Nota media

Me hizo un gesto como preguntándome sobre qué debíamos hacer ahora. Me acerqué y le desabroché la correa, luego le quité el botón del pantalón y le bajé la bragueta. Miré a mi hija y ella siguió absorta con el móvil. Saqué el pene.

Estaba apunto de salir de casa para ir al trabajo cuando llamaron por teléfono, así que volví sobre mis pasos y contesté irritada y con prisas. Era una llamada del instituto en el que estudiaba mi hija la mayor y a esas horas no podía ser nada bueno. Tenía que ir a hablar con su tutor de forma urgente, que me esperaba ahí con ella. Cuando colgué me hice jurar que cuando los peques entrasen en el nuevo colegio el siguiente curso, daría solamente el número de teléfono de mi marido. Anulé todos los compromisos que tenía esa mañana, me dirigí a la puerta de casa, pero antes de abrirla paré en seco y me di la vuelta.

Sabía que la niña se había metido en algún lío, pues en los dos últimos años estaba muy díscola, y contra menos responsabilidades asumía, más libertades se tomaba. Lo malo era que si no aprobaba con nota, no podría estudiar la carrera que quería ella y que también queríamos los demás. Ese era el único asunto en que la familia tenía una opinión unánime. El profesor en cuestión, su tutor, no me hacía ni pizca de gracia. No era un mal docente y era más o menos justo en sus evaluaciones, pero le gustaba mirarnos el culo y el escote a las mujeres, especialmente a las madres. He de confesar que utilicé eso a mi favor en un par de veces que tuve que hablar con él para dar la cara por la niña, acudiendo al despacho con un buen escote para dorarle un poco la píldora. Sabía cómo debía acudir a la reunión y me puse un ajustado suéter blanco que tenía un buen escote de pico y una ceñida falda cruzada por si tenía que mostrar algo más.

Aparqué y subí las escaleras del centro, haciéndose todo a mi alrededor como un túnel, pues no sabía qué panorama me iba a encontrar. Entré en el despacho y me encontré a la niña con los cascos puestos y jugando o chateando con el móvil. Ni se dignó a saludarme, sólo me miró mientras mascaba un chicle abriendo mucho la boca. El tutor me dio la mano y tomé asiento en una de las sillas que había frente a él. Me comentó el motivo de la llamada: la niña se había copiado en el último examen. No me lo podía creer. Sabía lo que había estudiado, el tiempo y energía que había usado para prepararse… y al final… va y se copia en el examen. Me recompuse, le expliqué que la pobre se había esforzado mucho, que si la inseguridad, etc. El tutor me explicó que lo grave del tema era que él también había visto el esfuerzo del último trimestre, así que tampoco comprendía la actitud de la joven. Miré a mi hija. Estaba ausente, pasando de todo. Llevaba una camiseta y unas mallas de colores que no combinaban nada, pero lo que me molestó era que seguía mascando ese chicle con el móvil delante de los hocicos, como un parapeto. Me enervaba. Ella quería recibir la beca porque eso significaba poder estudiar viviendo en otra ciudad, lejos del nicho familiar, pero tenía una permanente actitud indolente con todo. Seguramente esperaba que yo me volviese a encargar, una vez más, de resolver sus problemas, pero esta sería la última vez.

El tutor hablaba y hablaba, que si patatín, que si patatán, que si la había pillado in fraganti. Yo asentía, paciente, viendo cómo sus ojos apenas podían mirar otra cosa que no fuesen mis pechos. Me echaba hacia delante, dejando mis tetas apoyadas sobre la mesa, me echaba hacia atrás, cruzando las piernas… pero el asunto era grave. El muy cabrón se levantó y siguió hablando hasta que se sentó en la mesa, frente a mí. Me fijé en lo orondo que era y la casi calvicie que poblaba su cabeza. No tengo nada en contra de los gordos y los calvos, pero era el prototipo de hombre que dejó de acicalarse desde que cumplió los catorce. Su ropa era descuidada y el poco pelo que tenía, estaba sucio y mal peinado. Me pregunté hasta dónde sería él capaz de dejarse sobornar. ¿Y yo? ¿Me prestaría a eso? Pensé en mi hija. Tres semanas atrás la pillé en casa con dos chicos. Los tres desnudos en su cama. La bronca que recibió fue monumental, y ella solo fue capaz de decirme que eso era lo normal, que yo era una vieja y una anticuada. Además de estar muy preocupada por si la habían preñado, o por si le contagiaban algo o por la fama de guarra que se le podía quedar para el resto de su vida, pensé en la carne de cañón que había criado. Y es que cuando me los encontré, uno estaba detrás de ella, penetrándola a cuatro mientras ella chupaba el pene del otro. Pero no parecía disfrutar, como si lo estuviese haciendo por una estúpida apuesta, ni siquiera tenía agarrado con pasión el pene que tenía en la boca.

Entonces, ¿y si yo tenía que ir a más con el tutor? ¿se daría cuenta mi hija de lo que ocurriría? Al fin y al cabo su profesor se había acercado demasiado a mí, viniendo a mi lado de la mesa. Yo no podía irme de allí sin tener asegurada la beca, pero me cabreaba cómo la protagonista y causante de esto pasaba completamente de todo. Me acordé del dinero que ya habíamos adelantado, creyendo que todo estaba bien atado. Eso hizo que me enfadara aún más acrecentando mi desesperación, y cada vez que yo intentaba apelar a la comprensión o indulgencia del tutor, él respondía poniendo caras y cruzando los brazos, como un parapeto. Sólo me dejaba hablar si mi falda se abría demasiado. Pero al final, sus brazos acababan cruzados y apoyados sobre la barriga. Su gran barriga. Estaba segura de que ese follaba poco. Me lancé a la piscina y miré fijamente su paquete. Sin poder evitarlo, la mirada acabó desviándose a una de las manchas que lucía en el pantalón, luego a otra que decoraba su apretada camisa. Me centré y volví a mirar el paquete. Se puso nervioso, cruzó más los brazos pero, armándose de valor, acabó colocando las manos en el borde de la mesa, juntando los brazos a su gordo costado. Abrió un poco las piernas. El hombre había captado el mensaje.

— Creo que si pones de tu parte y yo pongo de la mía —dije acercando mis pechos al hueco que habían dejado sus piernas—, esto no tiene por qué trascender más allá de una lamentable anécdota.

Miró hacia mi hija, que seguía absorta en el móvil y en la música de ritmo machacón que salía de los auriculares. El hombre empezó a sudar.

— Ya, pero tengo que confiar en que si salís de aquí ahora, tú después harás tu parte… yo no sé si volverás, porque el compromiso… —el tutor había perdido la elocuencia y eso significaba que, pasase lo que pasase, la niña ya había aprobado el examen.

— Antes de salir, el compromiso estará saldado —le dije tocándole la rodilla.

Si me tenía que rebajar, sería delante de la muy imbécil. Se creía una estrella del porno y al final la que pringaba era yo. Como siempre. Le iba a dar una lección. El tutor volvió a mirar a mi hija, incómodo.

— Espero que quede claro: te hago una paja aquí y ahora, y le pones un notable a esta.

— Me parece justo. ¿Por qué no la mandas a que se de una vuelta? —dijo susurrando, mirando colorado a mi hija mientras el pene se iba haciendo más grande en el pantalón.

— No te preocupes por ella, se quedará aquí, quietecita. En unos días será toda una mujer y además está con su madre ¿Entiendes?

Volvió a mirar a la niña.

— No quiero líos... —no quería líos pero abrió aún más las piernas.

Me hizo un gesto como preguntándome sobre qué debíamos hacer ahora. Me acerqué y le desabroché la correa, luego le quité el botón del pantalón y le bajé la bragueta. Miré a mi hija y ella siguió absorta con el móvil. Saqué el pene, muy blando, y empecé a moverlo. Bastaban los dedos para masturbarlo, y lo hice con suavidad porque ya que estaba en faena, no quería ofenderle ni que se sintiera menospreciado. El miembro iba tomando consistencia y al poco pude cogerlo con toda mano. Creció más de lo que imaginaba y le miré dándole mi aprobación. El falo se puso completamente rígido.

Mi hija levantó la mirada y nos vio. Puso los ojos como platos y se quedó inmóvil, pero no dejó de mascar ese horrible chicle. Yo seguí con la masturbación muy lentamente. Ahora que tenía su atención, le mostraría a esa mocosa varias cosas de la vida. Me quité el suéter, pues no quería mancharme, y me acerqué aún más, masturbándolo a dos manos. Mi cara estaba muy cerca de la verga, al igual que mis pechos. Lo miré y vi que él estaba de todo menos relajado. Me escupí en la mano y le di con más suavidad. Mi hija se quitó los auriculares.

— ¿Estás loca? —me dijo, pero yo la miré sonriendo.

— Estás aprobando una asignatura —se quedó sin habla, visiblemente violenta.

Como el profesor también estaba incómodo, le acaricié la barriga con una mano mientras seguí masturbándolo con la otra. Le meneé más enérgica y él miró al techo.

— ¿No eras muy moderna y sabías todo del sexo? Pues ven aquí.

— Decididamente estás loca, tía —esa manera de hablarme me ponía de los nervios.

— Si quieres estudiar fuera el año que viene, ven aquí, cariño.

Se lo pensó y vino. La chica demostraba tener menos luces de lo que esperaba, y me dio la impresión de que habíamos fracasado en su educación. Se puso a mi lado y le cogí la mano para que agarrase el rabo de su profesor. Empezó a pajearlo, pero con muy pocas ganas.

— Yo no sé si esto… no quiero que… —el tutor tenía escrúpulos de que le tocara su alumna.

— Esto es cosa mía, mejor guarda silencio —dije. Miré a mi hija y cogí la verga—. Tienes que cogerla con más pasión, no te va a morder. Piensa lo que puede hacer esto dentro de ti. Porque con tu experiencia…

— ¡Mamá! —la había herido en su amor propio, pero ella sabía de lo que hablaba.

— Mueve la mano con devoción, nunca sabrás si la vas a volver a tocar otra vez. Haz que tus dedos memoricen cada polla que toques… —puso cara de asco al oír esa palabra en mi boca contrastando con la del profesor, que contenía la respiración—. Ahora dale tú.

A pesar de que había cierto reproche en mis palabras, ella siguió con la masturbación, pero esta vez con más brío.

— Ve con cuidado, no es un juguete. Si necesitas lubricarlo, usa tu saliva.

La muy lerda en vez de escupirse en la mano, dejó caer saliva sobre la verga, pero como era de esperar, no le dio y cayó sobre la camiseta y el pantalón. Me enfurecí y escupí yo, afortunadamente dando en el blanco, y lo seguí masturbando yo. Ella se molestó porque había dejado en evidencia su presunta destreza amatoria. Por otro lado, me pareció muy ridículo ver al hombre con los pantalones bajados.

— ¡Por Dios, quítate los pantalones!

— Pero si entra alguien… —lo miré incrédula: tener su polla en mi mano no era un problema, ir sin pantalones sí.

— Ve y echa el pestillo —le dije a mi hija.

Así lo hizo, y el profesor se quitó los pantalones y se desabrochó la camisa. Mi hija no disimuló la cara de asco al ver aquel cuerpo enorme sin cultivar. Y ella se creía una experta en el sexo. Me quité la falda y el sujetador, por precaución, y pegué mis pechos a su pierna para reanudar la masturbación. Mi hija se quedó detrás, de pie. Me metí el rabo en la boca, ante la sorpresa de ambos. Uno porque no estaba en el trato, y la otra porque jamás se esperaría verme haciendo algo así.

Con mis manos en su ingle, movía la cabeza, haciendo que su glande pasara por mi lengua, con los labios cerrados. Le hice una seña a mi hija, que se acercó. Le cogí la mano y la hice ponerse de rodillas junto a mí, con la cara desencajada. Seguí con el movimiento, pero con los labios abiertos, de forma que ella viera el rabo apropiarse de mi boca. Finalmente, sujetando bien la polla, chupé el glande e hice que me follara un poco los labios.

— Vas a tener que seguir tú, ya sabes qué tienes que hacer.

Se metió la verga y empezó a mover la cabeza, pero sin ganas. Yo me puse de pie y pegué mis pechos a los del hombre, cogiéndole la parte de la verga que quedaba fuera de la boca de la niña. El mantenía todo el tiempo las manos apretando la mesa, sin atreverse a tocarnos, ni siquiera ahora. Me acaricié los pechos, jugando con ellos sobre su piel, y volví a cogerle la verga. Me puse de rodillas y mi hija me pasó el testigo. Abrí la boca y me la fui introduciendo poco a poco hasta el fondo. Mi hija me miraba asombrada y, para mi sorpresa, volvió a mascar el chicle. ¡No se lo había quitado ni para chuparle la polla!

— ¡Dame eso!

Me lo dio muy dócil y le metí el capullo en la boca.

— Vas a chuparlo, lamerlo y manosearlo hasta que se corra. Ni se te ocurra parar.

Hizo un ruido de desaprobación, pero obedeció. Esta vez su profesor gimió gracias a su lengua. Me puse de pie y me apreté los pechos.

— Puedes chuparme las tetas —dije amablemente.

Se inclinó y me las manoseó antes de chuparme los pezones. Esta vez bajó una mano a mi trasero y estuvo magreándome un pecho y el culo mientras mi hija chupaba y chupaba más abajo.

— ¡Me voy a correr! —me susurró al oído.

Le puse un dedo en los labios, para que guardara silencio y que eyaculara libremente en la boca de la cabeza loca de mi hija. El me miró y pude ver cómo cambiaba la expresión mientras se corría. Miré a mi hija, y comprendí que ella no se había dado cuenta del semen que estaba recibiendo. De su barbilla colgaba mucha saliva, que empezó a hacerse más blanca. El la sujetó de la cabeza y gruñó mientras intentaba meter la polla todo lo dentro que podía. Fue entonces cuando ella fue consciente de que lo que tenía en la boca era esperma e hizo un amago de vomitar, pero sólo consiguió ensuciarse aún más la camiseta.

El tutor, con el pene fuera, se quedó sujetando el falo, completamente mojado. Sabía que él ya se había dado por satisfecho, pero quedaba aún un poco de semen saliendo del capullo y me agaché para rematar la faena de mi hija. Una gota cayó en mi pecho y el resto acabó en mi boca. Hice mucho ruido al chupar y ella, con todo el maquillaje completamente corrido, me miró como si no me conociese y me descubriese por primera vez. Cuando la polla no dio más de sí, me senté sobre los talones y pasé el dorso de la mano por la boca, en un vano intento de limpiarme. Los ojos de mi hija apuntaron a mis pechos y me acordé de la gota que había caído en ellos. Pasé un dedo y lo chupé, mirando fijamente la cara de incredulidad de la niña. Cubrí así mi necesidad de torturar a la niñata.

El profesor cambió la nota y me aseguró de que se encargaría personalmente de subirle la media en la nota final, y eso hizo que me despidiese de él acariciándole uno de sus mullidos pechos y dándole un beso en la boca. Miré a mi hija y ella dio un paso atrás, por si le pedía hacer lo mismo. Su miedo me hizo sonreír. Después de eso, salimos de allí y subimos al coche. Mi hija llevaba la camiseta pringada hasta los pechos e intentaba taparse con la minúscula cazadora que llevaba. Le hice ver que si no quería mancharse, lo que debía hacer la próxima vez era quitarse la ropa antes de empezar, que tomara mi ejemplo. También le pedí que hiciese el favor de intentar resolver sus asuntos de otra forma cuando ingresara en la universidad, que no todo el mundo era tan cerdo como su profesor, ni yo podía estar ahí siempre para hacerle el trabajo sucio.