es muy rígida, lo comprobarán, pero si la hacen caso todo irá bien. Y le aseguro que todo el servicio estará a su disposición.
Eso último lo dijo mirándome a mis ojos. Y la sinceridad brillaba en ellos con fuerza. Entramos en mi habitación. Milagros iba delante, llegó hasta mi dormitorio, encendió la vela que había en la mesilla de noche y se apresuró a abrirme la cama. Yo me quedé quieto a su lado, mostrando preocupación.
—Milagros –comencé a decir–, es la primera vez que llevo un traje como este. Por favor ayúdame a desnudarme. Te prometo que pondré atención en cómo lo haces para que no tenga que molestarte con esto.
La joven sirvienta sonreía con una luz especial en sus ojos.
—Es usted muy gentil, señorito, pero no debe hablarme así –me contestó ella con rubor, comenzando a denudarme–.
—No tengas miedo, Milagros. Te prometo que sólo te hablaré así cuando estemos a solas. Con los demás te trataré como a una criada –dije, intentando hacerla sentir bien, mientras no me perdía detalle en todo lo que ella hacía para despojarme de las ropas–.
—Es usted muy bueno –decía tan sólo mi joven sirvienta, mientras con una mirada de increíble dulzura seguía desnudándome–.
Y esta vez no me perdí pormenor; y ya supe cómo ponerme y quitarme aquellos trajes que usaban en la casa, tan acostumbrado como yo estaba a llevar sólo dos piezas y unas simples sandalias. Una vez que estuve completamente desnudo, ella volvió a fijarse con intensidad en mi órgano. Al sentir sus ojos clavados ahí, no pude evitar que éste empezase a despertar con una incipiente erección.
—Es que si te fijas mucho ahí, Milagros, se pone el pito duro –intentaba yo justificar algo que creía que los demás ignoraban–.
Milagros sólo sonreía.
—Ya lo veo señorito –murmuró mi sirvienta, mientras alzaba su mano y la bajaba debatiéndose en la mayor de las dudas–.
Y no sé cómo actué así, no sé qué me impulsó a tomar aquella decisión, pero una fuerza interna me decía que debía hacerlo. Así que llevé una de sus manos hasta mi pene, haciendo que ella cerrase el puño sobre él. Me miró con un susto terrible, pero yo calmé sus miedos rápidamente.
—Confía en mí, Milagros y no temas, porque yo ahora mismo sólo confío en ti. Este será nuestro secreto –dije–.
—¡Ay señorito!, me azotarán y me expulsarán de la casa como si fuera una mala enfermedad –me revelaba ella sus temores–.
Y con una serenidad de la que yo mismo me asusté, disipé todas sus tribulaciones.
—Ahora mismo eres la persona que más necesito, después de mi hermana, en la única que sé que me puedo apoyar, a la que más cariño puedo tener ¿crees de verdad que querría algún mal para ti?
Y aquello pareció acabar de convencerla. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y comenzó a sobarme la verga.
—¡Cuánta bondad tiene señorito! –decía–. Y Milagros sabrá agradecérselo, ya lo verá –cargó–.
Me hizo tumbarme en la cama. Para entonces mi pene ya estaba con la dureza y el tamaño máximo. Mi sirvienta pasó de las caricias a masturbarlo levemente. Ascendía y descendía la mano, liberando el glande del prepucio y volviéndolo a cubrir. El deseo le estallaba en los ojos, mientras seguía contemplando mi órgano como si lo estuviese adorando.
—Qué ejemplar más hermoso tiene usted señorito –me susurraba mi sirvienta–; le aseguro que yo nunca he visto nada igual, y no creo que muchas mujeres lo hayan hecho: es realmente enorme –se reafirmaba ella–.
—Para mí es normal y corriente –dije únicamente yo, con la mayor naturalidad del mundo–.
Y eso hizo estallar a aquella joven criada en una risa apagada, que ahogó más ella, temerosa de poder ser oída.
—Qué cosas tiene usted señorito –seguía expresando también en un susurro–. Le digo que la polla de usted es inmensa, y que muchas mujeres se mojarían el coño sólo de contemplarla; y yo tengo su permiso para poderla tocar, y usted verá lo agradecida que es Milagros, que ya está empapada.
Y su lenguaje desenfrenado me hizo entrever muchas cosas. Pero eran muy poquitas las que comprendía comparado con lo todo lo que me faltaba aún por asimilar. Y Milagros incrementó su masturbación, obrando de forma mucho más experta que la de de mi hermana, tan inocente como yo, a cuyas únicas maniobras estaba acostumbrado; pero ahora estaba con una mujer que de verdad sabía cómo hacer una buena masturbación. Y mis gemidos se concentraron en mi garganta y salían en forma de gorgoteo.
—Le gusta a usted, ¿verdad, señorito?
—Nunca me habían dado tanto gusto en hacerme algo así –confirmé yo, dándole a entender que había tenido mis escarceos… Pero un pensamiento interno me condujo a ser prudente y a no decir más–.
Ella sonreía orgullosa de su sapiencia y del placer que me estaba dando, y cómplice también al yo haberla confesado esa insinuación.
—Ya verá qué bien se lo hace Milagros, señorito –me dijo con los labios muy pegados al oído–.
Y verdaderamente sabía hacerlo muy bien. Sabía cómo incrementar el ritmo, cómo decrecerlo… De vez en cuando pasaba uno de los dedos por su glande, lo cual hacía que miles de descargas eléctricas sacudieran mi cuerpo, y con la otra mano me acariciaba el escroto y el perineo.
—Si sigues así, vas a sacarme lo blanco, Milagros –dije, notando ya que no me quedaba mucho–.
Y de nuevo se oyeron risas ahogadas en mi joven doméstica.
—Se llama orgasmo o corrida –me susurraba ella–. Doña Severa le enseñará muchas cosas –proseguía–, pero su fiel Milagros le enseñará otras muchas que no podrá aprender en ningún otro sitio. Para ello debe saber ser discreto y sé que lo sabrá ser, lo noto. Ese líquido blanco es su leche, semen o esperma También se le llama eyaculación –finiquitó la mujer totalmente excitada y ya fuera de cualquier compostura–.
Y ya no tardé mucho más. Me empecé a convulsionar, ella notó que todo hervía en el fondo de mí, y deceleró los movimientos de forma increíble. El placer que eso me proporcionó fue sublime; y en vez de salir todo disparado, simplemente desbordó de mi glande, arrollando todo el tronco de la polla, y empapando su mano. Yo me había puesto una mano sobre mi boca, para acallar mis quejidos en esa, hasta ahora, inigualable oleada de placer. Cuando ya dejó de brotar el seminal líquido, ella se detuvo. Me miró a los ojos. Los suyos brillaban de forma indescriptible.
—¿Le ha gustado, señorito Daniel? –Preguntó triunfante, pues ya sabía la respuesta–.
—Ha sido lo mejor del mundo –contesté yo, aún recuperando mi hálito–.
En ella se dibujó una sonrisa de éxito; pero aún me dijo algo más.
—Aún le quedan al señorito Daniel muchas cosas que aprender. He quedado más caliente de lo que nunca he estado en la vida. Le enseñaré cómo calmar a una mujer, y sabrá que no es bueno nunca dejar a una mujer en el estado que estoy yo ahora. Seré su maestra en estas lides, como doña Severa lo será en el resto. Ahora no se mueva, que le limpiaré todo esto.
Ella sabía que yo no había entendido muy bien todo lo que me había dicho, cuál era el mensaje, pero no le importó; porque también era consciente de que lo entendería, yo parecía aprender rápido. De los pliegues de su vestido, sacó un pañuelo que en el baño empapó en agua, y procedió a limpiarlo todo. Antes, en su mano, su lengua probó restos de mi leche, como me había dicho ella. El deseo era una proclama en su mirada.
—Delicioso –murmuró apenas–.
—¿A qué sabe? –Pregunté con inocencia–.
—Salado –contestaba la otra sonriendo–. Pero el suyo más salado que otros.
Cuando me hube quedado sin la menor huella de lo que ahí había sucedido, ella me habló a continuación.
—Ahora póngase la ropa de dormir, y acuéstese. Mañana será un largo día.
Iba a abandonar el ámbito, pero yo la así por un brazo y la atraje hacia mí. La mujer agachó la cabeza y yo la besé la frente.
—Eres un encanto –dije, tan sólo–.
—Y usted sabe tratar a una mujer –me respondió, sin que yo entendiera nada de sus palabras–.
Y sin más, abandonó mi dormitorio. Oí la puerta detrás de ella. Me puse el pijama, me acosté, apagué la vela, y esperé a que el sueño me venciera.