Noches de Pasión (2)
Historia de amor, historia de sexo, texto lírico.
Estaba agotado, agotado hasta no poder más. Empapado en sudores y recostado sobre un sofá mohoso y verde, Paco Blanco fumaba su último cigarro. A su lado, la pálida piel de su enamorada. Estaba fría; su piel, helada. Normal, estaban en una noche fresca de octubre, en una vieja fábrica abandonada. Allí, por fin, había gozado de Fátima. La pequeña Fátima. Tenía siete años cuando la conoció, en aquel mismo lugar. Su mano pura cogida de las garras del jefe. Sí, Fátima era la hija del jefe. Paco trabajaba en aquella fábrica, lo había hecho desde que era un mozo de quince años. Y fue entonces cuando la conoció a ella. Y, ahora, diez años después, por fin la había gozado.
No podía olvidar aquellas tardes, cuando Paco se encaminaba a su puesto de trabajo en la factoría vieja y roñosa. Era el vigilante, vigilante nocturno. Allí quedaba él, cuando todos los demás marchaban. La noche descendía sobre la fábrica y él quedaba solo. Allí había follado con su primer amor, Alexia, la morenita vecina del tercero. Allí había gozado con Marta, la mejor amiga de su hermana. Allí había yacido con muchas, muchas y pequeñas chicas. Y es que Paco era un encanto. Alto, ojos verdes y piel suave. Pelo claro, castaño, torso ancho y espalda erguida.
Ahora estaba acabando su cigarro, pero no podía olvidar lo que acababa de hacer. Fátima, la hija del jefe, era era hermosa. Blanca su piel, pálida su cara, ojos grandes y negros, cabellos suaves y oscuros, piernas largas, como las noches de vigilia en la fábrica mugrienta. Era muy joven, era sensible, era graciosa, sus dientes pequeños y su lengua cálida. Había sentido aquella lengua en su falo no hacía ni diez minutos, esa boca en la suya, ese cuerpo en el suyo.
Ahora Fátima dormía tranquilamente. Su luz era más profunda que la noche. La besó en el cuello, y esta se movió alargando sus brazos, rozando su pecho y erizando sus pezones. Bebió de su boca y bajo ha su pecho, sus blancas tetas se endurecieron al contacto con su lengua. Siguió bajando por el blando vientre, suave y limpio. Y llegó, llegó a la fuente, al pantano de Fátima. Y bebió, se dejo enfarragar en sus fragancias, en sus olores y sabores. Se oían sus quejidos en la fábrica abandonada. Su dedo, cobrizo, se introdujo en la cueva oscura. Su lengua recogía los jugos de Fátima.
Y empezó, empezó el acto. Se encaramó a ella, tan débil, tan bella. Era muy liviana, ligera la alzó. Y ella cabalgó. La socavaba con fervor, con ahínco. Era suya al fin. ¿Dónde estaba ahora aquel estúpido jefe? Su hijita estaba siendo salvajemente penetrada por un mierda de vigilante. La fría piel entró en calor. Pagaba su jefe tarde y mal, tarde y mal. Y ahora el se estaba cobrando su pieza. ¿Qué pensaría cuando se enterara de que su recta hija era una fulana y una golfa? Imbécil. Estaba cada vez más excitado, más excitado. Y, al fin, dejó su semilla en el cáliz del jefe.
La besó mientras la dejaba en el sofá. El polvo brotó al contacto con la joven. Sabía amargo. Un golpetazo reverberó en la desolada factoría, abandonada y mugrienta. Sus pedazos cayendo en el olvido. El polvo y la luz se fundían en tremendos contrastes. En la calle ladraba un perro. Paco, encorvado por la edad, con los dientes podridos y los ojos ya cansados escrutaba el percal. Ese ambiente, esa noche. Aún sabían en su boca. Aún olía ese cuerpo. Hacía ya tanto tiempo. Con la hija del jefe el vigilante de mierda había follado lo que la vida le había costado. Achacoso, el anciano murió con el sabor de su cuerpo.