Nota media 09: Lisa

Carlota comprende y consigue. (CONTIENE SEXO HOMOSEXUAL)

No necesitó un gran esfuerzo para convencerme. Realmente, nunca lo necesitaba. Desde el primer día fui suyo. No es que me dominara. No lo necesitaba. No le hacía falta imponerse, porque, en el fondo, era como si conformara mi voluntad a su antojo. Ella lo deseaba, y yo me moría por ello. Lo que fuera, por disparatado que resultara. Quería lo que ella quisiera para mí, y superaba cualquier dificultad para proporcionárselo.

Sin embargo, parecía gozar de cierto placer envolviéndome en sus fantasías, elaborando aquellos argumentos destinados a enredarme en ellas, como si yo fuera a negarme. Creo que le ayudaba a remarcar su prevalencia, aquel papel de diosa en que se mantenía. Disfrutaba humillándome, tratándome como a una tonta, y yo disfrutaba de aquella humillación que no sentía sino como una forma extrema del placer.

Así que asumí también aquello con la misma sumisa naturalidad con que lo asumía todo, y me dejé conducir por ella hacia la completa transformación que quiso para mí.

Carlota nunca tenía bastante. Siempre quería más, ir un paso más allá, así que, al terminar aquel fin de semana con Carlos y Mario, durante el que me entregué a ellos, según su voluntad, con auténtica pasión, dejándome follar, tragándome sus pollas, soportando los insultos que me dedicaban -como si ellos no estuvieran comportándose como mariconas-, que me excitaban hasta el paroxismo, me comunicó su decisión y la acepté sin titubeos, con la misma actitud que había venido aceptándoselo todo.

-          Tienes que cambiar, Jose.

-          ¿Cambiar?

-          Sí.

-          ¿Cómo?

No planteaba una duda, como si quisiera saber qué me proponía para decidir sobre ello. Solo quería saber cuál era su deseo para darle satisfacción, conocer mi destino inmediato.

-          Vas a ser una nena.

Durante dos días, Mario y Carlos me habían follado hasta el agotamiento. Me había corrido… No sé cuántas veces. Quizás una docena. Puede que más. Pese a ello, bastó aquella frase escueta, pronunciada con aquella naturalidad con que me exponía sus planes, como si no hubiera alternativa, para que mi sexo adquiriera una firmeza de cosa nueva. Fue como si se disparara un resorte en el cerebro, como si algo activara un mecanismo oculto en mi organismo y todo yo entero respondiera a un impulso inevitable. Pese a la reacción evidente bajo el pantalón de pijama, consideró necesario convencerme, y escuché sus palabras al borde del ahogo, ardiendo de ansiedad.

-          Es que llevo unos días dándole vueltas y no puede ser de otra manera. Ya lo has visto. Quería confirmarlo, y por eso invité a los chicos, y el finde me ha terminado de convencer: tu es que has nacido mal, cariño. Tú no eres un maricón, eres una chica. Si no hay más que verte ¿No te has preguntado nunca por qué casi no tienes vello? ¿Por qué eres tan finito y tienes esa pollita ridícula? Es que naciste mal, a medio camino, y tus padres, al ver la pollita, te educaron como a un chico, pero no es cierto. En cuanto has tenido un par de buenos rabos de hombre delante te has puesto morado a tragártelos por todas partes. Si gimoteabas como una niña cuando te follaban y te corrías sin tocarte en cuanto tenías uno dentro… Sí, es la única explicación: eres una chica, y todos deben saberlo.

Mientras razonaba aquella nueva fantasía suya, mi cabeza daba vueltas tratando de asimilar lo que suponía, lo que pensarían mis padres, el cachondeíto en la Facultad, el desprecio de los vecinos, la incomprensión de toda la gente que me conocía: mi hermana, mis tías… Estaba seguro de que aquello no sería un juego, de que me impondría una vida radicalmente distinta. Pensé que, como llevaba un tiempo afeminándome, quizás no resultara tan extraño, quizás pensaran que solo era la evolución natural de aquel “amariconamiento” en que venía sumiéndome.

Mi pollita palpitaba en el aire. Carlota la había sacado por la bragueta del pijama y acariciaba mi capullo con los dedos haciéndolos resbalar en el flujo que manaba en un hilo continuo desde que pronunciara aquella primera frase con que comenzó aquella locura.

-          Ven, vamos.

Me llevó casi corriendo, con aquella pasión que ponía en cada empeño, hasta el cuarto de baño del dormitorio de sus padres. Me mandó desnudarme y, claro, obedecí. Buscó febrilmente por los cajones hasta encontrar un bote de crema y una espátula y, tras meterme en la urna de la ducha, comenzó a extenderla sobre las pocas partes de mi piel donde brotaba algún vello ralo. Olía a amoniaco y me causaba una cierta quemazón, especialmente cuando me la aplicó en los huevos. No diré que lo soportara. Realmente, me causaba un placer angustioso, un ansia. Cuando pasó el tiempo que tenía que pasar, deslizó sobre la piel la espátula llevándose mis vellos con la crema. Al terminar, me duchó. Lo hizo ella misma. No me dijo que lo hiciera. Sujetando la alcachofa de la ducha, mojó mi cuerpo. Parecía febril, excitada. Ni siquiera se había quitado el camisón, y el agua pegaba el tejido sutil a su cuerpo y se transparentaba. Me enjabonó despacio, sin eludir ninguna parte de mi cuerpo. Cuando gemí al sentir el roce de su mano en mi polla, sonrió con afecto y comenzó a acariciarla.

-          Te gusta?

-          Sí….

-          Tendremos que pensar en cómo vas a llamarte. Lola es demasiado… descarado.

-          Sí… síiiii…

-          Lisa. Te vas a llamar Lisa. Sí… Lisa es muy adecuado.

-          Síiiiiiii…

Empecé a correrme en su mano y ella, que no parecía menos excitada que yo, se arrodilló para beberse mi leche. Creí que me moría al verla. Sentí el calor de su boca y un temblor mientras me corría en su paladar. Mamaba mi pollita con pasión, casi haciéndome daño, causándome un temblor convulso. Acariciaba su coño rápidamente. Cerró los ojos y respiró fuerte sin dejar de succionarla y supe que se corría.

Las horas siguientes fueron de una actividad febril: había que “cuidar esa piel”, y me untaba de cremas perfumadas que extendía minuciosamente enervándome; había que “escoger algo” para ponerme, y ponía su armario patas arriba; había que “hacer algo con ese pelo”, y llamaba para pedir hora en la peluquería…

-          No, Nino, tiene que ser esta mañana como sea.

-          …

-          ¿A la una?

-          …

-          Un beso, cariño.

Cuando, por fin, me permitió mirarme al espejo, el corazón pareció ir a estallarme en el pecho. Estaba preciosa: ligeramente maquillada, vestida con una blusita blanca y una falda ceñida en las caderas que realzaba mi culito y se acampanaba debajo hasta terminar por encima de las rodillas, de una espiguilla muy gruesa en blanco y negro. Dijo que “habría que arreglar esas rodillas” y literalmente me las lijó con una banda que nunca había visto. Como, a pesar de la crema con que me untó al terminar, la piel se veía enrojecida, me hizo ponerme unas medias, unos pantys color carne.

-          Con esto se te nota menos la pollita.

Y así salimos a la calle. Sentía la presión del nylon, el aire corriéndome bajo la falda. Me parecía que todo el mundo me miraba, y ello, más que producirme vergüenza, me causaba una terrible excitación. De alguna manera, vivía aquella experiencia como una fantasía, aunque era consciente de que Carlota no consentiría que lo fuera, de que aquello era el principio de un vuelco radical en mi vida. De repente, me trataba como a una amiga, con afecto y simpatía. Me sentía feliz.

-          Vaya, vaya…

Sentí la mirada socarrona de Nino, que resultó ser el prototipo de lo que se esperaba de un peluquero: afeminado, escandalosamente afeminado hasta la exageración, delgado, elegante, exageradísimo… Fue evidente que me calaba, y comprendí que le excitaba.

-          ¡Qué monería de amiguita te has buscado, Carlota!

-          ¿A que sí?

-          ¿Y qué vamos a hacer con ella?

-          Yo creo que le vamos a alisar el pelo, a curvarle las puntas hacia dentr,o y a teñírselo de negro, negro, muy negro ¿Qué te parece?

-          Pues que lo tiene muy cortito.

-          ¿Y, entonces?

-          Yo creo que se lo rapo por los lados y lo dejamos arregladito y liso por arriba. Que vaya viniendo a verme cada semana o cada quince días para arreglárselo, y poco a poco se lo vamos conduciendo.

-          Me muero por verlo.

Hablaban de mi como si no estuviera. Me condujo a una salita apartada, cerró la puerta tras de nosotras y me acomodó en la silla para lavarme la cabeza. Sus dedos me causaban escalofríos al masajearme el cuero cabelludo.

-          ¿Y cómo te llamas, cariño?

-          Me… me llamo Lisa.

-          ¡Huy qué adecuado!

Lo dijo acariciando mi pecho plano y riendo. Carlota río también la ocurrencia. Mi pollita, constreñida por los pantys, permanecía erecta, terriblemente dura, apuntando hacia arriba y pegada a mi vientre, sobre el que resbalaba con facilidad, pues no dejaba de fluir.

Con aire concentrado, comenzó su trabajo afanándose en diferentes tareas durante más de una hora y media. Se movía a mi alrededor. Podía ver que le gustaba con solo fijarme en el bulto evidente que se dibujaba en su pantalón de cuero.

-          ¿Y de dónde has sacado esta preciosidad, cariño?

-          Era mi novio.

-          ¡Madre mía! Pero… ¿Y ahora?

-          Ahora es… un juguete.

-          ¡Hay gente con una suerte!

-          ¿Te gusta?

-          ¿Bromeas? ¡Me encanta!

Mientras no sé qué producto hacía su efecto en mi pelo, Carlota se acercó a él y, sin pedir permiso ni con la mirada, desabrochó ante mi cara su cinturón. Bajó la bragueta del pantalón, y extrajo su polla, de muy buen tamaño.

-          Pues juega con ella, bobo.

Supe lo que había que hacer, y comencé a chupársela. El tipo gimoteaba de una manera muy exagerada, con la voz atiplada, hecho una verdadera maricona. Su polla estaba como una piedra, y entraba en mi boca mientras gimoteaba. Carlota me miró con expresión severa y relajé la garganta tragándomela hasta el fondo.

-          ¡Ay, maricón! ¡Así! ¡Asíiiiiiiiiiii!

Comenzó a correrse a borbotones. La sensación de su polla latiéndome en la boca y escupiéndome sus cargas de leche en la garganta me enloquecía. Me parecía que podría correrme si aquello se prolongaba mucho más tiempo. La presión del nylon me desesperaba. Me sentía empapada, loca.

-          ¡Ufffff! ¡Menudo exitazo que va a tener esta zorrita!

Tras abrocharse y recuperar el aliento, siguió con su trabajo como si nada hubiera pasado. Hablaba con Carlota sobre si era muy mona, sobre si menuda suerte, sobre si tal, sobre si cual. Me gustaba sentir centrada en mí toda aquella atención.

-          Oye, Nino y si…

-          Dime, cariño.

-          Es que… Estoy pensando en hacer una puesta de largo esta misma noche, en mi casa.

-          ¡Huy por dios!

-          ¿No te apetece?

-          ¿Bromeas? ¡Me vuelve loca!

-          ¿Y traerías amigos?

-          ¿Cuántos, loca?

-          No sé… Diez, doce…

-          Y quince si quieres. Cuando lo cuente no se lo van a creer.

-          ¿A las once?

-          Como un reloj.

Me hicieron la manicura y la pedicura. Me pintaron las uñas, me dieron cremas mágicas en las manos… Cuando terminaron conmigo, casi tres horas después, estaba preciosa. Desconcertantemente guapa. Seguía loca de caliente. Era un sufrimiento dulce. La idea de lo que iba a suceder aquella misma noche me desesperaba de ansiedad.

Comimos cualquier cosa por ahí y pasamos el resto de la tarde de compras. Lo primero que hicimos fue visitar una zapatería que nos había sugerido Nino (“no puede ir vestida de princesa y con esas deportivas, cielo”). Nos atendió una muchacha transexual, preciosa, aunque quizás un poco grandota, que consiguió vendernos tres pares de zapatos (dos de tacón ancho y uno de aguja, rojos, divinos, que me pareció imposible ponerme y no matarme en la caída).

-          Estos llévatelos para tenerlos, pero no la saques con ellos a la calle hasta que sepa, pobrecita.

-          Casi me los compraría yo.

-          De tu talla no vendo cielo. Bueno, ni casi de la suya ¡Un 40! ¡Qué envidia!

Después fuimos a comprar (sí, a ese supermercado), lo necesario para la fiesta. Comprendí que Carlota y yo no pertenecíamos a la misma clase social. Se desenvolvía con una soltura envidiable. Sabía conseguir lo que quería que, aquella tarde, era que nos llevaran todo a casa antes de las diez.

-          Pónmelo en bandejas listas para servir, por favor.

Cuando llegamos a casa, me dolían los pies terriblemente. A pesar del tacón ancho, me resultaba difícil andar, y, por coquetería, me forzaba a hacerlo dignamente, y forzaba mis pies y mis piernas para conseguirlo. La muchacha de la zapatería, que había terminado invitada a nuestra fiesta, naturalmente, me había dado mis primeras lecciones allí mismo, pero la verdad es que resultaba un suplicio.

Y volvimos a una nueva sesión de ducha, de cremas… Esta vez, me maquilló más, más atrevida, y no me consintió cómo por la mañana, de manera que, cuando estuve vestida, mi sufrimiento resultaba perfectamente visible debajo del vestido negro ceñido. Me miré al espejo y no lo podía creer. El chico que yo era hubiera suplicado por estar conmigo. Sonriendo, y besándome el cuello frente al espejo, remató su obra prendiéndome un collar de grandes cuentas negras de cristal, y perfumándome con una rociaditas de Cocó, de Chanel. Mi pecho liso y pálido asomaba visible por el amplio escote. Pensé que mi cuello parecía más largo con aquel corte de pelo.

-          Bueno, cariño ¿Nerviosa?

-          Un poquito.

-          No te preocupes, cielo, que vas hecha una princesa. Espérate aquí hasta que estén todos. Y no te sientes, no vayas a arrugarte el vestido.

Mientras esperaba inquieta y excitada, escuchaba el timbre sonar una y otra vez. Una cierta algarabía iba ascendiendo desde el final del pasillo. Podía oírla a través de la puerta del dormitorio de los papás de Carlota. Me moría de excitación. Me miraba al espejo una y otra vez: tremenda, preciosa. Me moría porque todos me vieran.

Así que, cuando apareció, me temblaban las piernas. Llevándome de la mano, de una manera muy teatral, me condujo al salón, donde esperaban no menos de veinte personas, que estallaron en un murmullo adulador cuando hice mi entrada triunfal. Nino, haciendo de maestro de ceremonias, completamente desmelenado, me iba presentando a unos y a otras. Todo el mundo besaba mis labios y alababa mi belleza.

-          ¡Pero niña, qué preciosidad!

-          ¡Qué envidia, Carlota! ¡Yo quiero otra para mí!

-          ¿Pero habéis visto qué culito?

Sin saber cómo, me encontré con una copa en la mano que nunca estaba vacía. Era el centro de todas las atenciones, la reina de la fiesta. Nunca me había sentido tan bien. Carlota, discretamente apartada de mí, me observaba, sin embargo, con una sonrisa de aprobación en los labios. Charlaba con Nadine, la dependienta de la zapatería, con quien parecía haber congeniado.

-          Bueno, bueno, bueno, damas y caballeros, un momento de silencio.

De repente, me vi sola en el centro del círculo que se había formado alrededor. Nino había pedido silencio, y se lucía enumerando mis muchas virtudes y tratando de establecer el orden en que iba a ser recibido por nuestros invitados en el exterior del armario donde, dijo, me encontraba por fin. Cuando se estableció que el honor de “inaugurarme” correspondía a un tal don Andrés, me dejó de pie frente a un caballero elegantemente vestido, muy varonil y atractivo, de cabello gris y grueso bigote y, a su manera ampulosa y teatral, tiró de las lazadas que sujetaban mi vestido a los hombros y me encontré tan solo con las braguitas negras, las medias, y el liguero que Carlota había elegido para mí. Mi pollita resultaba incontenible, y levantaba el tejido suave que trataba inútilmente de ocultarla. Se escuchó un murmullo de admiración y, don Andrés, sonriendo, me tomó de la mano y me condujo frente a sí. Se sentó en un sillón amplio, blanco impoluto. Acariciaba mis caderas, mi pecho. Lamió mis pezones mientras sus manos valoraban la dureza de mi culito pálido y, finalmente, haciendo a un lado las braguitas, comenzó a chupármela de una manera dulce y suave, recorriéndola con la lengua, besando suavemente mi capullo enrojecido, jugueteando con mis pelotitas lampiñas entre los labios. Me volvía loca. Como en un sueño, ligeramente mareada por el alcohol, escuchaba los murmullos alrededor. La boca de aquel hombre me hacía temblar.

-          Mira qué linda.

-          Si parece que le da vergüenza.

-          Es una preciosidad de criatura.

-          Para comérsela a besos.

Manejó mi deseo sin permitirme terminar. Besaba, lamía, acariciaba, y se detenía siempre a tiempo, siempre cuando ya me parecía que aquello no tenía marcha atrás. Acariciaba mi culito, lo lubricaba con los dedos tras hacérmelos lamer. Me hizo sentarme a horcajadas sobre él, abrazada a su cuello. Me besaba los labios y el cuello causándome un cosquilleo. De alguna manera, su polla había aflorado por entre los pliegues de la bragueta de su pantalón, y la agarraba junto con la mía haciéndolas resbalar juntas. Me volvía loca. Cuando la apuntó a mi culito, creí que me moría. No me hizo daño. La sentí deslizarse dentro, llenarme, y me volví loca. Me contuvo para que no lo cabalgara. Todo era lento, delicado. Me dejé caer ligeramente hacia atrás para sentirla más dentro. Había dejado de acariciarla, pero la presión en mi interior, en aquel preciso lugar de mi interior donde restallaban los calambres, era tan intensa que comprendí que no podría detenerme. Me dejé llevar viendo cómo en sueños el modo en que mi capullito se amorataba, se congestionaba, y terminaba estallando en una sucesión interminable de efusiones de esperma que hicieron que el auditorio estallara en aplausos y exclamaciones de admiración. Quería morirme así, sintiendo su leche temblada derramarse en mi culito y la mía como quemándome al salir, dejándome sin aire, tensa.

A partir de ahí, estalló la locura. Me encontré de nuevo con una copa en la mano. Todos me rodeaban, me acariciaban, me besaban. No tardé en estar de pie, en el centro del salón, inclinada hacia delante, comiéndole la polla a otra nenita, como yo, mientras alguno de los hombres me sodomizaba de nuevo. Mi pollita seguía rígida. La muchacha chillaba afectadamente y no tardó en correrse en mi boca entre gritos de admiración.

-          ¡Tómala toda, putita! ¡Asíiiiiiiii!

Ya no había delicadeza. Era una pelea por follarme, una pelea por poner sus pollas en mis manos, en mi boca, por comérmela. Me dejaba zarandear, llevar de aquí para allá. Culeaba chillando. Me corría en la boca de quien fuera, en el culo de quien fuera, en el aire. Supuse que había algo en mi bebida que me mantenía en una erección permanente, y en un estado de irrealidad delicioso. Entre la muchedumbre que pugnaba por usarme, pude ver a Carlota abierta de piernas, en un sofá. Nadine la follaba. Gemía sin dejar de mirarme.

En lo que parecía el paroxismo, el momento culminante de la fiesta, estaba sentada a horcajadas sobre una mariquita monísima echada en la alfombra. A mi alrededor, dos, tres, a veces hasta cuatro invitados más, llevaban mi cabeza hacia sus pollas, mis manos, y yo atendía a todo aquel que consiguiera alcanzarme. Se me corrían dentro, encima. Sentía sus pollas palpitarme en las manos, en la garganta, y el contacto de los chorretones de leche con que me regaban. Yo misma, me corría una vez tras otra con un placer enorme y en una abundancia antinatural. En un momento dado, alguien más, arrodillado, se situó detrás de mí, y sentí que me desgarraba. Tenía dos pollas clavadas en el culito al mismo tiempo, y me moría de dolor y de placer. Me corrí haciendo resbalar la mía sobre el vientre de quien me soportaba. Me sometían a un ritmo infernal de vaivenes furiosos. Cuando sentí su leche llenarme una vez más, pensé que todo había terminado.

-          Bueno, locas, yo creo que ya ha llegado el momento ¿No?

Un coro enfebrecido grito “¡Síiiiii!”. Entre vítores, con las piernas temblorosas, me llevaron casi en volandas hasta la mesa y me echaron sobre ella. Noté que ataban mis manos a dos de las patas y, de alguna manera, los tobillos, que me dejaron con las piernas flexionadas y el culito al borde del tablero, completamente expuesto. Se hizo el silencio y entonces lo vi. Debía haber estado escondido, porque no recordaba haberlo visto hasta entonces. Mediría cerca de dos metros. Era feo, o quizás no. Terriblemente grande y viril. Un tipo enorme que sujetaba con ambas manos una polla de unas dimensiones bestiales. Una anomalía del tamaño de un brazo. Caminaba hacia mi parsimoniosamente, con una sonrisa estúpida dibujada en la cara. Todos observaban en silencio, con una enorme expectación. Tuve miedo.

-          Vamos, Max, tu turno.

Sucedió de repente, sin preámbulos: apuntó hacia mi aquella monstruosidad, empujó, y la sentí taladrarme, destrozarme. Chillé. A mi alrededor, el resto de los chicos se inclinaban para besarme, para acariciarme, para lamerme las lágrimas de dolor. Aquella bestia idiota me follaba como un animal con su polla enorme, terrible, y terriblemente dura, que parecía ir a romperme. Me consolaban, me animaban.

-          Tranquila, cariño.

-          Relájate.

-          No pasa nada…

Y, de repente, todo pareció transformarse. El dolor persistía, pero el placer conseguía imponérsele. Mi polla, como si quisiera separarse de mi cuerpo, se levantaba rígida cada vez que me la clavaba entera, cuando sentía su pubis peludo empujándome el culo. Chillaba, y se erguía de piedra al sentir toda aquella enorme barra de acero en mi interior, presionándome toda. Comenzó a follarme de una manera frenética. No podía dejar de llorar y de gemir. No veía nada, ni era capaz de entender las voces que oía alrededor.

-          ¡Ya va! ¡Mira!

Se me clavó como un animal, hasta el fondo y, sin sacar ni un centímetro, comenzó a empujarme a golpes secos, como si quisiera sacármela por la boca. Y estalló. Sentí un estallido de leche en mi interior, un volumen de leche como nadie me había dado nunca. Y comencé a correrme. Los chicos nos jaleaban. Me estremecía en un salpicar continuo de esperma que me cubría entera. Me corría sobre mí misma. Mi pollita, como animada por una vida propia, estallaba una y otra vez a pesar del intenso dolor que padecía. Chillaba y me corría sin final. Todos aplaudían, nos miraban. Algunos, se inclinaban y se metían mi pollita en la boca, y bebían algún sorbo de la leche que escupía, que parecía llevárseme la vida consigo. Temblaba, gemía, chillaba y lloraba hasta que perdí la conciencia.

Cuando la recuperé, la casa estaba en silencio. Junto a mí, en la bañera, Nadine y Carlota me aseaban cuidadosamente. Me desmaquillaban, me lavaban… Cuando enjabonaban mi culito, sentía un dolor intenso. Apenas me tenía en pie. Reían y charlaban mientras terminaban de bañarme. Nadine volvió a comérmela. Me corrí en su boca una vez más. No quiso hacer que la correspondiera. Me dolían las mandíbulas también. Los restos de mis medias estaban tirados en el suelo.

-          ¿Te quedas a dormir, Nadine?

-          ¿Tú que crees?

Me quedé dormida donde me dejaron en la cama de los papás de Carlota. La polla de Nadine, magnífica, brillaba a la luz tenue de la pantalla de pergamino de la mesilla de noche. Lo último que vi fueron sus labios cerrándose alrededor de su capullo.

-          Así, preciosa. Así...