Nochevieja
El último polvo del año, y no es con quien debería ser.
Dado que estamos en una día señalado, quería rememorar este mismo día de hace ya bastantes años. Mi marido y yo decidimos esa vez celebrar la Nochevieja de forma un poco más íntima a como veníamos haciéndolo habitualmente, así que contratamos la fiesta en un hotel en la ciudad de Gandía. El paquete incluía la noche, la celebración de las uvas con baile, el resopón y por supuesto, el desayuno del día siguiente.
Fuimos puntuales, como no podía ser de otro modo. Buscamos nuestra mesa y vimos que no estaban asignadas por parejas, o por grupos, sino que nos distribuían en mesas redondas de diez comensales hasta completarlas, y no es que el hecho de estar con más gente me incomodara, sino que me había formado otra idea de lo que iba a ser la velada. Una vez allí nos presentamos y de inmediato se generó un buen rollito en el grupo que contribuyó a modificar de forma positiva mis expectativas.
Mi marido acaparó la atención, —como suele ser habitual en las reuniones— por su carácter extrovertido y porque es una persona influyente, y por tanto, suele causar cierta admiración, cosa que a mí no me importa, todo lo contrario. Él salva vidas y yo bien orgullosa que estoy de que sea así. Por mi parte, no es que no me interesaran sus historias, sino que yo tenía las mías propias, o lo que es lo mismo, mi tema de conversación se centraba en la pareja que tenía a mi derecha, y fue con ellos con los que más empaticé. Hablamos de trabajo, pero también de otros temas que teníamos en común, de ahí que se estableciera cierto magnetismo, sobre todo entre él y yo. Un poco más tarde, la mujer encontró otro tema de conversación que le pareció más interesante con la pareja contigua, de tal modo que, por un cauce natural, cada cual halló su diálogo con la persona (o pareja) con la que en ese momento se encontraba más a gusto.
Más o menos, todos rondábamos la misma edad, excepto mi marido que era un poco mayor.
Unos minutos antes de las uvas se presentó la orquesta para dar las campanadas y amenizar ese instante, y después de los besos, las felicitaciones y los abrazos, se abrió la veda y la gente se soltó la melena .
A mí en ese momento no me apetecía bailar porque me encontraba cómoda con la conversación que mantenía con mi contertulio, aun así, y muy a mi pesar, tampoco procedía que nos quedásemos en la mesa de cháchara, y por ende, no hubo más remedio que unirnos al baile con el resto del grupo.
Minutos después, al ritmo de una música pegadiza y que acompañaba para lo que era la noche, entre empellones por un lado y codazos por por el otro, empecé a pasármelo bien. Bailamos todos con todos, haciendo uso de todo un repertorio de las sandeces que cada cual era capaz de aportar, y por ello, solamente faltaba otorgarle el premio al más tontainas. El “ Baila morena ”, “ Cuéntame, como te ha ido …” y gilipolleces por el estilo invitaban a eso, a hacer payasadas, pero en medio de un bailoteo anacrónico sonó “ La Lambada ”. Fue casualidad (o no) el hecho de que en ese momento mi compañero de baile fuese con el que había estado hablando durante la cena y con el que había confraternizado más.
Su coordinación de los pasos dejaba mucho que desear. En lo que sí que parecía un experto era en ejecutar los sensuales movimientos, y con ello restregaba su ingle por mi abdomen sin ningún recato. Yo iba con un vestido de noche ajustado. Él iba con traje, y debajo, una erección manifiesta parecía querer horadarme. En ese momento creo que exterioricé mi perplejidad, y la verdad, no sabía muy bien qué reacción mostrar. Por un lado, encontré aquella actitud pueril un poco fuera de lugar, pero por otro, un hormigueo se paseó por mis bajos sin mi consentimiento, en tanto mi pareja de baile me dedicaba una pícara sonrisa que yo no tenía muy claro si devolverle. Aun así, en vista de que no encontró reticencia por mi parte, continuó con unos roces, quizás demasiado sobreactuados, teniendo en cuenta que nuestras respectivas parejas estaban relativamente cerca. En cualquier caso, en medio de tanto frotamiento alcancé también cierto grado de excitación, de tal manera que conforme avanzaba la coreografía, ambos fuimos conscientes de lo que se estaba fraguando. La complicidad se afianzó y la química anterior pasó a tener un componente únicamente sexual. A esas alturas era más que evidente que los dos estábamos de acuerdo con ese osado juego, tampoco había muchas opciones que ponderar, pillar un calentón y desfogarnos más tarde con nuestras respectivos.
Mi marido bailaba con otra pareja y se le veía radiante, sin sospechar si quiera que su mujer se había puesto cachonda bailando una bachata con otro hombre, en cambio, la mujer de mi compañero de baile reclamó lo que era suyo por decreto, le dio dos besos y retomó el baile con él, por lo que, un poco excitada y, al mismo tiempo decepcionada, regresé con mi marido e instantes después todos volvimos a reagruparnos.
Por aquel entonces se podía fumar en todas partes sin restricciones. Mi esposo se encendió un habano. Le gustaba fumarlos en ocasiones especiales y ésta era una de ellas. Mi compañero de baile le pidió uno, pues al parecer, compartían gustos similares, sin embargo, mi marido sólo había cogido el que pensaba fumarse, el resto los había dejado en el coche, por consiguiente, me ofrecí a traerle uno, y él a acompañarme. No hubo preguntas ni recelos porque aparentemente no había motivo para ello, de modo que los demás siguieron disfrutando de la orquesta.
Al llegar al parking, sin decirnos nada, como si los dos estuviésemos pensando lo mismo, nos abalanzamos uno contra el otro para comernos la boca y nuestras lenguas buscaron la campanilla. Inmediatamente atenazó mis nalgas con decisión, me las apretó con saña y me acercó a él para que notara su creciente erección. La restregó sobre mi sexo a través del vestido como si quisiera perforarlo, al mismo tiempo que sus manos subían hasta mis pechos para apretarlos con la figurada intención de desinflarlos. Mis tetas eran atendidas sin dejar de que mis nalgas se privaran de sus atenciones. Me levantó el vestido para deleitarse de un contacto más directo. La excitación se amplificó y busqué el bulto que sobresalía de forma anormal, lo palpé primero y lo apreté con firmeza después, seguidamente le desabroché el pantalón y me apropié de una hermosa verga que se ponía a mi disposición, tan dura como una estalactita y con un aspecto similar al asta de un toro, ideal para pasar toda la noche fornicando, pero eso era imposible. El momento sólo daba para un polvo rápido apoyada en el capó del coche. No había más opciones.
Mientras yo meneaba el garrote con fruición, sus dedos chapoteaban del mismo modo dentro de mi coño buscando el punto G, de ahí que el gusto que me estaba dando causó la perdida completa del control. Me levanté el estrecho vestido, hice el tanga a un lado y me apoyé sobre el capó dándole vía libre. No lo dudó, se cogió la entrepierna, la condujo hasta la entrada, tanteó unos segundos en la raja y con un golpe de riñón me la clavó de un estacazo. El gusto que me dio el cabrón es difícil de describir, no sólo cuando me penetró, sino cuando empezó a follarme con furia, y ante los vigorosos embates me fue difícil contenerme y me corrí abiertamente como una primeriza. Mientras jadeaba de placer, le grité que no eyaculase dentro, así, al concluir mi orgasmo, se salió solicitando mi atención. Apenas había recuperado las pulsaciones, apresé su verga para masturbarlo a fin de que obtuviese su premio, pero, tras unos minutos aplicando mis habilidades pajilleras pensé que se estaba demorando más de lo previsto. Le advertí que ya estábamos tardando demasiado y me exhortó a hacerlo con la boca, de ese modo le vendría antes, —según me indicó—, con lo cual accedí, me puse en cuclillas y engullí el rabo poniendo todo mi empeño y empleando mis dotes de mamona con la intención de que no se retardara el final. Me hubiese gustado recrearme en la mamada, darle placer, repasar cada centímetro con mi lengua, pero el tiempo apremiaba y por eso incrementé el ritmo con mayor diligencia hasta que se le doblaron las piernas y sus gemidos se aceleraron advirtiéndome de la primera ráfaga que se aventuró en mi garganta, acompañada de una arcada, pero mi propósito era retenerla en la boca para que no me manchara el vestido, de ese modo, conforme él iba soltando lastre, yo lo liberaba entre las comisuras de mis labios hasta que su polla dejó de vomitar leche. A continuación, su cuerpo quedó laxo apoyándose en el capó.
Escupí su corrida en el suelo, me limpié la boca y no pude dejar de paladear el amargo sabor. No me desagrada la degustación en ese momento, pero es un regustillo que se me queda durante bastante tiempo e incluso llega a incomodarme.
Por añadidura, me hubiese gustado seguir follando. Tenía energías y ganas para hacerlo, sin embargo, ya habíamos rebasado la barrera permisible en la que podían empezar a sospechar de nuestra tardanza. Hubiese querido disponer de un poco más de tiempo y echar otro polvo recreándome un poco más, pero eso ya hubiese rozado la insensatez.
Cerré el coche, y cuando nos marchábamos reparé en que no habíamos cogido el puro. Sólo habría faltado que regresáramos sin él. Cogí el habano y se lo di. Me alisé un poco el vestido e intenté mantener la compostura, recompuse el tocado de mi pelo y acto seguido nos dirigimos con premura hacia la sala.
Al volver, nadie pareció notar nuestra ausencia y pensé que podríamos haber echado ese segundo polvo. Ahora ya era tarde. Cogí de la mesa mi copa de cava y me la bebí de un trago para intentar paliar el amargo saborcillo, y sobre todo, para enmascarar mi aliento.
Regresé con mi marido, como si al hacerlo me desvinculara del delito. Él me miró y su cara se iluminó con la mejor de sus sonrisas. Sin duda se lo estaba pasando bien. Me cogió de la cintura y me apretó contra él para besarme, como adelanto de cómo pretendía culminar la noche, en cambio, yo retrocedí en un ademán instintivo para que no oliese mi aliento y eso fue para él un gesto de repudio. Se quedó mirándome desconcertado, sin entender mi reacción y supe demasiado tarde que la había cagado.