Nota media 07: repaso estival
Lupita se rinde a la evidencia y se deja llevar por sus instintos
Aquel día en que Carolina apareció en casa de Marisa, no fue ella mi único descubrimiento. Ya ha quedado escrito, aunque sea someramente -tiempo habrá para volver a ello-, la importancia que aquella “putilla de primero” acabó teniendo en mi vida. Lupita, sin embargo, aunque fuera de manera secundaria, tuvo también su importancia, hasta el punto de convertirse durante un tiempo en una ardiente obsesión para mí.
Había percibido en ella una expresión de carácter y resolución que no le había impedido someterse después al dolor y al placer, que evidentemente despreciaba, para conseguir su fin último. Era una perra. Ella no sé si sería consciente de ello, pero yo lo sabía. Yo conozco a las personas. Era una perra, y yo quería domarla.
Tampoco hay que ignorar que me fascinaron sus tetotas y aquel culazo redondo y grande, pero duro, y su aspecto tan chocante de matrona joven, de mater familiae en ciernes.
Coincidí con ella a solas al día siguiente por casualidad. Fue en el retrete de la facultad, por la tarde. Estábamos solas. Sin decir una palabra, me miró a los ojos y, muy seria, entró en uno de los excusados. Preocupada por las posibles consecuencias, dudé un instante. Mi polla, bajo la falda, estaba muy dura ya con solo pensarlo. Acababa de terminar la temporada de exámenes y no había un alma por allí. No pude contenerme y abrí la puerta. De pie, apoyada de espaldas en la pared de baldosas blancas, me esperaba. Observé que había iniciado, a su torpe manera, algún ligero cambio: en lugar de una de aquellas faldas grises o marrones que solía, llevaba una de cuadros escoceses. Supuse que era de un antiguo uniforme escolar. Sus tetazas se apretaban en una blusa blanca que le quedaba ciertamente pequeña. No se había puesto jersey.
- Así que, finalmente, te ha gustado ser puta.
- …
No respondió. Me sostuvo la mirada apenas un instante con un cierto aire de desafío y, dándose la vuelta, se subió la falda con las manos ofreciéndome su culo grande y redondo, cubierto por unas bragas de algodón blanco con un ridículo estampado infantil de florecitas. Se las bajé lo justo para descubrirlo y acaricié aquellas nalgotas. Tenía la piel basta, como de campesina, y la carne dura. Lo estrujé con la mano y le di un azote al que respondió con un jadeo ronco. Rebusqué entre sus muslos y, entre la jasca pelambrera oscura y descuidada descubrí su coño empapado. Gimió cuando le clavé dos dedos.
- Muy puta…
- …
- ¿Qué has venido a buscar?
- A…. usted…
Me fascinó la sensación de oír hablarme de usted a una zorrita que tenía mis dedos en el coño. Comencé a masturbarla deprisa, casi a follarla con los dedos y, cuando su culo empezaba a acompañar mis movimientos y su respiración se agitaba, atrapé su clítoris con fuerza arrancando un chillido que reprimió tapándose la boca con la mano. Tenía las mejillas encendidas y las gruesas gafas de pasta negra descolocadas, y respiraba agitadamente. Lo tenía grueso y duro. Asomaba claramente entre sus labios. Su grito se transformó en un quejido agudo, emitido en voz muy baja, al que acompañaba un movimiento nervioso de sus piernas, un taconeo que hacía que su cuerpo se moviera como si temblara.
- ¿Qué pasa, putita? ¿No es lo que querías?
- Sí.
- ¿Has venido buscando tu castigo?
La obligué a incorporarse y agarré su mandíbula con fuerza empujándola contra la pared. Había algo en aquella zorra que me impulsaba a hacerle daño. Desabroché su blusa y saqué aquellas tetazas blancas como la leche por encima del sostén de monja que llevaba. Tenía los pezones duros, ampliamente orlados, de color café con leche, y una sutil trama de venillas azuladas que se dejaban ver dibujadas en su palidez inmaculada. Volví a meter mi mano entre sus muslos y a masturbarla fuerte y deprisa, centrándome en una caricia ruda y rápida, directamente aplicada sobre su clítoris gordezuelo, que sabía que le causaría un calambre incómodo y violento. Inclinándome sobre ella, sin soltar su cabeza, que mantenía firmemente sujeta contra las baldosas, lamí brevemente uno de ellos antes de morderlo arrancándole un quejido lastimero. Movía el culo como una perra en celo. Lloriqueaba.
- ¿Así es como lo quieres? ¿Quieres que te haga daño?
- Sí…
Le corrían unos gruesos lagrimones sobre las mejillas incendiadas. Me ponía muy perra sentirla así, entregada de aquella manera, gimoteando mientras sollozaba. Parecía no cuadrar con los rasgos duros de su cara aquel sumiso darse, aquel placer que le causaba el sufrimiento.
Volví a darle la vuelta y esta vez empujé su cabeza contra la pared al tiempo que le volvía a subir la falda con fuerza. Se le cayeron las gafas. Tenía las bragas en las rodillas. Sus zapatones negros taconeaban en el suelo y jadeaba ansiosamente, como si no supiera discernir entre el miedo y el placer.
No pude contenerme. Me dejé llevar por mi impulso como si fuera mi derecho mortificarla. En cierto modo, era ella quien me lo pedía. Apunté mi polla entre las nalgotas blancas y, sin más lubricación que la que pudiera proporcionar mi propio flujo, empujé con fuerza enterrando en su culo la mitad de mi polla. Chillo angustiosamente. Volví a empujar hasta enterrarla entera. Lloraba a moco tendido mientras la follaba deprisa, como con rabia, agarrándome a sus glúteos, clavando mis uñas en ellos. Lloraba y escondía la mano entre los muslos mientras se sujetaba contra la pared con la otra. Sus tetas entrechocaban al ritmo exacto con que sus gemidos llorosos denotaban el placer que iba cubriendo paulatinamente los lamentos de dolor.
- ¡Correte… puta… córre… teeeee…!
Empujando con fuerza enterré mi polla en ella hasta el fondo una vez más y empujé mientras sujetaba su cabeza agarrándola por el pelo. Tenía los ojos en blanco y el rostro descompuesto. Se orinaba a chorritos escasos. Me corrí en su culo sintiéndome muy perra, muy cabrona, y me gustaba. La putilla llorona se corría de dolor y de placer, completamente fuera de control, y las lágrimas empapaban sus mejillas. Mi lechita estallaba en su culo. Aplastaba su culo con mi cuerpo empujando con fuerza, como si quisiera atravesarla, y vertía uno tras otro mis chorros de leche en su interior.
Cuando la solté cayó al suelo. Un hilillo de esperma goteaba en el suelo desde su culo y tenía las huellas de mis dedos en las tetazas blancas. Hipaba y se cubría el chochito velludo con la mano.
- Arreglate antes de salir, putita, o todo el mundo va a saber lo zorra que eres.
- …
- Ven esta noche a mi casa si quieres. Si no… Si no nos olvidamos del asunto.
Dejé mi tarjeta en el bolsillo de su falda y me marché de allí sin mirar atrás. Lloriqueaba en el suelo todavía y mantenía la mano sobre el coño, como si se protegiera así. Me moría por que apareciera.