Nochevieja, tía buena
Renata se encamina a otra aburrida Nochevieja con la familia de esposo. Pero para su desgracia tiene un cuerpo para el pecado y todos los asistentes a la fiesta se la quieren beneficiar. El único inmune a sus encantos en su marido, tacaño pertinaz que siempre la pone en las peores situaciones.
Renata estaba haciendo balance camino de la cena de fin año. Es lo que se hace en esos momentos. Y lo que se preguntaba la pobre Renata cómo era posible que ella hubiera acabado así: en el asiento trasero de un coche atiborrado de regalos, camino de casa de su familia política y sin ganas de nada. O con ganas de algo que no podía… porque justo en ese momento, mientras Benigno estaba clavado en un atasco, ella tenía clavado, pero en su culo, la polla de su hijo, Gilberto. Gilberto tenía dieciséis años, un pollón descomunal y una ganas de zumbarse a su madre tan desproporcionadas como su miembro. Y Renata lo sabía y ponía todo su esfuerzo en evitarlo. Y así pasaban los días, Renata intentando follarse a su cónyuge mientras esquivaba a su hijo que parecía obsesionado con ella. Lo que no era extraño. Benigno siempre le decía que había pasado de ser un pibón a una MILF. Pero era como siempre con Benigno: todo de boquilla. A veces no entendía como se había casado con él. Sí, era muy joven, sí estaba embarazada. Sí, él la ayudó mucho y ella pudo acabar sus oposiciones de técnica de Hacienda y ahora tenía un buen trabajo con las tardes libres. Y ella ya sabía sus defectos, su falta de ambición, su cortedad de miras… incluso la escasez de su miembro. Pero era su apatía, su anclaje en la rutina y, lo peor, su tacañería.
–Veis, en un solo viaje hemos podido llevarlo todo. Y eso que nos ahorramos de taxi –presumía Benigno al volante.
Y allí estaba ella, en el asiento de detrás, porque los paquetes llenaban todo el coche, camino de un piso en la calle Bruc. Enfundada en un vestido que le quedaba espectacular, que se le pegaba como una segunda piel, en azul piedra. Con un escote de vértigo y tanta espalda al descubierto que había sido imposible ponerse sujetador. En cambio sí que había optado por un liguero gris pizarra a juego con unas braguitas y unas medias transparentes… Todo pensado para que aquella noche se le levantase al anodino de Benigno. Y lo iba a conseguir. Tenía el plan perfecto. Prepararía unos cócteles con la excusa de ayudar a su cuñada, que como cada año estaría agobiada en la cocina. Un grupo de Margaritas Blues que por su color serían perfectas para disolver dos viagras que ya llevaba machacadas en un sobrecito en su bolso y que serviría en la copa de Benigno. Que ya estaba harta de que su marido no diese la talla. A veces ni con pastillita. Así una noche fue el súmmum de la humillación, cuando ella se levantó después de intentar cabalgar inútilmente un potro que nunca llegó ni a caballito de mar… Y cuando salió exhausta sudada y desnuda del dormitorio salvo por el transparente salto de cama notó como le salpicaba un líquido pringoso, asqueroso… Se volvió sorprendida y estaba Gilberto, con su pollón en la mano y que al parecer había estado espiándolos y pasándolo mucho mejor el mirón que los observados.
Y no pensaba en eso porque fuese una madre viciosa. Pensaba en eso porque por culpa de las ideas de bombero de Benigno tenía clavado en el culo ese mismo pollón, que vaya desgracia la suya, que todo lo que le faltaba al padre le sobraba al hijo. Eso era una familia disfuncional. Pero por suerte estaba ella, centrada. Había hablado con una amiga suya psicóloga, Paola, que le aconsejó que evitase al niño –bueno, el niño ya tenía 18 años– y que no lo traumatizase ni acostándose ni haciéndole reproches. Había que intentar no causar daños.
Pero es que Benigno era tonto. El pasado verano para ahorrar sólo alquiló una habitación para ir de vacaciones los tres. Y así la sufrida Renata se pasó una semana todas las noches emparedada entre un marido que tal como caía en la cama se ponía a roncar y un hijo que con la excusa de que no había sitio no hacía más que restregarle el miembro, ese mismo cipotón que ahora palpitaba bajo sus nalgas. Ese verano se pasó las noches dándole la espalda a su hijo, pero el pobre estaba tan excitado siempre que un par de veces se corrió encima de su transparente y liviano camisón. El chaval estaba tan salido que la segunda ocasión que pasó eso tuvo que tirarlo. Pero el remedio fue peor que la enfermedad. Dormir en braguitas no ayudó a que el niño se relajase.
–Mamá ¿tienes calor?
–No, hijo, no… lo que pasa es que el coche está a tope y tu padre no pone el aire.
–¡Sí, con lo que gasta eso!
Habían llegado. En la puerta estaban sus tres sobrinos: uno de ellos, Carlos, de la edad de Gilberto. Los otros dos, los mellizos, César y Augusto tenían 19. Corrieron tras el coche hasta el lugar dónde Benigno encontró aparcamiento, unos metros más abajo. Benigno, claro, nunca gastaba en parkings.
–Míralos, están como locos por sus regalos.
Pero Renata sabía que no… que no era por sus regalos, como pensaba el cándido de su marido. Que era por ella. Cada año hacían lo mismo. La esperaban y venían corriendo para verla bajar del coche. Otros años, vestidos muy cortos habían permitido a los pequeños gañanes verle las bragas. Por eso, esa vez había escogido un vestido largo hasta los pies. ¡Se iban a quedar con las ganas!
Augusto le abrió la portezuela con falsa amabilidad. Y Carlos musitó:
–Qué guapa, tía. ¡Qué bien te queda ese pelo recogido!
Renata salió como un cohete, deseosa de dejar de sentir el filial cipote contra su anatomía.
–¿Pero qué haces!
Y es que el vestido era largo pero con una apertura lateral. Y le pareció que Gilberto había agarrado un borde del vestido con lo que al bajar, Renata sin querer enseñó, pierna, muslo, final de medias, liguero, braguitas brasileñas y hasta las ideas.
–Perdona, mamá. Se ha enganchado en la hebilla del reloj.
–¡Pero suéltalo, hijo mío, que pareces tonto! –se quejaba la espectacular madre intentando tapar inútilmente toda aquella intimidad.
–¡Que depiladita!
–¡Y parece que tienes frío! – apuntó oportuno Augusto, fijo en los pezones de su tía que reaccionaron al cambio de temperatura poniéndose más en punta que una flecha de ballesta. Renata intentó tapárselos pero, claro, eso hizo que de nuevo su pubis volviese a quedar al descubierto. ¿Le podían pasar más desgracias?
–¡Deja ese móvil, Cesar, o te mato! – y su sobrino se abstuvo de hacer lo que hubiera deseado cualquiera: inmortalizar el momento y la jugosa entrepierna de su tía.
Subieron sin más incidentes aunque los ladinos de los sobrinos se las ingeniaron para que Benigno fuera sólo en el ascensor con todos los paquetes. Ellos tres y Gilberto harían otro viaje. A la pobre Renata los doce pisos se le hicieron muy largos rodeada de aquellos adolescentes, rebosantes de hormonas; apretujada a su pesar en el angosto espacio. Y lo peor no era Carlitos, que a lo tonto y aprovechando la estrechez física había puesto una mano como si nada sobre uno de los prominentes pechos de su tía. Lo verdaderamente malo es como le estaban sobando el culo aprovechando lo fino de su vestido. No podía ver quién era el tunante. Y deseaba que no fuera su propio hijo.
En la puerta le saludaron sus cuñados, el orondo Facundo y la hiperactiva Martina. Más los abuelos de rigor, alguna tía soltera y hasta una amiga de la anfitriona que no se perdía reunión familiar alguna. Martina volvía a estar embarazada porque por lo que parecía Facundo cada vez que ponía el ojo, ponía la bala. Y hablando de ojos, saltones se le pusieron cuando descubrió a su espectacular cuñada:
–Pero qué divina estás, Renata –y la dio un beso, y un abrazo, en el que, como sin querer, le rozó aquellas tetas que la sufrida madre lamentó que estuviesen duras como piedras, por el frío, el ascensor y la calentura que ya empezaba a llevar.
Martina fue a lo suyo, a la cocina. Y Benigno se puso con lo único que le interesaba y que no era mujer, ni cuerpo, ni deseo alguno más allá de la comida gratis, así que se lanzó sobre los aperitivos dispuestos sin prestar atención ni a su esposa ni a nadie.
–Te ayudo preparando unos cócteles, Martina.
Y a eso se puso nuestra heroína. A preparar los Margarita Blue y aprovechando que Facundo y los chicos estaban colocando los regalos debajo del árbol en la sala de estar, seleccionó una copa que tenía un significativo tallo rojo con los polvos de las dos viagras. Lo sacudió con una cucharilla. El brebaje estaba listo tal y como había planeado.
–Los cócteles están listos, Martina. Voy a buscar a mi marido.
Y lo hizo con la copa dopada en la mano. ¿Pero dónde se habría metido ese imbécil? Empezó a recorrer los pasillos del enorme piso de la calle Bruc.
Dejó la copa un momento en una repisa en uno de los corredores para que no se derramase, ya que caminar con aquellos tacones que había escogido no era fácil. Entró a la enorme sala de estar. El árbol, los regalos… Ni siquiera encendió la luz. Iba a salir cuando de repente le barraron el paso.
–¿A dónde vas tía? –preguntó Augusto.
–Ya sabes que no se puede entrar en la sala de los regalos antes de la cena… Es la tradición.
Es verdad, aquella retorcida familia tenía la costumbre en Nochevieja de abrir regalos antes de las uvas. Cosas que pasan.
–Bueno, no pasa nada.
–De eso nada, querida tía. Vamos a tener que registrarte para comprobar que no hayas cogido nada –aseveró César, el otro mellizo, mientras la empujaba para dentro.
Entraron los tres, forzándola a retroceder. Carlitos cerró la puerta y entonces ella vio con horror que llevaba su copa, la copa del Margarita Blue-blue que había preparado para su marido. ¡Y ahora estaba vacía!
–Carlitos, ¿no habrás bebido de esa copa?
–Hemos bebido los tres –se jactó Augusto – ¿Y qué? ¿Le vas a decir a nuestra madre que hemos tomado alcohol? Nuestro padre nos deja a escondidas en días señalados. Y a mamá no creo que la encuentres… debe estar vomitando, como hace a todas horas ahora que está embarazada.
Los tres la rodeaban con intenciones tan claras como aviesas. Le hubiera gustado imponerse, demostrarles a aquellos mozalbetes quién era ella. Pero al mismo tiempo se sintió fatal, por haber intentando drogar a su marido, por haber intoxicado por su imprudencia a aquellos inocentes jóvenes… Y no podía confesar lo que había hecho sin pasar una horrible vergüenza y humillar a su marido y a sí misma.
–A ver si hay algo por aquí – apuntó César metiéndole la mano por el escote de la espalda, magreándole el culo sin contemplaciones.
–¡Quieto! –y le pegó en la mano, pero no muy fuerte.
–¡Quieta tú! –la sentaron en un sofá. Mientras, Carlitos le bajaba los tirantes del vestido, hundiendo los dedos en su carne, al mismo tiempo que Augusto le recorría las piernas, ascendiendo hasta el final de las medias, apretándole los muslos.
Renata empezó a patear para intentar quitárselos de encima, pero así sólo logró que por culpa de aquella maldita apertura lateral todas sus piernas quedaran expuestas a la avidez de sus acosadores. De vez en cuando un dedo se colaba entre sus labio vaginales, contradictoriamente húmedos, o una mano llegaba hasta su culo.
–¡Basta, basta! ¡Dejadme!
–Llamad a su hijo. ¡Qué vea que tipo de madre tiene!
No, eso no. Renata no podía permitirlo. No por lo que viera su hijo sino por lo que hiciese. Renata sabía lo que sentía aquel hijo suyo de mente envenenada. Si la veía en esas circunstancias podía perder la cabeza, que Gilberto no precisaba de viagra para estar eternamente firme. ¡Debía evitar que su hijo se traumara a toda costa, como siempre le había dicho Paola, su amiga psicóloga!
–¡Parad, por favor! ¡Habéis repasado cada centímetro de mi cuerpo! ¡Ya está claro que no llevo nada!
César le destapó los pechos de un golpe seco, algo fácil ya que antes le habían bajado los tirantes. Y aquellos dos melones surgieron como si lo hicieran del fondo del mar, desafiantes, palpitando vida.
–Voy a olerte… no vaya a ser que te hayas echado alguna colonia. Esos también sería coger un regalo –y empezó a restregarle la nariz y la lengua por aquel busto sobrenatural. Su mellizo volcó en el otro pecho, mientras que, sin demasiado éxito, el joven Carlitos intentaba bajarle las bragas. Lo hizo a medias, lo justo para hundir su cara en aquel coñito…
–Deteneos, por favor. ¡Voy a gritar!
–Mamá, mamá, ¿estás ahí? –era Gilberto, al otro lado de la puerta que la estaba buscando.
–Dile que entre, Carlitos –apuntó César.
No podía permitirlo, de ninguna de las maneras. Y al fin y al cabo no era culpa de ellos. Era aquella maldita viagra que ella misma había traído a aquella casa de virtud.
Así que sacudió un brazo, pero esta vez no fue para apartar a nadie sino para agarrar por el culo a Carlitos y atraerlo hacia sí. Su bragueta quedó a la altura de su cara y saltaba a la vista que la pastillita azul había hecho su efecto. Le bajó la cremallera con los dientes y aquel rabo surgió tan disparado que casi le salta un ojo. Carlitos no salía de su estupor. Pero se olvidó de su primo, objetivo primordial de la inesperada mamada que estaba empezando a recibir.
Los mellizos se dieron cuenta del placer inesperado que estaba recibiendo su hermano mayor y quisieron su parte. Empujaban a empellones a Carlitos mientras desenfundaban su miembros y Renata comprobaba, para su pesar, lo bien dotada que estaba la familia siendo la excepción el pobre Benigno, justo el que le había tocado a ella. A pesar de los intentos de los dos hermanos, el pollón de Carlos no salía de aquella boca, aunque era tan grande y ajustaba tan bien que no podía ser de otra manera. Para no perder su atención y dejaron todo amarrado, Renata agarró a César y Augusto y empezó a hacerles un busto, sendos pajotes con cada mano que cuando los acercaba hacía que las puntas de sus glandes golpeasen en cada uno de sus pechos.
Dios, como los estaba sintiendo. Notó como Carlitos no podía más y se corría sin control en su boca, aullando de gozo. Una parte del semen le resbalaba por la comisura de los labios. En eso se abrió la puerta de golpe. Renata temió que fuera su hijo.
–¿Qué demonios pasa aquí?
Por suerte era Facundo, padre de los vástagos, el anfitrión, el hermano mayor de Benigno, el dueño de la casa. Los chicos cuando vieron a su progenitor se quedaron petrificado. Y el que primero reaccionó fue Carlitos, el menor, como si con los huevos vacíos se pensara más claro. Se replegó el miembro y salió corriendo por el pasillo. Los mellizos no tardaron en seguirle… dejando a la pobre Renata con el vestido descompuesto, las bragas medio bajadas y los pechos a la vista.
–Oh, Facundo. Menos mal que has llegado. No sabes lo que ha pasado, se han vuelto locos… He intentado contenerlos como he podido… pero yo sola, una débil mujer…
Su cuñado cerró la puerta tras de él… Se acercó a ella.
–Tranquila, ya pasó…
Ella, agradecida le dio un abrazo, sin recordar que sus pechos desnudos quedaban pegados a la panza del cincuentón. Se iba a subir los tirantes cuando de repente lo notó. Facundo se alegraba de verla… más de lo que sería recomendable.
–Pero Facundo, esto… esto, no –e intentó alejarle con una mano mientras que con la otra se subía las braguitas como podía. Pero su cuñado la sujetaba con fuerza.
–No sabes como estoy, Renata. Martina tan embarazada y cuando no se queja de esto o de lo otro está vomitando… Llevo meses sin hacerlo… No puedo más.
–¡Facundo, que soy tu cuñada!
Facundo la apretó más fuerte contra él para que pudiese sentir todas su entrepierna y le replicó.
–Sólo tienes que darme lo que les has dado a ellos. Ya sé que son más jóvenes y guapos. Pero yo lo necesito más –y de un golpe seco le arrancó las braguitas, cuyos elásticos cedieron a la presión de la lujuria de su contraparte.
–¡Facundo, que te pierdes!
–Yo sí que te voy a perder – y empezó a desabrocharse la bragueta, con trabajos por su prominente estómago.
–¡Facundo, que somos familia!
–Mira como me tienes. ¡He pedido un deseo de Fin de Año y lo voy a tener! –le replicó alargándole la mano para que tantease aquella minga desatada.
–Facundo, contente que te va a dar algo –pero su mano no podía dejar de recorrer aquel falo que demostraba que Facundo no era sólo el hermano mayor en lo cronológico sino también en aspectos más mundanos.
Facundo la empujó sobre el diván y se cernió sobre ella con todo su peso. La pobre Renata quedó inmovilizada. Sentía los besos de su pariente en el cuello, en la cara… y mientras le sobaba las piernas, la cintura le decía:
–Déjate, cuñadita. Déjate. Así no les diré nada de lo que ha pasado aquí dentro, de cómo has mancillado nuestra casa, nuestra confianza. Siempre con esos vestidos de putón, siempre cruzando las piernas en el momento justo para que te vea las braguitas cada vez que nos visitas… O esas meriendas, cuando te inclinas a coger una galletita y te quedabas parada unos segundos para que te viese el escote a través de esas camisas, que siempre llevas con dos botones desabrochados que deberías haber abotonado. Pero no. ¡Así me tienes a los chicos, revolucionados!
–Oh,, oh… ya sé la camisa que es… son un par de ojales que tengo que cerrar pero nunca tengo tiempo. Uauuhhh, ¡Ay, Facundo!, ¿Qué haces? ¿Qué eso no lo han hecho tus hijos!
Y en efecto, eso no lo habían hecho los chavales. Porque el vergón de su cuñado se estaba abriendo paso entre sus piernas y no parecía dispuesto a pagar peajes.
–No, por ahí no, Facundo.
–Pero si estás cachonda perdida, Renata, si resbala entre los muslos de puro mojada.
–No es mi culpa… el ascensor, los cócteles, los paquetes, Benigno y sus ahorros… –y sentía que aquello iba entrando, entrando… ¡Joder como entraba… qué dura está! Si aquello seguía así la iba a partir en dos.
Y entonces empezó el martillo pilón, un metesaca despiadado en donde a cada segundo parecía que Facundo iba a echar el bofe por la boca.
Bam, bam, bam… A cada embestida del dueño de la casa, el canapé pegaba en la pared. Renata no lo veía pero se imaginaba la pintura saltando descascarillada. Renata había esperado ser salvada y había acabado siendo ensartada. Eso sí, por un badajo que estaba dando la campanada y no las de fin de año sino una previa.
–Me vas a matar, me vas a matar de gusto, ¡Joder!
Bam, bam, bam… Con su cuñado bufando, increíble el aguante que demostraba cuando parecía tener menos fondo que Oliver Hardy. Bam, bam, bam…
El orgasmo que sacudió a Renata no lo había sentido desde antes de que naciera Gilberto. Y en eso que llegó la descarga de su amante inesperado, ingente, desbordante…
Cuando salió dejó a Facundo jadeando en el sofá. Él no podía con su alma. Se arregló el vestido como pudo y antes de regresar al salón se encerró en el cuarto de baño para arreglarse el pelo…
Cuando volvió la reunión estaba de lo más animado. Benigno se le acercó al oído y le dijo:
–Has hecho muy bien en quitarte la bragas, cariño, que en casa no te lo quise decir para que no te sintieses mal pero es que se te marcaban muchísimo. Así mucho mejor.
Y luego añadió:
–A lo mejor lo podíamos convertir en costumbre. Así ahorramos en ropa interior.
Sí es que era un cretino. Y no iba a mejorar con el año nuevo.
Después las uvas, Renata recibió un whatsapp en su móvil. Era su amiga Paola, la psicóloga.
“Feliz Año Nuevo. Espero que con tu hijo todo bien”.
A lo que su amiga contestó: “Feliz año. Todo bien sí. Pero ya sabes que a quien no tiene niños, el diablo le da sobrinos”. Lo envió sintiéndose un poco mala. No decía nada pero lo explicaba todo. Eso sí, del cuñado mejor no hablar. Ya se sabe que esos en Nochevieja sólo dan por culo.