Nota media 06: flashback
Vamos a echar la vista atrás para conocer mejor a Miriam. (CONTIENE ESCENAS DE SEXO HOMOSEXUAL)
No tuve una infancia fácil, pero me pareció que había sido el paraíso cuando llegué al instituto para hacer BUP. En el colegio, los demás niños eran mis amigos. Nos habíamos criado juntos y, aunque tenía que soportar que me llamaran nena, o marica cuando discutíamos, no resultó especialmente duro. Yo siempre había sido un niño “blandito”, por así decirlo, afeminado.
En el Insti las cosas se complicaron. En aquella etapa, los demás muchachos ya eran adolescentes con sus consabidos desarreglos hormonales, y muy necesitados de autoafirmarse, casi siempre contra otro, y yo era el otro más adecuado. Padecí el insulto, la marginación, y un vergonzante acoso que me hacía sentir basura. Varios de mis compañeros, cuando tenían ocasión, me violaban, se propasaban conmigo. Esos eran quienes después, en público, tendían a humillarme con mayor encono, supongo que para ocultar sus inclinaciones.
Hay que entender que, aunque por aquel entonces empezaba a tomar conciencia de que yo era una nena, mi cuerpo y mis pulsiones eran las de un chico de mi edad, con las mismas urgencias y las mismas dificultades para contenerlas que ellos experimentaban. Eso me convertía, cuando me victimizaban, en una víctima colaboradora, y ello me causaba después una vergüenza terrible, que derivó en un problema de autoestima que, a su vez, retroalimentaba el proceso original, sumiéndome en un desánimo permanente.
La primera vez sucedió en el instituto. Me había metido en uno de los retretes del aseo para hacer pis. Solía hacerlo así para ahorrarme la humillación de los comentarios jocosos de mis compañeros, especialmente cuando estaban en grupo. Un muchacho de otro de los grupos de mi curso me había seguido hasta allí sin que me diera cuenta y, cuando traté de cerrar la puerta, la sujetó con fuerza y se metió conmigo dentro.
- Venga, maricona, que lo estás deseando.
Se sacó la polla delante de mí y me empujó hacia el suelo. Yo traté de resistirme, pero la verdad es que nunca fui muy fuerte y tampoco tenía esa agresividad de machote, así que acabé de rodillas. Me resistí a gritar. Me parecía más humillante todavía. Cuando me quise dar cuenta, la tenía en la boca. Me sujetaba la cabeza agarrándome del pelo, y me la metía y sacaba muy deprisa.
Fue mi primera polla. Por primera vez sentía en la boca aquella sensación de cosa dura y, sobre todo, aquella impresión del deseo, del placer del otro que me ha movido el resto de mi vida. Pronto estuve mamándosela como buenamente se me ocurría que debía ser, presa de una excitación descontrolada, con mi propia polla dura como una piedra.
Cuando se corrió en mi boca gimiendo, fue un descontrol. Se la chupaba como una puta loca, y me tragaba su leche ansiosamente. No paré hasta que no me empujó para apartarme. Se abrochó deprisa la bragueta y se fue sin el menor gesto de aprecio ni de agradecimiento, dejándome allí, solo, con la polla dura y el corazón a cien por hora.
- Cómo se te ocurra decir algo te mato, maricón.
A solas en el retrete, al borde de las lágrimas, me saqué la mía y me masturbé frenéticamente. Lo hice como estaba, de rodillas, recordando la sensación de tenerla en el paladar, de sentir su temblor y aquel pálpito que precedía al disparo de cada chorro de leche en mi garganta, de escuchar sus gemidos
Después me piré el resto de las clases para irme a Plaza de España a caminar perdido entre la gente. Me sentía triste y sola. En cierto modo, supongo que más por una cuestión del desarreglo sexual propio de la edad que por otra cosa, me sentía desgraciada porque no estaba conmigo, porque no me había dado su afecto. Sólo me había utilizado. Creo que confundía aquello con el amor. Además, en esa confusión inicial, me reprochaba aquel deseo. Me habían educado para despreciar a la gente que era como yo, me parecía un defecto, una tara.
Al día siguiente volvió con otro amigo. Aquello fue mucho más humillante. Los dos machitos parecían competir entre ellos para ser más hombres, para demostrarse que lo que hacían respondía a una suerte de broma cruel, que no obedecía a un deseo. Me insultaban y me humillaban mientras me forzaban a inclinarme para mamársela a uno de ellos mientras el otro, tras bajarme los pantalones, me follaba el culo. Ni siquiera se tomaron la molestia de lubricarme. Un poco de saliva apenas, lo justo para que entrara, y aquel dolor intenso, aquella sensación extraña de sentirme poseído, aquellos golpes en el culo que me empujaban contra la verga que me entraba hasta la garganta causándome arcadas…
Me corrí. Mientras me follaba, junto a un dolor intenso, notaba la intermitente presión en lo que después supe que era la próstata. Al principio era como una cosquilla intensa. Poco a poco, fue convirtiéndose en un chispazo, un breve estallido de placer que superaba al padecimiento. Volví a mamar con ansia, glotona. Cuando notó que se corría, me la clavó y se quedó allí, quieto, empujándomela hasta el fondo, y el chispazo intermitente se convirtió en una presión prolongada que me causaba una marea de placer que me recorría la espalda. Sentí la lechita en la boca y cómo me llenaba el culito por detrás. Aquello aliviaba el dolor y me llenaba de placer. Mi polla seguía en los calzoncillos. Ni siquiera me los había bajado más que lo justo para follarme. Me corrí en medio de aquella sordidez ensuciándolos, tragando leche y gimoteando. Me llamaban maricón y se burlaban de mí.
Una vez solo, me limpié como pude con el pañuelo que mi madre me metía en el bolsillo cada mañana. Después lo tiré a la papelera. Me dolía mucho el culo y tenía ganas de llorar. Había escuchado sus risotadas al salir de los aseos. Aquel día sí volví a clase. Debía tener los ojos rojos. Había estado llorando. Los demás chicos se burlaron más de mí que nunca.
Como a todo se acostumbra una, yo me acostumbré a aquello. Tenía su parte positiva: debía ser el chico que más follaba en el instituto. Acabé cogiéndole el gusto y obviando la humillación. A los cinco o seis muchachos que me buscaban se las chupaba, les dejaba follarme, y me corría. Debo confesar que me excitaba desde el momento mismo en que tenía la sospecha de que iba a suceder. Cuando la puerta se cerraba, mi polla estaba ya como una piedra, y yo misma me agachaba buscando las suyas. Las sacaba de su bragueta y se las comía antes de que tuvieran ocasión de obligarme. A veces se las mamaba hasta que se me corrían en la boca; otras, se las mamaba antes de que me follaran. Así no me hacían daño. Mientras tanto, yo me ocupaba de mi propio placer, porque ellos no lo hacían. Me acariciaba caliente como una perra, y me corría delante de ellos. En cierto modo, me excitaba aquella humillación.
Sólo una vez en aquellos cuatro años, uno de los chicos, Mario, me agarró la polla. Me follaba boca arriba, arrodillado en el suelo mientras yo permanecía medio echada en la tapa del retrete. Me estaba poniendo a cien. Me la agarró cuando más entusiasmado estaba, y me corrí al mismo tiempo que me llenaba de lechita. Después, la siguiente vez que me crucé con él, hizo bromas sobre la “nenaza” delante de todo el mundo. Me dio más pena que rabia.
Así, cuando acabé COU, yo ya tenía conciencia de lo que era y tomé una determinación. Tardé varios días en atreverme a hablar con mis padres, que no se sorprendieron. A mi padre le costó un poco más asumirlo, pero mamá fue como si ya lo supiera. Me aconsejaron que lo pensara bien y me hablaron sobre las dificultades que tendría que afrontar, y sobre lo difícil que me sería encajar, sobre lo mal que la sociedad trataba a la gente como yo… La sociedad no me había tratado muy bien hasta entonces, así que no tenía miedo.
Decidí que no quería un período de adaptación ¿Para qué? Había sido rarito toda mi vida, eso no era un secreto para nadie, así que me lie la manta a la cabeza y me convertí en Miriam. Había acabado mi COU con buenas notas y conseguido más que suficiente en selectividad para ingresar en Derecho. Las abuelas fueron generosas conmigo y no tenía planes para el verano, así que me animé y me compré ropa. Tenía una sensación de vida nueva. Empezaba la carrera y era como empezar otra vida. Había decidido empezarla como me sentía, como era, y dejarme de rollos. Prefería ser la “travesti”, que decían entonces, mejor que la “nenaza”. Nadie volvería a humillarme por ser la mitad de yo.
Como había pasado el verano expuesta, al llegar a la Facultad ya no me importaba nada. Había que asumirlo: aquello era así, había a quien le molestaba, a quien le daba igual y a quien le hacía gracia. No iba a dar importancia a lo que pensaran los demás.
Así que llegué a clase en bus con mi vestido color crema estampado de florecitas diminutas, mi media melenita, que ya la tenía preciosa, unas sandalias sin mucho tacón, los labios un poco pintados, y las uñas de un color rosa pálido discreto y elegante. Tampoco iba a la discoteca, no había que exagerar.
No tuve mayor dificultad hasta que uno de los profesores, un carcamal que enseñaba Fundamentos del Derecho Civil se empeñó en recalcar ante toda la clase que me llamaba Joaquín Macías, y exageró su extrañeza al ver lo poco que concordaba mi apariencia con aquel nombre. El resto fueron más discretos y, aunque pude notar su extrañeza, no hicieron comentarios al respecto, ni recibí reproche alguno por su parte.
En cualquier caso, aquello fue suficiente para convertirme en la comidilla del Campus, pero eran los 80, y la mayor parte de mis compañeros se hubieran cortado una mano antes que parecer anticuados, así que, por primera vez en mi vida, me sentí acogida, y hasta gozando de una cierta notoriedad. Lo más moderno y elegante de la universidad quería ser mi amigo, y no había fiesta a la que no se me invitara
El caso es que yo había, que había sido un chico retraído, con serios problemas de comunicación, y me había pasado la adolescencia encerrado en mi cuarto estudiando, ante aquel cambio de estatus repentino, como era lógico, sufrí un notable impacto en mi rendimiento académico, y ya en el primer trimestre me encontré con una caída generalizada de mis notas y con el primer suspenso de mi vida en Constitucional, la asignatura que impartía la doctora Castiella, de quien en la Facultad se decía que era lesbiana (la llamaban “la Torti”), y se contaba que solía bajar la nota a propósito de las chicas que le gustaban para tirárselas a cambio de volvérsela a subir.
Yo no le daba mucho crédito al rumor, y tampoco me preocupaba mucho, así que me planté en su despacho para la revisión de exámenes a ver si conseguía que me subiera las cuatro décimas que me habían faltado para aprobar.
- ¡Vaya, doña Miriam Macías! Ya tenía yo ganas de charlar un ratito con usted. Pase, pase, cierre la puerta y siéntese.
- Profesora…
- Doctora, por favor.
Me pareció que había empezado con mal pie y me senté azarada y nerviosa, hasta el extremo de verme incapaz de enumerar la lista de argumentos que me había preparado para la ocasión. Ella permanecía de pie, hojeando un libro junto a la estantería, o paseando por el despacho en silencio, dando vueltas a mi alrededor, y dirigiéndome de cuando en cuando una mirada inquisitiva que me hacía sentir terriblemente incómoda. Llevaba un traje azul de falda y chaqueta y una blusa blanca que, junto con las gafas de pasta negra y la coleta de caballo con que sujetaba su cabello, le daban un aire de una severidad terrible. Era una mujer de mediana edad, amplias caderas y forma de guitarra que Imponía muchísimo respeto.
- Bueno, supongo que no ha venido usted a mirarme, jovencita. Tendrá algo que decirme ¿No?
- Yo… Bueno… Yo… Mi examen…
- Su examen, señorita, es una basura, cosa que no es de extrañar en una alumna de primero, especialmente cuando es un poco putita ¿Nada más?
- Yo pensaba que quizás… Si usted pudiera no puntuarlo… Condicionarlo a la segunda parte de la asignatura…
- Porque ha estado usted zanganeando durante medio curso y follándose a medio campus, claro.
- Bueno… Yo…
Quería morirme. De repente, se sentó en la mesa, frente a mí, cruzó las piernas con un movimiento elegante, como muy de señora, me miró fijamente a los ojos, y estalló en una carcajada cristalina que nadie hubiera podido suponer que podía corresponder a la bruja que hasta aquel preciso instante había estado torturándome.
- Perdona, cielo… Jajajajajajajajajaja… No te disgustes…
- Pero…
- Jajajajajajajajaja… Sólo era una broma. En realidad, tu examen no es tan malo. Te puedo aprobar perfectamente.
- ¿Y... por qué…?
- Es que quería conocerte.
Parecía otra persona. Charlaba conmigo amigablemente, afectuosamente incluso. Había conseguido pasar de hacerme desear que me tragara la tierra, a sentirme maravillosamente.
- ¿Sabes? Me encantan las muchachas. Supongo que ya habrás oído algo.
- Sí… Bueno…
- No seas tímida, chiquilla. Si todo el mundo lo dice y además es verdad. Me encantan las putillas, sobre todo las de primero, tan inocentes… Me vuelve loca hacer que se corran avergonzaditas y tímidas… Una delicia.
- Pero… yo…
- Tú tienes una pollita ahí ¿Verdad? Anda, levántate.
Naturalmente, obedecí. Al incorporarme en el escueto espacio que quedaba entre el asiento de visita y la mesa donde permanecía apoyada, me quedé muy cerca de ella. Me sentí incómoda. Tomó mi barbilla entre los dedos y, mirándome fijamente a los ojos con una sonrisa en los labios, comenzó a hablarme en susurros:
- No seas tímida, cariño. Siempre he querido saber cómo era, y tú eres lo que necesito ¿Sabes?
- …
- Llevo un trimestre entero viéndote ahí abajo, sentada, tan bonita, tan finita, tan elegante… Y la idea de que tienes…
Sin soltarme la barbilla, me besó los labios con mucha delicadeza al tiempo que su otra mano se posaba en mi polla por encima del vestido. Me di cuenta de pronto de que la tenía dura. Comenzó a acariciarla suavemente, sin urgencias, y me sentí bien. Ni siquiera me pareció violento que su lengua se introdujera en mi boca y buscara la mía para juguetear con ella.
- Así que he pensado “¿y por qué no? Si sólo es otra putita de primero”.
Nunca me había sentido así. Incluso durante aquel trimestre en la Facultad, cuando por fin había conocido el sexo sin imposición, los chicos que me follaban me follaban, y listo, o se la dejaban mamar. Nadie se había preocupado por acariciarme, y nadie me había besado. La sensación de aquellas caricias lentas, de sus besos, era nueva para mí. Cuando agarró mi cintura y me colocó entre sus muslos, me sentí feliz. Cuando apretó mi polla en su coño agarrando con firmeza mi culito al tiempo que me mordisqueaba el cuello, pensé que aquello se parecía mucho al paraíso.
- ¿No?
- Sí… otra… putita…
Me desabrochó el vestido dejándolo caer a mis pies. Mi polla levantaba las braguitas como una tienda de campaña. La agarró delicadamente y comenzó a acariciarla. Era maravilloso. Cuando me empujó sobre el sillón, se arrodilló entre mis piernas y la sacó por un lado. Gemí como una niña. Al sentir el calor de su boca creí que iba a llorar. Era maravilloso. Envolvía mi capullo con la lengua, lo apretaba en el paladar, lo succionaba un poquito, se lo tragaba hasta la garganta, hasta que mi polla entera desaparecía en su boca para después ir sacándola despacio hasta sentir de nuevo la succión, el calor.
- Dámela, putita…
Me corrí en su boca lloriqueando. Sentía mi lechita estallar como si llegara desde mi espalda, como en un escalofrío que me recorría la espalda entera. Apenas la veía tragársela. Tenía los ojos entornados y temblaba de placer mientras vertía en su garganta chorro tras chorro la lechita tibia, que envolvía mi polla dentro de su boca y me hacía sentir cálida y húmeda.
- Ven cariño, folla a tu vieja profesora.
Tirando de mis manos me hizo levantarme de la silla. La vi levantarse la falda, quitarse las bragas y, posando en el borde del tablero su culo amplio y mullido, ofrecerme su coño empapado. Nunca había visto algo así. Me dejé atraer hasta ella y noté cómo mi polla se deslizaba en su interior, suave y sedoso, cálido, húmedo. Gimió al sentirla. Me sujetaba el culito atrayéndome y me mordía los labios. Me envolvía en un halo de sensualidad desconocida. Se dejó caer sobre la mesa. Jadeaba y gemía. Mi pelvis se movía en un movimiento automático. Entraba y salía de ella acelerándome involuntariamente, y ella me contenía. Me miraba a los ojos con un gesto terrible de deseo. Se desabrochó la chaqueta y la blusa y me invitó a acariciar sus tetas grandes y mullidas. Lo hice. Pellizqué por instinto sus pezones duros retorciéndolos un poquito, haciendo que sus areolas dibujaran una espiral de carne y de deseo hasta arrancarle un gemido como un quejido mimoso.
- Así… cariño… asíiiii…
Poco a poco, era ella quien iba marcando un ritmo que se aceleraba casi imperceptiblemente hasta ser frenético. Yo la empujaba con fuerza, me clavaba con fuerza en ella buscando su calor, y hacía que su cuerpo entero temblara como un flan. Temblaba, gemía y sus tetas se balanceaban sobre su pecho como si se derramaran. Me volvía loca.
- Dámelo… ahora… Dámelo ahoraaaa…
Se incorporó de pronto abrazándome y me mordió la boca. Me apretó fuerte contra sí. Me envolvía con sus piernas y con sus brazos y me jadeaba en la boca de una manera angustiosa, como ahogándose, y sus gemidos parecían resonar en mi cerebro. Me estrujaba impidiéndome moverme, clavándome con fuerza en su coño empapado, y me corrí de nuevo. Me corrí como una loca llenándola de leche tibia, muriéndome por correrme.
Después me ayudó a vestirme. Me quedé sentada, caída sobre el sillón, más bien, recuperándome, como en sueños, viendo cómo recomponía su ropa y servía dos cafés. Sonreía. Los bebimos en silencio, cada una a su lado de la mesa. Tenía una cierta sensación de irrealidad.
- ¿Sabes, cariño?
- Sí…
- Me gustaría que te pasaras por aquí al terminar las clases al menos un par de días o tres por semana. Me gustaría ayudarte. No quiero… Bueno, no quiero que te eches a perder.
- Claro…
- Y… Oye…
- ¿Sí?
- Creo que deberías pensar en hormonarte… Te falta un poco de chicha y además…
- ¿Además?
- Además, cielo, un bombón como tú no puede andar por ahí caliente como un muchacho, o acabarás siendo la puta de la facultad…
Cuando pensó que ya parecíamos “normales”, me invitó a salir de allí. Me dio un beso antes de abrir la puerta y, después, me despidió con mucha corrección. Había recuperado aquel aire severo. Al hacerlo, discretamente, me puso en la mano una tarjeta.
- Ven a verme el sábado, a las cinco ¿Quieres?
- Claro.
Creo que me enamoré de ella, y no exagero. La doctora Castiella fue mi tutora durante toda la carrera y, al terminar, dirigió mi tesis doctoral. Fue mi amiga, mi mentora y el amor de mi vida, y creo que ella también me quiso. Nunca me separé de ella mientras pude, y ella hizo cuanto pudo para que fuera así: me buscó una beca de doctorado y me nombró su ayudante. Después supe que había pagado parte de mi sueldo con el suyo. Con ella conocí a Carlota, la amiga de mi vida, compartí todo el tiempo que pude y me hice una mujer.
Todavía hoy, cada día, al terminar mi trabajo, voy a verla, aunque ya no me reconozca. Paso la tarde con ella y la acompaño mientras la acuestan. Al despedirme, le agarro la mano y beso sus labios. Me gusta pensar que sabe que la quiero, aunque no pueda recordar quién soy.