Noviembre es el mes mas largo (parte 3)
La Revolución de los Claveles trae consigo nuevas ilusiones y esperanzas a las colonias africanas, que esperan conseguir una independencia justa y pactada. Mientras, Heitor disfruta de la noche luandesa en compañía de Vasco y Sebastiao, pero se avecinan tiempos difíciles para la Angola colonial.
Mi vida cobró un nuevo impulso tras incluir al teniente Guimaraes en mi periplo vital; no puedo decir que mantuviéramos una relación de pareja, pero tampoco éramos simples amigos de paso. Vasco era notoriamente heterosexual, y, tras ser dado finalmente de alta a inicios de 1974 y en espera de un nuevo destino, que, dada su impecable hoja de servicios, muy bien podría estar situado en la lejana metrópoli, comenzó a frecuentar en compañía de mis amigos las salas de fiestas y “boites” mas exclusivas y rompedoras del París africano, como era conocida mi ciudad entre los viajeros mas atrevidos y bien informados del llamado primer mundo. Luanda era una fiesta para toda una generación de colonos y descendientes de colonos que disfrutábamos de un nivel de vida muy superior al del propio Portugal, razón por la que la inmigración de ciudadanos portugueses había crecido exponencialmente en las últimas décadas, sobre todo desde que el Estado Novo salazarista decidió potenciar la “portuguesización” de las provincias imperiales.
Escindido entre mis obligaciones sexuales con el amoral Sebastiao, un ardoroso bisexual que a sus 22 años tenía ya dos hijos de dos mujeres distintas y a los que no había reconocido como tales, y mi creciente flechazo por el hermoso teniente, que se reveló como todo un conquistador de éxito en las febriles noches ruandesas, mi pobre corazón homosexual se encontraba tan expuesto y frustrado como solo quienes han probado las hieles del amor que no se atreve a decir su nombre pueden llegar a comprender. Ninguno de los dos hombres de mi vida podía llenar el vacío interior que me atenazaba, si bien al menos Sebastiao podía ofrecerme el leve consuelo de su sexualidad ardiente y de su promiscua manera de enfocar la vida amorosa; en cambio, para conseguir seducir al viril depositario de mis afectos secretos debía esperar pacientemente a que estuviera tan borracho que no distinguiera el día de la noche y entonces aprovechar un momento de debilidad para obtener una anodina mamada o una paja compartida en el asiento trasero de un coche. Nada de todo esto me parecía gran cosa, pero al menos podía gozar de un rato de intimidad con el hombre que me había robado el corazón y parte de la entrepierna de forma definitiva.
Nuestra alegre vida de calaveras, que incluía todo un rosario de clubes de alterne y encuentros de una noche con mujeres de vida disoluta de todas las tonalidades de piel posibles, terminó abruptamente en la soleada mañana del 25 de Abril de 1974, cuando un cúmulo de rumores en voz baja por los despejados paseos y las elegantes avenidas luandesas dio paso a la confirmación radiada de que en Lisboa se había producido un levantamiento militar de consecuencias imprevisibles para el devenir de nuestro país. Recuerdo perfectamente que aquella tarde Jaime, Vasco y yo estábamos sentados tomando un refresco en la terraza del bar Rialto, en el Largo Pedro Alexandrino, cuando la radio escupió la noticia en un tono triunfalista que a nosotros, acostumbrados al borreguil discurso oficial del aburrido salazarismo, nos pareció inédito y prometedor a partes iguales. Una salva de espontáneos aplausos por parte de los clientes congregados en torno al transistor, a la que nos unimos nosotros tres de inmediato, reflejaba a las claras que también en las colonias existía un profundo deseo de cambio y de que la interminable guerra colonial llegase a su fin cuanto antes y de manera satisfactoria para todas las partes implicadas en el conflicto.
Todos nosotros éramos plenamente conscientes de que nuestras apacibles existencias provincianas estaban a punto de virar en una dirección desconocida, pero manteníamos ingenuamente la esperanza de que supusiera un cambio a mejor para todos los angoleños y portugueses en general. Unos días mas tarde, un equipo de la Radio Televisión Portuguesa se trasladó a Luanda para sondear a una muestra de ciudadanos anónimos su posición respecto al aún brumoso futuro de la provincia; la mayoría de los “colonos” se manifestaron resueltamente a favor de una independencia negociada, con iguales derechos para todas las comunidades que residían en el territorio, lo que echaba por tierra la imagen que se pretendía dar de nosotros como una élite colonialista y retrógrada. Yo no vi, sinceramente, a nadie que lamentara la llegada de la Revolución o añorara la falsa seguridad del régimen caetanista, mas bien al contrario, se notaba a la gente ilusionada con los cambios prometidos y consciente de que el futuro de Angola se jugaba en los próximos meses y años, sin posibilidad de vuelta atrás.
También en mi biografía sentimental los cambios se iban a producir a velocidad de vértigo en los siguientes meses de efervescencia revolucionaria; de un modo extraño, que nadie que no haya vivido la sensación de vértigo que lleva consigo todo proceso revolucionario auténtico puede entender, las barreras sociales y sexuales cayeron de repente y para siempre entre todos nosotros, y ya no éramos Sebastiao, el proletario, Vasco, el militar metropolitano o Heitor, el enfermero de buena familia colonial; en lugar de esta estrecha división en clases sociales y compartimentos estanco, se estableció una fusión de intereses que nos colocaba a los tres en el mismo saco: de ahora en adelante en el lenguaje político oficialista seríamos “colonos” o “blancos” (aunque Sebastiao era mas bien negro, pero al identificarse con el punto de vista de los residentes blancos, pasaba a convertirse por algún tipo de ósmosis secreta en uno de los nuestros). También se rompieron de manera fortuita todo tipo de barreras sexuales que nos mantenían alienados y confusos respecto a nuestra identidad sexual y el papel que debíamos representar cada uno de nosotros en el drama de la vida.
Aquella misma noche, tras celebrar el triunfo de la Revolución en un céntrico garito de la Avenida da Grande Guerra, regresamos completamente borrachos al barrio en el auto de Vasco, que fue haciendo eses todo el camino; no importaba, aquella noche era especial e irrepetible, suponía el fin de una larga etapa de discriminación y falta de libertades y la constatación del fracaso de un modelo colonial trasnochado y absolutamente anacrónico a esas alturas del siglo XX. Aparcamos cerca de la Alameda de Alvalade y, completamente exhaustos y afónicos después de cantar innumerables veces el “Grandola, vila morena” (“ o povo é quem mais ordena, dentro de ti, o, cidade” repetíamos como papagayos a quien quisiera escucharnos, si bien en Luanda el pueblo unido y acogedor que habíamos conocido hasta entonces iba a dividirse en facciones irreconciliables en poco tiempo, y el sueño utópico de la ciudad perfecta y autogestionada de Zeca Afonso no iba a cumplirse, desde luego, en la sufrida Luanda post-revolucionaria) nos tumbamos en el césped, debajo de una majestuosa palmera. No estoy seguro de si fue Tiao el que inició la discusión o Vasco el que le acusó de pisarle todas sus conquistas femeninas, pero lo cierto es que el ambiente se caldeó de repente entre estos dos pichabravas, que nunca se habían llevado demasiado bien, dicho sea de paso; al tratar de mediar y evitar que se golpearan, recibí un puñetazo en la mandíbula por parte del fogoso Sebastiao, y caí redondo al suelo. Al tratar de reanimarme, bien fuera como efecto secundario de su monumental tajada o porque de verdad le apeteciera hacerlo, Vasco comenzó a besarme tiernamente en los labios pronunciando frases incoherentes; su rival no quiso ser menos y le arrebató el trofeo de guerra probando a comerme la boca de una forma tan sensual y efectiva que no pude por menos que recuperar plenamente la consciencia solo para perderla de nuevo envuelto en la orgía de besos con que ambos machos lusitanos me obsequiaron durante un largo rato, que hubiera deseado eterno. A continuación se turnaron en ofrecerme sus rabos morcillones para que mi ansiosa boca los despertara del largo sueño colonial en el que habían vivido hasta entonces; fui turnando mi atención entre ambas pollas, rotando mi viciosa lengua del descomunal miembro de Sebastiao a la juguetona chorra del militar. No hubiera podido elegir como mejor amante a ninguno de los dos aquella noche de abril, porque ambos se esmeraron en abierta competición en ofrecerme lo mejor de su repertorio, tumbándome boca abajo en el húmedo césped del parque y rompiéndome el culo en tandas compartidas, cabalgando sobre mi espalda como si fuera el último polvo de sus vidas, tal era el ímpetu y la ferocidad que imprimieron a su ritmo de follada, para concluir corriéndose en mi cara y boca, que acabó inundada de semen interracial, para mi secreto gozo. No tardé en unirme a ellos y esparcir por la hierba una apreciable cantidad de trasnochadora leche, terminando la gloriosa jornada revolucionaria con un beso a tres bandas que habría de definir mi realidad vital en los siguientes meses; porque a partir de ese día histórico, el sexo entre Vasco, Sebastiao y yo (tanto los tres juntos como por separado) iba a ser una constante de nuestra extraña amistad, un tipo de relación que se resistía a cualquier tipo de definición o clasificación, si bien ambos siguieron definiéndose exclusivamente como heterosexuales y compitiendo entre ellos de manera infantil por conseguir el mayor número de mujeres; había implícita en aquella toma de postura la falsa presunción de que el único homosexual de los tres era yo, y que ellos se limitaban a “hacer” actos presuntamente homosexuales, tal vez obligados por lo que llamaban a veces de forma lisonjera “mi extraordinario tirón erótico”.
Ni que decir tiene que, si bien al principio encontraba aquella situación tan irregular decididamente excitante, con el paso del tiempo empecé a cansarme de ser un simple peón al servicio de su incansable libido, un segundo o tercer plato que comer gustosos cuando no había mujeres apetecibles en los alrededores o una solución de emergencia que resolviera de modo vergonzante un repentino calentón nocturno. Mis ansias de amar y ser amado, que yo había reprimido sin contemplaciones durante mis primeros años de juventud, empezaron a surgir del fondo del corazón como un volcán que se creía apagado tiempo ha y despierta de pronto devastando todo a su paso; pero ni el mulato Tiao ni el teniente Guimaraes podían ofrecerme el tipo de sensaciones que mi alma buscaba en esos momentos. A veces lloraba de noche en la soledad de mi cuarto, pidiendo al cielo encontrar a alguien que no sólo me encontrara irresistible y deseable, sino también digno de ser amado; pero los días pasaban y nadie parecía reparar en mi necesidad de afecto y compañía, por encima del sexo salvaje y el innegable morbo de los triángulos amorosos.
Otro motivo de tristeza y preocupación en los meses siguientes provenía de la volátil situación política, tanto en la metrópoli como en el territorio angoleño en particular. Pronto empezó a quedar claro para todos que el nuevo Gobierno revolucionario del Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA) apostaba sin ambages ni medias tintas por la descolonización inmediata y la disolución a precio de saldo del centenario Imperio portugués, que tantos quebraderos de cabeza les estaba causando en la última década. Esto se tradujo de inmediato en una orden de desmovilización permanente para aquellos miembros de las Fuerzas Armadas portuguesas envueltos en acciones de guerra o contrainsurgencia, con la consiguiente proliferación de grupos armados independentistas en todos las provincias de ultramar; en el caso de Angola, donde estos movimientos habían sido completamente arrinconados en zonas marginales del territorio o incluso expulsados de forma permanente a territorio zaireño, semejante despropósito por parte de las nuevas autoridades metropolitanas llevó consigo un aumento espectacular de la violencia de estos grupos, ahora crecidos y orgullosos de su situación de privilegio, que se dedicaron con denuedo a efectuar una política de “tierra quemada”, invadiendo fincas, quemando cosechas y asesinando impunemente a granjeros blancos de las provincias del interior. Con este caldo de cultivo no tardaron mucho las tres guerrillas rivales en enseñorearse de una amplia faja de terreno angoleño, abandonado a su merced, que se fue incrementando lentamente conforme el creciente caos en la propia metrópoli y la contradictoria actuación del Ejército Portugués fue convenciendo a estas sangrientas facciones de que el camino a Luanda estaba expedito para ellos y sus innobles aspiraciones de dominación a sangre y fuego.
Mis padres, como el resto de residentes blancos de Luanda, estaban muy preocupados con el evidente deterioro del orden público en la ciudad, y por primera vez en su vida empezaron a pensar en la posibilidad de abandonar la tierra que les vio nacer. Luanda siempre había sido una ciudad moderna y progresista, un escaparate perfecto para que cualquier régimen político fagocitara su imagen como ejemplo de la prosperidad del sistema colonial, con sus altos edificios de apartamentos y sus arboladas avenidas de elegante diseño y discreta sofisticación. Resulta difícil explicar cuando se rompió exactamente el statu quo que regía los tranquilos destinos de mi ciudad natal, pero yo diría que a partir del verano de 1974 la población negra de Luanda comenzó a mostrarse abiertamente rebelde, apegándose cada vez a las consignas milenaristas de los influyentes grupos guerrilleros MPLA, FNL y UNITA, que operaban en distintas zonas del extenso territorio provincial. En noviembre de 1974, ante el temor a un posible secuestro o incluso asesinato debidos a la imparable escalada de inseguridad en el centro de Angola, mis abuelos paternos abandonaron con lo puesto Nova Lisboa, cargaron en su vieja furgoneta los pocos enseres domésticos que pudieron llevarse, y aparecieron en Luanda con el susto metido en el cuerpo, y convencidos de que el final de la convivencia pacífica entre comunidades no tenía ya marcha atrás.
Creo que fue en enero de 1975 cuando, de modo sorpresivo, Vasco fue destinado de regreso a Lisboa, tras una rutinaria misión en Cabo Verde para supervisar los preparativos de la anunciada independencia del archipiélago. Fue por esa misma época que el gobierno militar lisboeta comenzó a negociar el futuro de Angola con representantes de los principales grupos guerrilleros, si bien, teniendo en cuenta el notable aumento de la influencia comunista en la propia metrópoli y en el seno del propio MFA en particular, no fue de extrañar que el marxismo-leninismo que preconizaba el MPLA fuera abiertamente favorecido por la miope dirigencia revolucionaria que guiaba los destinos del agonizante imperio portugués. Poco a poco los colonos blancos estábamos siendo arrinconados en las ciudades costeras, y, dentro de estas, en los barrios céntricos de mayoría blanca, los únicos lugares donde podíamos movernos con relativas garantías de seguridad. Un invisible halo de pesimismo comenzó a instalarse en las mentes y los corazones de muchos portugueses y angoleños de buena voluntad, que veíamos pisoteados nuestros derechos a diario en nombre de una supuesta “solidaridad revolucionaria con los pueblos oprimidos” sin que nadie nos diera explicaciones de la razón última de tanta arbitrariedad y despropósito. Los soldados portugueses, llamados cariñosamente por nosotros “pioneiros” ya no desfilaban marciales por la Avenida Marginal, tan solo se limitaban a salvaguardar el orden público en las principales ciudades, y achacaban su escasa efectividad actual a su estricto acatamiento de órdenes contradictorias (o directamente inhumanas) aunque muchos de ellos no comulgaban con las empanadas mentales de sus superiores en el escalafón militar.
A mediados de abril, Jaime y sus padres partieron en un carguero rumbo a la metrópoli; fue la primera deserción importante de otras muchas que seguirían en las semanas siguientes, si bien el grueso de la población colonial seguía manteniéndose expectante esperando medidas de pacificación que no terminaban de implementarse y cruzando los dedos para que la situación general mejorase según se acercaba la fecha de independencia pactada, el próximo día 11 de Noviembre. En una tensa reunión familiar mantenida en mi casa de Alvalade contando con la presencia de mis padres, tíos y abuelos, decidimos que los hijos mayores de cada familia se embarcaran hacia Portugal como “cabeza de puente” de lo que podría ser, llegado el caso, un éxodo generalizado de los Ribeiro – Teixeira; nuestra misión consistiría en estudiar sobre el terreno las posibilidades reales de asentarnos en territorio portugués, analizar la endemoniada situación política local y, sobre todo, buscar un empleo estable que nos permitiera valernos por nosotros mismos; sabíamos de antemano que la situación sociopolítica era explosiva en la metrópoli, y que la economía lusa naufragaba en el mar de la incertidumbre como barco sin timón ni capitán a bordo, pero debíamos intentarlo por el bien de nuestro futuro familiar; la nueva consigna en el barrio era: “Mejor pobres en Lisboa, que muertos y enterrados en Luanda”, y, por los acontecimientos que se sucedieron en los meses siguientes, no andaban muy descaminados al pensar así.
(Continuará)