Nubes de papel
Carlos, un exitoso ejecutivo madrileño de mediana edad, recuerda la extraña relación mantenida en su juventud con un guapo modelo barcelonés, Roger, desarrollada principalmente por carta, en los tiempos inmediatamente previos al despegue definitivo de Internet.
Uno nota que se empieza a hacer mayor cuando los momentos que han marcado tu vida empiezan a contarse por décadas. Y cuando son 20 años los que han transcurrido desde entonces, el peso del tiempo se desploma como una losa sobre los hombros propios, para recordarte que tu juventud quedó ya atrás, y, con ella, todas las ilusiones perdidas que un día te hicieron suspirar y desear que el reloj cósmico detuviera su implacable cuenta. Son momentos en la vida de cada uno irrepetibles y únicos, aquellos en los que nos sentimos realmente vivos y dignos de ser amados, entregados a una pasión verdadera, o tal vez a una vocación irrefrenable. Quien sabe. En mi caso particular, ese instante sublime soñado por todos llegó un 11 de Octubre de 1996, pero no sin que el destino me hiciera sudar tinta para conseguir ese breve momento de gloria con el ser amado, o debería decir soñado tal vez. Mi historia es bastante surrealista y, por desgracia, no tiene mucho sexo, fuera del virtual, en el que me convertí en maestro indiscutible, y, a pesar de todo, reúne las condiciones de las grandes historias imposibles de amor: morbo, pasión prohibida (¿pero por qué o por quien?), sana amistad, amor verdadero, incomprensión, dudas, insatisfacción vital
Mi nombre es Carlos y viví durante muchos años, aquellos precisamente en que se desarrolla esta singular historia, en el madrileño barrio de la Estrella, en el que residen pocas o ninguna estrella mediática, y sí en cambio algún que otro estrellado en asuntos sentimentales como yo, aunque no me quejo de mi suerte en general. Todas las calles de mi hermosa barriada llevan nombres de constelaciones áureas: Cruz del Sur, Estrella Polar, Lira, Pez Volador y precisamente en esta última calle vivíamos los Rivero, no muy lejos de dos famosas piscinas, una pública, la conocida como Mundial-86, y otra privada y un poco pija, el famoso club deportivo Canoe, al que mis padres apuntaron a mis hermanos y a mí mismo apenas gateábamos por el suelo. A veces pienso que aprendí a nadar antes que a caminar, o eso comentaban en broma mis padres, dos típicos arribistas, salidos de un pueblo castellano con ganas de comerse el mundo, y de hecho recibieron su porción de la tarta, no sin dejarse la piel en el intento y sacrificando muchas cosas en el camino por su sueño de prosperidad material y un futuro mejor para sus hijos. Nuestro ingreso en el club deportivo era tan sólo una excusa para que mis padres multiplicaran su prestigio e ingresaran en la vida social de los "importantes" del barrio, aquellos que podían permitirse pagar la nada barata cuota de pertenencia a un club de élite en su especialidad. Y, aunque hice amigos entrañables allí, siempre sentí que me faltaba algo. No sabía exactamente que era, pero sí que ningún colega del barrio o de la piscina podría ofrecerme nunca esa sensación inexplicable que buscaba, esa ansia de redención en los brazos de otro joven, por mucho que yo intentara disimular mis verdaderos sentimientos con bromas soeces y cierta conducta estereotipada de heterosexual medio.
En mi inocencia ignorante de otros mundos que habitan en éste, yo desconocía realmente lo que significaba Chueca, que a finales de los 80 no era aún el emporio de modernidad y árbitro de costumbres sociales en que se ha convertido (para bien) en estos días, y tampoco sabía de sitios donde descargar mi heterodoxa pasión por mis semejantes. Salía con alguna chica, perdía el interés por ella antes de haber llegado a nada serio, como le ocurre a Robbie Williams en la letra de su canción "Feel", y una sensación de vacío e insatisfacción acosaba mi frágil mundo interior. Tal vez mi carnet de identidad dijera que tenía 20 años, pero yo me sentía mucho más viejo por dentro, como un anciano nadador de larga distancia, desfallecido por la distancia, una mezcla entre un David Meca en pleno cruce del Estrecho y Benjamín Button en su ajada juventud, sin saber realmente que camino tomar o hacia donde dirigir mi vida, más allá de mis estudios de Empresariales.
Pero un día, por pura casualidad, caminando por la Puerta del Sol tras realizar unas compras en El Corte Inglés, eché un vistazo al escaparate de un kiosko, y encontré la luz que andaba buscando hacía tiempo. Colgada de unas pinzas de tender la ropa, como un calcetín mojado puesto a secar al sol, lucía una revista de temática gay de formato pequeño, ideal para esconder en cualquier sitio, con un maromo de lo más apetecible en la portada. Sin poder ni querer remediarlo, me lancé a su adquisición inmediata; mi timidez innata se evaporó por momentos, hasta que no tuve la revista en mis manos; la lentitud, tal vez deliberada, del kioskero en descolgar la revista y cobrarme, me hicieron perder la frialdad inicial, y un enrojecimiento del rostro progresivo delataba mi bisoñez en estos asuntos de la entrepierna. Al menos aquel buen hombre, acostumbrado sin duda a presenciar episodios parecidos todos los días, desde hacía una década al menos, tuvo el buen tino de entregarme la revista camuflada en el interior de una gruesa bolsa de color verde, totalmente opaca a miradas indiscretas y vecinos curiosones.
Nada más llegar a casa aquella tarde de octubre, me encerré en mi habitación. Ni siquiera me probé el chaleco (por entonces, pieza indispensable en el vestuario de todo moderno que se preciara) y los pantalones vaqueros Liberto (¿alguien recuerda aquella marca tan de moda?), sino que me lancé como un lobo hambriento a devorar el contenido de aquella gacetilla gay, que había de ponerme en comunión espiritual con otros individuos de mi cuerda, pajilleros redomados con una única obesión en mente: culos y rabos por igual. Tras retirar el plástico retractilado que cubría mi nuevo tesoro, abrí las páginas del VISADO , que así se hacía llamar aquel diminuto placer prohibido, y que dejó de publicarse hace ya muchos años, según tengo entendido. Descubrí que los estudios donde se realizaban los apañados reportajes fotográficos de jóvenes adonis en cueros se encontraban en Barcelona, ciudad que a mis impúdicos ojos a partir de entonces pasó a significar algo así lo que Perpignan a la generación de mis padres. Desconcertado, repasé uno por uno los mensajes, nada castos muchos de ellos, que dejaban los lectores en la sección de contactos; yo estaba alucinado con la cantidad de homosexuales que pululaban por la piel de toro, pues en esas cinco o seis páginas de verborrea gay estaban representadas todas las autonomías estatales. De modo que no era yo el único desgraciado que sentía aquel desasosiego en mi interior, como a menudo ocurría al formarse sin previo aviso un bulto delator en mi bañador de competición; especialmente, cuando el hermano de Guille se rascaba el paquete al salir de la piscina olímpica, y yo sentía ganas de hurgar en su interior y limpiarle de cloro y humedad el capullo y el resto de su deseable miembro viril.
Ni corto ni perezoso me puse a escribir un mensaje de alcance nacional, una especie de S.O.S., disimulado con capas de buen rollo postadolescente y aliñado con una descripción física de lo más sugerente (pero acorde a la realidad de un veinteañero deportista y salidorro). No recuerdo que buscara nada en particular, sólo amistad y el consabido "lo que surja", un tópico ochentero que hoy ya no engaña a nadie, pues suele significar "primero sexo, y después más sexo aún". Los tres primeros meses, en aquella época pre-Internet de largas y consabidas esperas, no recibí una sola carta de respuesta a mi bien planteada demanda de amistad con derecho a roce, que además dejaba la puerta abierta a algo más, y no ponía peros a la posibilidad de que el candidato residiera en alguna ciudad alejada de la mía, es más, en una persona tan reprimida como era yo por entonces, aquella eventualidad resultaba casi un plus añadido de morbo y originalidad, que añadía enteros a la posibilidad de contacto real en el futuro. A punto estaba de tirar la toalla cuando, a comienzos de enero de 1989, el buzón del entresuelo de la casa de mis padres empezó a recibir un goteo inesperado de sobres blancos con exóticas direcciones: Valladolid, Sevilla, Granada, Almería, Salamanca, Tenerife, Alicante, y, por supuesto, Barcelona. Nadie de Madrid, curiosamente. En aquellos tiempos, la gente escribía a ciegas, fiándolo todo a la suerte y autoconvenciéndose de que la descripción física y moral desgranada por el interfecto respondía a la realidad; no siempre era así, claro, aunque juro que la mía se acercaba bastante a lo ofertado en mi anuncio. De entre el aluvión de cartas que recibí en el plazo de los siguientes quince días (tal vez treinta, o incluso más), no me quedó más remedio que seleccionar cuatro o cinco, toda vez que me resultaba a todas luces imposible responder a todas. Elegí finalmente a cuatro chavales de mi edad de diferentes ciudades, muy alejadas entre sí: Rober, de Salamanca, porque su primera carta me pareció la de alguien aún más perdido y necesitado de consuelo que yo mismo, y despertó el lado paternal que llevaba dentro (aunque éramos de la misma edad), Marcos, de Almería, por su extraordinaria simpatía y don de gentes, un tío un año mayor que yo que estudiaba Ingeniería, le gustaba la música de Front 242 y Kraftwerk, estudiaba alemán en los ratos libres y viajaba en verano con Interrail por toda Europa, y Santi, un asturiano de Luarca que vivía en Gijón y poseía una sensibilidad social impresionante, aparte de un físico, como diría mi abuela, de lo más "aparente". Pero ninguno de los tres finalistas tenía nada que hacer frente al cuarto seleccionado, un chico dos años más joven que yo (de hecho, acababa de cumplir 18 años, pero ya tenía muy claro lo que le movía en la vida), que se describía en su pulcra carta de presentación como modelo de pasarela y publicidad (¡tócate los cojones, pensé, y sólo tiene 18 años!) y como un barceloní de catálogo, culé por convicción, homosexual a carta cabal y entendido en músicas diversas, especialmente de los años 60, en las que era una especie de autoridad, según me vino a sugerir desde el primer momento. Se llamaba Roger (pronunciado "Ruyé", o tal vez "Rushé", o una mezcla de ambos), y me presentaba en esta surrealista misiva (¡de 6 folios completos por ambas caras!) a su adorable familia: su padre, cantante de éxito en los 60, al menos en Catalunya, devenido en respetable hombre de negocios y nacionalista moderado, un celebrado miembro de la "gauche divine" catalana de las décadas anteriores; su madre, exmodelo de profesión, de la gloriosa época de sus émulas (y sin embargo amigas) Francina y Teresa Gimpera, abandonó el domicilio familiar siendo Roger muy pequeño, y residía en Francia, alejada por completo de la realidad diaria de su prole (Roger y sus dos hermanos mayores) y entregada a la sacrificada tarea de convertir deslucidas Cenicientas de barrio en las futuras princesas de las pasarelas internacionales, en su escuela de modelos del Distrito V de París; también estaban sus hermanos, que irían adquiriendo mayor protagonismo según avanzaban las misivas (durante las cuales, su despendolada hermana Cleo abortó al menos dos veces, una de ellas de padre desconocido), y, ante todo, su odiada madrastra, una mujer de dudoso gusto (¿xarnega tal vez?). Había un cierto prurito de clase social ofendida en sus diatribas contra esta rubia de bote, veinte años más joven que su padre, cuya falta de clase y educación molestaba sobremanera al resto de su familia adoptiva. Roger y sus hermanos le hacían el vacío, lo que no impedía que ella (nunca tuvo nombre propio en las cartas, salvo el apelativo recurrente de "la rubia de papá", como si fuera un adosado prescindible en la vida de su progenitor, con quien por cierto tenía dos preciosos y rubísimos hijos de corta edad) se vengara de ellos manejándose en castellano a la menor ocasión, pecado mortal en aquella fábrica de sueños catalanistas conocida como la "mansión de los Canals-Bartolí", situada en el adinerado barrio de Sant Gervasi de Cassoles. Por las páginas de su relato vital circulaban también un abuelo militar, de filiación franquista, unos colegas de lo más entrometido posible, y un reguero de conocidos de todas las clases sociales que pronto convirtieron su carta en una confiable radiografía de la Barcelona más canalla de los 90.
Con estas credenciales en su haber, no pude negarme a escribir a tan insólito personaje, que se manejaba en un perfecto castellano pese a su profesión de fe catalanista (nunca ocultada por su parte) y que escribía con una prosa precisa y minuciosa, hecha de frases cortas y a menudo lapidarias, que me dejaban asombrado y preguntándome que querrían decir muchas de ellas en realidad. Porque Roger era un maestro de la insinuación, dejaba a veces las frases sin terminar, o dejaba caer pequeñas perlas de sabiduría en el momento menos pensado, y me dejaba con la sensación permanente de enfrentarme a un enigma imposible de desentrañar.
Desde el primer momento, la química entre ambos fue total. En su segunda carta ya me advirtió: "¿podría ser la siguiente igual de guay que la anterior? Me tienes trempando, tío"; yo por entonces desconocía el significado del verbo trempar, que en Catalunya significa algo así como una erección del quince, y lo interpreté como un elogio inocente a mi preciosista forma de escribir, cuajada de expresiones cuarteleras y de colegueo madrileño, como no podía ser menos. Días después, en su siguiente misiva, recibí su primer obsequio: una simple pulsera de cuero, comprada en un mercadillo de las Ramblas, en cuya pared interior había dibujado a rotulador una encantadora leyenda, no por tópica menos sorprendente: "R corazón C". Lo extraño es que el resto de la carta no dejaba adivinar sus verdaderos sentimientos hacia mi persona, y proseguía su largo corolario de actividades en la ambigüedad contenida de colega del barrio, que constituía ya marca de la casa. Parecía querer que adivinara sus tiernas sensaciones a través de detalles insignificantes pero reveladores como aquel. No fue hasta el cálido verano de aquel lejano 89, cuando, desde la "torre" (como llaman allí a un chalet de generosas proporciones) de su abuelo en Platja dAro, y a punto de salir yo mismo en estampida a Tabernes de Valldigna, en Valencia, apenas terminar los exámenes, recibí un buen día su correpondiente carta-río quincenal, acompañada por una postal de dicha población del litoral catalán, en la que desgranaba con pasión de adolescente un soneto romántico dedicado íntegramente a mi persona. Reconozco que, tal vez por lo inesperado del hallazgo, me emocionó recibir algo así, pero a esas alturas nuestra relación de amistad era tan intensa que una historia de amor entre nosotros, por más que lo deseara, no dejaba de resultar inconveniente a nuestros planes de sano colegueo y disfrute mutuo (ambos habíamos caído en estado de shock mutuo al intercambiar nuestras fotos tiempo antes); mi descripción me la reservaré, la suya era la de un verdadero modelo de la época, rubio natural, ojos azul oscuro, rostro de pétrea personalidad que reflejaba un innegable aroma a macho auténtico, una altura más que considerable en la época y un paquete de venerables proporciones en un chándal tal vez demasiado ajustado para un tiarrón como él (su amor por esa prenda deportiva tan plebeya quedó demostrada en futuros envíos, en los que siempre aparecía enfundado en ropa deportiva, unas veces en interiores, otras en el puerto de Barna, pero siempre con la impresión ocular de estar empalmado o a punto de estarlo).
En fin, era la nuestra una relación incomprensible, basada en la verdadera unión a nivel celular y atómico de dos hermanos siameses separados por un destino caprichoso, pero que dejaba una puerta entreabierta a futuros gozosos revolcones, que ninguno de los dos dejábamos de soñar en la soledad de nuestro dormitorio, en las pajas que nos hacíamos con el otro en mente, según confesión mutua, desde muy temprano en nuestra relación. Sabíamos todo el uno del otro, compartíamos músicas, cintas grabadas de casette con la voz del otro (la suya con un fuerte acento catalán, como ya imaginaba, la mía con cierto deje de chulería cañí, que decía ponerle a cien), intercambiábamos calzoncillos lefados (tenía que ser muy reciente, me advertía, quería sentir el olor de mi leche aún caliente en el momento de pajearse con ellos cubriéndose el rostro, y ponérselos luego y salir a la calle con mi lefa y la suya unidas en santa coyunda, él era así de extremado en sus cosas).
Estaban sus cartas salpicadas de una rara sensualidad, y de una amalgama de idiomas a contracorriente, mezclando castellano y catalán en dulce armonía, con frases imposibles del estilo de "testimo molt, chaval", "ya ves, nen, te quiero més que mai", "soc el puto amo de aquesta ciutat", y otras combinaciones de lo más delirante, fruto de su escindida personalidad bilingüe, pues por más que profesara culto al catalanismo paterno, no por ello dejaba de adorar el castellano que le unía a su contacto madrileño, y de hecho durante aquellos años realizó ímprobos esfuerzos por desenvolverse en mi idioma con la mayor corrección posible (él era básicamente catalano-parlante en su medio social, y apenas utilizaba el castellano en su vida diaria). Le recuerdo comentando sus impresiones sobre "La regenta", de Clarín, libro que inflamó su impresionable ánimo, y dirigirse al diccionario de la RAE en busca del significado de la expresión decimonónica "verbigracia", en su nueva faceta de hispanista en ciernes. Tenía esa doble vertiente de sana frivolidad, propia de un cachorro de la alta burguesía catalana, de niño de papá revientavisas, y un lado más maduro y erudito, que le alejaba de la imagen de modelo descerebrado que nos venden los medios. Juntos compartimos los momentos más importantes de nuestras jóvenes existencias, a saber: sus primeros desfiles importantes para Toni Miró en el Salón Gaudí, los anuncios de zumos y de relojes de pulsera con los que se ganó sus primeros sueldos, el primer viaje a Tokyo como modelo de publicidad, y el spot que rodó con Judit Mascó, de la que sólo tenía cosas buenas que contar, algo poco habitual en su profesión, decía; por mi parte, aunque menos glamouroso, sin duda, quedaría para el recuerdo el día en que entré a formar parte del exclusivo elenco de un prestigioso banco de inversiones con sede en el distrito financiero madrileño de AZCA.
Y conforme pasaban los años, y nuestras iniciales ilusiones de romance no se veían satisfechas, ambos optamos por encarar nuestra vida sentimental desde perspectivas diferentes. Yo elegí lo que me pareció más práctico: habida cuenta de que parecía difícil que surgiera algo importante entre nosotros dos, a partir de 1991 me entregué a una serie de relaciones de pareja que me llenaban temporalmente, pero que nunca sustituyeron por completo la negra sombra del escriba barcelonés. Para colmo, cada vez que le informaba de que había conocido por ahí a alguien y estábamos saliendo, él se prestaba gustoso a ejercer el papel de "mosca cojonera", y comenzaba una sutil batalla desarrollada sobre papel satinado con la única intención de convencerme para dejar a quien no me merecía sin lugar a dudas, aunque él no conociera al afortunado de nada. Daba igual, en cierto modo él sacaba a relucir su lado de niño rico caprichoso, y no paraba hasta que yo rompía con el maromo, y las aguas volvían a su cauce. El, sin embargo, afirmaba no necesitar de una relación sentimental, y presumía de una virginidad en la que era imposible creer atendiendo a su impresionante fachada. Más adelante, empezaron a surgir historias, contadas a media voz en los pliegues de sus cartas, escondidas entre la cartesianas medidas de las letras de molde que usaba el noi de Sant Gervasi, y que dejaban adivinar una cierta desgana vital, cierta melancolía impregnada de fatalismo en el episodio del fotógrafo salidorro que le comió la polla en un patético casting para un anuncio de yogures (se llevó el trabajo por yogurín y por cumplidor en su dura faena de semental lechero), o en sus esporádicos y solitarios paseos por el puerto y la Barceloneta, donde decía haber visto en cierta ocasión a un pibe pajeándose en un auto y haciéndole señales para que subiera a bordo (¿y un tío tan caliente como él no lo hizo? No me lo creo, Rogerín). El principal problema de mi catalán favorito era que, como le ocurre a mucha gente, en cualquier lugar del mundo, simplemente no sabía estar solo. Solía rodearse de una enorme "trouppe" de gente, que podía rondar las 20 personas, entre amigos íntimos (el "núcleo duro", compuesto por Martín, Sandra, Jeannette, Nuria, Quim, Albert y Ferrán), amigos de sus amigos, conocidos, y, últimos en la lista, conocidos lejanos de simples conocidos, formándose un cacao impresionante en cada una de sus salidas nocturnas. Una diferencia fundamental entre ambos, de la que yo era dolorosamente consciente, era que, mientras yo contaba con recursos económicos limitados, él disponía de la generosidad paterna y de un jovial abuelo presto a financiar cualquiera de sus frecuentes caprichos; de hecho, en los largos años que mantuvimos contacto semanal por carta, el número de veces que se compraba ropa, discos, asistía a conciertos o viajaba en primera clase quintuplicaba mis modestas opciones de imitarle. A él parecía extrañarle, y no se tomaba en serio, que yo viajara en metro todos los días a mi trabajo, y parecía ajeno a cualquier medida de ahorro o de simple autocontrol; como pasa tantas veces, necesitaba ahogar su desencanto y su angustia mediante compras compulsivas y rodeándose de gente, extraños en su mayoría, para luego quejarse amargamente por carta de su imposibilidad de ligar con nadie, al estar tan vigilado por sus heterosexuales colegas (que, a la postre, no lo serían tanto, al menos uno de ellos ni siquiera conocía la tendencia sexual de su supuesto mejor amigo, ni él la suya, por supuesto). Con los años ambos fuimos intercambiando fotos cada vez más subidas de tono, un poco en relación a nuestra creciente frustración vital: a más represión, más morbo. Nos grabábamos las voces pajeándonos, intercambiábamos con fervor fetichista todo tipo de prendas de vestir sudadas, con preferencia calcetos de tenis y gayumbos con sobrecarga de testosterona, y comenzamos a hablar, un poco en broma, de encontrarnos cara a cara en alguna ciudad equidistante entre Madrid y Barcelona, tal vez Zaragoza, con la declarada intención de echar un polvo y regresar de inmediato cada uno a nuestra ciudad. La deriva erótico-festiva que estaba tomando nuestra "amistad" era cada vez más patente a mediados de los años 90, por una serie de factores: el principal era la edad. Con 27 y 25 años, habíamos alcanzado un momento de madurez sexual en nuestras vidas, y las antiguas excusas ya no servían para esconder lo evidente: la innegable atracción sexual entre nosotros dos. Yo había dado finiquito meses atrás a mi última relación, consciente de que mientras estuviera por medio el catalán de los cojones no podría salir nunca en serio con nadie, ni prestarle la atención debida, que aquel niñato me exigía en exclusiva, sin entregar nada a cambio, aparte de buenas palabras y mucho morbo y calentón (pero pocas nueces hasta el momento). Me sentía hundido en la miseria, y no me faltaban razones. Yo había creído ser desde el 89 el Alec Scudder de mi Maurice particular, en una pasión interclasista que rompía todas las barreras sociales, de lengua y distancia posibles, y, sin embargo, me encontraba en el mismo triste papel de Francois en mi película favorita, "Los juncos salvajes", con un lascivo Serge que asegura morbo pero no amor a su fiel compañero de correrías nocturnas en el internado de provincias. Todo lo había apostado a una ilusión vana, pero al menos no me iría sin antes catar, aunque fuera tan sólo una vez, al responsable de mis desdichas.
La ocasión de conocer a Roger surgió de repente cuando en mi nuevo trabajo me encargaron de sondear a un posible inversor suizo radicado en Barna, uno de esos peces gordos que hacían reflejar el símbolo del dólar en los achinados ojos de mi jefe directo. Me encargaron la misión a finales de septiembre de 2006, y no perdí medio minuto en escribir a Roger, haciéndole saber que el día 11 teníamos una cita en el hall de mi hotel a las dos de la tarde, si es que podía dedicarme un rato para almorzar juntos; él elegía el sitio y yo invitaba. Dos días antes del viaje llegó su respuesta afirmativa (siempre me he preguntado por qué razón nunca intercambiamos nuestros números de teléfono fijo, pero tal vez se debiera a que, en aquellos años, antes de la existencia del móvil, la intimidad de los fijos en una casa familiar tipo dejaba mucho que desear), por lo que me dispuse a viajar a primera hora de la mañana del día D con la ilusión y los nervios de un quinceañero. La entrevista con el elegante magnate franco-suizo, que se desarrolló en francés, inglés y español indistintamente (los saltos de un idioma a otro se estaban convirtiendo en mi santo y seña) resultó todo un éxito, y abandoné a la una y media la sala de conferencias de la sede barcelonesa del banco con la mejor de las sonrisas, y la ficticia excusa de un regreso anticipado a Madrid para eludir las sucesivas invitaciones a comer por parte de mi cliente, y del staff en pleno de mi empresa en segundo lugar. Pero yo tenía en mente otro planazo para aquella tarde, y, si la suerte me ayudaba, no haría falta salir del hotel para cantar victoria antes de que la noche cayera sobre Barcelona. Salí caminando del moderno edificio, sito en plena Diagonal, y me dirigí caminando, con el maletín en la mano, y la corbata de seda ligeramente desanudada, hacia el centro histórico, pasando por una señorial arteria llamada la Via Layetana, que me recordó en algunos tramos a la Gran Vía Madrileña, y que se ha convertido desde entonces en mi calle favorita de BCN. Iba mirando con sonrisa de dentífrico los escaparates, las abundantes motos de pequeña cilindrada que recorren sus calzadas (y hasta sus aceras a veces), la elegancia de muchos barceloneses caminando sobre su preciosa ciudad, y me sorprendí a mí mismo desembocando al final de mi desenfadado paseo por el Barrio Gótico en la Plaza de Catalunya, muy cerca de mi hotel. Se escuchaba a mucha gente hablando en castellano por la calle, algo de lo que ya me había advertido Roger en sus frecuentes correos. Resoplé con fuerza y tomé aire antes de encarar la puerta giratoria y ni rastro de mi colega en el no demasiado concurrido hall. Decidí subir a mi habitación y cambiarme, prefería acudir a la cita vestido de modo informal, y lucir mejor los bíceps conseguidos a base de años de entrenamiento intensivo en el gimnasio, y definidos a escala humana gracias a las horas pasadas en remojo como un calamar en la piscina del Canoe. Cuando quise bajar de nuevo a recepción, eran ya las dos y veinte, pero allí no había ni rastro de nadie semejante a mi rubio contacto barceloní. Pregunté al conserje si habían dejado algún recado a mi nombre, pero la respuesta fue negativa (tampoco mi jefe, a quien había telefoneado desde la oficina sin localizarle había dado señales de vida. Supuse que la secretaria le habría pasado recado del desarrollo de la entrevista y que eso había bastado para calmar de momento su sed de buenas noticias desde Barcelona). Me senté en un sofá y me dispuse a hojear una revista promocional, que pregonaba las indiscutibles virtudes del cava catalán, cuando la negra sombra de lo que parecía un gigante anglosajón vestido de Cacharel y Emporio Armani se proyectó sobre mí sin posibilidad de huida. Levanté la mirada para encontrarme la sonrisa angelical de aquel que había ocupado mis más íntimos pensamientos por espacio de los siete años anteriores.
Tú debes ser Roger Casals-Bartolí fue mi poco ocurrente saludo, desgranando con los labios temblorosos de emoción el nombre que había escrito tantas veces en tinta azul, en el anverso del sobre que le enviaba semanalmente confiándole mis cuitas.
Y, por la misma regla de tres respondió aquel emblema de belleza nativa tú debes ser Carlos Rivero Sanz, Carlitos para los amigos, y Carles mientras estés en territorio enemigo su acento catalán era notorio, pese a sus esfuerzos en disimularlo pronunciando muy despacio y con claridad meridiana.
Bueno, tú sabes que yo no considero a Barna como tal me levanté y nos fundimos en un interminable abrazo. Sentí el fuerte olor a su colonia favorita, de Kenzo, recuerdo de su reciente experiencia japonesa.
¿Qué hay de esa invitación a comer? quiso saber de inmediato. Se separó unos metros para observarme con cierta perspectiva; se le notaba encantado con lo que había encontrado. Yo estaba en las nubes con ese tiarrón, que en realidad era tal y como se mostraba en sus fotos informales, un pedazo de macho ibérico con patente catalana. Su belleza, a pesar de su rubicundo cutis, no resultaba nada blanda, y parecía esconder un cierto fuego oculto en su ardiente mirada de color azul eléctrico.
Tú eliges el sitio y yo pago la cuenta es lo que acordamos me adelanté a responder.
Bueno, en ese caso, no abusaré de ti, ya sabemos lo mal que andáis de cuartos los madrileños aunque nadie lo diría viendo esa camisa de Toni Miró que me llevas puesta.
Bueno, es un homenaje a tu tierra y a tu primer desfile ¿recuerdas? La encontré en Doble V, la tienda de la que te hablé hace poco.
Sí, donde ligaste con el dependiente guaperas ese , no me lo recuerdes fingió un repentino ataque de celos, en lo que me pareció una actuación encantadora Anda, vamos, te acerco al Pizza Jardín, es mi italiano favorito del centro. Seguro que te mola, es muy de diseño local.
No puedo decir a ciencia cierta si me gustó el restaurante o la comida en sí, porque sólo tuve ojos para mi hermoso doncel durante la larga velada. Lamenté amargamente nuestra desidia anterior, y no haberle conocido antes. Aquel catalán era el epítome de la lozanía, la buena educación, el don de gentes y poseía el monopolio del charme catalán, que fluía a raudales de su persona envolviéndome en una nube de color rosa que daba vueltas a nuestro alrededor. ¿Sería esto la felicidad, ese evasivo sentimiento del que hablaban con conocimiento de causa los ricos y famosos de este mundo en sus declaraciones a los profesionales del corazón? No lo sabía, pero estaba seguro de una cosa: no pensaba bajarme de esa nube hasta que llegara el momento de subirme a mi avión, y volver a la triste rutina diaria en mi Madrid natal.
El postre llevó al café, el café al licor de manzana, y entretanto pude comprobar que aquel pibe contaba con mucho tiempo libre a su disposición. Trabajaba una media de una semana al mes a lo sumo, pero ganaba más que yo en tres meses de sueldo, o eso decía él al menos; no se le notaba estrés alguno, y su única preocupación diaria era mantenerse en el peso recomendado por su agencia, y acudir al gimnasio diariamente como si de un ritual mágico se tratara. Le escuchaba quejarse amargamente de su malvada madrastra y de sus insensibles hermanos, pero en el fondo eran las lágrimas de cocodrilo de un privilegiado que sabía que tenía el mundo a sus pies y podía permitirse casi cualquier lujo al alcance de su imaginación. Decía conocer a media plantilla del Barca, me habló con seguridad de notario de los cuernos que lucía tal figura de la plantilla, obra de una novia ligera de cascos, y del posible coqueteo con las drogas de otro, repasamos la actualidad completa del panorama artístico nacional, y sentó cátedra en rumorología gracias a sus bien informadas fuentes en aquellos antros nocturnos que me maravillaban al verlos escritos en sus cartas: KGB, Otto Zutz, la sala Zeleste, el Up & Down, nombres míticos que titilaban en mi imaginación y quedarían asociados de por vida a su recuerdo. Parecía que los hubiera fundado todos él, lo que era seguro es que había fundido muchas noches en blanco en su interior, siempre rodeado de gente, de amigos de amigos, tal vez deseando con fuerza conseguir una jugosa polla que llevarse a la boca y librarse de sus plomizos amigotes y de las amigas de sus aburridos conocidos, para ser simplemente él, Roger Casals, modelo, culé, beatleadicto, y gay. Pero eso era demasiado pedir tal vez, y el privilegio de tener la "butxaca" bien cubierta y surtida conllevaba al parecer la servidumbre de no poder expresar nunca su verdadero yo, que yacía oculto por debajo del barniz de lo políticamente correcto. Tal vez me había distraído de la conversación pensando en la triste realidad de este pobre niño rico, que yo envidiaba hasta cierto punto, cuando sentí la opresiva sensación de su rotundo pie contra mi desprevenido paquete, allí, en medio del restaurante cercano al Portal del Angel que había elegido para romper el hielo entre dos viejos conocidos como nosotros.
¿Qué haces, Roger? ¿Te has vuelto loco, tío? ¿No te das cuenta que si alguien se fija ?
¡Que se fijen entonces!. Por una vez voy a permitirme ser un noi muy, pero que muy malo. ¿No te parece buena idea? sus ojos refulgían de pasión, y una media sonrisa cautivadora terminó de decantar a su favor el panorama.
Lo que creo es que estás loco de atar, tronco - respondí sonriendo.
Ja hó crec respondió en catalán, retirando el pie y tratando de encajarlo en sus lustrados zapatos italianos Dime que no deseas esto tanto como yo y no volverá a repetirse.
Joder, Roger, que cosas tienes. No tienes idea de lo que he deseado esto bajé la voz al ver que se acercaba el camarero con una bandeja repleta de raviolis y fetuccini para la mesa de al lado, hasta quedar en un susurro apenas audible por mi interlocutor Si supieras la de pajas que me he hecho pensando en ti a lo largo de estos años no lo creerías. Y lo más triste es que muchas de ellas me las casqué mientras salía con algún otro pibe. Imagina entonces si eres importante en mi vida.
Bajó la mirada un momento, antes de reconocer lo inevitable.
A mí me pasa lo mismo, desde que te conozco no he vuelto a fijarme en nadie seriamente. Sí, hay pibes que me gustan, como ese periquito del Españyol del que te he hablado, el amigo de mi colega Martín, pero no es lo mismo que contigo. Aparte de que no entiende, claro.
Buena razón para no insistir en ello observé yo.
Si tú vivieras en Barna la cosa sería diferente, te lo aseguro. Yo no te dejaría escapar por nada del mundo, és clar.
Eso no es tan dificil, tío. Puedo pedir el traslado, acabo de venir de la sucursal catalana del banco, y todo el mundo me ha recibido muy bien. Tendría que aprender catalá, por supuesto, pero no me parece un idioma nada dificil, para empezar, y además por amor se hace cualquier sacrificio, incluso dejar a mi familia y amigos en Madrid (no me imaginaba entrenando en el gimnasio con alguien que no fuera mi amigo Rubén, pero la necesidad manda).
Esta conversación tan profunda está empezando a agobiarme - protestó él visiblemente confuso- Vamos a dejarnos de tanta sílaba y a disfrutar lo que queda de tarde ¿a que hora sale tu vuelo?
A las ocho y media, me temo
Bueno, hay tiempo de sobra para subir a las nubes sin necesidad de alas ni combustible
Las sábanas de la habitación de mi hotel nunca volverían a sentir el roce eléctrico de una pasión tan volcánica como la nuestra. Siete años de espera eran excesivos incluso para unas mentes mucho más asentadas que la de dos pobres salidos como nosotros; no sabría decir que parte de su anatomía me gustaba más, porque todo él era un catálogo de perfecciones de impecable factura. Su belleza, muy del estilo de la de un Daniel Craig, por mencionar alguien, no era típica ni tópica en absoluto, poseía fuerza y carácter en sí misma. Es una pena confesar que en aquella habitación estábamos reunidos dos cuerpos danone en sana competencia, y que nunca nos habíamos concedido la oportunidad de hacernos el amor como se merecían nuestros trabajados músculos ¿para qué tanto sacrificio entonces, si sería otro, en lugar del amor de mi vida, el que disfrutara de estas menudencias?.
Apenas entrar en la habitación y desvestirnos a toda velocidad, al grito de: "¡tenemos tres horas para echar el polvo del siglo!" me quedé sobrecogido por el descomunal tamaño de su miembro, algo que ya conocía por foto, pero que al natural me dejó por completo desconcertado. Me agaché frente a él dispuesto a hacerle una mamada que no olvidara jamás, y dediqué mis mejores recursos y buena parte de mis conocimientos previos a ofrecerle todo el placer que se merecía, introduciéndome la verga en la boca hasta rozar con la punta del capullo la garganta, algo que sólo reservo para las grandes ocasiones, y le ofrecí todo un recital de lametones y pura actividad bucal, en todas las posturas imaginables. Después fue él, quien, entre elogios admirativos por el cuerpo que había conseguido a lo largo de estos años de duro entrenamiento físico, se bajó a cumplimentar a mi mejor amiga, y mi veredicto fue diáfano, aunque no expresado con palabras: aquel pibe tenía de virgen lo que yo de misionero mormón, y se había llevado alguna que otra polla al hocico con más asiduidad de la que nunca confesaría abiertamente. ¿Pero que importancia tenía ese insignificante detalle, aparte de dejar claro que el rubito de Sant Gervasi sabía buscarse la vida por su cuenta, aunque probablemente se trataría de puro sexo, y quizá en el lugar menos recomendable para ello?. Disfruté como un niño de pecho de sus rítmicos vaivenes de cabeza, antes de entregarnos con armas y bagajes a practicar un 69, el cachondo año en que nací, encima de la enorme cama que parecía pensada para que follásemos sobre ella dos bigardos como nosotros. Recorrí su boca con la lengua, y nos miramos de repente a los ojos, asustados tal vez de reconocer en el otro al auténtico amor de nuestras vidas, a aquel que podía llenar de luz cada rincón oscuro de nuestra precaria existencia terrenal. Pero fue sólo un segundo de mutuo reconocimiento, el instante preciso en que dos personas dadas confluyen en una mirada abrasiva que atraviesa egos, miedos inconfesables y poses estudiadas, y descubren emocionadas un corazón amigo que late de alegría al descubrir a la otra mitad de sí mismo en los ojos del contrario.
Tuve que luchar para impedir que mis lágrimas salieran a flote y echaran a perder aquel acto de amor maravilloso, y proseguimos el revolcón más salvaje que haya experimentado nunca, entre otras cosas porque no me parecía estar ante un extraño, sino ante un reflejo mejorado de mí mismo. La sensación es difícil de explicar, porque dicen que solamente ocurre una vez en la vida. A mí me ocurrió entonces, y creo que a Roger también, aunque no estoy seguro de sí fue capaz de racionalizar lo ocurrido en una capa profunda de su consciencia. Debió elegir olvidar lo sentido y centrarse en el sexo, y a fe que yo tampoco me arrepiento de su decisión. Tras comerme el culo como nadie ha sabido hacerlo antes o después, se enfundó en un condón que llevaba preparado el muy cuco, y me introdujo la chorra limpiamente, a cuatro patas, para dar paso a una cabalgada salvaje, sobre aquella bendita cama, que habría de conducirnos al mayor de los éxtasis posibles.
¡Joder, que bueno estás, cabrón! gritaba él en su forzado castellano.
Pues anda que tú también, tronco
Si lo llego a saber, la Mare de Deu, llevaríamos follando la pila de años
Siempre estamos a tiempo de retomar las buenas costumbres le recordé jadeando, y con la respiración entrecortada por el traqueteo de su miembro en mi recto.
No noté un daño especial al ver invadido mi esfínter por un rabo tan descomunal, tal vez por lo relajados que estábamos ambos, algo curioso, pues en realidad nos acabábamos de conocer, y así el brutote de Roger pudo continuar penetrándome en todas las posturas posibles. Ya me había avisado muchas veces por carta: "si te pillo alguna vez por banda, madrileño, te la voy a clavar hasta que te salga el capullo por los oídos, y así sabrás como las gasta un catalán de pura cepa como el amic Roger". Y debo decir que cumplió su palabra, y le echó más pasión de la imaginable. Su forma de encular era perfecta, me encantaba apretarle los glúteos mientras bombeaba con fuerza su miembro en el interior de mi ano. No sabría decir cuanto duró la sesión, porque al rato de correrse sobre mi cara, y yo sobre su cuerpo después, volvimos a entrar en faena, parecíamos tener hambre de siglos, y las mamadas y las penetraciones se sucedieron sin solución de continuidad hasta la descarga definitiva. Eran las cinco y media de la tarde, hora torera por excelencia, y ambos habíamos terminados cubiertos de lefa y sudor, pero encantados de habernos conocido al fin en estas circunstancias tan particulares, y de haber follado como leones hasta más allá de nuestras fuerzas. Nos duchamos, y pasamos un rato en silencio abrazados, besándonos tiernamente y recordando el día en que recibimos la primera carta.
Eramos tan jóvenes y tan ingenuos reconocí yo enternecido pero yo noté una conexión especial desde el primer momento, que no he sentido hasta ese punto con mis otros colegas de misiveo.
Creo que somos tal para cual, nen me abrazó con fuerza, como si temiera que fuera a escaparme de la habitación en cualquier momento quien me iba a decir que un madrileño tan chulo iba a robarme el corazón. Pero lo prefiero así, me gustaría gritarle al mundo lo que te quiero, aunque no lo entenderían.
No me di cuenta en ese momento de que él no era tan fuerte como para oponerse a su medio ambiente natural, al mundo de la noche, que le tenía encadenado a la mediocridad y a la rutina más espantosa posible. No supe ver que aquella sería la primera y última vez que nos viéramos, y que posiblemente aquel maravilloso niño grande nunca sería capaz de romper la cadena que le ataba a la insatisfacción vital. Por supuesto que me acompañó en su deportivo hasta el aeropuerto, que las promesas por su parte de visitarme en Madrid, y las correspondientes mías de regresar lo antes posible para disfrutar la noche barcelonesa salieron alegremente de nuestros labios sin poder evitarlo, y que quizá derramó alguna lágrima sincera cuando el avión de Iberia se elevó por los aires arrebatándole a su posesión más querida y huidiza, pero cuando la luna brillara aquella noche sobre Barcelona lo más seguro es que él no se quedaría en casa para llorar su suerte, y las luces de neón de sus garitos favoritos estarían esperándole de nuevo para consolarle con sus fatuos brillos de oropel.
Roger y yo continuamos escribiéndonos durante unos meses, pero algo había cambiado por completo desde el 11 de Octubre. Sabíamos que había que tomar una decisión que habíamos postergado durante años, y reconocer abiertamente que nuestra fingida amistad de cartas interminables era en realidad una historia de amor en toda regla, probablemente desde el principio, por su parte sobre todo (yo soy más lento para enamorarme, aunque sentí la magia como él desde el primer día). Y eso era algo que ninguno de los dos estábamos dispuestos a hacer. Yo no deseaba renunciar a mis amigos, a mi Canoe, a mi gimnasio, a mis bares de copas, a mi Real Madrid, a mis padres y hermanos para vivir una historia con forma de interrogante, con alguien tan voluble y poco transparente como el guapo catalán. El parecía sentir la presión interior del mismo terrible dilema que a mí me consumía. El sexo entre nosotros había matado la amistad primigenia, al dejar al descubierto el fuerte lazo de amor verdadero que nos unía, y que ninguno de los dos deseábamos reconocer abiertamente. Aquel lapso de varias horas en mi hotel de Barna había significado la puntilla final a siete años de idas y venidas deshojando una margarita que se había quedado sin pétalos de tanto marear la perdiz.
Una oportuna dolencia de su madre le reclamó en París al año siguiente, y el volumen de nuestra correspondencia, que se había mantenido inalterable durante ocho años, comenzó a descender inexplicablemente, desde el mismo momento de su llegada a la ciudad de la luz. En su última carta, ya en pleno verano del 97, me dejó entrever su determinación de quedarse a vivir en París, y desarrollar el resto de su carrera en Francia de la mano de su influyente mamá, que se había recuperado por fortuna de su dolencia cardiaca. Me confesó abiertamente que había echado mucho de menos a su madre de niño, y deseaba recuperarla ahora, dedicándole tiempo y cariño ahora que le necesitaba a su lado. Al contrario que su padre, su madre no había vuelto a casarse, y la dura lucha por la supervivencia en el competitivo territorio de la alta costura habían agotado sus menguadas fuerzas, hasta dejarla en un estado físico deplorable. A su lado, confiaba, recuperaría la ilusión por vivir, y él, tal vez, se encontraría a sí mismo lejos de sus adosados habituales. Era una oportunidad única que no podía desaprovechar; yo así lo entendí, y no fui tan egoísta como para oponerme a una decisión difícil de tomar para cualquiera, pero que podía suponer un palpable enriquecimiento interior para mi amigo del alma, que muy pronto dejaría de serlo, precisamente por la decisión tomada.
Roger, protegido por su ambiciosa madre, consiguió triunfar en las pasarelas internacionales. Nueva York, Milán, Londres y París quedaron seducidos por el firme caminar de su 185 de estatura, y su planta de hombre de mundo que está de vuelta de todo, pero aún no ha sido definitivamente derrotado por la vida. Su sonrisa beatífica volvió a brillar en las publicidades más prestigiosas, y en el cambio de siglo era uno de los modelos españoles mejor situados del mundo, el Andrés Velencoso de su generación. Hace unos años se retiró del modelaje activo, y reparte su abundante tiempo libre entre sus múltiples negocios y su pasión coleccionista de grupos míticos como los Beatles o los Doors, que le lleva a recorrer largas distancias en su jet privado en busca del disco descatalogado que le obsesiona en cada momento.
En cuanto a mí, ahora soy el jefe del departamento de inversiones internacionales de mi empresa, poseo un hermoso despacho, un precioso apartamento céntrico en los alrededores del Paseo de la Castellana, un entrañable perro labrador que saca de paseo habitualmente mi criado peruano y una pulsera de cuero en la muñeca con la leyenda "R corazón C", y que sólo me quito para ducharme. A veces, ni eso
FIN