Noche en Roma

"No sólo me había perdido en Roma. También me había perdido en los ojos oscuros de José, en su pecho amplio, sus piernas musculosas, y en ese paquete que la tela del pantalón tapaba pero a la vez resaltaba haciéndolo tan tentador."

Noche en Roma

Dicen que las noches en las calles de Roma son excitantes. Yo, que a pesar de haber tenido un paso fugaz por esa bellísima ciudad me hice tiempo para admirar el Coliseo, arrojar mi moneda a la Fontana di Trevi, enmudecer emocionado ante el Moisés de Miguel Angel, debería haberlo comprobado . . . pero no lo hice.

Mi único recuerdo de la noche romana está asociado a un nombre que ha quedado escrito en mi cuerpo y mi alma: José.

En mi breve estancia de apenas dos días en Roma (escala obligada por una huelga en la aerolínea que me llevaba desde Londres a casa), decidí aprovechar mi única noche y salir solo para conocer la famosa vida nocturna, llevando como única ayuda un mapa de bolsillo y un franco espíritu de aventura considerando mis nulos conocimientos de la lengua del Dante.

Feliz, como quien se larga a conquistar un mundo desconocido, caminé sin rumbo por casi dos horas dejándome seducir por los sonidos y las luces de una ciudad vibrante, eterna y cambiante, admirando las generosas curvas de las italianas y derritiéndome ante la varonil belleza de los italianos.

Pero como era de esperar, terminé por perderme. Debí alejarme demasiado de mi punto de partida, porque el cruce de calles en el que me detuve para orientarme no figuraba en el mínimo mapa que llevaba. O por lo menos yo no lo encontraba, porque de repente el italiano se me hizo tan extraño como el sánscrito.

Parado en la esquina, con el colorido pero inútil mapa en la mano me sentía un completo idiota, e imaginé cuan difícil me iba a resultar el regreso . . . sobre todo porque los nervios me habían provocado una laguna mental en la que el nombre del hotel había naufragado definitivamente.

Y entonces lo vi.

Lo primero que me llamó la atención fueron sus piernas, musculosas y muy velludas, apenas cubiertas hasta la mitad de los muslos por unas bermudas muy cortas que abultaban de forma muy interesante en la entrepierna, dejando ver a las claras que no se trataba simplemente de tela abolsada: "algo" lo llenaba.

El muchacho tendría más o menos mi edad, y mi misma altura. Sus facciones eran irreprochables, y llevaba el cabello castaño muy corto y una barba mínima.

Estaba parado en la vereda de enfrente, y me di cuenta que me estaba mirando. Sonreía con disimulo, seguramente divertido por mi inocultable aspecto de turista perdido. Pero no importó, y alentado por la amigable sonrisa en su bello rostro me decidí y crucé la calle para pedirle ayuda.

Además, quería verlo más de cerca, aunque más no fuese para disfrutar con los ojos de tan bonito y masculino ejemplar.

Cuando estuve junto a él dije un tímido " Hola! ", como para darle a entender de entrada que mis conocimientos del italiano no alcanzaban siquiera para el saludo, y luego me dispuse a sudar la gota gorda tratando de hacerme entender. Abrí la boca para empezar a balbucear, pero no alcancé a decir nada porque el bonito muchacho me preguntó: " ¿Te puedo ayudar en algo? ".

¡Salvado el hombre! Mi bello desconocido era un hijo adoptivo de Italia, que llevaba mucho tiempo viviendo en ese país pero que - para mi fortuna - nunca había olvidado su español nativo.

Mi nuevo amigo se presentó como José, y sonrió otra vez al ver mi gesto de alivio.

" Estoy perdido! " exclamé, dándome cuenta al instante que había dicho algo que era obvio.

" Sí, eso me imaginé. Pero veo que traes un mapa. Veamos si puedo orientarte. ¿En que hotel estás? ".

Por suerte recordé el bendito nombre, y se lo dije. José tomó el mapa, y pude ver que el vello también tapizaba sus nervudos brazos. Mientras leía con atención yo admiraba su rostro, y noté que tenía unos ojos muy negros enmarcado por pestañas largas y arqueadas.

" Bueno, fíjate bien. Deberías hacer esto ".

A continuación me explicó que camino debía tomar para llegar a mi hotel. Bueno, creo que hizo eso, porque yo sólo oía su voz pero no escuchaba sus palabras. Mi mente estaba embotada por la irresistible masculinidad que irradiaba ese hombre, y mi cuerpo se estremeció con sólo imaginar el contacto con ese vello suave y viril.

Comprendí que la explicación había terminado porque dejó de hablar, y lo oí preguntarme:

" ¿Entendiste? ".

No, no había entendido nada, porque ni siquiera había escuchado. Lo que sí entendí, es que ahora tenía dos problemas. No sólo me había perdido en Roma. También me había perdido en los ojos oscuros de José, en su pecho amplio, sus piernas musculosas, y en ese paquete que la tela del pantalón tapaba pero a la vez resaltaba haciéndolo tan tentador.

" Ehh . . . no, no entendí ".

Algo en el gesto de mi cara debió ser muy evidente. Tal vez mi mirada. Tal vez mi quijada a medio cerrar. Quizá fue mi respiración agitada. O posiblemente mi mirada escudriñadora que se paseaba con descaro por su cuerpo y se detenía más de lo prudente en la entrepierna. Lo cierto es que sentí sus ojos clavados en los míos, aceptando en silencio todas las sensaciones que colmaban mi cuerpo . . . y retribuyéndolas.

Sonrió otra vez.

" No importa. Te invito una cerveza en mi casa, y te lo explico mejor. ¿Aceptas? ".

No hace falta decir que acepté.

¿Qué pasó después? Bueno, digamos que esa noche en Roma no aprendí nada sobre como orientarme en la ciudad, pero sí descubrí todo lo relativo a la geografía del cuerpo de José. Así, recorrí las amplias mesetas de sus pectorales y descansé en los suaves montículos de sus aureolados pezones. Bajé gustoso por el caudoloso río de vellos que me llevó desde su pecho hasta los ondulados saltos de sus abdominales. Exploré las rotundas montañas de músculos que poblaban sus brazos y piernas. Y finalmente me detuve, goloso, en la selva de su entrepierna, en donde me aguardaba un guerrero erguido dispuesto a dar batalla toda la noche. Un guerrero imponente, que se entregó gustoso a mis suaves caricias de lengua pero que no dejó de crecer y hacerse fuerte hasta llenar por completo mi boca.

Esa noche en Roma no bebí la leche de la loba, como hicieron Rómulo y Remo. En cambio, recibí el blanquísimo néctar que manó incansablemente de las entrañas de José, y que el ardiente muchacho se ocupó de regar una y otra vez dentro y fuera de mi anatomía.

Esa noche en Roma mis labios no probaron el suave vino de las uvas romanas, pero saborearon los besos más dulces y húmedos que me regaló la carnosa boca de mi amigo. Y aunque mis oídos no escucharon los antiguos ecos de los leones rugiendo en el Circo, se deleitaron con las palabras tiernas, los jadeos de placer y los ayes prolongados que coronaron cada orgasmo de mi exquisito amante.

Y cuando mi única estadía nocturna en Roma llegó a su fin, mi cuerpo amaneció cálidamente protegido por el robusto pecho de mi bello muchacho, por sus brazos fuertes y sus piernas velludas.

Ah! José! Las noches sólo reciben el nombre del día que las precede, pero esa en que te conocí tiene un nombre propio: el tuyo.

Por todo eso es que no pude comprobar si las noches en las calles de Roma son excitantes. La mía transcurrió puertas adentro. Pero sí puedo afirmar que, si se parecen aunque sea en algo a la que yo viví, entonces son inolvidables.