Noches de Hotel (1)

La Señora llega a la habitación y la esclava lo tiene todo a punto...

El botón se hundió a la presión de su dedo y un disco se iluminó alrededor del círculo metálico. El ascensor era muy moderno y la sacudida al comenzar su ascensión no la notaron sus tobillos ni sus piernas.

La Señora cerró los ojos. Había sido un día interminable de reuniones, charlas, proyectos, contratos... sonrió ante la perspectiva de un agradable baño de sales. Se inclinó y aprovechó para descalzarse allí mismo. Los zapatos oscuros de medio tacón eran muy cómodos, pero no había nada comparable a la sensación de caminar descalza por una mullida alfombra, excepto acaso, el hacerlo sobre la arena húmeda de una playa tropical. Un siseo le sacó de la imagen paradisíaca. Entreabrió los ojos y vio las puertas abiertas. Con desgana, empujó el cuerpo hacia delante, girando en dirección a su suite. La alfombra era suave y blanda como un beso y el pasillo estaba iluminado por luces tenues que decoraban los tonos pastel de las paredes.

Cuadros pequeños de un exquisito gusto rellenaban el espacio entre las luces indirectas. En la mano llevaba la tarjeta perforada de plástico que hacía las veces de llave, pero empujó la puerta. Estaba abierta, por supuesto. De cualquier manera, nadie podía entrar sin su permiso. Incluso en recepción había dejado precisas instrucciones para que el servicio no pasara a la suite, sino que dejara lo necesario para el aseo de la habitación en la puerta. Alguien se encargaría de esas tareas. Se relamió al pensar en la cena que había encargado. Una jugosa ensalada César para dos acompañada de un buen vino de Rueda, blanco y bien frío. Cerró la puerta tras de sí. La sala de estar, separada del dormitorio estaba decorada con el excelente gusto que caracterizaba al hotel. Unas luces indirectas en las esquinas, ajustadas al nivel que a ella le agradaba envolvían los objetos acariciándolos, sin matar los colores naturales.

Como siempre, lo primero que vio de mí es un movimiento brusco de cabeza, al bajar la vista. Yo esperaba pacientemente en la habitación, pero al oír la puerta, me arrodillaba allá donde se me pudiera ver bien, con los muslos levemente separados, las manos con las palmas hacia arriba y apoyadas en ellos y la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo. Por toda prenda, una gargantilla ancha de color dorado y con la leyenda de mi Señora, mas un par de cadenas que decoraban y tiraban de mis pezones, manteniéndolos permanentemente erectos. Además, me preocupaba de mantener un ligero estado de excitación en mi vagina, o bien frotando levemente los muslos entre sí o contrayendo los músculos, de manera que siempre estuviera bien lubricada.

Al principio, la Señora lo comprobaba constantemente. Al ver mi permanente disposición, las inspecciones se hacían cada vez más irregularmente, simplemente por placer y no por rutina. No obstante, he de admitir que trataba de tener siempre todo a punto. En mi campo visual entraron los pies de mi Señora. Estaba descalza, con sus hermosos dedos resaltados por la fina malla de seda que los cubría. Los pies quedaron inmóviles. Lentamente, volví las palmas de las manos y las apoyé en el suelo. Levanté mi pelvis y doblé el abdomen para descender muy suavemente sobre ellos. Deposité dos tiernos besos en cada pulgar, cuyas uñas había yo pintado de rojo apenas hacía doce horas y le pregunté a mi Ama si había tenido un buen día.

– Mucho mejor ahora –respondió ella dulcemente–, que te tengo ante mi vista, querida.

Levanté la cabeza y le miré al rostro. Sonreía. Desabrochó con dejadez su chaqueta gris, a juego con la falda. Normalmente me permitía desnudarla, pero a veces lo hacía ella misma, para probar mi autocontrol. Debía de mantener la vista fija en sus ojos, sin desviarla un milímetro hacia las partes de su piel que iban quedando al descubierto. La prueba de fuego era cuando ella apenas llevaba encima la ropa interior. Una diablura de encajes que serían capaces de provocar instantáneos torrentes de flujo vaginal se ofrecían ante mi vista con sólo mover las pupilas.

Pero era una artera trampa, destinada a proporcionarle a mi Señora el placer de castigarme, llamándome "zorra viciosa" junto con una buena sesión de azotes. Contuve la respiración. Cuando la blanca blusa y la falda habían caído al suelo por el rabillo del ojo supe que la Señora hoy vestía la combinación blanca. Su edad no era óbice para que de tanto en tanto prescindiera del sujetador y llevara en cambio una ligera prenda de seda con abundante encaje en el seno, apenas sujeta por dos finas tiras sobre sus tostados hombros y un vuelo que quedaba justamente a la altura de las caderas. Probablemente, vestía unas bragas a juego, con profusión de transparencias y veladas alusiones a su castaña melena púbica. Si no hubiera estada ya excitada por mi ejercicio habitual, el pensar en todo esto me hubiera puesto rápidamente en forma. Mi Ama levantó levemente los costados de la combinación para tomar con las puntas de los dedos los panties que vestía y quitárselos. El olor de su cuerpo me llegó como una oleada de energía.

Ahora la tentación era cerrar los ojos y echar hacia atrás la cabeza, embriagándome con el olor de su piel e imaginando su sabor. En vez de ceder a ello, rogué sin palabras que ésta tortura acabara pronto, o por dios, que yo cometería alguna falta y pagaría por ella, pero muy a gusto. Finalmente, la Señora tomó asiento en su sillón de cuero y cruzó las piernas. Probablemente porque su horcajadura quedaba justo ante mi vista y había percibido el temblor de mi mandíbula y cómo diminutas perlas de sudor me cuajaban el rostro. Ella sabía que yo estaba a punto de ceder, me conocía perfectamente y ese pequeño juego con mis nervios acababa siempre como ella deseaba. Con premio o castigo. Simplemente le divertía comprobar cómo yo ampliaba mi límite de resistencia y luchaba con todas mis fuerzas para finalmente admitir mi derrota y suplicarle que corrigiera mi comportamiento de perra lasciva.

– Hoy has sido una niña buena, ¿no es cierto?

– Sí, Señora –bajé púdicamente la vista, ahora que tenía permiso para hacerlo.

– Te has portado muy bien, querida.

– Gracias, Señora.

– Prepara la bañera, por favor.

Con una inclinación de cabeza, me levanté, haciendo tintinear levemente mis cadenitas. Obedecí con prontitud, pero sin movimientos alocados o bruscos. Precisión y gracia, esa era la idea que la Señora me había inculcado. Abrí los grifos, distribuí las sales y perfumes alrededor de la cabecera de la bañera. Su voz desde la sala me advirtió que usara las azules. Una mezcla de áloe de color azul intenso cayó burbujeando y formando una espuma suave sobre la superficie tibia del agua. La temperatura era ligeramente superior a la normal, pues había percibido cansancio en los ojos del Ama y sé que un par de grados de más ayudaban a relajarla. Cuando todo estaba dispuesto, quedé inmóvil junto a la bañera. El silencio advirtió a la Señora que todo estaba dispuesto. Noté su presencia por el calor que desprendía su cuerpo.

– Desnúdame.

– Sí, Señora.

Tomé la seda con la punta de mis dedos, sin rozar su piel. Ella alzó los brazos y pude sacare la combinación. Dirigí un rápido vistazo a las oscuras areolas, cubiertas de una leve capa de transpiración y me relamí subrepticiamente. A continuación le ayudé a despojarse de las braguitas, que formaron un ordenado montón en un taburete. Le ofrecí mi mano a la Señora y la ayudé a introducirse en el agua.

El contacto de sus tobillos con el líquido levemente humeante la hizo lanzar un breve murmullo de satisfacción. Se echó en la bañera y permaneció inmóvil por espacio de unos minutos, los ojos cerrados y una leve sonrisa en los labios. Entonces abrió los ojos y me dijo dulcemente "lávame". Me introduje en la bañera y tomé delicadamente un pie. Derramé agua sobre él y lo besé cuidadosamente, acariciándolo con las yemas de los dedos. A continuación, lo enjaboné con mi propio cuerpo como esponja, mis senos, mi vientre, mis muslos lo cubrían de espuma y lo enjuagaban paulatinamente...