Nota media 04: te voy a llamar Lola
Carlota experimenta un cambio de perspectiva que cambiará su vida y la vida de su chico. (CONTIENE ESCENAS DE SEXO HOMOSEXUAL)
Los años con la doctora Ibáñez los recuerdo como una confusa mezcolanza entre mi relación con ella, que era de absoluta sumisión, y mi propia trayectoria, que ella misma supervisaba, y que me convertía minuto a minuto en una mujer dominante y, al mismo tiempo, me llevaba a entregarme a prácticas degradantes que nunca he terminado de abandonar del todo. A priori, podría pensarse que se trataba de una monumental contradicción. Yo misma lo sentí así en muchos momentos, y padecí la angustia de lo que entonces me parecía una indefinición que me causaba sufrimiento. Hoy no lo creo. Creo, más bien, que todo ello contribuía a forjarme como soy, que no sería yo completa si me privara de cualquiera de esos aspectos, de las contradicciones que, en cierta medida, me han enseñado a adaptarme a una realidad cambiante y a sobreponerme a sus avatares. Supongo que es la edad la que nos ayuda a asumirnos ¿No?
Con la doctora nunca he perdido el contacto. A lo largo de mi vida, me ayudó en todo cuanto pudo, que fue mucho. Con ella, terminé mis estudios; ella tuteló mi doctorado, y fue ella también quien me proporcionó las recomendaciones y contactos que, junto con Miriam, que sigue siendo mi amiga y mi amante ocasional, nos facilitaron escalar hasta las posiciones que hoy ocupamos, siempre guardándonos las espaldas mutuamente, sabiendo que la una vela por la otra.
Todavía hoy, cuando ya no me reconoce, me ocupo de que no le falte nada, y procuro visitarla siempre que tengo ocasión. Es imposible saber “qué hubiera sido si no...”, pero nunca he dejado de pensar que Marisa (aunque nunca la he llamado por su nombre cara a cara) ha sido el ángel de la guardia que ha encaminado mi vida y cuidado de mi hasta que yo misma he sido capaz de cuidarme.
Pero centrémonos en los hechos: de la relación con la doctora, creo que no es necesario escribir nada. Baste saber que se mantuvo durante años, mientras ella quiso, en los mismos términos que fue describiendo en los diarios que imagino que, a estas alturas, habrás leído ya. Me entregué a ella con la más absoluta sumisión. Me entregué a ella y a quien ella quiso durante años. Acudí a cada llamada suya fuera cuando fuera, siempre con el mismo deseo y la misma absoluta renuncia a mi propia voluntad, y recibí de sus atenciones todo el placer, toda la humillación y todo el dolor que quiso darme. En muy buena medida, aquella sucesión de experiencias intensas, aparentemente caprichosas, forjaron mi carácter.
Fuera de ella, durante aquellos años, podría decirse que fui edificando los otros dos aspectos de mi vida secreta: el sometimiento de Jose, a quien siguieron otros “joses” a medida que, al madurar, dejaban de interesarme; y lo que suelo llamar para mis adentros “mi pulsión oscura”.
De esos primeros momentos, simultáneos y consecuentes con la sumisión a la doctora, quiero hablarte hoy en este primer capítulo de estas memorias de mi propia corrupción, por definirlo según los estándares de esta sociedad cuya autoridad nunca he terminado de reconocer, y que no uso sino como instrumento que me permite trazar mi camino. Y lo primero que creo que merece la pena destacar, es ambos aspectos tuvieron un inicio abrupto, como si el repentino descubrimiento del placer y de la sumisión que me proporcionó la doctora, hubiera desatado en mi un furor incontenible, despertando una curiosidad que todavía hoy no se ha saciado.
Con Jose fue radical: aquella primera tarde, al salir de casa de Marisa después de haberle visto gimotear ensartado en la polla de Miriam, puede decirse que le había perdido el respeto. No es que no le deseara, ni que hubiera dejado de gustarme. No, no era eso. Más bien fue lo que podríamos llamar un cambio de perspectiva… Y de roles, también de roles.
La cosa empezó a fraguarse en mi cabeza aquella misma noche, mientras daba vueltas en mi cama excitada y confusa, masturbándome una vez tras otra, incapaz de contenerme, a medida que venían a mi cabeza las imágenes de lo vivido durante la tarde como en un torbellino. ¡Por dios! Creo que pasé semanas con el coño en carne viva. No podía pensar más que en follar, en toquetearme…
Por la mañana le evité, y a primera hora de la tarde salí a comprar lo necesario. Creo que él tampoco hizo nada por encontrarse conmigo. Imagino que estaba avergonzado.
De mis tres encuentros con la doctora, había aprendido que la situación se domina cuando no se da al otro la oportunidad de reaccionar, y que la presión debe ser implacable y sostenida para conseguir imponer la propia voluntad al otro. Nunca he olvidado aquella primera lección, y, en buena medida, he dedicado mi vida a perfeccionar la técnica. Tuve la mejor maestra.
Al día siguiente sí apareció. Yo estaba hablando con Sara en un pasillo de la Facultad entre clases, aclarando algunas dudas antes de un examen, creo que de “Financiero”, cuando apareció y se dirigió hacia nosotras. Imaginé que había estado convenciéndose de que no pasaba nada, porque vino aparentando una decisión que sus ojos contradecían, como si pensara que podría recuperar mi respeto aparentando vete tú a saber qué. Realmente no le sirvió de nada. Al verle, solo pude recordarle lloriqueando, con aquella polla enorme clavada en el culito, escupiendo sus chorros de leche de esa pollita que, de repente, podía comparar con otra y resultaba tan ridícula.
Nos saludó con soltura y, por primera vez en su vida, sin encomendarse a dios ni al diablo, me tomó por la cintura, allí, en medio de la Facultad, delante de Sara, y me plantó un beso en los labios como diciendo “aquí estoy yo, tu hombre”.
- ¿Qué haces? -pregunté mientras apartaba la cara y le empujaba apoyando la mano en su pecho-.
- Pues…
Se puso rojo como un tomate y hasta ahí llegó su último intento vano por recuperar la dignidad. Mientras balbuceaba una respuesta que no llegó a su cerebro, rebusqué en mi bolso hasta encontrar la cajita de tres bragas que había comprado para él. Se la ofrecí a la vista de Sandra, delante de ella y de manera muy evidente.
- Toma, te he comprado esto. No vengas a verme sin ellas puestas, marica.
Se quedó helado un instante, blanco como la leche. Apenas me sostuvo un momento la mirada. Luego miró a los ojos a Sara, que contemplaba la escena estupefacta, y humilló la cabeza mientras extendía la mano temblorosa para tomarlas.
- …
- Anda, vete. A las ocho donde siempre si aceptas las reglas. Si no… Si no ni te molestes.
Se fue sin despedirse, escondiendo las bragas en la mochila a toda prisa, humillado y, más tarde lo comprendí, sumiso, consciente de que nunca podría recuperar su rol frente a mí, que sería mi pelele hasta que yo quisiera y aceptaría lo que le mandara. Sara me miró asombrada, sin atreverse a preguntar, y yo reanudé la conversación donde la habíamos dejado, como si nada hubiera sucedido. Noté que mi coño se humedecía al sentir aquel poder.
Comí en la cafetería y pasé la tarde estudiando en la biblioteca. A las siete, tomé el autobús para volver al centro. Iba atestado, como siempre. Conseguí hacerme un hueco, apretujada entre la gente y, ahí, en aquel momento, podría decirse que sucedió el primer capítulo de esa otra faceta, de “mi pulsión oscura”.
El autobús se movía despacio, avanzando con dificultad por entre el tráfico caótico de la ciudad a aquella hora. Cada frenazo, cada acelerón, provocaba un movimiento mínimo de la masa de estudiantes que viajábamos en él, apenas un aumento de la presión en una dirección o en otra, porque en aquellas apreturas resultaba imposible desplazarse. En medio de aquella asfixia, noté un contacto en el culo que me pareció sospechoso, aunque en un principio no resultara fácil discernir si se trataba de un encuentro casual, fruto del hacinamiento. Pronto resultó evidente. Supongo que, a causa de mi falta de reacción, la presión se hizo más notoria. El sátiro aquel a quien ni siquiera conseguía ver la cara, apoyaba su mano entera en mi culo y lo manoseaba hasta, a medida que se fue animando, llegar magrearlo con un descaro total.
Todavía no sé cómo reaccioné de aquella manera. Imagino que los dos últimos días habían cambiado mi perspectiva, no sé. El caso es que, lejos de reprocharle su comportamiento, o de tratar de apartarlo, que hubiera sido mi reacción en una situación así hasta entonces, me sentí terriblemente excitada. Aquella mano anónima avanzaba cada vez con mayor descaro, hasta que empezó a acariciarme los muslos y, ascendiendo por ellos, llegó a colarse por debajo de mis bragas. Créeme si te digo que consiguió ponerme enferma.
Enseguida sentí la presión de su polla restregándoseme, y aquello fue lo que terminó de enervarme. Como pude, separé un poco las piernas, apenas lo mínimo necesario para que sus dedos pudieran alcanzar mi coño empapado desde atrás. Sentí su contacto. Resbalaron sin dificultad, y me volví loca. Sin pensar, desplacé mi mano buscándola. Oculta en la masa que nos oprimía, deslicé la mano a mi espalda, hasta palpar la polla de aquel desconocido invisible que me masturbaba con dificultad en medio de la multitud. Era grande. Estaba dura. El corazón me latía a mil por hora cuando, tomando mi mano con la suya, la condujo por debajo del pantalón hasta ayudarme a conseguir el contacto directo de su carne. Estaba empapada. Escuché un gemido ronco y ahogado junto a mi oído al agarrarla. Sonó la campanilla.
- Bájate en la próxima.
No sé por qué obedecí. Cuando el autobús se detuvo en aquella parada, la penúltima antes del Arco del Triunfo, salí a empujones como pude, frenética, borracha de miedo y de deseo, incapaz de razonar, y me encontré a solas en la acera, cara a cara con un muchacho poco mayor que yo, bien arreglado, que me miraba a los ojos sin un atisbo de vergüenza. Tirando de mi mano, me arrastró hacia la oscuridad del Campus. Sentía la hierba bajo las manoletinas blancas. Pensé que se me iban a manchar, una de esas ideas extemporáneas que en ocasiones nos abordan en los momentos más inoportunos. Sin saber cómo, me encontré apoyada en un árbol, frente a él, que se desabrochaba el pantalón y me mostraba una polla dura, grande, una sombra apenas percibida a la mínima luz que traspasaba las copas de los árboles desde las farolas de la calle.
- Cómetela.
Me incliné. No quise arrodillarme. ¿Cómo hubiera podido explicar las rodillas manchadas de hierba? Me incliné y comencé a chupársela como una perra furiosa. La sentía entre mis labios dura, casi tan grande como la de Miriam, y la chupaba con ansia, agarrada a sus caderas, esforzándome por tragarla hasta la garganta, hasta sentir arcadas que me obligaban a sacármela tosiendo y babeando.
- Trágatela, no pares.
Tomó la iniciativa obligándome a tragarla, clavándola entera en mi garganta, asfixiándome hasta hacerme perder casi la consciencia. Involuntariamente, casi sin darme cuenta, me masturbaba como una posesa, me clavaba los dedos en el coño, y me dejaba ahogar. Me corrí como una loca cuando sentí estallarme aquella polla en la boca. Escupía su leche a chorretones violentos que me rebosaban y salían por mi nariz. Trataba de tragármela con ansia. Me temblaban las piernas.
Sin dejarme un segundo para reaccionar, me incorporó sujetándome por las axilas. Nunca había conocido a un chico que no fuera Jose -la maricona de Jose-, y me sorprendió la fuerza con que me manejaba. Me giró, y me encontré apoyada de manos en el tronco. Sentí que me manipulaba, que me usaba a su antojo. Levantó mi falda, se pegó a mí, y su polla se deslizó en mi coño sin esfuerzo. Empezó a follarme como un animal. Me insultaba. Me sentía mareada, confusa, abandonada en manos de aquel desconocido que me taladraba en un golpeteo frenético, que sacudía mi culo con su pubis empujándome contra el árbol y clavándome aquel rabo enorme.
- ¿Esto querías, puta? ¿Esto era?
- Síiiiiiii… Síiiiiii… Fóllame…..
De repente la sacó y, antes de que pudiera reaccionar, la había clavado en mi culo. Grité al sentir aquel dolor desgarrador. Me ardía dentro. Apenas me sostenían las piernas. Sentía la vista nublada por las lágrimas y un dolor lacerante, intenso, que no reducía ni en un ápice el placer que me proporcionaba. Follaba mi culo con aquella misma brutal insistencia, despiadadamente. Mi cuerpo entero se sacudía por el impulso de su golpeteo animal. Chillaba como una loca. Le animaba, le incitaba, quería que me rompiera.
- No te pares,… ca… brón… Destro… za… me… ló…..!!!
Me la arrancó de nuevo haciéndome sentir desesperada. Casi con violencia, me giró zarándeándome y, apoyando mi espalda en el árbol, levantó una de mis piernas. Volvió a clavármela con fuerza, una vez más en el coño, frente a frente, mirándome a la cara y llamándome puta. Me manoseaba las tetas por encima de la camisa y me follaba, ahora más despacio, sin detenerse un momento. Me corría sintiendo resbalar su polla en mi coño empapado. Me corría como una perra, sin parar, temblando, soportando que me escupiera, que me insultara, que me degradara de aquella manera brutal el desconocido que me había robado en el autobús apenas unos minutos antes.
Sentí su leche llenándome el coño. Resbalaba por mi muslo. Clavado en mí, hasta el fondo mismo de mí, su polla descargaba golpe a golpe llenándome de leche, haciéndome temblar desmadejada.
- Buena puta.
Lo dijo como quien agradece a una perra haberse echado a una orden, sin afecto, con ese tono mecánico con que se adiestra a los animales, mientras se abrochaba la bragueta antes de desaparecer entre las sombras de la arboleda.
Permanecí unos minutos apoyada contra el árbol, jadeando como en sueños, recuperándome. Me recompuse la ropa como pude, procurando que no quedara huella del encuentro. Tuve que buscar uno de mis zapatos en la oscuridad. Cuando pensé estar presentable, salí a la acera y decidí caminar hasta Moncloa. Necesitaba que el aire fresco de la noche me despejara. Miré mi reloj: las ocho y diez. Pensé que a la nena le vendría bien esperar.
- Llegas tarde…
- Ya ¿Y qué?
- No… nada…
- Anda, ven.
A aquellas alturas de la noche, la verdad es que no sentía afecto hacia él. Podría decirse que mi percepción de la realidad estaba alterada, que me encontraba en un extraño estado de conciencia que bloqueaba mi empatía por completo. Le miré, creo que con desprecio, y me lo llevé al aseo de las chicas.
- ¡Eh! ¡Oye!
- ¡Cállate, idiota!
Me sentía diferente. Mandé a la mierda a aquella imbécil sin alterarme siquiera, como quien se quita una mosca del hombro. Jose me seguía sin rechistar. Parecía haber asumido su condición. También había aprendido eso de la doctora. Un derroche repentino de autoridad y tiempo para reflexionar. Funcionaba. Le hice entrar en uno de los excusados y cerré la puerta con cerrojo. Me senté sobre la tapa de la taza.
- Enséñamelas.
Sin rechistar, se desabrochó los pantalones y los dejó caer. Su pollita levantaba unas bragitas ridículamente cursis de color rosa, casi transparentes y adornadas con puntillas. Las había comprado en un sex-shop del centro. Las tenía mojadas. Permaneció quieto ante mí, con aquello frente a mi cara.
- ¿Te pone?
- …
- Venga, contesta, maricón.
- Sí…
Parecía avergonzado, resignado, pero su pollita se mantenía firme. Estaba muy excitado. Asomaba por encima del elástico. Se la coloqué de manera que la tela la mantuviera recta, apuntándome, levantando las bragas como si fuera una tienda de campaña. Estaba ruborizado.
- Te corriste.
- Sí…
- Te corriste con una polla en el culo.
- Sí…
- Ni siquiera te la tocaba. Te corriste tan solo por que te follaba el culo.
- Sí…
- Eres una puta maricona.
- …
- ¿Lo eres o no?
- No… no sé…
- Mira.
Subí mi vestido y, bajándome las bragas, le enseñé el coño.
- Vengo de follarme a uno.
- ¿A.. a quien?
- Ni puta idea.
- Ya…
- No puedo contar contigo. Eres una nena. Además… Tienes una polla diminuta.
- Yo…
- Nada, no es culpa tuya ¿No?
- Claro…
- Este tenía una polla tremenda. Me ha follado el culo y el coño, y se me ha corrido en la boca. Me ha hecho llorar.
- Pobrecita…
- ¡Cállate, gilipollas!
- Perdón…
- He comprado esto para ti.
Saqué del bolso el strapon exactamente igual que el de la doctora, que había comprado junto con las bragas. Me quité la falda y la colgué en el perchero de la puerta. Puse mis bragas encima. Estaban mojadas y sucias. Con parsimonia, me fui colocando las correas un poco torpemente, probando en distintos agujeros de las hebillas hasta encontrar el ajuste que me pareció más cómodo. Resultaba extrañamente realista: de color carne, ligeramente curvo, grueso y con un relieve que recordaba una polla de verdad. En aquel estrecho espacio, le rozaba al moverme. Su pollita cabeceaba moviendo aquellas bragas cursis de una manera ridícula. Sentí un profundo desprecio.
- Quítate la camisa. Desnúdate.
- …
- Las bragas no, idiota.
La gota que mojaba sus bragas goteaba ya. Comprendí que quería que le follara, que quería repetir la experiencia de la noche anterior. Me extrañó aquel cambio brusco, aquella transformación. Pensé que aquella había sido su primera experiencia sexual completa, por decirlo de alguna manera. La primera vez que se había corrido de alguna forma distinta que una mano agarrada a su polla. Le indiqué que se diera la vuelta y lo hizo. Bajé sus braguitas justo hasta debajo de las nalgas. Me parecieron preciosas. Su polla seguía levantando la tela. Chorreaba. Humedecí mis dedos en saliva y lubriqué con ellos su culito. Gimió.
- ¿Sabes?
- ¿Sí?
- Te voy a llamar Lola.
- …
- ¿La quieres?
- … sí…
- ¿Quieres que te folle?
- … sí…
Apunté el dildo a la entrada de su culito y empujé suavemente. Emitió un quejidito, como de niña, cuando el capullo de goma atravesó su esfínter. Empujé un poquito más. Jadeaba con los ojos apretados a medida que mi polla se clavaba lentamente en él.
- Le comiste la polla.
- Ahhhh… sí…
- ¿Te gustaba?
- Sí…
- Es una delicia sentirla latir en la boca ¿Verdad?
- Síiiii… síiiii…
- Ese cabrón se me ha corrido en la boca.
- …
- Me salía leche por la nariz, y se me saltaban las lágrimas.
- …
- Y me ha follado por el culo, como un animal.
- …
- Me ha hecho llorar.
- …
- Y me ha llenado el coño de leche.
- ¡Ahhhh… Ahhhhhhhhhh!
- Me he corrido como una perra. Y me ha llamado puta.
- ¡Ahhhhhhhhhh…!
Comenzó a correrse como una puta maricona. Su pollita, más que correrse a golpes, manaba suavemente su leche a través de la tela de las bragas. Gimoteaba como una nena corriéndose humillado mientras movía el culo ayudándome a ensartarle.
Mientras me vestía ignorándole, hablaba como para mis adentros, como si no estuviera allí.
- Siempre con bragas. Puta. Y no te toques. Solo te correrás cuando yo quiera.
- …
- ¿Lo has entendido?
- Sí…
No me corrí y, sin embargo, salí del excusado con una sensación deliciosa de relax. Le dejé allí, casi desnudo, con aquellas bragas ridículas manchadas de esperma, avergonzado. Me marché a casa paseando tranquilamente por la ciudad, reviviendo aquella vorágine de sucesos encadenados. Sin reflexionar sobre ellos, solo recordándolos, como destellos, fogonazos de deseo que me encendían sin enervarme.
Por la noche, en la cama, clavé el dildo en mi culo mientras me acariciaba el coño despacio, lenta y suavemente. Me sentí correr sin estrépito, mansamente, experimentando una suerte de marea lenta que me recorría entera, con la imagen de Lola gimoteando como una niña con mi polla de caucho clavada en ese culo duro y blanco.
Siempre he pensado en ese día como en el que realmente me cambió por dentro. Lo anterior, los primeros encuentros, sirvieron, por así decirlo, para llegar hasta allí. Hasta entonces, a lo largo de aquellos tres días febriles, me había dejado llevar. Aquel día, sin embargo, fui yo quien dio cada paso. Después vendrían otros, muchos otros, durante los que se fueron concretando mis tendencias y fui aprendiendo mi deseo, controlando mis impulsos, dominándome y dominando a otros, pero aquel día, por primera vez, un poco alocadamente, puede decirse que tomé las riendas de este deseo que me ha movido desde entonces.
Pero… ¿Has visto qué hora es? Anda, vamos a dormir. Ya seguiremos hablando. Queda tanto por contarte…