Noche loca para romper con la rutina
Un hombre ve que su compañera de trabajo está muy angustiada. La invita a tomar una cerveza para relajarse. De ahí en adelante... todo queda en manos del destino.
Nos juntaron a todos los empleados de la empresa y habló el dueño: “Quiero que demuestren porqué no debería prescindir de los servicios de cada uno de ustedes”. El país como siempre se estaba yendo a pique y eso repercutía en todos los sectores laborales. Básicamente nos estaban exigiendo que nos esforcemos el doble y que ni se nos ocurra pedir un aumento. Después del monólogo interminable donde todo era miseria, dolor y sufrimiento salí a la vereda a fumar un merecido cigarrillo. Me la encontré a Gladys haciendo lo mismo. Una lágrima corría por su mejilla.
–Me van a echar, estoy segura –dijo Gladys compungida–. Llevo 30 años en esta empresa, qué voy a hacer si me dejan en la calle...
Gladys compartía el box de finanzas conmigo y con tres personas más. Teníamos una relación laboral bastante amena pero no pasaba de ahí. Ella tenía 52 años y estaba casada. Yo era un tiro al aire de 34 años. A veces le contaba a Gladys cuando salía de joda en la semana y caía al trabajo al otro día con una resaca destructiva.
–Tranquila, Gladys –le dije exhalando el humo del cigarrillo–. No va a pasar nada, siempre amenazan para que laburemos sin pedir más guita.
–Encima mi marido también está por quedarse en la calle... –seguía Gladys con su agobiante soliloquio–. Tengo tres hijos, no sé que vamos a hacer...
Me dio tanta lástima que me salió una frase desde lo más profundo del alma.
– ¿Por qué no vamos a tomar una cerveza después del trabajo? –la interrumpí–. Así aflojamos un poco, mirá como estás Gladys, tenés una tristeza que no podés más.
Al principio me dijo que no podía, que tenía que irse temprano y me inventó una excusa. Pasó un rato y me olvidé. Yo había activado Tinder a ver si pescaba algún cuerpo. Justo cuando faltaban unos minutos para irnos, Gladys me mandó un mail que decía “Al final puedo. Pero sólo una cervecita”.
Salimos del trabajo a las siete de la tarde y encaramos para un bar que yo conocía. A ver si le saco un poco la mufa a esta vieja, pensé. Nos sentamos y pedí una Budweiser de litro como para ir arrancando. Gladys estaba medio tímida pero después del primer vaso fue inclinando cada vez más rápido el codo. Al principio hablábamos del trabajo y de la situación del país. Pero ya cuando íbamos por la mitad de la segunda botella, se soltó y me empezó a hablar de su vida privada.
–Las cosas con mi marido no están del todo bien. Hace algunos meses que dormimos en camas separadas. Sus ronquidos fueron el detonante –confesó Gladys.
Con el devenir de los vasos de cerveza, me reveló que su marido no la garchaba hacía más de dos años. Yo también estaba desinhibido así que pregunté sin pelos en la lengua si había probado con algún otro hombre. Gladys me dijo que no, que siempre había sido fiel. Que estaba enamorada de su marido aunque él no la tocara ni con un palo. Pero ella lo respetaba, tenía esperanzas en su matrimonio. Estaba casada por iglesia y siempre le pedía a Dios que reponga su relación.
La charla se estaba poniendo demasiado cursi para mi gusto así que levanté la mano:
–Mozo, le pido dos shots de tequila –dije sin preguntarle antes a Gladys.
– ¿Tequila? No... –dijo Gladys–. Yo ya me tengo que ir... ¿Qué hora es?
–Qué importa, Gladys, relajate por una vez en la vida –sentencié.
Se ve que mi actitud desenfrenada le cayó bien porque por primera vez en la noche se le fue la cara de culo y sonrió. Cuando llegó el tequila le tuve que explicar a Gladys cómo tomarlo con el limón y la sal. La cerveza me había puesto acelerado y feroz, así que me zampé el tequila como si fuese Sprite Zero. A Gladys le costó un poco más tragarlo pero cuando el shot quedó limpio le volvió el color a la cara. Ahora estaba rozagante, con los ojos brillantes. Le dije si daba para tomar unas medidas de Whisky y dijo que sí. De a poco se fue olvidando de toda esa depresión rutinaria: volverse en colectivo y viajar dos horas hasta su casa, para encontrarse con su marido que ni la tocaba y con sus hijos que no le prestaban nada de atención.
El alcohol me estaba modificando la mirada. Más bien, optimizándola. La vi a Gladys ir y venir dos veces al baño del bar. Me empezó a calentar pese a no ser hegemónicamente atractiva: era una señora de 52 años, morocha, bastante rellenita, de tetas grandes un poco caídas y culo gordo. Entre la llegada del whisky y el humo del cigarrillo le empecé a ver en la cara un aire a Salma Hayek. No me importaba que mi visión me estuviese traicionando: yo era consciente de ello y mi verga también. Sin embargo, lentamente se me iba poniendo gomosa. Los bombeos acelerados de mi corazón ahora también mandaban sangre a mi entrepierna.
Había un televisor en el bar. En un momento de silencio, la periodista del noticiero dijo la hora: las 10 de la noche.
– ¡Uy! ¡Qué estoy haciendo! –dijo Gladys sobresaltada–. Debería haberme tomado el colectivo hace dos horas.
Me cago en el puto televisor, en el puto noticiero y en el puto colectivo, pensé.
–Tranquila Gladys, yo ahora te acompaño a la parada –le dije y llamé al mozo para que nos traiga la cuenta.
Gladys se levantó de la mesa y tambaleó. El whisky la había golpeado. Yo recién estaba arrancando. Le pagué al mozo y salimos caminando del bar. Gladys instintivamente se agarró de mi brazo porque le costaba coordinar sus pasos. Hicimos dos cuadras y me dijo que la espere, que se sentía mareada.
–Tengo algo que te va a rescatar, Gladys –le dije y saqué un porro que tenía armado.
– ¿Un porro? ¿Estás loco? –me dijo ella.
–Pegale unas pitadas así te relajás, Gladys. Estás muy nerviosa –le dije y encendí el porro.
Le dí una fumada profunda y se lo pasé a Gladys. Era buena mercadería. Ella le dio una pitada y tosió. Cuando me lo pasó de vuelta, le mostré unos aros de humo que hacía con mi boca. Se rio. Pero no se rio como Gladys. Se rio como Salma Hayek. La verga me vibró contra la tela del pantalón. Apuntaba hacia Gladys, como si fuese una flecha que quería indicarme un camino. Arremetí y la besé en la boca. Puso sus manos contra mi pecho como tratando de quitarme de encima. Pero la poca fuerza que hizo, daba a entender que se trataba de una formalidad. A los pocos segundos se entregó completamente a un beso de lengua con gusto a tabaco, whisky y marihuana. Le toqué un poco las tetas y no se resistió. Tenía la verga bien parada y reprimida por mi pantalón. Se la apoyé a Gladys para que lo notara.
–Vamos para un telo, Gladys –le dije sin importarme nada.
–Estás loco, no puedo. ¿Qué le voy a decir a mi marido? –dijo ella oscilando entre el “no” y el “tal vez”.
–Inventale cualquier cosa, que te quedas a dormir en lo de una compañera de trabajo porque mañana tenés una reunión mega temprano en la financiera con unos inversores extranjeros, algo así decile –improvisé.
A Gladys le pareció muy original mi plan. Lo llamó al marido y le dijo textuales mis palabras. Se ve que al tipo le importaba tres carajos lo que hiciera su mujer de su vida. Seguramente se estaría cogiendo a otra mina, pensé. Pero no iba a decirle eso a Gladys.
–Listo, ya está –me dijo Gladys cuando cortó la llamada, como si se hubiese sacado una mochila de 200 kilos de encima.
Enfilamos para un telo que yo conocía, a dos cuadras del bar. Una vez había terminado en ese albergue transitorio con la ex-secretaria de un jefe de la financiera. La cosa salió mal aquella vez: estaba tan borracho que me quedé dormido, ni siquiera llegué a sacarme la ropa.
No va a pasarme hoy, pensaba mientras caminábamos con Gladys hacia el telo. En un rincón de mi billetera tenía una bolsita por las dudas. A Gladys la impresionaron un poco las luces flúor pero el porro seguía haciendo efecto así que se rio de nuevo a lo Salma Hayek. Pedí una habitación, nos dieron la llave y subimos por un ascensor. La habitación era medio pelo: olía a transpiración de sexo, la cama era digna de fumigar y en el frigobar había un vino espumante de calidad dudosa.
–Me voy a poner un poco más cómoda –dijo Gladys y encaró para el baño.
Me gustó su actitud. Prendí de nuevo el porro que había quedado por la mitad y le dí una pitada honda. Me pegó como una cachetada. Sentí como si me hubiesen anestesiado de repente. Para colmo, empecé a ponerme ansioso. Gladys no salía más del baño. Para aligerar el trámite, me saqué la ropa y me quedé en calzoncillos. Me tapé con la sábana. Empecé a ver doble y aletargado. Agarré el vino espumante del frigobar, lo destapé tan torpemente que tuve que hundir el corcho y le dí un trago largo. Error.
Gladys salió del baño en bombacha y corpiño. Tenía un conjunto rosa clarito, bastante de señora mayor para mi gusto. Lo peor es que además de no erotizarme, el combo porro + vino espumante de cuarta me había cauterizado el sistema nervioso. Tenía la pija fofa como un globo sin inflar. Gladys se acostó a mi lado y empezó a hacerme mimos en la panza. Yo estaba acostado boca arriba con la respiración agitada, viendo doble y sin ningún instinto sexual a la vista.
– ¿Qué pasa lindo? –me dijo Gladys–. ¿No te gusto?
Le agarré la mano y se la llevé hacia mi entrepierna. Me empezó a acariciar por encima del bóxer pero no había caso: tenía la verga muerta. Justo cuando estaba por entregarme al sueño y al fracaso, me acordé de la bolsita en un rincón de mi billetera.
–Esperá, Gladys –dije y me levanté de la cama como si tuviera un resorte en el culo–. Tengo algo que nos va a ayudar.
Rápidamente, con lo último de lucidez que me quedaba, tiré todo el contenido de la bolsita sobre la mesa de luz. Saqué una tarjeta de crédito y empecé a armar las líneas. Enrollé un billete y me lo puse en la nariz. El primer tiro me despabiló en cuestión de segundos.
–Vení, Gladys, vení –le insistí para que se acerque–. Tomá un poquito.
–Hace muchos años que no tomo esto –dijo Gladys.
–Hoy es el día indicado, hermosa –le dije y le pellizqué una teta.
Se ve que la palabra “Hermosa” la cautivó. Se acercó a la mesa de luz y me pidió el billete enrollado. Se tomó dos líneas al hilo.
– ¡Viciosa! –le dije y se empezó a reír. Tomé la última línea que quedaba sobre la mesa y Gladys se me colgó del cuello.
–Dejame que te la chupe un poco, nene, vas a ver como se te para –me dijo Gladys completamente endemoniada.
Me sacó el calzoncillo con desesperación y se lanzó sobre mi verga dormida, que sin embargo no tardó mucho en despertarse, entre la ayudita química y las chupadas furiosas que le daba Gladys. Parecía que estaba deseosa de tener una verga en su boca hace mucho tiempo. La besaba, la lamía, se la metía en la boca entera y la sacaba, envolvía mis huevos con su boca y después los paleteaba con la lengua. Una vez que estuvo bien erecta, la recorría hábilmente con la lengua y con la boca bien abierta, desde el medio de los testículos donde empieza la base de la pija hasta la cabeza, haciendo volteretas lingüísticas justo en la parte del frenillo, que estaba tirante. No dejaba de mirarme a los ojos en ningún momento. Sabía bien lo que estaba haciendo. Sabía bien cómo tratar a un hombre. Conocía bien la anatomía del pene y su sensibilidad: me mordió el glande con la fuerza justa para excitarme y no lastimarme.
–Estoy muy caliente –me dijo Gladys y me mostró la bombacha rosa claro empapada–. Quiero que me cojas ya mismo, nene.
Se sacó la bombacha y se dejó el corpiño puesto. Creo que no se dio cuenta. Se acostó boca arriba esperando a que yo me le suba encima, en la posición del misionero.
–Esperá Gladys que te saco el corpiño –atiné a decirle.
Una vez que estuvo completamente desnuda, me detuve a contemplarla. Tenía las tetas apenas un poco por encima de la línea del ombligo. Los pezones eran grandes y marrones, con una aureola que ocupaba el 70% de la teta. Tenía una concha peluda y frondosa. Un bosque que tendría que invadir con mi excavadora. No era un estereotipo de lo excitante. Pero sin embargo me calentaba de sobremanera cogerme a una mujer así: con hambre de sexo, con un marido que no la atendía y con la edad justa para ser madura. Siempre me quise coger a una madura.
Le separé las piernas con las manos y apunté mi verga a lo desconocido. Sentí como el glande se abría paso entre ese vello púbico tupido. La sensación de raspaje cambió cuando me adentré en su caverna. Estaba realmente húmeda. La carne de su vulva era suave y acogedora. Gladys tenía lo que se dice una conchaza. Se notaba que era profunda y ancha.
–Ay... qué rico –dijo Gladys parafraseando a una colombiana ni bien la excavadora entró toda adentro de su cueva–. Dame duro, papito.
Me calentó que haya cambiado el vocabulario de repente. Empecé a darle con todas mis fuerzas. Las tetas se le bamboleaban para todos lados con cada embestida. Gladys gemía despacio, como si le diera culpa o temiera que alguien la escuche.
–Tu marido está lejos, Gladys –le dije como para subir el morbo–. Ahora estoy yo, sos mía.
–Delicioso, delicioso –respondió Gladys–. Haceme tuya, bebote.
La concha de Gladys me estaba resultando un poco ancha. Quería sentir un poco más de tensión apretando mi verga así que le levanté las piernas y las puse en mis hombros. Pesaban un poco pero no me importó. A Gladys pareció excitarle más ese cambio de posición: ahora la verga entraba más en profundidad y las paredes de su vagina parecían volverse mucho más angostas.
–Soy tu puta –me dijo Gladys–. Decime “Sos mía y sos mi puta”.
–Sos mía y sos mi puta –le dí el gusto de decir su frase.
La sensibilidad había aumentado increíblemente. Empecé a bombearla rápido. Mi verga se deslizaba con comodidad. Metí la mano entre sus pelos y le busqué el clítoris. Era de gran tamaño. No podía verlo por el vello púbico pero al tacto parecía un micropene. Empecé a frotarselo con el dedo pulgar. Eso la estremeció. Me miró agradecida del extra que le estaba sumando al polvo. En pocos segundos, noté que Gladys estaba a punto de acabar. Me di cuenta porque los pezones se le pusieron duros, tensos. Y además el colchón estaba húmedo debajo de su entrepierna. Gladys tenía la mirada perdida. Sus gemidos empezaron a subir de volumen. Se desinhibió completamente y gritaba. Abrió los brazos en cruz y se dejó llevar por la situación.
–Dios mío, ay dios mío... que rico –dijo Gladys–. Ahhh... Dios por qué... me negaste... un orgasmo... tanto tiempo...
Mientras Gladys volvía al planeta Tierra después de su orgasmo, yo pensaba en dónde largar toda mi leche. No quería acabarle adentro por las dudas. Miré esas tetas gordas y caídas una vez más y me cercioré que eran ideales para una buena turca.
–Disculpame, Gladys, tengo muchas ganas de hacer algo –le dije y me senté sobre su panza.
Le agarré las tetas con fuerza y me envolví la verga con ellas. Las manipulaba como si me estuviese cogiendo una almohada. A Gladys parecía gustarle lo que estaba haciendo. Se sentía increíble deslizar mi verga entre esas tetas de carne magra y caliente. Cerré los ojos y me imaginé mil cosas: que la estaba metiendo en un culo, que me la estaban chupando... La carne gorda de sus tetas podía emular cualquier otro tipo de agujero.
De repente... ¡Plaf! Saltó la leche, nomás. Cuando abrí los ojos, vi la cara de Gladys completamente bañada en semen. Todavía me quedaba un poco más en los huevos, así que no le solté las tetas y seguí deslizando mi verga entre ellas. Gladys abrió la boca y el segundo tiro de lefa fue directo a su lengua. Gran puntería, pensé. Solté las tetas que cayeron a los costados de su cuerpo como si fuesen dos bolsas de arena y me desplomé a su lado. Estaba exhausto y con el corazón a mil por hora. Decidí que lo mejor era darme una ducha fría para bajar un poco las pulsaciones después de tanto ejercicio físico y tantos excesos. La dejé a Gladys tirada en la cama, desnuda, relamiéndose los restos de semen de su cara y de entre sus tetas.
Abrí la ducha. Dejé que el chorro helado caiga sobre mi nuca. Poco a poco iba entrando en razón de lo que había hecho en el transcurso de la noche: había llevado a una compañera de trabajo de 52 años a beber como si no hubiera un mañana, le había convidado porro para que se olvide del marido, merca para que se ponga loca y como si eso fuera poco me la había chupado como los dioses y me la había cogido salvajemente, patita al hombro. No tuve tiempo de repasar la turca que me hice con sus tetas, porque Gladys corrió la cortina de la ducha y se metió conmigo, con algunos resabios de mi leche corriendo por su cara.
–Ahora lo vamos a hacer en la bañera, bebote –me dijo Gladys y me manoteó la verga.