Novicia por tradición y puta por vocación

Este relato cuenta la historia de una joven, obligada a ingresar a un convento de novicias, pero agradada de lo que halla adentro.

Novicia por tradición y puta por vocación

Suena el despertador y, mientras me despabilo, veo una enorme maleta en mi dormitorio. Caigo en cuenta que aquella mañana debo internarme en el convento de mi pequeña ciudad. ¿por qué? Porque soy la menor de seis hijas y, de acuerdo a la tradición de la fe religiosa que profesan mis padres, "el último hijo es para la Santa Iglesia".

—Será un gran día para ti. Dejarás de ser quien eres y te convertirás en quien debes ser. —me repetían continuamente mis padres.

Lo mismo me repitió mamá mientras me preparaba el desayuno, el último que tomaría en casa, el último que disfrutaría en mi vida libre.

Me bautizaron con el nombre de María del Socorro. María por la madre terrestre de Jesús y Del Socorro, quizás inconscientemente, por mi permanente inclinación por auxiliar al menesteroso, al necesitado de un cuerpo para follar y desahogar sus impulsos sexuales naturales.

Es muy probable que, a estas alturas, ya tengan claro que vengo de una familia sumamente religiosa, muy creyente y absolutamente practicante y que, como tradición familiar y media inducida por los clérigos de la iglesia, al ser la menor entre seis hermanas, debo dedicar el resto de mi vida a servir a aquella religión; debo vestir los hábitos: debo ser monja.

—La decisión está tomada —decía mi padre—. María del Socorro será monja quiera o no quiera. Es nuestro deber, es su vocación. —añadía ¿Mi vocación? ¿Alguien me preguntó alguna vez? No, mi parecer no importaba. Mi disposición, mis preferencias, mis gustos tampoco eran relevantes. Sólo contaba la promesa de unos padres persuadidos de que de esa forma retribuirían mejor a su Santa Iglesia y, en definitiva, a su dios. No valían las fuertes sumas de dinero que mis padres donaban regularmente para financiar la causa de la iglesia. Menos si yo tenía vocación para el servicio religioso o no la tenía. Mi opinión y el llamamiento que yo sentía y en lo que me realizaría plenamente como persona, no le interesó jamás a nadie, salvo a mí, por supuesto. Pero no juzgo a mis padres, pues son personas sinceras y buenas. Sí enjuicio, en cambio, el proceder de la jerarquía de la iglesia que al no contar con las vocaciones voluntarias que precisa para sus, a menudo, no tan altruistas fines, obliga a sus fieles más ingenuos a entregar a un hijo o una hija para que les sirvan, so pena de caer en el disfavor divino.

Yo pensaba que a lo que estaba convocada en la vida era a ser modelo de alta costura (tengo una figura delgada, alta, llamativa, bien formada, con un culo bien parado y unas tetas bien rellenitas, pero no grotescamente grandes. Mi cara era bonita, armoniosa y mi cabello rubio natural). También podía desempeñarme con gozo satisfaciendo a los hombres con mis artes amatorias, o asistiendo a los necesitados de un jugoso y siempre listo coño…pero no; no puedo tener vocación mientras tenga esta obligación. A no ser que logre hacer compatible mi vocación con la tradición impuesta.

El noviciado quedaba retirado de mi pueblo, no mucho, pero era alejado. Como estaba señalado desde que nací, llegamos a aquel lugar que yo consideraba de tormento y confinamiento. Mis padres lucían orgullosos, y yo, perdida en un mar de dudas, de cuestionamientos, de incertidumbres, de recriminaciones y objeciones, pero también de resignación. Defraudar a mis padres y causarles dolor y oprobio no era una opción para mí. Simplemente era la vida que me había tocado.

La madre superiora salió a nuestro encuentro; después de los saludos protocolares, de los abrazos de costumbre, de mi inconsolable llanto postrero y todo lo demás, el portón del claustro se cerró. Yo quedé adentro y el mundo que me interesaba, afuera. Sentí como que una lápida caía sobre mi vida. En adelante sería una autómata, una joven sin libre albedrío, predestinada a sufrir y obedecer normas, reglamentos y personas en las que no creía.

—María del Socorro, bienvenida; ésta será tu casa de ahora en adelante, la casa del Señor en donde servirás al Obrero Maestro sin miramientos ni mezquindades. Es tu vocación, es tu deber, —me dijo la madre superiora. Yo me quedé pensando en la ambigüedad de sus dichos: ¿al fin qué es? Vocación o deber, en fin. No me quedaba más que hacer de tripas corazón, aceptar el asunto y procurar sobrellevarlo de la mejor forma posible. De otra manera sufriría mucho más.

Una mujer de mediana edad, ataviada con túnica eclesiástica, me condujo a, lo que señaló, sería mi cuarto. Mi cuarto, mi pequeña recámara. Constaba de una cama, por no decir camastro, un armario muy chico, piso de madera, una ventanita y una imagen de Jesús colgada arriba de la cabecera de la "cama". ¿Dónde irían a dar las generosas contribuciones de los fieles? ¿A obras de caridad o a los bolsillos de la curia eclesial? —me pregunté al ver tamaña miseria a la que, por cierto, no estaba acostumbrada.

Encima de la cama encontré un hábito deslavado, roñoso y remendado; un rosario y una Biblia vieja. Me acuerdo que dije en voz alta: "¡no hay vuelta que darle! ¡Es lo que hay y punto!".

Me asomé por la ventanita y vi a un hombre apuesto. No esperaba entre tanta santidad, castidad y pobreza encontrar un cuerpo exuberante, opulento; en síntesis, un hombre tan apetecible. No esperé que, en medio de hábitos religiosos, rosarios y rezos repetidos en voz baja una y otra vez como loros, pasara por mi mente uno de los pensamientos más lujuriosos, y a la vez, que infundían más deseo en mi cuerpo, siempre anhelante de experiencias lúbricas.

—"¿Qué es esto?"… —dije en voz alta sin querer y él me miró.

Enseguida lo reconocí, a pesar de haberlo visto sólo en fotografías. Era mi hermanastro Roberto, el primogénito de mi madre adolescente y quien, al nacer, se vio forzada a entregar en secreto a un orfanato administrado por la iglesia. Al crecer, la falta de recursos y de apoyo, lo obligó a entrar al noviciado. Como yo, no dispuso de opciones. Su apariencia corporal era muy distinta a la de la última foto que vi de él. Pero su mirada lúbrica, casi de vicio, era inconfundible. Antes de entrar al seminario, cuando podía salir del orfanato invitado por algunas familias que, casi siempre, tenían una o más hijas de similar edad, se rumoreaba insistentemente que se había follado a más de la mitad de las chicas de mi pueblo. A mi no me había follado por ser, en aquel entonces, muy menor, amén de ignorar nuestra sangre en común. Ahora ambos éramos adultos y yo, como él, era muy caliente y había tenido múltiples experiencias sexuales que me otorgaban gran dicha.

Me estaba mirando y, de improviso, desapareció. Como un fuerte tornado llegó a mi puerta e ingresó al cuarto. No me preguntó nada, no hubo necesidad. El convento estaba silente, él estaba frente a mí, sudando, musculoso, fuerte, decidido, con una mirada de deseo evidente y un bulto en la entrepierna. Cerró la puerta delicadamente, se acercó a mí, me olfateó y lo dejé. Puso sus manos sobre mi cuerpo y, como movidas por una fuerza incontrolable, peregrinaron sobre mi figura, recorrieron mis pronunciadas curvas de joven voluptuosa. Me estremecían al tocar mis zonas más sensibles, más erógenas. Sus piernas, lentamente, se entrelazaron con las mías. Me besó dulce y tiernamente. Lo dejé, lo deseaba.

No opuse resistencia alguna. No pude, no quise. Estaba abrumada, derretida ante tan imponente y guapo varón. Su olor, su cuerpo vigoroso cerca del mío; su miembro, enorme, rígido, desesperado, necesitado, desobediente a votos de castidad y reaccionando naturalmente frente a algo que olía a hembra, que era una hembra joven que exudaba erotismo por su piel. Noté que aquel apetecible pene rozaba cerca de mi bajo vientre, de mi pubis pulcramente depilado. ¡Ay por dios!, ¡Qué bendición, que se haga tu voluntad! —pensé para mis adentros. Aunque sabía lo que sucedería. Desde pequeña deseé, sin conocerlo en persona, a mi hermano de madre y, ahora que vestía sotana, más aún. Me seducía lo prohibido por una sociedad llena de tabúes.

Me desvistió calmadamente. Me desabotonó la camisa y desabrochó el sujetador. Jugueteó con mis tetas. Las amasó, acarició, succionó con suavidad, volvió a estrujar. Luego aflojó mi falda hasta que cayó al piso. Metió una mano en mi entrepierna por sobre la suave tela de mis braguitas. La otra mano acarició mi culo y deslizó el tanga hasta hacerlo caer al suelo. Se extrañó al percatarse, al palpar con sus dedos mi vulva, que mi virginidad no existía o, a lo menos, que no tenía himen. Que mis genitales eran los de una mujer en plena actividad sexual. ¡Y vaya que era activa! Mi vocación de puta caritativa no era desconocida, al parecer, por mi hermano fraile. Ésta se había despertado hacía años y había servido, con más gozo que otra cosa, las carencias de varios hombres necesitados de placeres carnales.

Con tanto manoseo estaba húmeda, más bien empapada; ya estaba enloquecida, encandilada, ansiosa de servir de nuevo a un desamparado y menesteroso pariente. Sentí su deseo ardiente mezclado con algo que no supe distinguir qué era. La pasión, la lujuria…el hambre de sexo sí se visualizaban de lejos, gracias a una capacidad que había desarrollado con el tiempo y que, seguramente, él también poseía a juzgar por su actuar sin rodeos.

Los deleites de la carne, aquellas necesidades tan inherentes, intrínsecas al ser humano y a todo ser vivo, que sólo minutos atrás no vislumbraba saciar más que con masturbación, ahora estaba a punto de hartar de la mejor manera: con un hombre guapo, bien dotado, delicado, experimentado y, lo más agradable, sediento de sexo y pariente cercano. Sería nuestro secreto y mi pasaporte a un trato preferente en el convento

Me puso boca abajo en la cama —para silenciar los ruidos "sospechosos"—, abrió mis piernas y, al comprobar que estaba holgadamente lubricada, me penetró hasta el fondo, casi con ira. Pero no era rabia, era pasión, hambre y sed de apareamiento, de follar, de ganas de hacer el amor postergadas por tanto tiempo.

Una y otra vez lo miré ir y venir sobre mí. A veces con furia, otras suavemente. Su espalda se arqueaba deliciosamente mientras sus manos acariciaban mis senos y su boca llenaba de besos y placer mi boca, mi cuello, mis hombros, mis orejas, al tiempo que musitaba:

—Eres mi hermana putita, lo sé. Te esperé tanto tiempo y al fin llegaste. Eres tierna, voluptuosa, ardiente, experimentada y dócil. Las veleidades de la vida nos separaron, pero la buenaventura nos reunió. Y esta vez nos saciaremos mutuamente a hurtadillas al comienzo, pero libremente cuando termines el noviciado y vayas a servir conmigo a alguna parroquia lejana. Antes de entrar al seminario, cambié, secretamente, mis nombres y apellidos por rencor contra lo que mi madre, pensaba injustamente en ese entonces, había hecho con mi vida.

En silencio, con la mitad del cuerpo sobre la cama, el culo empinado y con las rodillas apoyadas en el suelo. Sin poder gritar de placer, gimiendo mudamente, nuestros cuerpos se unían como lapas. Deliciosas estocadas se hundían profundamente en mi sexo. El palpitar fuerte del corazón se hacía notar en mi garganta y en mi pecho fraterno y dadivoso.

Pude percatarme cuando ya casi acababa mi hermano materno, lo sentí, aceleró el ritmo de las embestidas. Traté, sin estar muy convencida, de zafarme. No era oportuno quedar embarazada, pero a la vez, ansiaba su leche.

— ¡Quítate!, que me corro, —me dijo con firmeza. Le obedecí y se vino copiosamente sobre la almohada. Ni una gota cayó fuera de ésta. Velozmente sacó la funda de la almohada, se asomó sigilosamente a la ventana y dejó caer la funda a una zanja de aguas lluvias que bordeaba el edificio. Me miró, sonrió con un dejo de complicidad y comenzó a vestirse; lo mismo hice yo.

Ni un día llevaba en el convento y ya había encontrado la manera de compatibilizar exquisitamente mi obligación con mi vocación natural de puta. Pero había transgredido todos y cada uno de los preceptos básicos de la religión de mis padres y, subsecuentemente, cometido todos y cada uno de los pecados de la carne. No lograría el galardón prometido, pero estaría complacida, satisfecha y cumpliendo con mi vocación de puta para los menesterosos, los más abandonados y hambrientos de un buen y cariñoso coño. Máxime considerando que a quien me entregaba en cuerpo y espíritu era a mi hermano, mi hermoso y único hermano.

No obstante, igual sentí remordimientos, culpa, una sensación de no cumplir las expectativas de mis padres, pero fui incapaz; mi llamamiento natural fue superior. Pensé que era suficiente con lo que había permitido que me sucediese. Lo otro, nuestra satisfacción carnal vedada no la conocía nadie más que nosotros. Dicho cavilar se esfumó al escuchar:

—"¡Padre Agustín!", gritaron de fuera de la habitación. Casi me muero de un infarto al oír a mi hermanito, aquel que me brindase el mejor polvo de mi vida, contestar:

—"¡Voy enseguida!"

¿Padre Agustín? ¿cura ya? Me regocijé sabiendo que mi pariente era sacerdote y tenía más poder en ese convento del que yo suponía inicialmente. Aquello haría mi vida mucho más llevadera y, con certeza, proporcionaría a mi cuerpo mucho más placer en los días venideros.

Sentí tanta alegría. Aquel hombre se había comportado como lo que era: un experto en la cama, tocándome justo donde debía, en el momento preciso. ¡Y era todo para mí! Supuse.

Comencé a gritar en silencio: ¡Qué bendición! He saciado a un hombre de mi sangre dedicado a la iglesia.

Media hora más tarde y mientras desempacaba y ordenaba mi ropa en el pequeño armario, algo entró por la ventana y cayó en medio de la cama. Era una funda de almohada limpia e impoluta. Me acerqué, con cautela extrema, a la ventanilla y observé a mi fugaz amante recoger de la zanja la funda manchada y meterla a una bolsa negra, primero, y a un maletín de fraile, después. Tras aquella maniobra ejecutada con rapidez, se dirigió a paso veloz hacia donde se hallaban estacionados unos coches. Abordó uno de ellos y salió del convento raudamente.

A la mañana siguiente, luego de un tenso día previo de instrucción y trabajo alivianado por órdenes de mi hermano, desperté en mi habitación, oliendo a macho. Abrí los ojos y junto a mí vi la polla gorda de Agustín. ¡Uuuuuy! ¡Qué rico, una mañanera! —me dije a mi misma involuntariamente. Lo puta me brotaba por todos los poros. Era innegablemente mi vocación y, a partir de ahora, también mi opción.