Noventa minutos

Una señorita de compañía se involucra con un hombre casado, quizá más de lo que espera involucrarse.

Cuando por fin llegué, la casa no era lo que al principio esperaba que fuese. Era vieja, sí, pero era lo que se podía esperar de la colonia San Miguel, una de las más viejas de la ciudad. Algunas eran casas viejas, pero muy bien conservadas, grandes e imponentes. La que tenía frente a mí era sencilla, ciertamente grande, pero no muy llamativa. La puerta era de hierro y la reja se veía oxidada en algunas esquinas, donde supuse que el agua de lluvia se acumulaba. El material estaba pintado de manera uniforme de un azul cerúleo que, en su momento, debió de ser muy bonito luciéndose junto al marco blanco mármol del marco de la puerta. Ésta, sin embargo, era negra y utilitaria. Como la de todas las casas viejas de la colonia. No era una mala casa, pero eso no me impidió suspirar al verla. No me preocupaba que el tipo no tuviera el dinero, o que fuera peligroso. Simplemente, era una casa de familia. El que la cochera estuviera vacía y el que me llamase para un día entre semana a media tarde me repetían lo que ya sabía desde que este tipo me envió el primer mensaje.

En un par de meses de haber puesto mi anuncio en aquella página, no esperé tener ni la mitad de llamadas, mensajes y solicitudes que me habían llegado. El primero llegó apenas una hora después de haber puesto el anuncio. Cuánto cobras. Dónde atiendes. Haces esto y esto, eres así y así. A ver una foto más. Te espero en tal cuarto de tal lugar a las cuatro. Llegué nerviosa, pero pronto se fueron los nervios ahuyentados por el morbo de tener a mi primer cliente como escort. Era un hombre moreno, delgado, con ropa que parecía no ser suya, no sabría decir por qué. Probablemente algún jovencito queriendo ser adulto o un adulto aferrado a la adolescencia. Una mamada, una brevísima empotrada después, era 1500 pesos más rica. En mi reloj marcaban las 4:50. Antes de ir a comer revisé mi teléfono; había tres mensajes más de números desconocidos.

Desde entonces he visto a muchos hombres, y me han pedido muchas cosas. Las barbaridades que algunos dicen o hacen nunca me las hubiera esperado; uno solo se excitaba cuando lo insultaba, otros solo podían desde atrás y evitaban mirarme a los ojos. He tenido la consciencia de cuidarme de las enfermedades, y los insultos se me resbalan a las pocas horas. Incluso los golpes y el trato rudo no me dejan marcas (algunas, diría yo, siguen dando placer semanas después del golpe). Las únicas veces que lamento esta ocupación a la que me metí es cuando me citan a domicilios que claramente son de familias. Algunas veces está bien porque, al abrir la puerta, puedo ver a un adolescente nervioso, quizá no tan bien parecido, cuya falta de suerte la compensa con dinero de sobra. Esta casa no parecía ser uno de esos casos. Ni los mensajes parecían ser los de un adolescente. Enfrente de la puerta de hierro negro, suspiro de nuevo.

Toco el cristal que conforma la pequeña ventana enrejada de la puerta. Mis manos fríos apenas sienten el golpe de lo entumecidos que están, pero mis huesos resienten la actividad. Meto mis manos debajo de las axilas, cruzándolas sobre mi pecho, y apenas noto la cortina al lado de la puerta moverse antes de que ésta se abra por completo. Una mano me gesticula ansiosamente que entre, no escucho ninguna voz. El hombre, por lo que veo, no parece peligroso y la casa es, en efecto, la de una familia. Cruzo el umbral sin darle la espalda al hombre en ningún momento, plantándome a pocos pasos de distancia mientras cierra la puerta.

Bajo la luz de un diciembre nublado y frío, me parece incluso guapo. De tez pálida, cabello corto, oscuro. Facciones delicadas y ojos negros. Sin vello facial. Vestido como si fuera a pasear por el centro de la ciudad; arreglado, pero casual. Lo veo mirarme y le sonrío. Él intenta sonreír, pero parece que es de los que no están acostumbrados a ello. Mientras más lo veo, más me gusta. Menos quiero voltearme a ver la casa de nuevo. Peor me siento. Me saluda amablemente y le devuelvo la cordialidad. Le pregunto si su nombre es tal y me dice que sí. Lo miro un segundo con intención, y él no la capta. Carraspeo. Me pregunta si quiero algo de tomar. Intento no mostrar la grima que siento mientras le pregunto si tiene el dinero. Asiente y se apresura a darme un pequeño fajo de billetes que sacó de su cartera. Muchos ocultan sus cosas antes de que llegue, o no la llevan consigo. Mientras pienso que esta debe ser su primera vez, me entra una nausea que ya me es muy familiar. Pero pagó 2,000 pesos por una hora y media. Lo acompaño, mirando al piso, hacia lo que asumo debe ser su habitación.

Una vez allí es más fácil entrar en el papel, en especial porque de no ser por la cama grande, esta podría ser la habitación de un soltero. En el sillón de la esquina dejo mi bolso, me quito mi abrigo. Puedo sentir su mirada en mi espalda. Por mensaje me pidió venir vestida de negro, con ropa “como de gótica”. Me reí en su momento y, mientras descubre mi blusa de poliéster y encaje negro, mi falda con cadenas colgando rodeando mis piernas encasquetadas en medias de red y botas de caña alta, casi me rio de nuevo. Una compañera me advirtió que a las que tenemos la piel pálida nos piden mucho este acto, pero es la primera vez que me toca. Un poco más cómoda, dejándome ir, activo el cronómetro de mi teléfono y lo dejo sobre el bolso. Me le acerco lentamente mientras me ve de arriba abajo.

—¿Cómo te llamo, guapo? —le pregunto agravando un poco la voz. Tan solo un poco, lo suficiente, como sé que les gusta. Sus labios rosas tiemblan antes de contestar.

—Alexis.

—Hum, me gusta, es sexy. —Me apoyo con una de mis manos en cada uno de sus hombros, apoyando mis brazos en su pecho, presionando su cuello con mi nariz. Me gusta que sea alto. Huele a colonia y a tabaco. —¿Te gusto, Alexis?

—S-sí, mucho. —Me quedo en silencio mientras aprieto mi mejilla en su clavícula. Acerco mi pelvis a la suya, dejando que sienta mi vientre plano contra su entrepierna. —T-tenía miedo que no fueras como en las fotos.

—¿Qué fotos? —Me pongo de puntillas para acercar mis labios a su oreja mientras hablo. Suspiro en su oído izquierdo mis palabras. —Hace mucho que no teníamos la casa de tus padres para nosotros solos. Ya tenía ganas de que se fueran. —Eso nunca falla, y no es la excepción. La ilusión de la juventud de inmediato endurece algo que presiona contra mi abdomen. De buenas a primeras, no parece que esté mal dotado. Lo escucho exhalar mientras sus manos al fin se atreven a acariciar la piel de mis brazos, subiendo de mis codos a mis hombros lentamente. Subo mi mano izquierda a su mejilla mientras empiezo a besar entre los músculos de su cuello, su quijada y lamo el lóbulo de su oído. Lo escucho resoplar cada vez que mis dientes rozan su oreja o cuando mis labios truenan por la succión que aplico en cada beso. Él no tarda en pasar sus manos a mi espalda y apretarme contra él a la vez que su pelvis empuja delicadamente contra mi cuerpo. Definitivamente me gusta más con cada minuto que pasa.

Su mano izquierda toma mi mejilla de pronto y, con más firmeza, más confianza, busca mis labios para plantarme un beso desesperado, pero agradable. Una vez que la semilla está plantada asumo mi papel de sumisa, de novia adolescente, y dejo que sus labios exploren los míos; dejo que muerda con suavidad mi carne y que su lengua acaricie el interior de mis mejillas. Su otra mano, la que no acuna mi mejilla, se recrea con mis omóplatos y con la curva de mi espalda. Acaricia mi cintura de un costado al otro, queriendo abarcando toda mi figura con entre su pulgar y anular, apretándome con fuerza contra él. Aún puedo oler la colonia y el tabaco envolviéndome y empiezo a humedecerme como hace tiempo no lo hacía.

Sin que me lo espere, me toma con más firmeza y, bajando la intensidad del beso sin romperlo del todo, me gira en nuestro abrazo para acostarme sobre la cama. Se apoya sobre mi lado izquierdo, besándome aún, su mano acariciando mi cara y mi cuello. No acabo de enganchar mis brazos detrás de su cuello, atrayéndolo hacia mí, cuando siento su mano acariciar mi pecho con timidez. Al inicio lo siento repasar la superficie por encima de mi ropa, apenas apretando con suavidad. Primero uno, luego el otro, luego el primero de nuevo. Arqueo mi espalda para empujar mi pecho hacia adelante al tiempo que su mano se atreve a apretar con firmeza su volumen alrededor de mi pezón. Me encanta como encaja por completo, llenando perfectamente su mano mientras me acaricia con firmeza, la timidez evaporándose con el calor en la habitación. Siento su mano abandonar mis senos en favor de acariciar mi costado y mis curvas, pasando por mi vientre y mi cadera, cuando me sorprende sentir además su pierna moviendo la mía, haciéndose un espacio junto a mi entrepierna, presionando contra ella. Complacida, un gemido viaja de mi garganta hasta su boca.

Con su mano en mi muslo y su pierna contra mi sexo, presionando, frotándose, traza un camino con sus labios por mi mejilla hacia mi quijada, hacia mi cuello, y sube a mi oído. Me susurra con una voz ronca que antes no tenía si me gusta lo que hace, y le contesto que sí; me pregunta si otros hombres son igual de buenos, y le contesto (honestamente) que ninguno es como él; me pregunta si tengo ganas de que me coja, y acomodo una de mis manos para acariciar su erección por encima de su pantalón. Entre besos y entre manoseos a mis muslos, a mi cintura y a mis pechos, me dice lo buena que estoy, que le encanta mi piel, mi color, mi sabor, mis gemidos. Sintiendo su tamaño, las palabras ya no me salen de los labios ni los pensamientos se forman con claridad en mi mente. Cuando siento que su muslo presiona de nuevo mi humedecido coño mientras acaricia uno de mis pezones sobre la ropa, le susurro por puro instinto y necesidad. —La ropa…

En un parpadeo me endereza y levanta mi blusa. Mis pechos quedan desnudos ante él, aun luciendo el colguije de plata con forma de serpiente que llevaba con mi disfraz de gótica. Está frío y mi piel se eriza antes de que sus manos pasen de mis hombros a mis pechos a mi cintura, apretándome con sus dedos en los músculos indicados para hacerme gemir de placer entre mis dientes. Otro parpadeo después y me encuentro sobre mi espalda con las piernas al aire, mi falda ahora del otro lado de la habitación y mis piernas abiertas de par en par. Lo veo de pie al filo del colchón viéndome, y es ahora cuando me doy cuenta de lo excitada que me siento con este hombre. Lo veo desabotonar su camisa, luciendo un cuerpo delgado, fibroso para su edad. Antes de desabrochar sus pantalones, se detiene y me ve con superioridad. Con una arrogancia que me quema y me lleva a retorcerme sobre la cama. Sé lo que viene. Cuando un hombre te ve así desde arriba, quiere una sola cosa en el mundo.

Sonriendo, bajo mis piernas y me deslizo por el colchón retorciéndome hacia abajo como una serpiente, dejando que mis piernas y mi torso caigan para terminar hincada, sobre mis tobillos, con mi cara a la altura de su entrepierna. Inmediatamente una de sus manos acaricia mi cabeza y mi cara mientras desabrocho su cinturón. Deshago el pantalón y abro el cierre que se cerraba sobre un tremendo bulto duro y pulsante presionando contra la tela. Bajo el elástico de la ropa anterior liberando toda su extensión, su grosor. Erecto ante mi cara de asombro genuino, quizá por efectos de la excitación, me parece ser el mayor que he visto. No tengo tiempo de admirarlo antes de sentir cómo su mano presiona mi nuca para pegar mi cara a su pelvis, presionando su pene hacia arriba con mi mejilla, quemándome como si fuera una barra de hierro al rojo vivo. El olor es intoxicante. Volteo hacia arriba. Esa mirada de arrogancia no se ha ido y se queda grabada a fuego en mi memoria.

Maniobrando, lamo la piel de su vientre. Luego bajo a lamer la piel de su muslo, y luego beso la base de su miembro. Lo acaricio con la punta de la lengua y luego doy un beso para esparcir bien la saliva que le dejo. Una de mis manos encuna sus testículos calientes y rasurados (como me gustan) mientras la otra es mi apoyo contra uno de sus muslos. Beso a beso, trepo hasta la punta de esa herramienta y muevo la mano desde su muslo hasta su base, tomando el control del miembro, presionándolo. La punta está húmeda y tiene un deje dulce y salado a la vez. Escucho sus gemidos mientras mi lengua se pasea alrededor del glande. Volteo hacia arriba, lista para verlo a los ojos cuando baje la mirada, mientras lentamente alojo todo su grosor dentro de mi boca. No es hasta que tengo la mitad dentro, con mi lengua presionando y lamiendo su miembro, que se me ocurre que no le pedí ponerse un preservativo. Mis labios sonríen levemente por un segundo antes de cerrar los ojos y retirarme de nuevo hasta la orilla del glande para, después, deslizarlo rápidamente sobre mi lengua hasta que llega su punta al fondo de mi garganta y mis labios acarician su pelvis. Su mano se tensa sobre mi nuca, sosteniendo mi cabeza en su lugar durante algunos interminables segundos, antes de relajarse para permitirme retirar su miembro de mis labios, los cuales terminan rebosantes de sus fluidos mezclados con mi propia saliva. Nos vemos a los ojos, sonriéndonos mutuamente.

Durante los próximos minutos, sus manos acarician mis mejillas y mi cuello, sostienen mi nuca, mientras devoro su herramienta con devoción. Hago esfuerzo para rodear su grosor con mi lengua mientras mis labios suben y bajan por su longitud, estimulándolo mientras le acaricio los testículos con gentileza y masturbo la parte que mi boca no llega a cubrir. Los chasquidos que hacen mis labios y mejillas por el vacío de la succión llenan el silencio de la casa junto con los gemidos de mi vigoroso cliente. Entre gemidos y con dificultad, se permite a sí mismo decirme lo bien que lo hago, lo mucho que le gusta. Pone una mano sobre mi cabeza y toma un manojo de mi cabello, acomodando mi perspectiva como pidiéndome que lo voltee a ver a los ojos. Lo hago y, sonriendo, escucho sus palabras como si me las estuviera susurrando en el oído.

—Buena chica… eres una muy buena chica.

No puedo evitar gemir mientras me siento aumentar el ritmo, la intensidad de las caricias con mi lengua, la profundidad en la que alojo su hinchado glande. No entiendo lo que me pasa, pero siento un fino hilo de líquido fluir sobre mi muslo, caliente y viscoso. Aprieto las piernas y continúo dándole placer a mi cliente hasta que, sin avisar, siento cómo se hincha su miembro y se tensan sus manos contra mi nuca, empujando su verga contra mi garganta antes de liberar tres chorros calientes y espesos dentro de mí. En ese momento aprieto mis muslos con fuerza y un pequeño orgasmo se escapa de mis adentros a la par que llena mi estómago de semen. La mayoría entra directo a mi garganta, pero la poca que permanece en mi boca queda suspendida en un hilo de humedad entre su glande y mis labios cuando retira su miembro de mi boca. Gimiendo por la intensidad, no pienso en lo que estoy haciendo mientras vuelvo a engullir su pene lamiendo con fruición para limpiarlo, para tragarme hasta la última gota. Para llevarlo dentro de mí como hacen las chicas buenas.

Hasta que termino me doy cuenta de lo cansado que luce tras venirse. Aún gimiendo, se sienta sobre la cama, dejándome en el piso cubierta de saliva y flujos. Lo escucho respirar mientras me levanto y me acuesto junto a él. No me dirige la mirada, pero sé que lo complací. No puedo dejar de sonreír. Juguetona, me recuesto en su pecho y cruzo su vientre con mi muslo derecho, presionando mi entrepierna con su cadera, mis pechos contra su brazo. Él sonríe y toma mi cintura con su mano, usando la otra para sobar sus sienes y el puente de su nariz. Está sudando. Me sorprendo ronroneando, deseosa, mientras empiezo a frotarme contra él.

—¿Te gustó? —Espero unos segundos, pero no me contesta más que con una sonrisa más evidente y una mirada agradecida. La fricción en mi entrepierna entrecorta mi respiración. —Hace mucho no disfrutaba tanto con lo que hago —Silencio. Lo aprovecho para subir mi cuerpo por completo sobre el suyo, montándome sobre su verga en reposo. Aún en ese estado, conserva suficiente volumen para darme placer, y froto mi raja de arriba abajo la longitud de ese miembro. Me recuesto de lleno sobre él, apoyando mi mejilla en su pecho firme. —Casi quiero suplicarte que continúes —Su verga empieza a sentirse más presente. —Que me cojas duro —Segundo con segundo noto su herramienta haciendo más presión contra mí como si fuera un brinca-brinca inflándose rápidamente. Sus manos aprietan mi cintura con firmeza, acompañando mis movimientos de enfrente hacia atrás. No puedo evitar gemir entre oraciones. —¿Prefieres metérmela ya o vas a ponerme de perrito? —No acabo de pronunciar la última palabra cuando siento un orgasmo mayor al último, aun sabiendo que no es el gran final de lo que se está construyendo en mi interior. Una simple probada del placer que está por venir.

Para mi sorpresa, lo próximo que siento antes siquiera de terminar de venirme es cómo rodea mi cuello con una de sus manos y me endereza sobre él. Puedo oír su respiración varonil y sentir su enhiesta verga presionando contra mi coño humedecido a través de la tela y las mallas. Con su mano aún en mi cuello, le hago el favor de romper las mallas un poco y hacer mi ropa interior hacia un lado, dejándole entrada libre a esa enorme verga que tanto morbo despierta en mí por algún motivo. Antes de siquiera empezar a preguntarme el porqué de mi excitación, siento como su mano presiona hacia arriba indicándome que me eleve, lo cual hago, para inmediatamente halar en dirección contraria. Mientras bajo, ensartándome lentamente dentro de mí, quiero gemir, pero de mi garganta comprimida solo emergen suspiros ásperos y desesperados. Echo mi cabeza hacia atrás cuando siento nuestras caderas tocarse una a la otra. En algún lugar dentro de mi mente, el pensamiento de pedirle que se ponga un preservativo desaparece entre espasmos de placer y gritos ahogados; en su lugar, imágenes de su semilla llenando cada rincón de mi interior me obligan a aumentar el ritmo. Pronto, él empieza a mover sus caderas junto con las mías y la mano que tiene ceñida sobre mi cuello me hala hacia abajo, donde atrapa mis labios en un beso, su lengua se enreda con la mía.

Con una mano en mi cuello, sosteniendo mi quijada, y la otra aferrada a mi trasero para subirlo y bajarlo mientras me penetra intensamente, llego a un orgasmo más intenso que los anteriores. Más duradero, envolvente. Siento mi vientre contraerse sobre sí mismo y mis músculos tensarse en medio del éxtasis. Mis pezones erectos se aplastan contra su pecho. Mis gemidos se pierden en su boca, confundiéndose con los suyos. Siento cómo todo mi cuerpo se convierte en parte del suyo mientras me vengo y, a los pocos segundos, él se viene en mi interior mientras sus brazos me presionan contra su pecho, contra su boca y contra su pelvis, enterrándose hasta el fondo de mi vientre. Hasta ahora me hago consciente de los rasguños que le hice en el pecho y en los hombros. Nada que no desaparezca pronto o se disimule con facilidad. Tras desvanecerse los últimos espasmos y latigazos de placer dentro de mi cuerpo, luego de que su pene deja de contraerse dentro de mí, vienen a mi mente dos ideas: lo hemos hecho sin protección y, además, este hombre está casado. Mi voz sale ronca de mi garganta, las palabras apenas entendibles entre los suspiros.

—Olvidaste el condón, guapo —Si está preocupado, no lo deja ver ni su sonrisa de éxtasis abandona sus labios. Los noto húmedos de mi saliva, aún. —¿Me escuchaste?

—Sí, sí… perdón. No te quedarás embarazada… no te preocupes —Habla entre jadeos, con una mano sobre los ojos. El sudor hace brillar la piel de su cuello y clavícula, y de pronto me siento sedienta. —¿Qué hora es? ¿Eso es todo? —No quiero moverme al sillón a ver mi teléfono, pero no debo hacerlo. Levanto mi torso, aún montada sobre su miembro, y noto sobre la cabecera un reloj de manecillas junto a unos crucifijos de hierro y madera. Sonrío divertida, pero evito reírme en su cara.

—Te quedaría media hora, bombón —digo mientras me acuesto sobre su pecho y acurruco mi cara en su cuello. Ahora huele a sudor y tabaco, la colonia apenas distinguible entre ambos olores. —Pero tú decides, si ya tienes suficiente y estás satisfecho podemos dejarlo como está. Tú mandas, guapo. —No quiero oír su respuesta. Mientras hablo, pego mis labios a su piel, dejando que los sienta como una caricia. Él, en cambio, se ríe en voz baja, su pecho resonando con la risa.

—Casi me gustaría que no te fueras nunca… Nunca me había sentido así con nadie, ¿sabes? —No sé qué decir, así que no digo nada. Ante el silencio, él sigue hablando como si le hablara al aire. —Hace dos años mi mujer y yo descubrimos que soy… que no puedo tener hijos —detengo mis caricias. Él rodea mi cintura con su mano, sujetando mi costado mientras acaricia desde mi cadera hasta el inicio de mis pechos. —Desde entonces siento que no quiere ni verme, mucho menos tocarme. Te hablé porque ahora está de viaje con su familia… ya ni sé ni me importa si es verdad —Ahora habla con un tono de reproche, desdén, resentimiento. Levanto mi cabeza para verlo, muevo una mano para acariciar su mejilla. No despega la vista del techo.

—Te entiendo. Hace mucho pasó algo y, ahora, tampoco soy una mujer completa. Por lo menos así piensan algunos. Aprendí a que no me afectara —recuesto de nuevo mi cabeza en su pecho, respirando hondo y apretando los párpados. Intento concentrarme, como siempre, en el placer del momento. —¿Por qué no la dejas y ya? —Lo siento encogerse de hombros. Luego el silencio por unos minutos. —Si quieres hablar, no tengo más que hacer después de esto.

—¿Hablar? —dice después de un segundo mientras me escucha. Como si tuviera control total de su cuerpo, siento su miembro endurecer dentro de mí. No puedo reprimir un resoplido. —¿Cuánto me costaría que te quedaras la noche? —A sus palabras las acompaña el movimiento de su cadera penetrándome lentamente con su media erección que, segundo a segundo, gana firmeza y tamaño. Reprimo un gemido y me levanto de pronto, desensartándome de él. Mi cuerpo resiente la ausencia, pero lo ignoro.

—¿Por qué no te separas de ella, en serio? —Con parsimonia, muevo mi cuerpo hacia arriba lo suficiente para estar a la altura de sus labios, pegando mi cara a la suya. Besando su mejilla entre cada palabra que digo. Acaricio su pecho y restriego mi entrepierna en su abdomen mientras sus manos acarician mis piernas y mi trasero, magreándome a placer. —Esto no sería necesario si estuvieras soltero y pudieses tener novia, ¿no crees? Vivir la buena vida.

—¿Para tener un cliente recurrente, dices?

—Mi amor, tú no serías un cliente y ya… serías la prioridad —Bajo mi mano buscando su miembro. Lo encuentro erecto, duro y caliente, empezando a acariciarlo. —Coges tan bien que te iría a visitar a diario a tu apartamento de soltero… —No termino de decir mis últimas palabras cuando siento que su mano se cierra sobre mi cuello como antes y, en un momento, gira mi cuerpo para poner mi espalda contra el colchón, su cuerpo aplastando el mío. Su otro brazo pasa debajo de mi espalda, inmovilizándome en un abrazo caliente y húmedo.

—Soy abogado, guapa. Te aseguro que nadie me va a quitar la casa que compré con las escrituras a mi nombre —Esto me lo dice al oído entre besos y lamidas, pasando de apretar mi cuello a subir su mano a mi quijada para introducir dos dedos dentro de mi boca. Los mete y los saca apretándolos contra mi lengua. Yo me limito a chuparlos y a abrir las piernas, esperando que me penetre de nuevo en cualquier momento. —Hablas mucho para ser una puta, ¿no crees? Si hiciera eso seguro aún tendrías otros veinte con los que cogerías toda la semana. —Niego con la cabeza, gimiendo. —Dejarías eso para mí, ¿verdad? —Asiento. —Serías mía, ¿hum? Te dejarías mantener siempre que abras las piernas cada día, ¿o no? —Asiento, sintiéndome más mojada con cada pregunta qué me hace. Pero sé que le digo la verdad. Abro los ojos y veo que ahora tiene su nariz junto a la mía, viéndome con deseo, con autoridad, como si ya fuera suya. En el fondo, me empiezo a hacer a la idea de que lo soy. —¿Cómo sé que no te irás con otro?

La intensidad de sus caricias disminuye en cuanto termina su pregunta. Siento su mirada más expectante que antes, como si esperase una respuesta de verdad. Sus dedos salen de mi boca y se aferran a mi quijada, obligándome a verlo. Por unos segundos, lo veo. Tiene los ojos verdes.

—Entonces nos despedimos y seguimos nuestra vida. Y si no, seguimos nuestra vida —Junto mis tobillos detrás de su espalda, empujándolo hacia mí lentamente. —¿Qué tal si me coges antes de hablar sobre la mudanza? —Es la primera sonrisa genuina que le doy a un hombre en muchos años. No dejo de sonreír mientras me besa. Mientras siento cómo me penetra, su cuerpo entero restregándose contra el mío. Su pecho masajeando mis tetas, acariciando mis pezones; sus manos encuentran mi cabeza y mis hombros, sosteniéndome en mi lugar debajo de él, sus brazos bajo mi espalda. Lo oigo gemir contra mi cuello, dentro de mi boca, en mi oído mientras yo jadeo y grito de placer. Mis manos encuentran su espalda, sus hombros. La única parte de nuestros cuerpos que se separan una de la otra son nuestros sexos. Su ritmo es constante, como el latido de nuestros corazones, y profundo. Firme. Marco el ritmo de sus caderas con mis tobillos.

Tras unos segundos de verdadera pasión, de un desenfreno auténtico, libera sus brazos de mi cuerpo y se eleva sobre mí apoyándose en la cama poniendo cada mano a un lado de mi cabeza, apartando mi cabello suelto. Mis hombros topan con sus muñecas con cada embestida que me da. Me vengo no mucho después y, al sentirlo, baja el ritmo de nuestra danza mientras se endereza sobre sus propias piernas, sosteniendo mi cintura con ambas manos mientras me embiste con fuerza, más rápido que antes. Su agarre aprieta mis curvas y casi me encierran por completo en sus palmas. En vez de dolor, mientras más presión hace en mi abdomen, en mi columna, más placer siento entre mis piernas.

Sube más el ritmo y sé que está por venirse. Mis manos sostienen las sábanas sobre mi cabeza mientras alterna sus manos entre sostener mi cintura y acaricias mis piernas, mi cadera, mis pechos. Pellizca uno de mis pezones mientras el otro sigue revotando por su movimiento ya frenético. De pronto sostiene mis rodillas y acomoda mis piernas para que estén juntas, acomodadas en su hombro, mientras se pone más encima de mí. Me penetra empujándome contra el colchón, mi cuerpo entero temblando. No pasan dos minutos antes de que pueda sentir su miembro derramándose de nuevo dentro de mí, cada embestida soltando un chorro más de su semilla. Me vengo una última vez junto con él. Los gemidos lentamente haciéndose jadeos. Abro mis piernas y él se deja caer sobre mí, besando mi clavícula, mi quijada, mis labios que lo buscan. Me rodea con sus brazos antes de voltearnos de nuevo, saliendo de mi interior mientras lo hace. Acostada sobre su pecho, empezando a caer dormida, ignoramos la alarma de mi celular que marca el final de la hora y media que compró de mí tiempo. Sonrió, dedicando mi último pensamiento a lo que es, de hecho, el final de mis horas siendo la mujer de cualquier hombre.