Novela: Un príncipe para Eva (primeros capítulos)

Una divertida comedia romántica neoyorquina, con toques eróticos, donde se abordan dos realidades bien distintas; la de una mujer que roza los cuarenta con cargas familiares, y la de un joven despreocupado y centrado exclusivamente en el presente.

Un príncipe para Eva, de Annabel Vázquez

Nota de la autora: Hola de nuevo! En el relato anterior os avancé un fragmento inédito de la obra en la que he estado trabajando este año. Ahora os publico los primeros capítulo, aquellos que se muestran gratuitos en amazon para que podáis haceros una idea de cómo se desarrolla la trama. Espero despertar en vosotros el deseo de querer saber más sobre estos dos protagonistas tan distintos.

¿Qué más puedo deciros? Pues que la gente que la ha leído me ha dicho que es adictiva, tiene algunas situaciones cómicas, es una historia bastante realista donde se muestran a personajes (principales y secundarios) con distintas realidades y formas de ver la vida y las partes eróticas son... en fin, en mi línea.

¿Por qué hago esta publicación en TR? Pues porque con vosotros me estrené, me  atreví a hacer visible todo lo que escribía y el resultado me llevó a ser más osada en mis proyectos, por eso siempre tendé a este rinconcito de internet un cariño especial.

~1~

«Las cinco claves para lograr algo son la fuerza de voluntad, la capacidad para levantarte si te caes, la esperanza, el deseo y el esfuerzo constante».

―Eva.

Ese era el día. El gran momento al fin había llegado. Aquella mañana, Eva se había levantado dos horas antes para darse un baño relajante; aunque tenía muy en cuenta no sobrepasar el presupuesto reservado a los gastos del hogar, aquella mañana decidió que se lo merecía. Los astros se habían alineado y lo celebró a lo grande; un baño de espuma y una copa de champán serían los únicos testigos de aquel momento tan especial e íntimo.

Tras el baño se vistió con el uniforme de trabajo y metió en una vieja mochila la ropa elegante que pensaba ponerse para la reunión.

Abrió la ventana y hacía un día soleado. Sonrió; todo parecía acompañarle y sentía esa sensación que tan pocas veces había experimentado... esa sensación que le decía que nada podía ir mal.

Avanzó rauda por el pasillo y, sin querer, dio una patada a una pequeña pieza de LEGO que rebotó contra el zócalo.

Abrió la puerta de la habitación con energía y, como solía hacer, empezó a gritar «buenos días» a vivo pulmón mientras se dirigía hacia la cama de sus hijos y los despertaba con una buena dosis de cosquillas.

―¡Arriba perezosos! Hoy será un día maravilloso, no os lo perdáis.

Su hija mayor, Emma, se enroscó en la sábana intentando zafarse de la desbordante vitalidad de su madre por las mañanas. No soportaba cuando hacía eso; entrar como un huracán y empezar a pellizcarle el culo mientras llenaba su cara de empalagosos besos.

Josh, en cambio, le dedicó una sonrisa de oreja a oreja y se puso sobre la cama para saltar siguiendo el ritmo de la canción que tarareaba su madre.

―¡Ya estamos! ―protestó Emma, levantándose de la cama y cruzando la habitación para dejarlos atrás―. Parecéis un par de lunáticos.

―¡Vamos! ―Eva sostuvo la mano de su hija al pasar por su lado y tiró con fuerza de ella para darle un beso―, te quiero, mi pequeño saco de malas pulgas.

Emma puso los ojos en blanco y se dirigió al baño.

―Hazme un favor, Josh, nunca dejes de ser un niño.

Eva preparó dos grandes vasos de zumo y unos generosos cuencos de cereales para sus hijos y se sentó frente a ellos para observarlos. Le encantaba mirarlos y retener cada detalle de sus expresiones en su memoria, a veces le daba la sensación de que el tiempo pasaba tan rápido... Hace dos días Emma era una mocosa que jugaba con muñecas y se vestía de princesa para ir al colegio, y ahora prefería ir de negro. Solo tenía diecisiete años, pero parecía mucho mayor.

Mientras miraba cómo devoraba el desayuno, se sintió culpable al pensar que su hija se había visto obligada a madurar de golpe. La vida no había sido fácil para ellos y quien más sufrió las consecuencias del divorcio fue Emma. Ahora ya no quedaba nada de la niña inocente y dulce que fue; se apartó de todo el mundo, se encerró en los libros y se convirtió en una mujer a la fuerza, una mujer responsable que llegaba a donde ella no podía, incluso una segunda madre para Josh, su hermano de cuatro años. Desde que sus vidas cambiaron, Eva luchaba para que su hija hiciera cosas de su edad, desde presionarla para que fuera al cine con sus amigas, hasta llevarla a las tiendas de moda y darle carta blanca para que comprara la ropa que quisiera. Pero Emma no era como las otras niñas, ella era consciente del valor del dinero, de lo que costaba ganarlo y no se permitía el lujo de ser egoísta en nada.

―¿Hoy tampoco vas a desayunar? ―preguntó a su madre haciéndola salir de su ensoñación.

―No tengo hambre, cariño.

―¿Cuándo fue la última vez que comiste algo?

Eva abrió los ojos como platos.

―Como todos los días, cielo; a veces en el trabajo, ya lo sabes.

Emma la miró con desconfianza, inspiró hondo y continuó:

―Hoy tienes la reunión, ¿estás nerviosa?

―La verdad es que no. Estoy convencida de que irá como la seda, llevo más de dos años esperando mi momento y hoy es el gran día.

―Te irá bien ―su hija sonrió―, siempre consigues lo que te propones y nadie ha trabajado más que tú.

Eva le devolvió la sonrisa. Por un momento se perdió en la profundidad de los ojos castaños de su hija, le recordaba tanto a ella... Desvió sutilmente la mirada hacia el reloj y dio un bote cuando vio la hora que era.

―¡Madre mía, vamos a llegar tarde! ―Corrió para coger la mochila de Josh y juntos salieron disparados hacia la parada del autobús.

Tras dejar a sus hijos en el colegio, Eva se ajustó la mochila y subió a su bicicleta para ir al trabajo. El aire frío provocó que sus mejillas enrojecieran, pero siguió adelante, atravesó el Puente de Brooklyn y enseguida se contagió de la energía de la ciudad que se colaba en la piel y en las venas, como una inyección de adrenalina.

Pronto llegó al centro neurálgico de la ciudad. A su alrededor se alzaban los rascacielos de Manhattan, que parecían tocar las mullidas nubes; un bosque de acero y cristal que centelleaba bajo el brillante sol de la mañana y en el que los edificios competían entre sí por ser el más alto. Sin duda no existía en el mundo una ciudad más apasionante que Nueva York. Le encantaba su vitalidad, su ritmo y lo que prometía.

Entró por el almacén de la empresa de comida preparada en el que trabajaba y dejó la bicicleta a buen recaudo.

―Buenos días, Eva, hoy es tu gran día.

―¿Y cuándo no lo es? ―Eva sonrió a Lauren, su compañera y una de sus mejores amigas, mientras se colocaba el gorro para recoger su cabello.

―Desde luego, no hay en Nueva York persona más positiva que tú. ¿Cómo están los niños?

―Como siempre. Emma en plena pubertad y Josh... ―hizo una mueca―, Josh está bien.

―¿Ha habido algún cambio?

Eva negó con la cabeza.

―Josh es especial, ya lo sabes. No hará nunca lo mismo que los demás, pero todavía tiene que sorprendernos con algo estupendo que solo hará él, estoy segura.

Lauren acarició el brazo de su compañera mientras la contemplaba con cariño. Siempre había sido una mujer muy sentimental, pero ver el positivismo y la alegría de Eva después de todos los obstáculos que había tenido que superar, le parecía admirable. Ella sería incapaz de lidiar con todo eso, y sin embargo, ahí estaba su mejor amiga; sola frente al mundo.

―¡Bueno, chicas, basta de cháchara y a trabajar! ―Las palmadas del jefe resonaron contra las paredes de la habitación.

Eva se colocó rápidamente en su puesto y empezó a envasar las bandejas de comida que había sobre la cinta.

―Según mis notas ayer te ausentaste del trabajo quince minutos antes ―observó Carl repiqueteando con el bolígrafo sobre la libreta que llevaba siempre consigo.

―Sí, se lo comuniqué a mi encargada, tenía pensado recuperar hoy esos minutos.

―Eso no lo arregla todo. Sabes que aquí todos tenemos un horario y debemos respetarlo porque trabajamos en cadena, si una de nuestras piezas falla, se resienten las demás.

―Lo comprendo. No volverá a ocurrir.

Carl se humedeció los labios sin quitar ojo a la hoja de su libreta.

―Sigue habiendo vacantes para el turno de noche, sabes que el día está más solicitado, así que podría cambiarte el turno para que puedas hacer esos asuntos que no requieren demora y te obligan a ausentarte sin avisar.

Eva tragó saliva. Odiaba el turno de noche, no era compatible con su conciliación familiar.

―He dicho que no se volverá a repetir.

―Eso espero, Eva, estás avisada.

Cerró los ojos una milésima de segundo y cuando volvió a abrirlos se prometió no pensar más en el capullo de su jefe, si todo salía como estaba previsto pronto no tendría que volver a verle.

―Suerte que nos vas a dejar y este pichaflácida ya no podrá molestarte ―Lauren verbalizó justo lo que estaba pensando y ambas rieron mientras seguían envasando bandejas de lasaña.

―Desde la fiesta de Navidad, hace más de tres años, se ha vuelto más quisquilloso. Siento sus ojos en la nuca constantemente, a veces me giro y ahí está, anotando el muy...

―¡Normal! Le rechazaste y eso aún no te lo ha perdonado.

Eva se estremeció.

―Me da repelús.

―Mira, cielo, esto fue lo que él vio: chica guapa, divorciada y con dos hijos que estaría desesperada por encontrar algo de normalidad.

―Pues le salió mal la jugada. De hecho, él y mi exmarido son las únicas personas sobre la faz de la tierra que me hacen reconsiderar mi orientación sexual, te lo juro, no puedo sentir más animadversión.

―Por suerte no son los únicos hombres que existen.

Eva sonrió.

―Tampoco tengo tiempo para el resto; además, yo ya sé lo que es el amor, ya lo he vivido y lo cierto es que no quiero más.

―Eso nunca se sabe.

―Sí, sí se sabe ―asintió convencida―. Creo que en esta vida hay un tiempo para todo y ahora mi mente, mi cuerpo y mi corazón están en otro lugar.

La conversación se extendió las seis horas de trabajo y cuando terminó su jornada se cambió de ropa en el vestuario. Había llegado el momento para el que tanto se había estado preparando.

Llegó puntual a la empresa de eventos “El Corazón de la Ciudad”, en la que había estado trabajando durante dos años como becaria en el departamento de catering. Había ayudado a organizar entregas de premios, bodas, celebraciones y convenciones. Incluso había prestado atención a los más mínimos detalles, desde la decoración de la mesa de entremeses, hasta la posición de la tarta nupcial para que la luz brillara estratégicamente sobre las perlas de azúcar, creando un conjunto de ensueño. Había estado trabajando codo con codo con los mejores y había aportado ideas valiosas, por si eso fuera poco había conseguido ampliar la cartera de clientes porque su cercanía, sinceridad y simpatía siempre habían sido su carta de presentación. La empresa tenía mucho que agradecerle y ella lo sabía. Como una hormiguita había estado compaginando su trabajo con su puesto de becaria porque sabía que con paciencia y perseverancia pronto llegaría su recompensa. Eddy también había empezado como becario, estuvo un año hasta que consiguió un puesto dentro de la empresa. Él siempre la había animado y le había tendido una mano en el momento oportuno, era el mejor amigo que podía tener dentro de esos muros.

Se mordió el labio inferior con regocijo mientras ascendía hasta la décima planta. Estaba nerviosa y el corazón le iba a mil por hora; incluso en ese momento, no pudo evitar pensar en sus hijos y se prometió que para celebrarlo encargaría la cena en Lombardi's Pizza, la mejor pizzería de la ciudad.

―Siéntese, por favor, señorita Rovira.

Ella obedeció y se sentó frente a los jefes. En ese momento su entereza se debilitó y se sintió como si estuviera a punto de comparecer frente a un jurado. Hombres de mediana edad con carísimos trajes la miraban sobre la montura de sus gafas, ¿juzgándola? Nunca lo sabría.

―Hemos estado repasando su trabajo durante los últimos dos años y es francamente admirable. Nos constan todos sus progresos, su esfuerzo y su saber hacer. Le damos nuestra enhorabuena porque no nos cabe ninguna duda de que será una buena organizadora de eventos en un futuro, así que no podemos más que recomendarla.

«¡¿Cómo?! ¿Qué tratan de decir exactamente? "¿Seré una buena organizadora de eventos en un futuro?" "¿Recomendarme?"»

―Lamentablemente buscamos otro perfil en nuestros empleados.

―¿Otro perfil?

―Sí. Desgraciadamente este trabajo no está hecho para una mujer soltera y con cargas familiares. Como bien sabe es un trabajo que exige cierto sacrificio, a veces trabajamos fuera de la ciudad, por lo que se requiere disponibilidad a tiempo completo. Los horarios no son siempre los de una empresa convencional, en periodo de ferias trabajamos sin descanso, sin horarios. Necesitamos a alguien que esté dispuesto a ello.

Eva se quedó ahí sentada, sin moverse, impactada. Se sentía mareada, como si estuviera perdiendo el control.

Había confiado en sus jefes, que le habían hecho grandes promesas. Les había entregado su tiempo, había trabajado cumpliendo unos horarios espantosos y había puesto su futuro en sus manos para ahora verse así. Se sentía como un juguete usado que ya nadie quería.

Les miró con atención a los ojos mientras una pequeña llama de odio se prendía en ella. Ellos no conocían nada de su vida. No sabían si podía compartir la tutela de sus hijos, ni siquiera se molestaron en preguntar antes de descartarla, por lo que, dijera lo que dijera, daban por sentado que no era válida y todo lo que había demostrado hasta la fecha quedaba ensombrecido por... ―¿cómo lo habían llamado? ¡Ah, sí!― "la carga familiar" que llevaba sobre los hombros.

Asintió con escepticismo al mismo tiempo que el fuego de la rabia le abrasaba desde dentro, y entonces supo que las heridas de la quemadura perdurarían durante mucho tiempo.

―Solo me gustaría decirles algo: siento verdadera lástima de sus mujeres ―se levantó de la silla, recolocándose la camisa―. No será hoy ni mañana, pero algún día lamentarán haberme dejado marchar.

Salió del edificio con la cabeza bien alta. Estaba a punto de desmoronarse. Una vez más había puesto todas sus esperanzas en algo que no le daba garantías y el choque de emociones había sido demoledor.

―¡Eva!

Se giró instintivamente hacia el sonido de esa voz familiar.

Eddy dio grandes zancadas y llegó rápidamente hacia ella.

―Eva, acabo de enterarme de lo que ha pasado y... lo siento mucho.

―No te preocupes, tú no has tenido nada que ver.

―Pero es que no lo entiendo. Te juro que creí que te contratarían, nunca he visto a nadie esforzarse tanto y sacar tanta faena como tú sin cobrar un dólar. ¿Qué te han dicho?

―Básicamente que soy madre. Por lo que presuponen que no podré atender el trabajo como atiendo a mis hijos.

―¡Qué cabrones! ―negó asqueado con la cabeza―. Los odio a todos, te juro que yo tampoco me voy a quedar mucho tiempo aquí, estoy buscando otras opciones.

―¡No digas tonterías! Es un buen trabajo.

―No es por el trabajo, es por lo que representa trabajar para ellos, desde que firmas el contrato, pasas a ser algo así como de su propiedad y te utilizan como les viene en gana, sin tener en cuenta que eres un ser humano con otras responsabilidades y que, fuera del trabajo, también tienes una vida.

Ella se encogió de hombros; no podía quitarle la razón en eso. Había visto demasiado a lo largo de esos dos años.

―Entonces debo estarles agradecida. Seguramente tienen razón y el trabajo no es para mí, ¿qué iba a hacer con los niños?

Eddy la miró y sintió una profunda pena por su amiga.

―Necesitabas ese trabajo.

Eva sonrió.

―En primer lugar, ya tengo un empleo; en segundo, si no me han contratado es porque el puesto no era para mí. Ya habrá otras oportunidades, estoy segura, ¡estamos en Nueva York! Aquí todo es posible.

―Eso es verdad. ¿Y qué vas a hacer ahora?

―Ahora mismo voy a Lombardi's Pizza; hoy vamos a cenar a lo grande. Si quieres apuntarte, estás invitado.

―Sabes que no puedo, para cuando termine mi jornada será la hora de desayunar, pero gracias de todos modos. Que sepas que me parece un buen plan para esta noche.

Eva asintió y consiguió exhibir una radiante sonrisa mientras se encaminaba hacia el metro guiando su bicicleta con las manos.

Cuando llegó frente a la fachada de su lúgubre edificio de ladrillo rojo en la peor zona de Brooklyn, repasó mentalmente el dinero que le quedaba para acabar de pasar el mes después de haber comprado las pizzas. ¿Pero qué mejor día había para comerlas? Necesitaban animarse y nada hacía más felices a sus hijos que la mejor pizza del mundo.

Durante la cena Eva se comportó con su habitual energía. Gastaba bromas, hacía rabiar a Emma con sus achuchones e incluso bailó con Josh, moviendo los brazos del pequeño al ritmo de un rock and roll de los ochenta, antes de acabar muertos de risa sobre la moqueta gris del comedor.

Solo Emma se atrevió a preguntar a su madre por la reunión cuando las risas cesaron:

―¿Te han dado el trabajo?

Eva sonrió y se estiró sobre la mesa para coger otro trozo de pizza.

―Pues no, pero la verdad es que tampoco me convenía mucho ese trabajo, el horario era un abuso ―asestó un mordisco a su porción de pizza y cerró los ojos―. Mmmm... está increíblemente buena.

Las risas y los juegos continuaron hasta la hora de dormir, y fue en la oscuridad de su habitación, bajo el ligero edredón, donde Eva desató las lágrimas de la frustración que había estado conteniendo durante todo el día. Su llanto fue discreto, no emitió un solo sonido; aun así, Emma acudió a su habitación presintiendo que su madre no estaba tan entera como aparentaba. Sin decir nada, se metió en su cama y la abrazó desde atrás.

Eva hizo esfuerzos por no derrumbarse, ciñó los brazos de su hija a su cintura y juntó las manos en el pecho; quería a Emma con todo su ser, ella y Josh eran la razón de su existencia, daban sentido a su vida y a todo lo que hacía.

~2~

«Un diamante con un defecto es mejor que una piedra común que es perfecta».

―Christian.

A sus veintiocho años, Christian Blake lo tenía todo en la vida.

Además de contar con un físico envidiable, era un arquitecto de éxito, jefe y fundador de su propia empresa.

Sus padres también se habían dedicado a la arquitectura y por ello siempre había tenido una vida fácil, cómoda, llena de lujos y caprichos.

Las mujeres tampoco se resistían a su enorme atractivo y, pleno conocedor de sus cualidades, sabía cómo emplear sus armas para satisfacer todos sus deseos; amaba a las mujeres, el sexo y su vida más que nada en el mundo.

Vivía en un lujoso apartamento de arquitectura minimalista en Lower Manhattan; la fortuna siempre le había sonreído y era feliz con todo lo que había conseguido en la vida.

Como cada mañana, se levantó a las nueve en punto y se preparó para un nuevo día. Pulsó un botón en la pantalla de su iPad y la ducha empezó a funcionar, graduando la temperatura del agua a treinta y siete grados. Las persianas se abrieron solas y tras detectar que hacía un día soleado en el exterior, el vidrio se oscureció progresivamente para crear la temperatura y el nivel de claridad perfecto en el interior del inmueble. El hilo musical se activó automáticamente reproduciendo sus temas favoritos mientras caminaba de la cama al baño.

Abrió la puerta y...

―¡Joder! ―Cubrió rápidamente su hombría.

La asistenta, una adorable anciana puertorriqueña de setenta y cinco años, agachó la cabeza y acabó de depositar las toallas limpias en el baño reprimiendo una sonrisa.

―Perdone, señorito, pero no sabía que se levantaba tan pronto.

―Pues me levanto cada mañana a la misma hora ―emitió un bufido y entró en el cuarto de baño―, y esto... ―se agachó para recoger una cápsula de café que había en el suelo, el movimiento dejó su culo expuesto y la mujer empezó a reír―, va en la cocina ―depositó la cápsula en la mano de ella con delicadeza.

―Es verdad ―sonrió―, no sé dónde tengo la cabeza.

―Eso digo yo. Recuérdeme, Isabel, ¿por qué la tengo contratada?

―Porque me quiere y sabe que adoro sentirme útil y trabajar para usted.

―Eso es cierto. Ahora déjeme un poco de intimidad y prepáreme un café, ¿de acuerdo?

―Sí, claro.

Christian entró en la ducha y emitió un fuerte suspiro. Lo único que perturbaba su paz era su asistenta. Hacía muchos años que la conocía y le tenía cariño, ella no atendía a razones y no concebía una vida tranquila y sosegada después de años de leal servicio, la última vez que intentó que se jubilara lloró tanto que no tuvo más remedio que recontratarla. Luego vinieron los problemas de memoria, a veces encontraba una lechuga en la lavadora o un par de calcetines sucios en la nevera, pero no tenía el valor suficiente para despedirla, así que le permitía seguir trabajando para él, aunque eso supusiera contratar a personal encargado de arreglar los estropicios que ella ocasionaba; pero adoraba a Isabel.

Tras la ducha se miró en el espejo. Tenía un porte intimidante; un precioso cabello oscuro, liso y brillante. Sus ojos eran vivos y penetrantes de color negro, enmarcados por unas espesas cejas cuidadas y masculinas. Su nariz, sus labios, su barbilla cuadrada y ese hoyuelo que aparecía en su mejilla izquierda cada vez que sonreía, le daban esa apariencia pícara de niño rebelde que todas las mujeres adoran. También gozaba de un cuerpo digno de cualquier modelo de primera fila; además de una excepcional altura, podía presumir de una piel tersa y dura que recubría sus marcados abdominales.

Desde el punto de vista de una mujer, Christian Blake no era como el resto de los mortales; era mucho más.

Se lavó los dientes y sonrió orgulloso; le encantaba su físico, su alineada dentadura, la barba de dos días que le hacía irremediablemente sexy...

―Su café, señorito.

―Gracias ―dio un sorbo a la humeante taza y en menos de dos segundos escupió el contenido― ¡Por el amor de Dios, Isabel! ¿Qué cojones lleva este café?

La mujer le miró sin entender.

―Dos cucharaditas de azúcar, como siempre.

Christian miró en la dirección en la que señalaba y sus cejas cayeron con pesadez al darse cuenta que lo que indicaba no era el azúcar, sino la sal.

―Va a matarme, lo sabe, ¿verdad?

―¡No diga eso! ¡Con lo que yo le quiero!

―Pues a partir de ahora deje la cocina para mí, ¿de acuerdo? Vaya a hacer las habitaciones, o mire un poco la tele, pero por favor, no entre en la cocina bajo ningún concepto. Pronto llegará Matilda y le ayudará con las tareas.

―Como quiera, señorito.

Christian suspiró y acompañó a la anciana hasta el sofá del salón.

―Hasta pronto, Isabel, que tenga un buen día.

―Lo mismo digo.

Christian bajó al garaje y se subió a su despampanante Porsche Caymanpara ir a la oficina. Pese a que no estaba lejos, le encantaba exhibir su flamante vehículo y dejar que los turistas lo fotografiaran mientras se detenía frente a un semáforo. Sincronizó su iPad y continuó escuchando música a todo volumen mientras bajaba la ventanilla para inspirar el aire fresco de la mañana.

En sus oficinas con paredes de cristal, Christian Blake se sentía el rey. Miró por la ventana y vio una ciudad bañada por la luz del sol. Seguidamente reparó en los bocetos sin terminar que había en su escritorio y en la maqueta sobre la mesa de cristal del fondo; había algo que no le gustaba, pero no acababa de ver el qué.

Se dirigió hacia la maqueta y desmontó unas cuantas paredes del edificio que estaba diseñando. Suspiró sonoramente y volvió a su mesa, frente al ordenador. Su mente empezó a trabajar en otras opciones, diseños más atrevidos y futuristas que le tuvieron entretenido toda la mañana.

―Jefe ―su secretaria entró en su despacho, donde siempre estaba la puerta abierta―, sé que has dicho que no te moleste, pero el señor Williams está al teléfono y dice que es urgente, ha llamado como cinco veces en lo que va de día.

―Está bien, Bárbara, pásamelo.

―¡Por fin! Ya creía que hoy tampoco ibas a dignarte a cogerme el teléfono.

―Estoy muy ocupado, ¿qué quieres?

―Estamos a viernes, ¿esta semana tampoco quieres salir?

Christian se relajó en su butaca y llevó una mano hacia la nuca.

―¿Qué propones?

―Unas copas en un sitio especial y si se tercia...

Ambos rieron.

―Siempre estás igual.

―¡Vamos, hombre! Hace más de un siglo que no te veo, tengo cosas que contarte.

Christian suspiró, poco interesado.

―Es que...

―¿Tengo que rogarte? ―insistió su amigo.

―Está bien. Nos vemos esta noche.

―¡Eso quería oír! Por cierto, también vendrá Peter.

Christian arrugó la nariz; Peter no le inspiraba demasiada confianza, jamás acababa de relajarse cuando estaba con él, pero dado que ya había aceptado...

―Envíame un mensaje con la hora y el lugar y ahí estaré. Una cosa más, dentro de poco iré a verte, necesito que me ayudes con unas gestiones de la empresa.

―Cuenta con ello. Nos vemos. No me falles.

―Sí, hasta luego Mark.

Christian sonrió para sí. Mark era uno de sus mejores amigos, lo conocía desde tiempos inmemoriales y se llevaban muy bien porque ambos tenían una forma similar de vivir la vida. Mark era director del BNY Mellon, la compañía de inversiones financieras más importante de Nueva York, que llevaba tanto sus gestiones personales como las de la empresa. El padre de Mark fue el asesor financiero de su padre años antes, y ahora ambos estaban al frente de los negocios familiares, negocios para los que habían sido preparados desde su infancia.

Cuando colgó el teléfono se dio cuenta de que había perdido su concentración, así que aprovechó la pausa para pedir a su secretaria que anulara la cita con la modelo sueca, esa noche estaba dedicada a sus amigos.

~3~

«A veces es importante no mirar. No pensar. Dejar que las cosas sigan su curso. Tienes la obligación de seguir adelante como el capitán de un buque la tiene de evitar el naufragio».

―Eva.

Esa tarde de viernes, Eva preparó la mochila de sus hijos. Eligió meticulosamente la ropa por si hacía frío, por si tenían calor, mudas de sobra, botas de agua, ropa de vestir y calzado deportivo.

Repasó el contenido de las bolsas varias veces antes de cerrar las cremalleras.

―¡Emma, Josh, tenemos que irnos ya! ―Recorrió el largo pasillo en busca de sus hijos―. No tenemos todo el día y vuestro padre está esperando...

Llegó hasta la cocina y ahí se encontró a sus pequeños, sentados sobre los taburetes con las caras largas.

―¡Pero bueno! ¿Quién se ha muerto?

Emma torció el gesto.

―No me hace ninguna gracia dejarte aquí sola después de lo que ha pasado.

―¿Qué ha pasado?

―¡No te han dado el trabajo que tanto deseabas, mamá! ¡¿Es que ya no te acuerdas?!

Eva sonrió y revolvió el pelo de su niña con energía. La pequeña protestó; odiaba que hiciera eso.

―No era tan importante. Vuestro padre me ha comentado que el apartamento en el que está viviendo ahora tiene piscina climatizada, ¿sabes lo que eso significa?

Emma sonrió y se mordió el labio inferior.

―Está bien, me has convencido.

Eva abrazó y besuqueó las mejillas de su hija, luego se giró hacia Josh e inició una guerra de cosquillas que le hizo reír a carcajadas.

Salieron por la puerta para reunirse con Robert, el padre de los niños, en el parque cercano a su casa. Era el punto de encuentro donde siempre cedían la custodia de los pequeños.

Mientras cruzaban la carretera, Eva no pudo evitar sentir una punzada de nostalgia; le dolía desprenderse de sus hijos, aunque solo fuera un fin de semana cada quince días; tener que estar separada de ellos le producía un dolor indescriptible.

―Sé que siempre te digo lo mismo, pero pase lo que pase, no pierdas de vista a tu hermano.

―No te preocupes

Eva suspiró, cogió aire y se preparó para saludar a su exmarido, que le esperaba sentado en un banco próximo a la zona de juegos infantil.

—Llegas tarde.

—Lo sé, hemos tenido un contratiempo.

—¡Hola papá! —Emma se acercó para abrazarle.

—¿Cómo está mi niña? ―Correspondió a su abrazo y dio un beso a Josh―. Id a jugar un momento que tengo que hablar con vuestra madre.

Los niños se dirigieron hacia los columpios y el cuerpo de Eva se tensó automáticamente a la espera de escuchar alguno de sus habituales reproches.

—Recuerda que el lunes tenemos reunión con los profesores de Josh —dijo ella para romper el hielo.

Robert rio quedamente.

—Sabes tan bien como yo lo que nos van a decir en esa reunión, ¿no?

Eva asintió.

—Lo sé.

—Entonces también sabes que todo es culpa tuya —escupió las palabras con rencor—, lo haces todo al revés. La niña juega al fútbol y el niño se queda en casa amariconándose con las muñecas.

—¿Tienes algo más que reprocharme, Rob? —respondió en voz baja—. Los niños son niños y pueden hacer lo que quieran. ¿Qué hay de malo en que Emma juegue al fútbol?

—¡Pues que debería ser Josh quien jugara! Tal vez entonces aprendería a relacionarse con los demás.

Eva aguantó las ganas de gritar y se concentró en sus hijos, constatando que estaban lo suficientemente lejos como para no oírles.

—Escúchame bien porque solo te lo diré una vez: ni se te ocurra censurar a Emma por lo del fútbol, es lo único que hace porque le gusta y se le da fenomenal, así que no quiero escuchar más comentarios machistas al respecto porque todo lo que le dices le afecta más de lo que crees.

Robert la miró con escepticismo.

— ¿Y Josh?

—¿Qué pasa con él?

—¿Por qué no lo apuntas a fútbol?

—¡No le gusta el fútbol!

—¿Y tú qué sabes? ¿Te lo ha dicho alguna vez?

—¡No hace falta! Conozco a mi hijo —Eva le esquivó y se dirigió con paso firme hacia los columpios—. Madura de una vez, Rob —le dijo sin girarse.

Cuando llegó junto a sus hijos se centró en Emma.

—Portaos bien, haced caso a papá y sobre todo no pierdas de vista a tu hermano ―repitió.

—Ya lo sé, mamá, no hace falta que me lo repitas más veces.

Se agachó para abrazarla y apretándola contra su pecho susurró:

—Gracias por ser así, eres increíble —se separó para mirarla a los ojos—. Me pregunto qué habré hecho para tener a una hija tan buena...

Emma esbozó tímida una sonrisa y volvió a abrazarla.

—Te echaremos de menos.

—Y yo a vosotros, no lo dudes.

—¡Oh, vamos! Solo son dos días, no hace falta ponernos dramáticos. Venga, Emma, mueve el culo y dale la mano a tu hermano, he dejado el coche en doble fila.

Eva contempló cómo sus dos tesoros se iban con su padre y como siempre, las lágrimas empezaron a aflorar. No importaba que llevara cuatro años divorciada de Rob, cada vez que le tocaba ceder la custodia de los pequeños, la envolvía una ola de tristeza y una profunda pena se hacía con su corazón.

Observó a su hija, que se detuvo a mitad de camino para sacar un pañuelo de papel del bolsillo y limpiar las manos de su hermano, que se habían ensuciado de barro; Emma era una segunda madre para Josh y ese rol no acababa de gustarle; ella merecía tener una vida y desprenderse de ciertas responsabilidades. La culpabilidad le asaltaba con frecuencia y cuando intentaba hacer más cosas con su hija, ella desmerecía todos sus esfuerzos alegando que eran cosas de críos, que todo lo que hacían sus compañeras no llamaba su atención ni lo más mínimo. A veces tenía la sensación de que no lograba conectar del todo con ella; algo le pasaba, estaba segura, pero las dificultades por las que atravesaba su hijo menor le consumían todas sus energías. Emma jamás se había quejado, ni siquiera reclamaba atención, veía el estrés que reinaba en casa e intentaba mitigarlo con su buen hacer.

«Esto no será siempre así, Emma, te lo prometo».

Cuando los perdió de vista, se enjugó las lágrimas con las manos y reanudó la marcha hacia casa. Lejos de sus hijos era cuando realmente se sentía vulnerable, pero debía aprender a separarse de ellos, a compartirlos con su padre que, a su manera, también los quería.

Llegó a su apartamento justo en el momento en el que su teléfono empezó a sonar. Descolgó apresuradamente sin ver de quién se trataba.

—¡Hola, cariño, ¿cómo estás?!

Reconoció la voz de Sharon, su mejor amiga.

—Ya te lo puedes imaginar... acabo de dejar a los niños.

Su amiga suspiró al otro lado.

—Eso nunca es fácil, ¿verdad?

—Cada vez que tengo que despedirme de ellos se me forma un nudo en el pecho que...

—Te entiendo perfectamente. Pero no te preocupes, sabes que con Rob estarán bien; aunque es un imbécil, se preocupa por ellos.

—No es él quien me preocupa, ya lo sabes, se trata de ella.

—Tienes razón —su amiga chasqueó la lengua—, esa tía es una auténtica bruja, no puedo creer que te haya dejado por ese esperpento de mujer, ¡es una insulsa!

Eva se tiró despreocupada sobre el sofá y cruzó las piernas.

—Bueno, no hablemos de ella ahora. ¿Qué querías decirme?

—Solo quería recordarte que, digas lo que digas, esta noche quedamos.

Eva suspiró.

—No me apetece demasiado, la verdad. Quería aprovechar, ahora que no están los niños, a cambiar las sábanas, hacer la colada y planchar. Tengo faena acumulada que se alargará todo el fin de semana.

—Estás de broma.

—Pues la verdad es que no —rio, advirtiendo la mueca de su amiga al otro lado del teléfono.

—Eso puede esperar, esta noche paso a recogerte y nos vamos al pub ese donde estuvimos tan a gusto la última vez. Podría incluso invitar a unos amigos que tengo ganas de que conozcas.

—Sharon...

—¡Venga, no seas una aguafiestas! ¿Cuándo lo vas a superar? ¡Eres una mujer soltera! Repite conmigo: SOL-TE-RA.

Eva soltó una carcajada.

—No quiero más hombres en mi vida, ya lo sabes.

—¿Y sexo?

Remoloneó un poco.

—Es complicado...

Sharon soltó una fuerte risotada.

―¿Qué es complicado? Mira, te lo explicaré porque veo que lo has olvidado: Toda relación empieza con el cortejo, que es el comportamiento animal mediante el cual el macho realiza determinada conducta hacia la hembra para aparearse con ella. El apareamiento consiste en...

Eva soltó una risotada y detuvo a su amiga antes de que continuara con la explicación.

―¡Eres idiota!

―Ya va siendo hora de que tu cuerpo se lleve una alegría. Juega un poco, seduce a un buen chico y... en fin, déjate llevar.

Eva se tapó los ojos con la mano.

―Está bien, iniciaremos el ritual de cortejo esta noche, pero no te aseguro que llegue más allá.

―Algún día tienes que contarme por qué demonios has cerrado la cueva a todos los hombres. Cada vez que salimos y alguno me pide un consejo para acercarse a ti, no sé si decirles que traigan dinamita para demoler el sólido muro que has creado alrededor de tu sexo o digan en voz alta eso de: "ábrete sésamo" a ver si hay suerte.

Eva se cubrió la boca con la mano sin parar de reír.

―¿Por qué te preocupas tanto por mi vida sexual? ¿Qué más da?

―¡Me preocupo por ti, joder! Una mujer que no folla no es una mujer sana.

―Me lo puedo pasar bien sin necesidad de tener sexo con nadie.

―Perdona, pero ya no tienes quince años, así que eso no me vale. Esta noche retomamos el tema. Sobre las once voy a recogerte: noche de chicas con unas copas, una charla entretenida y si se tercia, algo más con algún desconocido. Ese es el plan. Hasta entonces, cariño.

Sharon colgó sin dar opción a réplica. Eva inspiró profundamente y con resignación se levantó para empezar con las tareas domésticas.

Lo cierto es que salir era lo único que le animaba cuando no tenía a sus hijos cerca, era su única vía de escape y le mantenía lo suficientemente ocupada para no pensar en nada. De ese modo el fin de semana pasaba rápido y, sin darse cuenta, llegaba el momento de recoger a los niños. Sharon y Lauren eran sus mejores amigas, confiaba en ellas y se lo pasaban bien juntas, eran tres mujeres fuertes e independientes, tres mosqueteras que habían aprendido de la vida y se abrían camino en un mundo superficial, competitivo y consumista, pero a la vez mágico y enigmático llamado Nueva York. Amaban ese lugar por encima de todo, era el lugar de las oportunidades, un buen sitio para crecer, alcanzar tus sueños con trabajo duro y ser feliz.

~4~

«Cada hombre y cada mujer son únicos en su esencia. Las situaciones que nos envuelven nos crean una impresión preconcebida que nos acerca o aleja, pero basta con conocer a la persona en cuestión para ver que a menudo nos equivocamos».

―Mark.

Christian se movía alrededor de la mesa de billar en el estudio de Mark meditando su tiro.

―Estaría muy bien que tiraras en algún momento de este siglo ―dijo Mark abriendo una botella de cerveza y pasándosela a Peter.

―No quiero anticiparme, no me gusta perder.

―Por cierto, Peter, no nos has dicho nada de Valerie

Peter dio un sorbo a su cerveza y se apoyó en la esquina de la mesa de billar.

―Valerie ya es historia.

―Creía que con ella ibas en serio.

Se encogió de hombros.

―No funcionó, descubrió que no era la única y se marchó sin más.

―¿La engañabas?

―No del todo. Nunca dije que le sería fiel.

Los tres hombres rompieron a reír.

―Creo que la confusión empieza cuando mantienes una relación con una mujer más de dos semanas seguidas.

―¡Qué profundo Christian! ―intervino Mark con ironía.

Volvieron a reír.

―En eso tienes razón, hay que marcar un límite de tiempo en las relaciones, pero es inevitable exceder ese límite si la mujer en cuestión es un portento en la cama.

―¡Madre mía! ―Mark se levantó de la silla y recogió un par de botellas vacías que había sobre la mesa para llevarlas a la cocina―. No me puedo creer que sigáis pensando como si estuvierais en la universidad, ¿es que no vais a madurar nunca?

Christian achinó los ojos.

―¿Quieres decirnos algo, Mark?

Cuando el aludido regresó al salón miró a sus amigos reprimiendo la risa.

―Tal vez. La verdad es que hay una mujer...

―¡Nooo! ―los dos amigos gritaron cómicamente al unísono.

Mark estalló en carcajadas ante la reacción de sus compañeros.

―Vamos a ver, tíos, no iba buscando nada, ya me conocéis. Ni siquiera esta es la mujer perfecta, es más, puede que sea la peor de todas; sin embargo, tiene algo que...

―¿Qué?

―No sé cómo explicarlo. Puede que ya me haya cansado de esto y busque un poco de estabilidad en mi vida. Alguien que esté ahí después del trabajo, con quien salir a cenar o poder hablar... No todo se reduce al sexo.

―Empiezas a hablar como una mujer ―puntualizó Peter seguido de una sonora carcajada.

―Decid lo que queráis, igual os llega el momento antes de lo que creéis.

―Lo dudo ―sentenció Peter reproduciendo una mueca de inconfundible desagrado.

―Pues si es lo que quieres, Mark, a por ello ―le animó Christian―. Debe ser una mujer muy especial para haber captado así tu atención.

―Más que especial diría que es peculiar. La verdad es que solo hemos tenido una cita íntima. Nos conocimos en una cena benéfica, estuvimos hablando y... ―se echó a reír, ilusionado―. El caso es que desde entonces pienso mucho en ella, incluso aunque no quiera acude a mi mente y no puedo evitar sonreír. Eso debe significar algo, ¿no? Nunca me ha pasado con nadie.

―Joder, tío, sal de ahí antes de que sea demasiado tarde...

Christian reprobó a Peter con la mirada.

―Haz lo que te haga feliz, no tienes nada que perder.

Mark miró con agradecimiento a su amigo, sus palabras le reconfortaron. Christian no compartía para nada la visión de Mark acerca de las mujeres y las relaciones, a él no le había llegado el momento y dudaba que alguna vez le ocurriera algo parecido, pero no por ello iba a censurarlo, si quería cambiar de vida era libre de hacerlo y nadie debería frustrar su ilusión.

Bajó la mirada para contemplar la mesa de billar y, con decisión, deslizó el taco entre los dedos dando impulso a la bola para alcanzar su objetivo.

―¡Sí! ―Cerró y movió el puño con satisfacción―. Venga, a pagar antes de que os rajéis.

Peter y Mark abrieron la cartera y dieron a Christian su parte.

―Gracias, ha sido un verdadero placer hacer negocios con vosotros. Ahora voy a por una cerveza.

―Ya no quedan. He abierto la última ―apuntó Mark.

―¿Os habéis bebido entre los dos más de veinticuatro birras?

―Entre los tres ―corrigió Peter―, y no sé vosotros, pero yo necesito algo más fuerte después de tanta charla. ¿Salimos?

―Será lo mejor; además, he dejado a mi preciosidad en el parking.

―¡No me digas que has traído tu fantástico Porsche Cayman!

Christian asintió orgulloso.

―Puede que yo también haya encontrado a mi mujer ideal, una pelirroja, poco habladora y muy suave que jamás me ha dicho "no".

Los tres amigos estallaron en carcajadas y cerraron la puerta del estudio de Mark para dirigirse hacia el parking.

Sharon recorrió el espacio que había de la barra a la mesa de sus amigas con las copas en la mano, intentó caminar en línea recta con toda la elegancia que le permitían la ajustadísima falda de tubo y los tacones de vértigo que llevaba esa noche. Cuando llegó a la mesa, se sentó en el sofá de golpe. Vertió parte del contenido de las copas en el proceso, pero no le importó; sirvió a cada amiga su pedido y alzó su colorido cóctel para hacer un brindis:

―Por las mujeres de hoy: guapas, independientes, decididas y con un brillante futuro sexual por delante.

Eva y Lauren alzaron sus copas para acompañar el brindis entre carcajadas. Después de beber, Lauren depositó el Martini en la mesa y se recolocó en el sofá.

―Lo de futuro sexual lo diréis por vosotras, ¿verdad?

Sharon le guiñó un ojo.

―¿Problemas en el paraíso, Lauren? ―preguntó acercándose a su amiga con complicidad.

―Sí y no. La verdad es que Matt y yo estamos en un momento bajo... son muchos años y...

―Os hace falta romper con la monotonía ―constató Sharon―, ¿por qué no venís al club alguna vez?

―No sé si un sitio de esos de parejas liberales va a animar mi vida sexual o nos va a frustrar todavía más.

―¿Y tú, Eva? ¿Cómo lo ves?

―Yo no tengo pareja para intercambiar ―sonrió.

―Sabes que eso no es problema, tengo muy buena relación con el dueño. Entre nosotras, fue uno de mis mejores polvos y mantenemos una bonita amistad.

―¿Y ese polvo fue antes, durante o después de tu tercer divorcio?

Sharon rio con ganas.

―Creo que fue después, pero no lo recuerdo bien.

―Te admiro, Sharon. Yo he cometido el error del matrimonio una vez y aún estoy pagando las consecuencias, no imagino haberlo hecho tres veces.

―Lo tuyo es distinto, cariño. Yo he decidido no tener hijos y eso ha facilitado mucho las cosas con mis exparejas.

Eva asintió y dio otro sorbo a su copa. No acostumbraba a beber y ya empezaba a sentirse un poco achispada.

―Y yo siempre he querido tener hijos y no he podido. ¿Creéis que por eso el sexo con Matt es tan deprimente? Tal vez se siente arrepentido por haberse quedado conmigo y renunciar a su paternidad...

―No le des vueltas, Lauren, yo tengo dos y mi vida sexual no mejoró después de tenerlos. Creo que todo son etapas de la vida. Está la inocencia e ingenuidad de los veinte, la fogosidad de los treinta y ahora...

―¿La desesperación de los cuarenta? ―Interrumpió Sharon.

Se echaron a reír.

―No, iba a decir el redescubrimiento de los cuarenta. Cuando estás a punto de rebasar la frontera de los cuarenta tu mente se abre más, estás más receptiva, sabes lo que quieres y cómo conseguirlo. Juegas con todo tu cuerpo, no solo con las partes obvias, sabes que una mirada sensual, una palabra en el momento oportuno, un gemido de más, una caricia en la zona apropiada... puede hacer que todo cambie y la balanza se incline hacia un lado u otro. Conoces tanto el funcionamiento del sexo y de los hombres que nada te pilla de nuevas y tu capacidad de reacción y de amoldarte a las situaciones es increíble.

Sharon contempló a Eva con la boca abierta.

―Eres consciente de que acabas de subirme mucho la moral, ¿no? ¿Pero en qué te basas para decir esas cosas? Que yo sepa hace siglos que no tienes sexo.

―Pues te equivocas. Sí he tenido “experiencias íntimas" ―entrecomilló con los dedos―, después de Rob.

―Con tu consolador no cuenta, cariño.

Las tres chicas volvieron a reír.

―No ha sido con mi consolador, ni siquiera tengo uno.

―¡¿No tienes un consolador?! ¡¿Y cómo sobrevives?!

Las risas volvieron a sacudirlas.

―No sin esfuerzo, Sharon, no sin esfuerzo...

Lauren dio otro sorbo a su copa y miró directamente a Eva.

―Me intriga eso que has dicho. ¿Con cuántos hombres has estado después de tu divorcio?

―No demasiados, con los que he querido. Creo haberos hablado de ellos hace tiempo.

―¿Te refieres a esos hombres con los que has jugado sin llegar a traspasar el límite?

Eva se encogió de hombros.

―No hace falta que haya penetración para tener buen sexo ―se reafirmó.

―¿Y cómo se supone que se hace eso?

Eva se cubrió la cara con las manos.

―¡Vamos, chicas! No estoy lo suficientemente borracha como para hablar de esto.

Dio un largo trago a su copa, esperando a que la vergüenza por lo que estaba diciendo se disipara.

―Está bien, dejemos eso por ahora ―concedió Sharon―. Lo que me gustaría saber es por qué no quieres acostarte con nadie, y cuando digo “acostarte”, no me refiero a tener “experiencias íntimas”, como has dicho tú. Ya me entiendes...

Eva cerró los ojos un instante, y antes de contestar, cogió el cóctel rojo y se lo llevó a la boca.

―No sé qué deciros, chicas, tal vez se deba a que en el fondo soy una romántica y me reservo para mi príncipe azul, alguien que me dé la confianza suficiente para saber que después del acto no se marchará, que se quedará conmigo para siempre.

Lauren suspiró ilusionada colocando la mano bajo el mentón.

―¡Qué bonito!

Sharon apuró su copa y ofreció en respuesta un pequeño eructo. Eva y Lauren no pudieron dejar de reír.

―Veo que no quieres decírnoslo, he captado la indirecta. Que sepas que he trazado hipótesis al respecto y cada vez que hablas, cobra fuerza la versión de que de cintura para abajo eres un cíborg y en lugar de vagina hay un ordenador de última tecnología.

Eva se cubrió la boca con la mano para no escupir el último sorbo de Martini que aún tenía en la boca.

―Creo que por hoy ya has bebido bastante, Sharon.

―Puede ser ―se encogió de hombros y apartó la copa llevándola al centro de la mesa―. Ahora las bromas a un lado, Eva, me gustaría que vinieras conmigo al club alguna vez, creo que ahí encontrarías justo lo que buscas porque el poder de decidir siempre es de la mujer, tú escoges, propones y haces lo que quieres. Además, sé que lo necesitas, sin duda una canita al aire te haría mucho más feliz ―Eva hizo una mueca y Sharon se apresuró a continuar―. Tú solo prométemelo, prométeme que te lo pensarás.

―No entiendo por qué insistes tanto con eso; pero bueno, no me cierro en banda, nunca se sabe.

―Yo también iré ―Lauren terminó su copa de un trago y la depositó en la mesa con energía―, solo para mirar, inspirarme y luego ir a casa y poner en práctica lo aprendido.

Sharon rompió a reír.

―Puedes traer a Matt, mujer, así los dos aprendéis.

―¡Ni hablar! Matt no tiene que ver más de la cuenta, no sea que se anime demasiado y quiera dejarme por otra más joven.

Eva sonrió y negó varias veces con la cabeza.

―¿Cuándo vas a darte cuenta que ese hombre te quiere de verdad? ―dijo mirando directamente a su amiga.

―Por si acaso, no conviene enseñarle el solomillo cuando en casa solo tiene panceta.

Entre risas, bromas y unas copas de más, se fueron animando. Eran el puro ejemplo de la felicidad, la unión de esas tres mujeres era apreciable entre el resto de clientes del local. Sus vidas eran muy distintas, no tenían nada que ver, pero juntas se complementaban a la perfección; se animaban, se ayudaban y aunque no siempre se entendían, se respetaban. Juntas, el término "amistad" cobraba todo su significado.

~5~

«El corazón de una mujer se asemeja a un diamante de cristal. Con el paso de los años puede rayarse, agrietarse o empañarse. Pero si llega a romperse, no podrá volver a reconstruirse de nuevo, inevitablemente habrá pequeños fragmentos que se perderán para siempre».

―Eva.

Esa mañana a Eva le escocían los ojos por la falta de sueño. Más allá de la noche de fiesta con sus amigas estaba el hecho de que había tenido que renunciar al sueño de su vida. Nunca había tenido grandes metas, o tal vez sí, pero todas quedaron interrumpidas hace ya muchos años. Pero ser miembro de un prestigioso catering, ayudar a organizar eventos y poder cocinar lo que le gustaba, era el sueño para el que había estado preparándose desde que tenía uso de razón.

Emitió un profundo suspiro y se obligó a mantener los ojos bien abiertos mientras se empapaba de las hermosas vistas. Su piso era pequeño, viejo y no tenía un encanto especial, pero sí había una parte de esa casa que siempre conseguía ponerle de buen humor. Las vistas desde su terraza eran inmejorables. Se podían ver los brillantes rascacielos de Downtown Manhattan que se alzaban al otro lado del East River. El sombreado de las paredes laterales cubiertas por el jazmín trepador resultaba un exuberante y fragante oasis en una ciudad dominada por el acero y el cristal.

Eva orientó el rostro al cielo y cerró los ojos, dejándose llevar por el embriagador aroma a jazmín y el aire ligeramente cálido, que acarició sus mejillas sonrosadas proporcionándole un agradable cosquilleo.

Como solía pasar cuando estaba sola, empezaron a invadirle recuerdos nostálgicos de un tiempo anterior. Se vio a sí misma con dieciocho años, antes de que su vida diera un giro inesperado.

Por aquella época estaba estudiando en la Escuela Superior de Hostelería de Barcelona y soñaba con estar en la cocina de un prestigioso restaurante, junto a los mejores. Aunque sus prioridades se alteraron cuando conoció a Robert Miller: el chico más guapo de cuantos había visto.

Los padres de Robert se trasladaron temporalmente a Barcelona por motivos de trabajo y desde que el azar los convirtió en vecinos, Eva no pudo apartar la vista del muchacho rubio que tenía la habitación frente a la suya.

Cuando las casas dormían, ambos encendían la luz de la habitación y hablaban por señas o hacían tonterías para despertar el interés del otro. Pasaron semanas hasta que Robert, con su acento americano y su porte de jugador de rugby, se dispuso a hablar con Eva y pedirle una cita.

Fue la mejor cita de su vida. Eran jóvenes, guapos y casi no dominaban el idioma del otro, pero la química entre los dos era innegable.

Las citas fueron sucediéndose, así como las declaraciones de amor precedidas de flores, bombones y detalles inesperados. Para Eva no había nadie más especial en el mundo; él la entendía, la comprendía y la quería.

Para Robert ella era la chica perfecta, la chica con la que podía reír, bromear y pasar largas horas hablando, la chica a la que nunca se cansaba de besar y no hacía más que contar los minutos que faltaban para volver a verla.

Juntos experimentaron nuevas sensaciones, exploraron nuevos caminos y crecieron en el amor. Vivían un momento idílico que pocas parejas alcanzan y sentían que, en su burbuja de intimidad, eran felices.

Eva le incluyó en su grupo de amigos y así empezaron a salir con otras parejas, a reír en compañía y entre copas y diversión, las fiestas se hicieron mucho más largas.

Pasados dos años, ambos podían asegurar que tenían una relación muy sólida y estaban hechos el uno para el otro.

Una noche como otra cualquiera, Robert y Eva salieron a un conocido bar de la zona con sus amigos. Bebieron hasta no poder más y tras varias horas de baile, se metieron en el coche para emprender el camino de vuelta a casa.

―No puedo conducir así, he bebido demasiado... ―Robert se giró en la dirección de Eva y le dio un leve codazo para intentar despertarla.

Ella emitió un gruñido con los ojos cerrados; estaba tan cansada que casi no podía levantar la cabeza.

Robert se tumbó en el asiento trasero a su lado, se masajeó las sienes un buen rato intentando despejarse. Sentía la cabeza embotada y un ligero mareo que le causaba una serena sensación de ingravidez. Aburrido, se incorporó en el asiento y alcanzó la botella de tequila que descansaba en el asiento delantero para darle un largo trago.

Siguió bebiendo y mirando a su chica que dormía tranquila y apacible; era muy guapa: morena, ojos grandes de color negro y un cuerpo bien torneado. Se acercó sutilmente a ella y con un movimiento suave retiró parte de su larga melena para descubrir su rostro. Acarició sus mejillas sonrosadas y se aproximó para besarla, le encantaba perderse en la suavidad sus labios y cada vez que los probaba sentía como si jamás pudiera parar de besarla. Orientó las manos por el cuerpo de la joven hasta alcanzar sus pechos. Gimió al percibir su forma redondeada y tersa mientras su boca se empleaba a fondo en despertar sus besos.

Excitado, empezó a desabrocharle el vestido muy despacio, entonces ella advirtió lo que quería y colocó sus finas manos sobre las suyas, pero los dedos de él eran más ágiles que los de ella y al cabo de unos segundos, tenía sus pechos en sus manos y los acariciaba mientras la besaba hasta quitarle el aliento. Ella trató de detenerlo otra vez:

―Rob, por favor, hoy no... ―musitó, queriendo imprimir firmeza en su voz pero sin conseguirlo.

Entonces, Robert se agachó y empezó a besarle los pechos. De repente, Eva se encontró con el sujetador desabrochado y el vestido totalmente abierto mientras Robert le acariciaba los pezones con los dedos. Contra su propia voluntad, Eva exhaló un gemido cuando él deslizó la mano debajo de la falda y encontró lo que buscaba con gesto rápido y experto, pese a los intentos de ella por mantener las piernas juntas.

―Rob... para... ―se quejó volviendo a detener sus habilidosas manos. Pero para entonces ya era demasiado tarde, Robert tenía la bragueta abierta y separaba con fuerza sus piernas encajándose entre ellas.

―Dios mío, Eva, me pones tanto...

Le levantó la falda y se bajó los pantalones en lo que pareció un único movimiento. Ella lo notó contra su piel, buscando, con una necesidad imperiosa de ella. Eva intentó girarse, pero no tenía espacio suficiente, por lo que a Robert no le resultó difícil inmovilizarla entre su cuerpo y el asiento y penetrarla de una firme estocada.

Eva gritó y lloró para que parara, pero él no la escuchó, se movió un par de veces con fuerza y un segundo después, eyaculó.

―Oh, mierda, Eva... ―Robert regresó lentamente a la Tierra y la miró. Ella lo contemplaba fijamente, como conmocionada, incapaz de creer lo que acababa de pasar. Robert le acarició la mejilla y dijo―: Lo siento mucho, de verdad que no he podido evitarlo, me has puesto tan cachondo que...

Eva se separó de él todo lo que pudo y empezó a abrocharse lentamente el vestido con el rostro desencajado, sus dedos temblaban mientras intentaba meter el botón por el ojal correcto.

―No importa ―contestó impasible―. Llévame a casa, por favor.

A partir de esa noche ya nada volvió a ser igual para la joven pareja.

Eva no volvió a ser la misma. Se sentía sucia, no podía creer que el hombre al que amaba y en quien había puesto toda su confianza la hubiese forzado. Por aquel entonces no estaba segura de llamar a eso "violación", pero se sintió ultrajada, usada. Y esa sensación no le gustó.

Ya casi no se veían cuando llegó a sus oídos que Robert regresaba a Estados Unidos. Una parte de ella sentía pena; otra, rencor. No sabía qué parte de sí misma tenía más peso. Pero fue el destino el que dictó su camino. Ese mes no le vino la regla y empezó a sentir los pechos extremadamente sensibles; eso solo podía significar una cosa.

Eva agitó la cabeza y se pasó las manos por su cabello despeinado. Se miró en el cristal de la ventana; ya no era una niña, era una mujer que había tomado muchas decisiones, algunas mejores que otras, pero de cada una de ellas era la única responsable. Contempló su reflejo; su media melena ondulada, sus ojos negros todavía centelleantes, pero a los que acompañaban algunas arrugas cada vez que sonreía. Se palpó los carnosos labios, esos labios que habían besado a pocos hombres, y ese pensamiento le produjo dolor.

Entró en casa sintiéndose profundamente decepcionada consigo misma y decidió que lo mejor que podía hacer para distraerse, era dar un paseo en bici por su ciudad; el aire fresco le vendría bien para despejar la mente.

~6~

«La felicidad no es un destino, es un camino. Y qué mejor que recorrerlo con un impresionante Porsche».

―Christian.

Christian escuchó un sonido en su habitación y se giró en la dirección del ruido. Sentía una presión en la cabeza, como si una pequeña máquina taladradora estuviera perforándole el cráneo. Cómo no, recuerdo del desfase de la noche anterior. El leve sonido volvió a producirse y Christian abrió un ojo. Un simple vistazo bastó para que sus pupilas se dilataran y escondiera su cabeza bajo la almohada en un rápido movimiento.

―¿Se puede saber qué está haciendo, Isabel? ¡Cúbrase inmediatamente, por Dios!

La mujer le miró sin comprender. Luego, reparó en que estaba desnuda de cintura para arriba.

―¡Oh! ―Se tapó el pecho con las manos con rapidez―. Pensaba que era hora de dormir, perdone señorito ―se echó a reír―, no sé dónde tengo la cabeza últimamente...

―Yo tampoco lo sé, pero debe dejar de hacer esto. No puedo despertarme por la mañana y lo primero que vea sean sus... ―Christian se sentó sobre la cama y apretó con fuerza sus párpados con ambas manos―. Madre mía, esto va a suponer varios meses de terapia para borrar el trauma, lo sé ―masculló entre dientes.

Sacudió con fuerza la cabeza y decidió salir de la cama; ya no podía seguir durmiendo.

Tras la ducha abrió su amplio vestidor. Escogió una camisa blanca, un chaleco oscuro que se entallaba en su cintura y sus vaqueros azules favoritos. Christian conocía su cuerpo y entendía de moda masculina. Sabía cómo vestirse en cada ocasión y cómo sacarse partido.

Se peinó acomodando su pelo con un poco de gel fijador y decidió dejar la sombra de barba de la mañana.

Puede que fuera un poco pronto para ser un domingo, pero era el mejor día de la semana para conducir su amado Porsche.

Subió al coche, puso la música a todo volumen y condujo por Park Avenue en dirección a Central Park. Mientras circulaba moviendo la cabeza al ritmo de la música, se dio cuenta de que había una pelusa sobre el asiento del copiloto, así que se inclinó y estiró los dedos para cogerla, pero esta se movió y tuvo que volver a inclinarse, tensando el cinturón de seguridad mientras intentaba alcanzarla. Antes de que pudiera tocarla, lo escuchó. Algo acababa de impactar contra el capó de su vehículo, y producto de la sorpresa y la preocupación, frenó en seco.

—Joder, joder, joder...

Se bajó del coche con rapidez y se llevó las manos a la cabeza.

—Pero ¡¿qué coño...?! Dios mío... ¡NO! ¿Qué he hecho?

Con el corazón contenido miró con detenimiento el guardabarros que estaba ligeramente abollado, al igual que el capó de su coche....

(...)

¿Qué pasará a continuación...? "Un príncipe para Eva: el primer amor no tiene por qué ser el primero".