Nota media 10: aquel día
Damos un salto en el tiempo (si has llegado hasta aquí ya sabrás que lo hacemos a menudo), y asistimos a un momento crucial.
Los siguientes años podría perfectamente resumirlos como un camino de perdición, rememorando una vieja película: día a día me sumergía en la vorágine depravada de aquel sexo sin límites ni escrúpulos al que, tras mis primeras experiencias con la Doctora Ibáñez y Miriam, me había entregado de una manera enfermiza.
Mantenía con ellas un contacto muy estrecho. Seguía viéndolas en la Facultad, en casa de la doctora, en la de Miriam… En cierto modo, nuestra relación, con no poder considerarse inocente ni mucho menos, era el asidero que me mantenía unida al mundo amable, a la buena gente. Con sus particularidades, ambas eran eso: buena gente. Cuidaban de mí sin interferir en mi vida, y me proporcionaban el refugio al que regresar, a veces casi a rastras, como la noche en que me quedé la última en la fiesta del equipo de futbol de la Facultad tras ganar un torneo universitario. Creo que me follaron todos. Tuve que llamar a Miriam para que fuera a buscarme a la discoteca. No encontraba mi ropa ni podía andar.
Y es que, aunque me esforzaba en mantener el hilo de mis estudios (con eso no había problema), y ni bebía ni fumaba, ni me drogaba con nada, aquella “pulsión oscura” a la que suelo referirme me arrastraba con fuerza hacia abismos más profundos cada vez, más sórdidos donde llegaba a ponerme en peligro.
Empecé follándome a todo el mundo, casi a cualquiera. Siempre he estado bien, y creo que “huelo a sexo”. Supongo que también un ambiente de jóvenes ayudaba, pero el caso es que también me follé a profesores, a profesoras, al portero de mi casa, a mi padre (ya hablaremos de eso), y a un sinfín de desconocidos y desconocidas con quienes me encontraba cualquiera de las noches en que parecía que me echaba al mundo buscando problemas. Una tarde, en esos grandes almacenes que ya sabes, le comí el coño en el vestidor a una dependienta de la sección de moda femenina, una mujer como de cuarenta con cara de cotorra que entró para ayudarme a marcar los arreglos de un par de vestidos, y que se tapaba la boca con la mano para no chillar mientras se corría.
Daba igual. Casi nadie me importaba. Placer por placer, y dolor, y, sobre todo aquella degradación que parecía ser mi fin último, que buscaba afanosamente, y que me llevaba a los tugurios más oscuros, a la gente peor.
Mientras tanto, y pese a ello, con la ayuda de la doctora Ibáñez, mi mentora; de Miriam (siempre Miriam); y de la pandilla de golfos con que se reunía, y en la que me introdujo poco a poco hasta llegar a ser una más de entre ellos; conseguí licenciarme en cuatro años (por lo visto, además de guapa y de zorra, era lista); y me encontré con la carrera terminada antes de lo previsto, muy jovencita -con veintidós años-, y una panoplia de posibilidades abierta frente a mí que daba mucho vértigo.
Aquel mismo año, Miriam -por fin la doctora Miriam-, había conseguido su plaza de profesora titular en el departamento de Marisa, de quien parecía ser la sucesora natural en la cátedra, y me animaba a ponerme con el doctorado, aunque a mí lo que me apetecía era salir de la Universidad. Allí, la vida era cómoda -si descontamos la despiadada pelea por cada posición-, pero siempre había tenido la impresión de que estaba fuera del mundo real. Creo que, de la misma manera en que mi “pulsión oscura” me empujaba a sumergirme en lo más sucio, a chapotear en el fango, por decirlo de alguna manera, me animaba también a salir del refugio y partirme la cara en los tribunales.
Decidí tomar una decisión un sábado por la mañana en casa de Alberto y Natalia. Habíamos celebrado allí la reunión semanal y a alguien se le ocurrió que había que “mojar la licenciatura”, lo que se tradujo en mojar a la licenciada, y me tocó hacer de saco. No recuerdo porqué, el viernes anterior no habíamos podido reunirnos, así que andaba todo el mundo animadísimo y me dieron de lo lindo. No diré que fue la vez en mi vida que me jodieron más veces, ni más fuerte, ni por más sitios, pero sí que fue una paliza suficiente como para que acabara rota, con el culo dolorido, el chochito en carne viva y hasta dolor de mandíbulas, así que me quedé a dormir allí, con ellos.
- Buenos días, Carlotita, cielo ¿Qué tal?
- Uffffff… Me duele hasta el pelo.
- Pues tómate un cafetito, anda, y nos llenamos el jakuzzi.
- Sí, que buena falta le hace, por que nos ha dejado el colchón hecho una porquería.
- Jajajajajajajaja… La próxima vez el bañito antes de acostarse. No vuelvo a meter en mi cama a una putilla rezumante en la vida.
- ¡Cómo eres! ¡Ni que tú te hubieras acostado impoluta!
- ¡Serás cabrón! Ya me gustaría a mí que me hubierais llenado de lechita como a ella.
- Pues a la próxima te pones.
- A ver si es verdad.
- Zorrón.
- Y tú cornudo.
Me encantaba aquella pareja. Eran mayores, divertidos, desenfadados y muy inteligentes, y parecían rodeados de un aura de serenidad muy reconfortante. A menudo, cuando necesitaba centrarme o la vida me podía, me presentaba en su casa sin avisar y pasaba la noche o el día con ellos. Tan sólo iba y me instalaba allí. Nadie preguntaba nada. A veces follábamos, o conversábamos sin más como si acabáramos de vernos, o me mantenía en silencio en un rincón sin que nadie me preguntase qué me pasaba. De alguna manera, aportaban al desastre de mi vida, donde lo único que parecía funcionar eran los estudios, de un asidero sólido. Pasar unas horas o un día con ellos me ayudaba a centrarme, me limpiaban.
Así que ahí acabamos, en el baño burbujeante y muy caliente, sentadas Naty y yo juntitas y Alberto frente a nosotras, mirándonos, que era lo suyo. Me gustaba acurrucarme en el regazo de Naty. Debía tener como sesenta años o poco menos y, como ella decía, a su edad había que elegir entre cara y culo y ella había elegido cara, así que estaba no diría gorda, pero sí opulenta, y adoptaba hacia mí una actitud casi maternal que me daba mucho morbo.
- Oye, Carlota, me dice Miriam que tienes pensado dejar la universidad.
- Pues… todavía ando pensándolo, pero creo que sí, que quiero salir al muuuuuundo…
Naty había empezado a lavarme con una esponja y mucha delicadeza. En el agua aceitosa y perfumada, resbalaba sobre mi piel muy suavemente causándome algún escalofrío.
- Ya sé que a ella no le gusta, yo creo que es porque teme perderte, pero a mí me parece una buena idea. De hecho, creo que nadie debería enseñar sin haber salido al Derecho de verdad.
- Sí… dice… Uffff… dice que me quede con ella… tiene una… una beca… para mí….
- ¿Y qué te gustaría?
Tardó poco en dejar la esponja y empezar a recorrerme con las manos. Comenzó a acariciarme los pezones, a hacer resbalar sus dedos sobre ellos como quien no quiere la cosa. Solía decirme que le encantaba que fuera tan planita, que le daba morbo por que parecían las tetillas de una niña, y no perdía ocasión de acariciármelas. Me recorría el pecho entero con las manos muy abiertas, seguía por el vientre, bajaba hasta la cara interna de mis muslos, rozando apenas el borde de mi chochito, y repetía el recorrido muy despacio en el sentido contrario una y otra vez. Era desesperante y delicioso.
- Pienso en judicatura… en… en financiero… No lo tengo… decidido…
- Pues es un buen plan. Ya sabes que hay que dedicarle años, pero tu familia puede mantenerte bien ¿No?
- Sí… aunque a mí… me gustaría eman… emanciparme…. ¡Joder, Naty!
- Tú no me hagas caso, cariño. Tú a lo tuyo.
Finalmente, se había decidido a bajar a mi chochito. Comenzó a rozarlo suavemente deslizando los dedos entre mis labios inflamados y causándome esa deliciosa contradicción entre el dolor y el placer. Me mordió el cuelo haciéndome temblar de deseo. Frente a nosotras, mientras hablaba con toda naturalidad, Alberto acariciaba su polla dura.
- Pues, si quieres, yo soy socio de un despacho que puede servirte. No es de los importantes, porque casi todos somos profes, y no podemos dedicarle mucho tiempo, pero hay gente muy buena y mucho prestigio, aunque me esté mal el decirlo, y te servirá para curtirte.
- ¿De… de verdad…?
- Pues claro, cielo. Ahora, que ya puedes prepararte, porque te vas a pasar unos años perros preparando judicatura y trabajando de pasante…
- Eso… eso… me da… iguaaaaaal…
- De todas formas, ya sabes que yo te ayudaré en lo que pueda.
Naty me estaba volviendo loca. Renuncié a la conversación para girarme hacia ella y la besé al tiempo que acercaba la mano a su chochito y le clavaba dos dedos. Me correspondió causándome dolor y enredamos nuestras lenguas gimiendo, acariciándonos como dos perras: Adoraba amasar aquellas tetazas grandes, mullidas, que parecían ceder ante mis dedos y encerrarlos en su carne.
- ¿No estabas dolorida, cielo?
- Tú clavamelos… y dejamé… a mí… con… con… mi doloooooor….
Alberto se me acercó por detrás. Al notar sus manos abriéndome el culito, anticipé el daño que iba a hacerme y me dejé caer sobre su pecho apretando los ojos para esperarlo. La sentí entrar como un hierro candente. Me quemaba. Naty intensificaba su caricia, empezaba a follarme con los dedos y presionaba mi clítoris con el pulgar provocándome un calambre que me dejaba sin aire. Cuando se inclinó para morder uno de mis pezones, creí que iba a desmayarme. Me dolía. Cada caricia me dolía. Cada empujón con que Alberto volvía a clavarme su polla en el culito me dolía como si me desgarrara. Braceaba sin control de mis movimientos, sujetaba mis brazos con los suyos enlazando las manos tras mi cuello, exponiéndome a ser tocada, besada, mordida, follada, temblando con el control de mis propios movimientos perdido.
- Así, cariño, así…
Cuando estalló en mi culito, y me sentí llena de aquella cremita que de repente lo suavizaba todo cómo un bálsamo, llenándome de calor y haciendo que aquella barra de acero fuera seda, me sentí desvanecer.
Volví a la realidad casi flotando en el agua, sintiendo aquel reconfortante cosquilleo de las burbujas con la cabeza apoyada en el borde. Frente a mí, Naty, sentada en un rincón fuera del agua, con aquellos muslos grandes y carnales muy abiertos, se dejaba lamer el coño depilado por su marido. Temblaba toda ella: sus tetas grandes, brillantes de agua y de aceite de almendras; su culo, sus brazos. Tenía el rostro contraído en una mueca de placer. Se corría con tal intensidad que me hizo pensar que era el Placer, así escrito, con mayúscula.
Pasé la mañana con ellos y comimos juntos. Me hicieron sentir bien, muy bien. Me dejé envolver por aquella serena alegría suya y me dediqué a dormitar en el sofá. Alberto leía en un sillón muy cerca, a mis pies, y Naty escribía en un portátil enorme mirando la pantalla negra de texto verde por encima de una gafas pequeñitas y cuadradas.
- ¿Pero seguro que estás bien?
- Que sí, Naty, no te preocupes.
- Déjala, mujer, si a esta muchacha no hay polla que se la cargue.
- ¡Lo bruto que llegarás a ser!
- En serio, Nati, que estoy estupenda. Muchas gracias por recogerme.
- Bueno, cariño. Ten cuidadito y ya sabes: cuando quieras…
- Si es que sois un amor…
Había decidido decidir. Cuando aquel día terminase, había tomado la determinación de que sabría qué iba a ser de mí durante los próximos años, quizás durante el resto de mi vida. Durante casi un mes, había recopilado las opiniones de la gente en quien confiaba, pero me faltaba una. Me faltaba la más importante.
¿Sabes? Marisa, la doctora Ibáñez, siempre me ha impuesto muchísimo respeto, siempre. Da igual cuantas veces la haya visto desnuda, ni cuantas me haya comido su coño, o me haya hecho correrme hasta la extenuación. Siempre, todavía hoy, cuando ya no queda de ella más que su cuerpo enjuto tendido en una cama y sin memoria. Siempre me ha causado una enorme impresión el momento de encontrarme con ella.
Atravesé la ciudad en un taxi con el corazón en un puño, preguntándome cómo planteárselo. No había llamado para avisar de qué iba, creo que fue la primera vez en mi vida que fui sin ser llamada. Me planté ante el portal y permanecí varios minutos allí sin hacer nada, tan sólo reuniendo fuerzas para llamar.
- ¡Bueno, putita! ¡Cuánto honor! Pensé que no ibas a volver a venir a verme. ¿Cuánto hace? ¿Un mes?
- Un mes… y medio…
- En fin… Bueno, y ¿a qué debo el honor de su visita, jovencita?
Me quedé en silencio, incapaz de pronunciar palabra, entre asustada e impresionada por aquel magistral dominio suyo del poder. Paralizada en el recibidor, mirándome los pies y sin saber qué responder.
- Anda, tonta, vamos a sentarnos al salón y me lo cuentas. Además, así conoces a Pitu. De todas formas, ya sé a qué vienes. Por lo menos, te acuerdas de mí cuando necesitas algo. Menos da una piedra.
Nunca he estado segura de si en algún momento supe hacerle saber lo importante que era en mi vida, que ni mis padres habían ocupado una posición como la suya entre mis referentes. Supongo que lo sabía, porque lo sabía todo de mí, a veces, incluso antes de que yo misma llegara a decidirme, parecía averiguar mis intenciones. Aquella tarde, volvió a hacerlo teniéndome sentada en su sofá, junto a sí, frente a una muchacha bajita como de quince años, delgadita, que llevaba un vestidito rosa por encima de las rodillas
- Bueno, cielo, lo primero es lo primero: ya sé que andas por ahí preguntando a todo el mundo lo que debes hacer, y supongo que me has dejado para el final porque soy una especie de diosa para ti, o por cualquier razón absurda de esas que se te ocurren.
- Bueno…
- Venga, no te pongas modorra ahora y escucha, porque sólo voy a decir esto una vez, y negaré haberlo hecho: eres lista, cariño, muy lista, muy inteligente y, para algunas cosas, muy despierta; por alguna razón que no acierto a comprender, eres capaz de vivir sumida en el desastre sin despistarte de tus estudios ni de tus objetivos. A tu vida privada no le voy a poner objeciones, porque yo no soy la persona más autorizada para ello, porque no me parece mal, y porque no me da la gana, porque lo que importa es que has hecho la carrera en un año menos que los listos de entre tus compañeros, que lo has conseguido mientras gestionas una especie de orgía permanente a la que nadie entendemos cómo eres capaz de sobrevivir, y que tienes unas notazas de las pocas que yo he visto que superan a las mías en la Facultad.
Me dejó muda. Nunca jamás la había oído hablar de nadie como lo estaba haciendo sobre mí frente a frente, mirándome muy seria a los ojos, pero sin renunciar a aquella manera de tratarme, como regañándome mientras alababa mis méritos con una convicción que no había sentido ni en mis padres.
- Puedes hacer lo que quieras, cariño. En lo que decidas, triunfarás. Si a mí me preguntara alguien qué prefiero yo, no qué es lo mejor para ti, sino qué prefiero yo, contestaría que prefiero que te eches al mundo, que no te musties en la Facultad y que salgas a pelear. Alberto y sus socios son buenos, verdaderamente buenos, y trabajar con ellos es una oportunidad al alcance de muy poca gente. Aprenderás mucho, y es un bufete donde no se llevan muchos casos, lo que te permitirá dedicar más tiempo al estudio. Si fracasas con lo de la judicatura, que no creo, y te cansas del ejercicio libre, siempre podrás volver. Quizás tú no lo sabes, jovencita, pero somos mucha gente quienes te queremos en la Facultad, y muy capaces de recogerte si caes, y si pasara mucho tiempo y faltáramos, o nos hubiéramos jubilado, siempre estará ahí Miriam, que te quiere como si fueras su hermana. Por eso no necesitas preocuparte.
- …
- Sólo te pido una cosa, y habrás reparado en que yo no pido nada nunca: no te alejes de nosotras, putita. Sal, vuela, haz tu vida, y vuelve siempre. Ya te he dicho que negaré siempre esta conversación, pero llevas cuatro años con nosotras, con Miriam y conmigo. Quizás no te hayas dado cuenta, pero cuatro años después sólo quedas tú. Las demás, vienen y van, pero tú te has quedado cuatro años, y me niego a aceptar que todo acabe aquí.
Me abracé a su cuello llorando. Me envolvió entre sus brazos y me besó las mejillas. Me pareció que sus ojos se volvían vidriosos también por un momento. Fue sólo un momento. Luego, abruptamente, se me quitó de encima y volvió a ser su personaje. Aquel día comprendí que Marisa era Marisa, y la doctora Ibáñez su personaje.
- Bueno, vale ya de ñoñerías, niña. Mira, esta es Pitu, mi última putita de primero, y te la quiero regalar. No es muy lista, pero es una preciosidad.
- Pero…
- No seas boba. Tiene dieciocho, pero por alguna razón, las mujeres de su familia son así. Su abuela es igual, pero arrugada, y su madre. A mí me pone a cien. Mira…
La hizo acercarse y, levantándole la falda, me mostró un chochito lampiño, ligeramente abultado, con el pubis carnoso. Tenía las piernas flacas, el culito pequeño, con unas nalguitas que casi me cabían una en cada mano, el pelo rubio, lacio y cortito, como en una media melenita hasta el cuello, y una carita angelical.
- ¡Vamos! ¡Tócalo, boba!
Lo rocé tímidamente con el dedo y sus labios se entreabrieron como una florecilla sonrosada. Estaba húmeda. Realmente tenía un aspecto infantil que convertía a la situación en una obra maestra de la perversión y del pecado.
- No he dejado que la folle ni Miriam. Llevo dos días esperándote con ella por ahí, y no le he tocado un pelo, y mira que me apetece, pero es para ti.
- ¿Por qué para mí?
- Porque tú comprendes el pecado, y porque te va a venir muy bien.
- Mmmmmmm…
- Además… Bueno, ya te he dicho que no es muy lista ¿No? Pues va a necesitar que la ayudes, o no se licencia en la vida. Ya sabes: simbiosis.
Comencé a deslizar el dedo a lo largo de su rajita, mirándola a la cara, y la vi tensar los labios. Se entreabría mostrando un interior sonrosado y brillante. Busqué su clítoris, y me encontré con un botoncito diminuto y duro. Gimió al rozarlo. La doctora Ibáñez le había sacado el vestido, y lamí un pezoncillo abultado y esponjoso como colocado encima de su pechito de tabla. Comenzó a gemir y a mover el culito buscando refregarse en mi mano. Dejaba una babita brillante sobre mi piel.
- ¿Y tú, Pitu? ¿No vas a decir nada? ¿Qué haces aquí?
- He venido… para… para aprobar…
- Ya… ¿Follándote a la torti?
Asintió en silencio ruborizándose. Era pecaminoso. Aquella putilla tenía el cuerpo, la cara y la voz de una niña. Hacerla gemir me causaba un placer oscuro, la sensación de violar todas las reglas. Marisa me desnudaba, y el mero roce de sus dedos al hacerlo me enervaba. La veía entornar sus grandes ojos azules, fruncir los labios gordezuelos, mover aquel culillo escaso, ruborizarse al responder a mis preguntas, y me mojaba con la impresión de corromperla.
- ¿Y a quien más te vas a follar para terminar la carrera, putilla?
- ¿A… a ti…?
Comprendí que tras su apariencia inocente se escondía una chica normal, una putilla de primero como yo había sido, con sus picardías y sus triquiñuelas. Pese a ello, nada parece más real que lo que vemos, y la veía tan inocente…
- ¡Pero criatura! ¿Cómo lo tienes así?
- Ha sido una noche dura.
- Ya… ¿viernes no?
Mientras Marisa se arrodillaba entre mis muslos, tiré de Pitu hacia mí. La traje al sofá y la senté sobre mi tripa ¿Cuánto medía? No más de uno treinta o uno treinta y cinco. Se inclinó sobre mí y me besó los labios. Su chochito resbalaba en mi tripa. Agarré su culillo con las manos y rebusqué la rajita húmeda. Me fui dejando caer en el asiento del sofá hasta tenerlo a la altura de los labios y lo lamí. Gimió como una gatita. La caricia delicada que recibía, la que ofrecía lamiendo aquel chochito rosa y meloso, la sensación del movimiento sensual de las caderas estrechas de aquella chiquilla dulce, me trasladaban a un paraíso tan distinto de la brutalidad en que estaba acostumbrándome a chapotear, que me hacían sentir como flotando. Movía el culito, y su coñito se restregaba en mi cara. Era como besar una boquita húmeda, me mojaba, y me sentía culear en la boca de Marisa como si no estuviera ahí, como si nada pudiera distraer mi atención de aquel placer novicio, del quejidito suave que lanzaba con aquella voz de chiquilla…
- ¡Ay…! ¡Ayyy…! ¡Aaaaaaayyyyyyyyy…!
Se corrió en mi cara temblando. Me lanzaba chorritos de pis diminutos en la cara, insípidos, cálidos. Culeaba como una loca, agarrándose a mi cabeza, a mi pelo, chillando, temblando, balbuceando no sé que cosa, casi llorando, como si no supiera diferenciar el dolor de aquel placer intenso que la estremecía entera. Me sentí correr con ella, como si me corriera en ella, en aquel mismo orgasmo suyo.
Durante unos minutos, nos quedamos adormiladas, abrazadas en el sofá. Parecía desconcertada. Cuando apareció Marisa con una bandeja donde tintineaban una teteras y tres tazas, sonreía. Se había arreglado el carmín.
- Creo… creo que debería irme.
- ¿Por qué no te llevas a esta?
- ¿A mi piso?
- Vive en uno compartido, es de fuera.
En el metro, sentado frente a nosotras, un tipo la miraba sin disimulo. Tenía la polla dura. Miré a Pitu. Se había sentado con las piernas abiertas. Recordé que no llevaba bragas y aquel vestido corto… Al bajarnos, le miré a la cara.
- Cerdo…
Caminamos hasta casa de la mano. Me la agarraba como si fuera una niña de verdad. Pensé que la habían tratado así, y así se comportaba. Hacía bueno, y empezaba a atardecer.
Sentadas en la terraza tomándonos un refresco y vimos terminar de ponerse el sol. Me miraba sonriendo y me sentí extraña. El día había sido extraño y ahí estaba la putita, con ese aspecto de niña… La vista es un sentido poderoso, se impone a los demás sentidos, y a menudo a la razón. Es difícil convencerse de que no es cierto lo que se ve. Tenía la sensación de haber adoptado a una mascota. También había tomado una decisión, pero aquello sí lo había previsto. Me sentía rara, bien. A partir de aquel día, habría que afrontar las consecuencias, pero entonces sólo quedaban el alivio de haber despejado la incógnita y aquella muchacha extraña.
- ¿Sabes, Pitu? Nos vamos a dar un baño, calentamos una pizza y nos acostamos prontito ¿Te apetece?
Vi el brillo en su mirada y comprendí que tampoco iba a ser fácil descansar aquella noche. Pensé que habría que ir a por su ropa. Marisa también había tomado una decisión por mí aquel día extraño.
- Puedes hablar con tus padres. Les dices que has encontrado a otra compañera para compartir piso, que es mas barato… Yo qué sé, lo que se te ocurra.
- ¿Vas hacérmelo otra vez?
- Jovencita, estas cosas se hacen juntas. No te creas que te vas a quedar ahí despatarrada conmigo manejándote y sin trabajar. Sin esfuerzo no hay recompensa.
- ¿Y vas a enseñarme hoy?
Me dolían hasta las mandíbulas, y noté que me mojaba. Me miraba con aquellos ojos grandes, me hablaba con aquella voz de niña…