Noche en el calabozo

Un joven que conduce a gran velocidad sin licencia es detenido por la policía. Los agentes le obligan a hacerles una mamada camino de la comisaría y una vez en el calabozo se lo entregan como juguete sexual a un enorme negro que le hará delicias.

Aquella noche yo había salido con el coche de mi padre, un deportivo estupendo que yo procuraba usar cuando él no estaba. Claro que había un problema: yo no tenía carné de conducir. Me encanta conducir a gran velocidad, así que puse el vehículo a no menos de 180 kilómetros por hora. Así que no fue raro que, poco después, una sirena se situara detrás de mí. Era la policía. Un coche me adelantó a gran velocidad y se situó delante mía, hasta hacerme parar en el arcén de la carretera. Dos policías bajaron rápidamente y me encañonaron. Yo estaba muerto de miedo, aquello me podía costar caro; ya veía las consecuencias: el correccional, con chicos delincuentes que cualquiera sabe qué podrían hacerme, el futuro en entredicho, sin universidad ni posibilidad de estudiar en los centros exclusivos a los que esperaba acudir, ya que mi familia tiene posibles.

El caso es que los policías me sacaron del coche, me colocaron con violencia sobre el capó y me cachearon. Yo llevaba puesto sólo un pantaloncito corto y una camiseta, porque la noche era calurosa, y los policías poco tuvieron que registrar. Sin embargo, el que me registraba creyó percibir algo entre mis piernas, y me ordenó bajarme los pantaloncitos. Lo cierto es que lo que me pasaba era que, con la velocidad tan enorme que había conseguido, se me había puesto una erección de caballo, y tenía todavía el carajo como una piedra, y el poli debió creer que escondía una pistola en el bulto del pantalón. Me bajé el pantalón, como quería, y me quedé con mi pequeños slips que apenas podían contener el nabo que pugnaba por salirse.

Los policías sonrieron y se miraron entre sí. No supe entender qué significaba aquella sonrisa, aunque no tardaría mucho en saberlo. Me ordenaron entrar en su coche, en la parte trasera. Uno de ellos se sentó a mi lado en el vehículo, mientras el otro arrancaba. El policía que estaba a mi lado dijo:

--Bueno chico, creo que es hora de que empieces a pagar tu penitencia.

Y el tío se abrió la bragueta y sacó un pedazo de nabo de no menos de 20 cm. de longitud. Yo me quedé de piedra, no sabía qué quería aquel agente, aunque empezaba a tener alguna idea. El hombre, que tendría como 30 años, me tomó por la cabeza y me obligó a agacharla hasta situarla delante de su polla. Yo me resistí, nunca había hecho una cosa así, a mí me gustaban las mujeres, de hecho tenía una medio novia que ya me la había chupado unas cuantas veces y que me hacía pajas. Pero aquel hombre tenía una fuerza tremenda, y quisiera o no, me vi obligado a tragarme aquel gran cacharro. Me dieron unas arcadas, pero el tío entonces me obligó a metérmela más adentro aún, y la cabeza de aquel glande traspasó limpiamente la campanilla.

--Mira el mamón, se la ha tragado entera, tiene unas tragaderas enormes, tiene que ser un gran puto.

Yo no podía decir que era mi primera vez porque no podía hablar, con aquel gran cacharro encajado hasta la garganta. El tío comenzó a follarme, tomándome del pelo, metiéndome el nabo por la boca, sacándolo, metiéndolo, sacándolo... Cada vez que lo hacía me metía aquel carajo entero, parecía que ya se había aprendido el camino y no volvieron las arcadas, entraba perfectamente en mi orificio bucal. Yo sentía aquel gran pedazo de carne entrarme tan adentro, y realmente sólo podía sentir terror, el pánico del momento, estar siendo violado por un agente de la ley, sin poder hacer nada. De pronto noté algo viscoso y caliente en mi boca, que me llegaba por oleadas, y comprendí que el tío se estaba corriendo dentro de mi. No pude hacer otra cosa más que tragarme aquella marea de leche, mientras el policía gritaba de placer dentro del coche.

Me apartó de un empellón y se guardó la polla, cuando ya no quedó más leche que tragar. Yo me eché a un lado, lloroso, sin saber qué había pasado, aunque tengo que reconocer que aquella situación, lejos de bajarme la hinchazón de mi nabo, me lo había puesto aún más a tope; estaba muy excitado, no sé si por la violencia que había ejercido el agente, o por aquel gran pedazo de carne que me había obligado a chupar, o por el sabor (debo reconocer que estaba muy lejos de disgustarme) de la leche que me había tenido que tragar.

Todo fue correrse el agente de los 30 años cuando el otro, el que conducía el coche, lo aparcó a un lado del arcén.

--Bueno, ahora me toca a mí, tío, no vas a follártelo tú solo...

El que estaba a mi lado se salió del vehículo y fue sustituido por el otro. El primero se puso al volante y el segundo me puso su vergajo, algo más pequeño que el otro (no menos de 18 cm, de todas formas), pero más grueso, frente a la boca. Yo me hice un poco de rogar, entre otras cosas porque seguía muerto de miedo, pero el tío me agarró de los pelos y me hizo sepultar su nabo en mi boca. Aquella era una barrena gordísima, por lo menos medía 6 cm. de diámetro, y tuve serios problemas para alojarlo dentro de mi cavidad bucal, si bien el policía contribuyó decisivamente con un guantazo que me hizo arder la mejilla y apresurarme a meterme aquel vergajo en la boca. El poli debía estar muy caliente, porque se corrió enseguida. Me obligó a tragarme la leche, y ésta me supo aún mejor que la primera; se ve que le iba tomando el gusto...

Cuando llegamos a la comisaría, el primero de los agentes que me había violado me dijo:

--Ahora, chitón sobre lo que ha pasado, o te parto la cara.

Y lo dijo con una determinación tal que lo creí a pies juntillas. Entramos en la comisaria, había poca gente, sólo algunos polis y unos cuantos delincuentes de poca monta prestando declaración.

El primer policía me llevó hasta una puerta que decía "calabozos", y me introdujo dentro de la estancia. Allí había otro agente, con el que el primero cruzó un guiño, que yo capté porque estaba muerto de miedo.

--Pon a este pipiolo con Mohamed, anda, a ver si se le quitan las ganas de correr con el coche.

Yo no sabía quién era el tal Mohamed, pero me hacía alguna idea. El policía de los calabozos me llevó hasta una estancia con una reja. Allí, tumbado en la litera de abajo, había un negro descomunal, grande como un toro; era Mohamed, claro. Me hizo entrar en la celda, y el guardia se marchó, no sin antes decirle al negro:

--Preséntale tus "respetos" al chico, Mohamed...

El negro se incorporó, me tomó de los hombros y me arrojó como una muñeca sobre la cama. Yo era incapaz de hacer nada, aparte de que poco podía hacer contra aquella mole de más de 2 metros de altura y complexión fortísima. Con horror vi como se bajaba el pantalón del chándal que llevaba, mostrando, bajo un pequeño slip, una enorme masa que pugnaba por escapar de aquel pequeño habitáculo. Me acercó la pelvis a mi cara y se sacó un nabo de campeonato, negro y potente; el carajo del policía, que me pareció grande, era como de juguete al lado de aquel cacharro impresionante, no menos de 28 cm. de polla, con una cabeza aún más grande, cuyo diámetro no debía medir menos de 7 centímetros. Me agarró por el pelo y dio un fuerte tirón hacia atrás; por el dolor que me produjo, yo abrí la boca, y el negro me encalomó dentro el glande, que apenas si me cabía. Empezó a follarme, y yo creí que me ahogaba. Era demasiado grande aquello, así que decidí que tenía que hacer lo que fuera para salir con bien de aquel trance. Ahuequé la garganta, como había hecho antes con el policía, con la esperanza de que así aquel obús tuviera mejor cabida en mi boquita de piñon y no me partiera los dientes o me desencajara la mandíbula. Afortunadamente, mis tragaderas volvieron a funcionar, y aquel gran pedazo de carne, del que sólo había entrado apenas diez centímetros, penetró otros seis o siete, no sin esfuerzo. Pero afuera quedaban todavía no menos de 10 o 12, y parecía como si tuviera ya un toro dentro de la boca. No sé cómo saqué fuerzas de flaqueza, abrí al máximo mis tragaderas, coincidiendo con una de las emboladas del negro, y el nabo se me encajó, enterito, dentro de la boca, traspasando limpiamente las amígdalas y buscando la garganta. Tenía la nariz ya enterrada en la pelambrera púbica del negro, y con el labio inferior tocaba sus huevos, que iban y venían, conforme el tío me follaba por la boca. De buenas a primeras el negro dio un gran alarido y dentro de mi boca se sucedieron los chorros de semen, uno tras otro, aquello era como el rabo de un caballo corriéndose. Noté que me ahogaba y saqué, como pude, la polla; los ultimos trallazos cayeron en la lengua, pero ya sabía que la leche era muy sabrosa, y la de aquel negrazo resultó serlo aún más.

El negro me mantuvo la polla en la lengua hasta que ya no quedó nada, y exhausto como estaba creo que no se dio cuenta de que yo le di un lengüetazo en el ojete del glande, rebuscando alguna gota postrera. Cuando acabó, Mohamed me tiró al suelo y se tumbó en la litera, en la parte de abajo. Curiosamente, se quedó dormido casi instantáneamente.

Yo, con la mandíbula casi desencajada por aquella enorme mole que me había tenido que tragar, me quedé mirando aquel espectáculo: el negro estaba tirado cuan largo era en la litera, con los pantalones del chándal y el minúsculo slip bajados y el nabo, ya morcillón, colgándole, aún enorme, entre las piernas. Tuve entonces que reconocer que no había visto nunca un espectáculo tan fabuloso como aquel, y que el recuerdo de la leche que todavía guardaba en mi paladar, el semen de aquel prodigioso ejemplar de raza negra, era algo que nunca olvidaría. Casi mecánicamente, sin pensarlo dos veces, sin imaginar siquiera qué podía ocurrir si el negro se despertaba, me aproximé a aquel gran nabo que, ya en estado de reposo, medía no menos de 16 o 17 cm., y me metí el glande en la boca, primero con cuidado, pensando que Mohamed podía despertarse, después ya con más confianza, cuando me di cuenta de que el negro había entrado en un sueño profundísimo, tras haber vaciado dentro de mí toda su leche. Ahora que podía saborearlo bien, sin la presión ni la violencia ejercida, me di cuenta hasta qué punto aquella polla era deliciosa, un gran ariete de carne negra, salvo en el glande, donde se tornaba rosácea. Chupeteé con regodeo aquel capullo enorme, y pronto percibí con júbilo que mis esfuerzos estaban teniendo respuesta: aquel cañón de carne se fue llenando, poco a poco, extendiendo sus poderes, empalmándose suave pero perceptiblemente. Lo chupé a lo largo del mástil, y descubrí entonces unos huevos enormes, grandes y negros, que me metí en la boca, uno primero, después el otro, sintiendo un gran placer al sentirlos dentro de mi cavidad bucal. Cuando me cansé de chupetearle los huevos pensé que quizá hubiera algo también sabroso más abajo. Con cuidado, y también con gran esfuerzo, levanté las piernas del gigante, encontrándome con un culo delicioso, firme y musculoso. No me pude aguantar al ver aquella visión y comencé a chupetearle las cachas. Chupando, chupando, llegué hasta la raja que separaba los dos hemisferios del trasero. Estaba tan excitado que pensé que por qué no le chupaba también el agujero del culo, que quizá fuera también una buena experiencia, como había sido tragarme la leche. Levanté un poco más las piernas del negro, le abrí las cachas, y allí estaba, un agujero negro dentro de un culo negro y deliciosamente erótico. Sumergí mi lengua en aquél recóndito hueco, primero con precaución, después ya decididamente, cuando me di cuenta de que sabía a macho, a sudor y a hombre, a ser primitivo, a carne y oscuridad; aquél sabor me fascinó, hasta el punto de que sentí que, dentro de mis pequeños slips, me acababa de correr sin siquiera tocarme. Seguí chupando, metiendo cada vez algo más de mi lengua dentro de aquel agujero caliente y sexual, hasta que enterré mi nariz entre sus dos cachas y la baba me resbalaba ya por la barbilla. Debía tener dentro del orificio del negro no menos de 8 cm., con la lengua totalmente al límite de sus posibilidades elásticas, y me mantuve así, chupeteando, durante un rato, hasta que tuve que retirar la posición porque las mandíbulas ya me dolían.

Miré, ya retirado de mis nuevas posesiones anales, a Mohamed, y comprobé que seguía durmiendo como un lirón. Su monstruoso nabo, tal vez por la acción de mis lengüetazos en zona tan íntima, estaba totalmente erecto, y entonces se me pasó una idea por la cabeza, al tiempo que un escalofrío: y sí...

Me puse manos a la obra, aún pensando que podía ser peligroso lo que había pensado dentro de mi calenturienta mente, en aquella noche en el calabozo que había tomado un giro tan inesperado. Me quité los pantaloncitos cortos y el slip, también la camiseta, y me metí un dedo, previamente untado de saliva, en mi culo. Me costó un poco de trabajo, aunque es cierto que, con la excitación, estaba un poco abierto; lo roté, como supuse que se hacía, y después metí otro dedo más, que me costó algo más de trabajo; el tercero y cuarto dedos también fueron problemáticos, pero una vez que lo conseguí, me di cuenta de que mi agujero anal estaba razonablemente abierto, al menos teniendo en cuenta que hasta entonces yo era totalmente virgen por aquella zona. Tragué saliva y me dispuse a hacer lo que pensaba. Primero le di unos buenos chupetazos al pollón del negro, hasta dejarlo bien ensalivado; después me puse a horcajadas sobre él, colocando el nabo gigantesco apuntando hacia mi agujerito del culo.

Coloqué el glande del negro justo en el umbral, y sólo meterme la punta ya me dolió. Pero estaba decidido a hacerlo: me dejé caer lentamente, poco a poco, sobre aquel mástil de carne, y noté cómo mi culo se iba abriendo como en canal mientras aquella barrena, enorme y gordísima, iba perforándome interiormente. El dolor era intensísimo, pero gradualmente el dolor fue siendo sustituido por un placer indescriptible, hasta el punto de que llegó un momento que no supe cuál era el dolor y cuál el placer, hasta ser los dos una sola cosa, una experiencia impresionante. El nabo siguió entrando, poco a poco, en tan reducido espacio, y yo sentí cómo me llenaba totalmente, como aquel mástil de carne y sangre me partía en dos para hacerme sentir, más que nunca, lleno de placer sexual. Por fin conseguí que aquel inacabable rabo terminara de alojarse dentro de mi culo, y cuando me senté sobre el cuerpo del negro, era como si estuviera ensartado en una lanza o en un arpón, sentía una barra caliente, hirviendo, dentro de mi cuerpo; me quedé así un instante, disfrutando de aquel momento inigualable, y después comencé un metisaca, primero despacio, después, lentamente, más acelerado, hasta que el negro, todavía durmiendo, se me corrió dentro; sentí entonces cómo una marea líquida y caliente, espesa y viscosa, dentro de mi cuerpo, y yo mismo me volví a correr también, sin siquiera tocarme el nabo. Llené el pecho del negro de mi semen, y lo rebañé con el dedo, rechupeteándome con mi propia leche, que estaba riquísima. Me salí, poco a poco, del nabo del negro, dejándome el culo ardiendo y con una gran oquedad. Se me ocurrió entonces otra temeridad. Me coloqué con el culo sobre la boca del negro, y pude disfrutar entonces del espectáculo de ver cómo la leche de Mohamed caía, poco a poco, sobre la boca del negro, que tenía entreabierta; conseguí que el semen cayera entre los dientes, así que el gigantón estaba probando de su propia medicina.

Realmente el sueño del negrazo debía ser a prueba de cañonazos, porque le había mamado la polla y el culo, me había autofollado con su nabo y le había echado leche en la boca, y ni por esas se había despertado (afortunadamente para mí, porque cualquiera sabe qué hubiera hecho si se hubiera dado cuenta).

Me bajé de la litera y miré casualmente hacia la reja del calabozo; cuál no fue mi sorpresa cuando me encontré, mirando entre los barrotes, al policía encargado de aquella zona, al que guiñó el primer policía que me violó.

--Cuánto... cuánto tiempo lleva ahí-conseguí articular, sintiendo volver el miedo.

--Todo el tiempo -dijo el policía con una sonrisa pícara.-Bueno, ahora me toca a mí, ¿no? No irás a dejar a papaíto sin su ración...

Y me hacía señas con el dedo para que me acercara a él. Yo lo hice, temeroso de lo que pudiera ocurrir, sintiendo todavía el agujero del culo como un colador, desnudo como vine al mundo.

Cuando estuve a su alcance, el policía me tomó de los hombros y me hizo agacharme. Me encontré entonces que, entre las sombras de los barrotes, aparecía una verga bien grande, quizá sobre 24 o 25 cm., y gorda, con una gran cabeza.

--¿No quieres darle un besito a mi muñeco, putito? -Me preguntó el policía.

Yo, cuando vi aquel manjar, no me hice de rogar. Abrí la boca al máximo y me metí aquel gran glande dentro. Era enorme, casi tan grande como el del negro, y el policía dio un golpe de pelvis y me alojó la mitad dentro de la boca.

--Así, así, grandísimo maricón, quiero que me la chupes bien chupada.

Yo obedecía, más por mi placer que por el suyo, y mamaba glotonamente aquel vergajo, que sentía entrar más y más dentro de mi boca; traspasó las amígdalas, camino de la garganta, pero antes de terminar de encajarse totalmente en mi boca, el policía dio un gran grito y se salió casi hasta la entrada, soltándome en plena lengua siete u ocho trallazos de leche riquísima. El policía se echó hacia atrás mientras decía:

--Grandísimo puto, qué bien sabes mamarla, cómo se ve que has chupado miles de pollas, con lo joven que eres...

No sabía el tío que la suya era la cuarta polla que mamaba, y además todas en aquella misma noche.

El policía se retiró, supongo que a los servicios, y yo volví a la litera. Allí seguía Mohamed, con su vergajo al aire, de nuevo en reposo, y no me pude resistir: me metí el glande en la boca y pronto se lo puse a tono. Como tardó más en descerrajar su leche, pude disfrutar un buen rato de chupetearle el nabo a placer. Cuando por fin se corrió, pude gozar de aquella leche, más reposada, más suave, que las otras que ya me había descargado el negrazo. Pero casi al momento de terminar de correrse, el negrazo se despertó y me encontró todavía agarrado por la boca a su polla. Yo me eché a temblar; afortunadamente no parecía darse cuenta de que en su boca tenía cierta cantidad de su propia leche, pero podía hacerme cualquier cosa. Sin embargo, lejos de pegarme, el negrazo se levantó, me tomó del pelo y me puso el nabo sobre mi boca. Yo la abrí, pensando que quería que se la chupara nuevamente, pero cuál no fue mi sorpresa cuando el tío comenzó a mearse dentro de mi boca. Al notar aquel líquido caliente y ácido, hice ademán de cerrar la boca, pero el negro me largó un guantazo tremendo, así que opté por dejar la boca abierta; aquel líquido tan íntimo fue cayendo por mi lengua, por mis encías, por mis dientes, y pronto me di cuenta de que en absoluto tenía un gusto desagradable, sino más bien lo contrario; me excitó aquello muchísimo, hasta el punto de que me empalmé de inmediato y me corrí de gusto, en el suelo, mientras el negro seguía usándome como su water particular. Fue una meada larga y cálida; se ve que había bebido mucho durante el día y que hacía tiempo que no iba al servicio. Cuando terminó, se la sacudió un poco, y creo que no llegó a darse cuenta de que la última gota de meado que le quedaba en el glande se la robé yo de un lengüetazo. Hecho esto, el negro se tiró de nuevo en la litera, ahora bocabajo, y se quedó de nuevo dormido como un tronco.

Me ofreció entonces un panorama espectacular: su culo quedaba totalmente en pompa, diciendo "cómeme, cómeme". Envalentonado por lo que estaba gozando aquella noche singular, le abrí las cachas y, como antes, le metí la lengua en el agujero, disfrutando de aquel olor y sabor netamente masculinos, hasta que la lengua ya no dio más de sí. Exhausto, me tumbé en la litera de arriba, y me quedé dormido al instante.

A la mañana siguiente, me despertó el policía del calabozo, como si no hubiera pasado nada.

--Vamos, chico, hora de irse a casa.

Yo me desperté y pensé que todo había sido un sueño, pero cuando bajé de la litera vi al negro que todavía estaba desnudo y bocabajo, con el culo en pompa que yo había estado chupando como una perra en celo pocas horas antes. El policía me sacó del calabozo, mientras yo miraba por última vez al negrazo.

Ya en el vestíbulo de la comisaría, tras echarme la filípica el sargento, me atreví a preguntarle:

--Sargento... Mohamed, ¿por qué está aquí?

El sargento, sin mirarme siquiera, dijo:

--Borrachera.

Salí de la comisaría, entré en un bar que estaba enfrente, pedí un refresco y allí esperé. A la hora y media salió el gigante de ébano. Me fui tras él; todavía no sabía aquel negro descomunal que había encontrado un esclavo dispuesto a mamarle la polla sin descanso, a tragarse toda la leche que fuera capaz de fabricar, a dejarse follar cuantas veces fuera necesario, y a tragarse todos los meados del resto de su vida.

Nick: Jimmy Mail: jimmy99@mixmail.com