Nos conocimos haciendo fuego.
Era Luna Nueva y nos conocimos iluminadas por el fuego, terminamos follando en un hogar de monjas.
Era verano, llegó a eso de las 19h30 a la reunión, junto a un amigo en común.
Primero, nos saludamos en inglés, al oír la pronunciación de nuestros nombres, sonreímos cómplices y comprendimos que entre tantos idiomas, una lengua materna nos unía, aunque fuese el tacto y el gusto, nuestro primer lenguaje.
Al poco tiempo de llegar, sacó algo de cannabis: fumamos y propuse hacer un fuego, ella y otra invitada se ofrecieron para buscar maderas.
Tengo que reconocer algo: me fascina el fuego, me atraviesa transversalmente su pasión y sabiduría.
Encendí el fuego en un par de minutos, siento observada con cierta timidez y mucha curiosidad por ella, a quien llamaré M.
Con los ojos como platos, un poco atónita, reconoce y felicita mi facilidad para encerder brazas, a lo que con simpatía respondo que se trata de saber escuchar. Que todo habla, la madera, el viento, el fuego y que la televisión, es un pobre substituto del fuego. Este comentario dio cabida a un debate filosófico cargado de entusiasmo, mientras nos íbamos despojando de ropas, hasta quedar con lo mínimo socialmente aceptado. A eso de las 11 se va, para no perder el último tranvia que la llevaría hasta su hogar. Nos despedimos con un hondo abrazo en el que ambas suspiramos al unísono al sentir, no sólo nuestros pecho hinchados de emoción juntarse, sino nuestros corazones buscando hacerse trenza, sonar al mismo ritmo.
A la mañana siguiente, lo primero que veo en mi teléfono móvil, es un mensaje de texto de ella, dándome las gracias por la velada junto al fuego y por haber propuesto utilizar los últimos minutos de luz solar para buscar maderas. Personalmente, me causó curiosidad de donde había sacado mi número, pero no le di importancia, le dije "gracias a ti por compartir" y ya.
Un par de días después, tuve una emergencia en el lugar donde vivía y tuve que buscar un lugar donde dormir por las siguientes dos noches.
Intuitivamente, llegó su nimbre a mi cabeza.
No supe bien porque, ni para que, en ese momento al menos.
Me bienvino con mucha dulzura, una cerveza fría y un porro, en una residencia de mujeres, llevada por monjas. Jamás en mi vida había estado en un lugar similar, pero sin duda, pellizcó mi curiosidad, ya que me fascina la teosofía.
Pasados los dos días de mi solicitud de estadía, con conocimiento de habitaciones disponibles, solicito, a una tierna monja, una habitación para quedarme.
Sí, muy encantador el lugar, pero sin duda, una de mis mayores motivaciones, era compartir más con M., cuya inteligencia, ternura, sabiduría, y pecosa tez me cautivan, desde que me permití percibirla más allá de la multitud que rodeaba el fuego hacía una semana.
Comenzamos a compartir más. Mi atracción fue creciendo y valoré invitarla a compartir mimos, e incluso, dormir juntas, pero la había oído escuchar que nunca había estado con una mujer, así que asumí que era hetero y me di cuenta de que estaba en paz con vivir la relación de forma platónica, Solo como amigas.
Seguimos compartiendo más.
Porros en mi habitación, salidas a caminar a medianoche, cervezas en la terraza.
En una de esas salidas al lago, auspiciadas por porros y cervezas, llegamos, un tanto entonadas ambas. Me sugirió que compartiesemos un porro en mi ventana, a lo que accedí, y mientras fumaba y me estiraba, se escapó de mis frondosos labios un quejido, por tensiones en mi espalda. Ya despojada de mis ropas, salvo mi brasier de encaje negro, se ofrece a darme un masaje, aun en la ventana, pero yo, que me gusta dejarme querer, me quito lo que me quedaba y me tumbo en la cama.
Coloca sus pechos, sus prominentes tetas - todavía en traje de baño - sobre mi espalda. Siento su corazón acelerarse y su respiración, comenzando a entrecortarse en mi nuca.
Hace lo que puede por disipar mi molestia con las yemas de sus dedos, a lo que yo respondía acariciando suave el borde exterior de su muslo con mis dedos, subiendo por su cadera y rozando su marcada cintura.
Nuestras respiraciones, movimientos y palpitares estaban finamente sincronizados. Ojos cerrados. Vestidas de suspiros, nuestras caderas comenzaron a acompasarse.
Ya - a estas alturas - no cabía duda de que queríamos restregar nuestros jugos en esa historia que nuestros tactos, olores y sabores iban tejiendo.
Nuestras narices se encontraron y abrimos los ojos. Dos cíclopes, un tanto miopes, sedientas apagar un fuego que clama consumirse como única vía para la paz.
Acaricio su cuello por detrás, lo rozo con delicadeza y prosigo a apretarlo con firmeza, a lo que ella responde con un suspiro, y absoluta relajación, permitiéndome acercar su rostro al mío, haciendo así que nuestros hinchados labios por fin se consigan.
Nos perdemos en un beso ciego. Un beso que solo se puede entender en braile. Un beso como una conjuncion de respiraciones, labios, alientos, lenguas y tactos que poca paciencia tenían ya, para descubrir cada pliegue, cada rincón, cada espasmo.
Luego de deleitarme por unos instantes con sus tímidos gemidos, las ansias de verla retorcerse de placer me podían, así que como pude, busqué incorporar mis dedos a sus bragas, ya por fuera húmedas, rebosantes de placer. Ahí, mi lado más salvaje me pudo, y me propuse, como fin último de esa noche, que ya iba anunciando ser mañana, que sus suspiros, gemidos y quedasen impregnados como soundtrack a mi nueva cama, así como sus fluidos a mis sábanas.
Estaba muy emocionada, así que comencé a masajear su pelvis, para luego arrebatar sus bragas, que eran de un tono, casi perfectamente combinado con su color de piel: casi pálida, llena de pecas y lunares que seguramente son alguna suerte de mapa estelar que conduce a misteriosos tesoros. Me topé con su vello púbico. Me había dicho que había terminado con su ex novio hacía un mes, así que un manto suave y frondoso me daba la bienvenida, mientras que sus caderas, dislocadas del resto de su anatomía, me clamaban que diera fin a la espera, y penetrase ese monte, esa cueva con cualquier cosa que tuviese a la mano, en este caso, mis dedos.
Luego de pasar al rededor de 4 horas descubriendonos y probandonos, caímos rendidas.
Desperté, ya plenamente sobria y sólo me dio la vida para cerrar la cortina, apagar la luz que había decidido acompañar nuestro sueño y volver a la cama, para vestirla de suaves besos y caricias. A eso de las 11 despertamos, habiendo pasado por alto una invitación que unas amigas nos hicieron para compartir una película a la mañana.
Besos, sonrisas y un hasta luego.
El miedo de que hubiese sido solamente un desliz de porros y birras, me invadió por un instante, pero decidí esperar a que las cosas siguieran su rumbo y ritmo.
Hace dos días me escribió para compartir un porro en mi ventana y comenzamos a hablar de juguetes sexuales. Me dijo que tenía uno, pero que lo sabía bien como usarlo. Trae un vibrador de forma cónica y le respondo que es para el culo. No se sorprende demasiado. Me muestra entusasiamada unos dados que compartían espacio en la funda del artefacto: dos dados. En uno, habían zonas del cuerpo, en otro, verbos como: suck, bite, kiss, touch.
A mí me pareció muy básico, pero es que yo me reconozco como experimentalista.
Nos sentamos en la esquina, justo debajo de mi escritorio. Coloca una alarma en su móvil, para que suene en 45 minutos.
Coloca su cabeza en mi pecho y me dice que suena bonito. Comienza a mover con dulzura su cabeza, hasta que su nariz estaba rozando mi pecho izquierdo y sus suaves labios, mi pezon, cubierto apenas por mi sujetador de encaje negro.
Ese día también nos besamos, con un poco más de energía que la primera vez, durante más de 45 minutos estuvimos besándonos, hasta de que alguna forma logramos separarnos para que pudiese ir a su clase de economía, aunque admito que me apetecía comerle el coño, y verla hacer su mejor para mantenerse presente y correcta en su clase.
Quedamos en vernos en los próximos días y probar nuevos usos para su juguete.
Seguiré informando sobre novedades y aventuras en el convento que me acoge.