Norte
Esta es la primera parte de una pequeña tetralogía.
La primera vez que la vi fue en la recepción del hotel, cuando entró al ascensor con paso firme. Me llamó la atención la seguridad que parecía desprender, y la brisa perfumada que dejó a su paso. Me fijé un poco mejor, tratando de ser discreta desde uno de los sillones de la recepción mientras esperaba al check-in , reparé en que llevaba una maleta un tanto peculiar, nada que hubiera visto antes. La mujer rubia la tenía cogida del asa, que era igual de negra que el cuero del que parecía estar recubierta. La maleta tan cuadrada que pensar en ello me generó cierta satisfacción, aunque los bordes estaban ligeramente redondeados. La recorría una cremallera de color morado, con dos tiradores metálicos que descansaban en uno de los laterales.
Tan pronto como la mujer estuvo dentro del cubículo y hubo pulsado el botón de su planta, se dio media vuelta y clavó su mirada de hielo en la mía…
La segunda vez me llevó unos minutos reconocerla. Estaba en la pista de baile, pero apoyada en una columna. Bebía un líquido ambarino de su vaso, con una pajita y una lentitud que contrastaba con los movimientos frenéticos de las decenas de mujeres que bailaban al ritmo de aquella música electrónica, que empezaba a incordiar a mi cabeza. Miraba a todas partes y a ninguna, entretenida por el escenario que había ante sus ojos. Le di el último trago a mi vodka con limón antes de dejar el vaso en la barra y fui en su dirección. Sus ojos me interceptaron a medio camino y, tras voltearse, echó a andar hacia la salida de la discoteca del hotel. Perseguí su coleta alta entre la masa de gente del lugar, esquivando chicas a diestro y siniestro. Pese a la oscuridad, las luces de neón me permitieron ver el tatuaje de su nuca: una rosa de los vientos. Descendí todavía más por su cuerpo, observando la camiseta blanca y vaporosa que llevaba bajo los tirantes negros y me detuve al llegar a su trasero escultural. Sin duda había desafiado el código de vestimenta de la fiesta ibicenca: la rubia llevaba unos shorts negros de cuero desgastado.
Tal vez su culo fue una distracción lo suficientemente importante para aminorar la marcha o quizá ella comenzó a caminar más rápido. Cuando llegamos a la recepción, temí perderla de vista por un par de grupos de personas que llenaban la sala, así que me permití llamar su atención…
—¡Oye!
Ella ladeó la cabeza, tan solo para sonreírme de un modo que me quemó por dentro, como si me diera a entender con aquel gesto que quería que jugara con ella. Definitivamente lo que ocurría era inédito y un poco curioso, pero tenía mucha curiosidad por saber adónde me llevaba. Esperaba que me guiara al mismo destino que llevaba persiguiendo todo el día: una noche loca. Porque si no, ¿qué hacía una mujer como ella en el festival lésbico de un hotel?
A tiempo para interrumpir mis cavilaciones, un cuerpo chocó bruscamente contra el mío y miré con desdén a la pelirroja que había frente a mí. Se sonrojó y bajó la mirada hacia su copa de tinto, murmurando un «lo siento» que me enterneció lo justo para sonreír y negar.
—No te preocupes.
Y es que realmente no había nada de qué preocuparse o eso pensaba hasta que busqué con la mirada el último punto, donde había visto a la mujer con la que pretendía pasar las próximas horas. Pero fui incapaz de dar con ella. Gruñí frustrada, liberando un suspiro a la vez que se esfumaba toda esperanza de compartir juntas un rato más.
Tras unos instantes inmóvil en medio de la recepción, me dirigí a un ascensor que acababa de abrir sus puertas. Pulsé la séptima planta, sin observarme en el espejo que tenía delante. Las puertas comenzaron a cerrarse, y oí a alguien detrás de mí. Busqué mi reflejo y la vi, pulsando la sexta. Contuve el aliento tan solo unos segundos, hasta que nuestras miradas conectaron. Entonces, mi pecho comenzó a subir y a bajar con rapidez y me sentí nerviosa, muy nerviosa. Tanto que, cuando levantó la mano, me pareció que lo hacía a cámara lenta y, aun así, no fui capaz de reaccionar. Atrapó mi trenza y tiró de ella levemente, al tiempo que acortaba la distancia entre su cuerpo y el mío, antes de pegarme al cristal. Me sacaba unos centímetros, de modo que pude sentir su aliento cálido en mi oído, mi espalda contra sus pechos. Jugueteó con mi pelo entre sus dedos y despegó los labios para murmurar:
—¿Quieres venir a mi habitación?
Su voz arrasó en mi interior en una mezcla de excitación e impaciencia a partes iguales. En sus palabras pude detectar algo de acento al forzar algunas consonantes. Seguro que no era de aquí, aunque parecía familiarizada con el país, pues su español, de momento, sonaba impecable.
—Vamos.
Poco después, el ascensor emitió un pitido y las puertas se abrieron. La mujer anduvo por el pasillo ligeramente iluminado y, cuando llegó a la 616, sacó su tarjeta del bolsillo trasero del pantalón y la acercó al lector. La seguí a la habitación, idéntica a la mía, aunque la distribución estaba invertida.
—Te dejo hacerme tres preguntas, luego te las haré yo —dijo pulsando los botones del aire acondicionado, algo que agradecí, pues el agosto en Barcelona era demasiado caluroso.
—Hecho.
Dejé mi bolso de mano en la mesa redonda de cristal que había frente a la cama king size —donde estaba también la maleta negra que le había visto antes— y me volví hacia ella. Se metió las manos en los bolsillos, mirándome, y añadió:
—Úsalas bien.
Asentí y me acerqué a ella hasta quedar a escasos centímetros. Aproveché el cambio de posición para pensar con rapidez en qué invertiría esas tres oportunidades, y quise ganar algo de tiempo llevando mi dedo índice hasta su hombro. Lo dejé caer por la suavidad de la piel de su brazo hasta que llegué a la mano. Entrelacé nuestros dedos y, cuando por fin pude apreciar el azul grisáceo de sus ojos de tan cerca, me animé a preguntar.
—¿Cómo te llamas?
—Rea.
Pude detectar el deje de su lengua materna al pronunciar su propio nombre y me invadió la curiosidad.
—Es muy bonito. ¿De dónde eres?
—Del norte.
Arqueé una ceja mientras daba un paso atrás, rompiendo el contacto de nuestros dedos.
—¿Eso es una respuesta?
—Es mi respuesta —susurró tomándome por la cintura y me acercó donde estaba antes.
—Chica lista… —Miré sus labios, pero enseguida retomé el contacto visual—. ¿Qué te gusta en la cama?
—Todo —respondió inmediatamente—. Y no tiene por qué ser en una cama.
Sonreí ante sus palabras e hice ademán de acercarme a su boca. Sin embargo, Rea puso un dedo sobre mis labios, empujando con suavidad.
—Todavía no —explicó—. Es mi turno.
Acepté el trato, a lo que ella apartó el dedo.
—¿Cuál es tu palabra favorita?
Abrí todavía más los ojos por aquella pregunta y tuve que pensar la respuesta. Nunca me había planteado algo así y no iba a hacerlo entonces, así que elegí la que me vino antes a la mente:
—Mirada.
—¿Mirada?
—Mirada.
—Perfecto. La segunda: ¿te gusta el sexo anal?
Tragué saliva e hice una mueca. Aún más inesperada que la anterior. Desde que había visto a Rea en la recepción fui consciente de que era una mujer peculiar con mucho carácter, lo que —creía— se traducía en una forma más abierta de vivir el sexo. No obstante, no había concretado en qué sentido y en aquel momento me pareció haber resuelto la incógnita.
—He experimentado alguna vez, pero no mucho —Hice una pausa—. Estuvo bien.
Me sonrió de un modo que me hizo estremecerme, como si ya estuviera pensando por dónde iba a empezar y cómo iba a continuar. Su mano seguía en mi cintura, ahora agarrándola con algo más de fuerza, quizá para impedir que me alejara. Como si quisiera hacerlo…
—¿Hay algo que no te guste en el sexo? —inquirió, esta vez más bajito y todavía más cerca de mi boca.
—Me encanta probar cosas nuevas.
Y yo, sin saberlo, acababa de darle carta blanca. Lo vi en sus ojos cuando se apartó de mí para dirigirse a la mesa y comenzó a abrir la cremallera del maletín.
—Si en algún momento quieres que me detenga dirás «MIRADA» —explicó. Su voz se había teñido de autoridad y, pese a la sorpresa, acepté el rol que me estaba ofreciendo de forma implícita—. Quítate el vestido.
Se apoyó en la mesa, con las manos a los lados, y me observó mientras dudaba unos instantes y cogía la parte inferior de la prenda y la iba subiendo lentamente por mi cuerpo. Llevaba un conjunto de lencería que había elegido a conciencia: encaje burdeos con detalles en blanco. Rea se mantuvo inmóvil y en silencio hasta que el vestido estuvo en el suelo. Entonces, señaló la cama y me tumbé boca arriba, sin dejar de observar sus movimientos. Abrió la maleta por fin y pude ver varios juguetes de color negro colocados en ambas partes, aunque no de un modo definido por la ausencia de luz. Bajo mi atenta mirada y consciente de ello, empezó a liberar los resortes, para dejar así todos y cada uno de los artilugios del maletín accesibles.
Se desabotonó un poco la blusa, dejando a la vista un generoso escote y cerré los ojos y me dejé caer hacia atrás con los ojos cerrados. Supe que se acercaba por el ruido de los tacones contra el parqué y lo siguiente que noté fue un roce suavísimo en mi abdomen. Me mantuve así unos segundos, sintiendo cómo aquellas caricias casi etéreas subían y bajaban por la zona. Al abrirlos, el plumero estaba muy cerca de mi cuello, demasiado cerca de mi cordura. Mi respiración se aceleró, más aún cuando Rea se sentó a mi lado en la cama y sustituyó el plumero por sus labios. Estaban calientes y húmedos e iban dejando un rastro de besos hasta que, al fin, llegó a mis labios. Los lamió y yo los separé, siempre dispuesta a dar la bienvenida, pero se apartó y, como si se tratara del aleteo de una mariposa, dijo sobre mis labios:
—Túmbate boca abajo.
Tras refunfuñar en señal de protesta, obedecí. Sentía el corazón latiendo fuerte y rápido contra el colchón. ¿Cuál sería el próximo acercamiento? El peso que notaba a mi derecha ya no estaba y lo siguiente que percibí fue algo duro y muy frío que bajaba por mi columna. Oí el tintineo de unas cadenas que no tardé en saber de qué se trataba. Rea aprisionó mis muñecas con unos grilletes metálicos, que me privaban de espacio para forcejear siquiera. Levanté un poco los brazos para descubrir que pesaban más de lo que me hubiera imaginado, de modo que dejé que mis manos reposaran sobre mi espalda.
Me pareció sentir de nuevo las plumas, ahora de forma todavía más sutil, en la parte trasera de uno de mis muslos. El vello de mi cuerpo se erizó por completo, y yo disfruté de la sensación ligera del objeto en contacto con él. Un azote fuerte y preciso impactó en la misma zona y me arqueé por acto reflejo. Jadeé por el hormigueo ardiente en la piel y tomé una bocanada de aire para digerirlo mejor. El objeto con el que debía de haber marcado mi piel ahora subía por mi pierna hasta detenerse en mi nalga derecha, descubierta por el tanga. Acarició aquella región antes de atizar de nuevo, esta vez con menos brusquedad o tal vez había sido en un lugar menos sensible que el anterior.
Seguía afectada por el impacto cuando empezó a sonar una sirena estridente, un pitido agudo que me hizo encogerme. Me quedé inmóvil y dejé de notar el cuerpo de Rea a mi lado. El sonido de la puerta que se abría, algunos gritos que venían de lejos, la puerta acababa de cerrarse.
—Es la alarma de incendios. Vamos, tienes que vestirte —dijo, luego se subió al colchón y liberó una de mis muñecas.
Recuerdo aquellos minutos tensos y confusos: me puse el vestido y salimos al pasillo. Bajamos las escaleras corriendo, hasta que, en la recepción, el personal del hotel nos indicó que fuéramos a espacios distintos según la planta en la que se encontraba nuestra habitación. La perdí de vista entre la gente, aún sentía un calor intenso en mi bajo vientre, aunque mi excitación se había diluido por el susto. Tras un par de minutos en el jardín, nos comunicaron que se trataba de una falsa alarma y nos dejaron volver a nuestras habitaciones.
Tan solo allí me di cuenta de que todavía tenía los grilletes en la muñeca, sorprendida por haberme acostumbrado a su peso y al tintineo. Fue entonces y en la soledad de mi habitación cuando pude observar aquel objeto tan curioso. Jamás había visto algo así: tenían una forma peculiar y unas inscripciones elegantes que imitaban un patrón floral. No parecía un artilugio que se encontrase con facilidad y, después de varios minutos de observación, di con aquella pequeña palanca que hizo que se liberase también mi otra muñeca. Los dejé en la mesilla de noche, haciendo caso de mi parte racional que no dejaba de repetirme que ya no eran horas de volver a la habitación 616, ni siquiera aunque fuera solo para devolverle a Rea lo que era suyo. Además, si esperaba al día siguiente, tendría un buen motivo para volver a verla y, tal vez, terminar lo que habíamos empezado.