Noche de suerte

Kalasnikov aporta al Ejercicio el relato de una noche en que a su protagonista todo, mujerío incluido, le salía bien; en resumen, su noche de suerte.

Seis y media de la tarde, última silla del rincón más oscuro del tugurio más sórdido de la ciudad, una cerveza sobre la mesa y los errores cometidos repitiéndose una y otra vez en mi cabeza.

  • ¡Nacho! ¡Otra!- grité sin separar la vista de la foto que tenía en la mano. En ella, una chica rubia, guapa y alegre besaba la mejilla de un hombre parecido a mí. Él no tenía mi barba descuidada de una semana, ni el pelo grasiento y despeinado como yo, ni ojeras bajo los ojos, ni esa palidez insana que me había dado el comer mal durante la última semana. Pero la mayor diferencia estaba en la sonrisa. Él sonreía. Yo no lo hacía desde que esa misma chica rubia, guapa y alegre me había dejado una semana atrás, y me había ido convirtiendo del joven vivaz de la foto, en la sombra triste que era en ese instante. Una nueva entrevista de trabajo había acabado ese día con otro “Le llamaremos” de los que nunca se cumplían y yo seguía hundiéndome más hondo.

La puerta del garito se abrió. Las últimas luces anaranjadas de la tarde se colaron por el hueco enmarcando una enorme silueta que me hizo estremecer.

  • ¿mecheros? ¿papel?- dijo el recién entrado, con un marcado acento.

  • Joder… otro puto negro que intenta vender esa mierda de baratijas.- Maldije en voz baja mientras el enorme vendedor se acercaba. En su mirada se podía adivinar cierta petición de ayuda, una desesperación sorda y apagada de que alguien le comprara algo para que su familia pudiera comer esa noche. Pero no era mi problema.

Al menos, hasta que se volvió hacia mí y su forma de mirar se transformó. Ya no había rastro de ese patetismo que buscaba inspirar compasión.

  • Tú seguro que necesitas algo.- Dijo, mirándome fijamente a la cara. Podría superar fácilmente el metro noventa de estatura, y el blanco de sus ojos contrastaba demasiado con la negrura de su rostro.

  • No necesito una mierda. Piérdete.- le espeté, cabreado. Aquel cambio en sus ojos no me iba a hacer cambiar de opinión.

  • ¿Seguro? Creo que te equivocas, tú necesitas, al menos, otra oportunidad.- Sin cortarse, el vendedor ambulante se sentó en la silla que estaba enfrente de mí y sonrió enseñando unos dientes demasiado blancos.- ¿Qué es lo que quieres realmente? Yo te lo puedo vender.- Fue entonces cuando me di cuenta que había dejado de hablar con acento, y me sentí como si estuviera formando parte en una película perfectamente doblada al castellano. Como si esa no fuera su voz.

  • Lo que yo necesito no se vende.

  • Todo se vende.- Respondió él, enseñándome otra vez esa sonrisa de color blanco nuclear.

  • Pero yo no puedo comprarlo todo. No soy rico.- respondí.

  • ¿Cuánto dinero tienes?

  • No creo que te importe.

  • No…claro que no. Lo decía por lo siguiente. Imagínate que tienes cincuenta euros ahora mismo. Y que yo te vendo un billete, completamente válido, de cien euros por sólo sesenta.

  • Serías estúpido.

  • Sí, lo sería. ¿Pero cuánto tardarías en encontrar esos diez euros que te faltan?

  • Supongo que muy poco tiempo.

  • Exacto. Por eso, te voy a permitir una cosa. No vas a pagarme nada. De momento. Pero esta noche vas a salir a la calle y vas a hacer lo que te salga de los huevos. Todo te va a salir bien, porque lo digo yo. Te voy a dar lo que nunca has tenido, Nico. Suerte. La mejor suerte del mundo. Te voy a regalar una noche de suerte.

Acto seguido, el enorme negro cogió un puro de su bolsillo, lo prendió en su sonrisa y se lo encendió. Dio una gran bocanada y espiró el humo sobre la mesa.

  • ¡Eh! ¡Aquí no se puede fumar! ¡La nueva ley!- le gritó Nacho, el dueño del local, al gigante negro, pero éste se volvió hacia él y le enseñó esa misma sonrisa que llevaba hipnotizándome tanto tiempo y las dos manos abiertas. El puro había desaparecido, se había esfumado como el humo que me había echado encima.

  • Fabuloso. Ahora vete.- le dije, ya cansado de la charreta del misterioso africano.

  • Pruébalo.- dijo, lanzándome una moneda, que atrapé al vuelo.- ¿Qué eliges? – añadió, antes de que pudiera verla bien.

  • Cruz.- dije, y, antes de abrir la mano, la pasé a la otra, dándole la vuelta a la moneda.- Vaya.

Allí estaba, el valor de la moneda grabado sobre el mapa de la Unión Europea mirándome a los ojos desde mi mano izquierda y dejando oculta la cara de la moneda.

  • Suerte.- Dije, volviendo a lanzar al aire el euro. La atrapé.- Cara.

El hombre de Vitruvio de aquel euro italiano parecía saludarme desde la moneda. El negro sonrió más y se arrellanó sobre la silla. 2 de 2. Una de cada cuatro veces tiene que salir. Sustituí la moneda del africano por una de las que yo mismo tenía en el bolsillo, esta vez euros españoles que yo mismo sabía que no estaban trucados, y repetí el lanzamiento.

  • Cara.- El Rey Don Juan Carlos I me parecía sonreír.- Cara.- Otra vez el rey.- Cruz.- 1 Euro.- Cara.- Rey.- Cruz.- 1 euro.- Cara. Cara. Cara. Cruz. Cara. Cruz. Cruz. Cara.

Hacia la tirada veintitrés me di por vencido, tal vez era cierto y acababa de comenzar mi noche de suerte.

Me giré hacia el enorme negro, pero él ya se había marchado silenciosamente y yo salí del bareto buscándole para devolverle la moneda que él me había prestado, pero había desaparecido. Como el humo. Como el puro.

Volví a lanzar la moneda.

  • Si sale cara, me voy a casa. Si sale cruz, me voy de fiesta.

Un minuto después, me metía en el interior de un taxi.

  • ¿A dónde, artista?

  • Al casino.


A las nueve de la noche, el jefe de sala del Casino Cirsa Valencia, con muy buenas maneras y tras una charla en la  que simplemente pude argumentar que era mi noche de suerte, me daba una última opción de salir del casino en ese momento con todas mis ganancias y con todos mis miembros intactos. Acepté con una sonrisa. Había empezado la noche con 10 euros y había ganado más de tres mil.

Me extrañó no ver un taxi a la salida, así que comencé a caminar hacia el centro para obsequiarme con una opípara cena en algún buen restaurante.

A unos cien metros descubrí, caminando en dirección hacia mí, a una mujer con un vestido que se amoldaba perfectamente a sus bonitas curvas. Rubia, joven, guapa, cuidadosamente peinada, maquillada y vestida aunque con cierta torpeza con los zapatitos de tacón. Sonreí y me dirigí a ella. Era mi noche de suerte.

  • Hola, guapa. Verás, tengo una reserva en el Restaurante Torrijos para dos personas y mi amigo me ha fallado. Te invito a cenar.

La mujer me miró sorprendida, como si yo estuviera loco. Pero acaso... ¿No lo estaba? Ni siquiera conocía su nombre y acababa de invitarla. Ella sacudió la cabeza y se rió. Yo sonreí. Sabía cuál iba a ser su respuesta.


Eran las diez menos cuarto cuando Paula (se llamaba Paula) y yo, tomábamos asiento en el restaurante más caro de la ciudad. El maitre, en un principio, me había dicho que no podíamos cenar allí sin una reserva, pero tras instarle a que buscara alguna cancelación para esa noche, pudimos sentarnos a la mejor mesa del restaurante.

  • Por Adolfo Campos y su acompañante, que no han podido venir y nos han permitido esta maravillosa cena.- dije, alzando mi copa de vino.

  • Me habías dicho que tenías reserva.- Replicó Paula, con media sonrisa y repitiendo mi gesto.

  • Ah, sí... mentí.- Reí y choqué las copas. Ella también se rió.

Paula era maestra de escuela. Acababa de venir de una boda y su plan para esa noche era deshacerse de sus zapatos y leer algún libro hasta que se durmiera. Hasta que me encontró a mí y se dejó llevar por la curiosidad. “¡Qué suerte has tenido!”, le dije.

La besé por primera vez antes del segundo plato. Para los postres, su pie jugueteaba con mi pierna por debajo del mantel.

  • Voy un momento al servicio...- le dije, añadiendo en voz baja.- si quieres seguirme....

Como dos fugitivos, fuimos evitando las miradas de la gente hasta que conseguimos entrar en el baño. Estaba vacío y Paula y yo nos introdujimos en uno de los cubículos para los retretes. Recuerdo haber pensado con ironía “Mira, los ricos también cagan”.

Paula me desabrochó el botón de los vaqueros mientras me besaba.

  • No suelo hacer esto... y menos en la primera cita.- me ronroneó al oído antes de arrodillarse.- Pero has tenido suerte. Acabo de ver cómo mi mejor amiga se casaba con uno de mis ex y tengo ganas de hacer una locura.

Sonreí y dejé que Paula maniobrara sola. Me bajó los pantalones hasta los tobillos y a éstos les siguieron los bóxers. Mi polla, encabritada, saludó de cerca a la maestra, que la prendió en sus labios. Por desagradable que parezca, en ese momento me acordé del negro encendiéndose su puro en el bar. No sabía todavía quién era, si un demonio que quería mi alma, un ángel que quería darme a conocer el cielo en la Tierra, o algún dios africano y olvidado que buscaba algo de fe embaucando a fracasados reincidentes como yo. Sinceramente, no tenía ni idea. Y dejó de importarme en el momento en que la lengua de Paula repasó el tronco de mi polla desde los testículos hasta el frenillo, haciendo emigrar de mi cabeza todos los pensamientos que no concernieran a aquella estupenda mamada.

Los labios de Paula se cerraron sobre mi verga. Su lengua me lamió el glande, y añadió un leve efecto de succión que me arrancó un escalofrío mientras empezaba a mover su cabeza adelante y atrás.

Deposité mis manos sobre el pelo de la maestra de escuela mientras ella seguía con la mamada. No quería marcarle yo el ritmo, prefería abandonarme a su saber hacer. Saqué mi pie derecho del zapato y, mientras ella seguía chupándome la polla con glotonería, apoyé el talón en la puntera del zapato y, con el dedo gordo del pie, busqué la tela de las braguitas bajo el vestido.

El movimiento era torpe. No quería interponerme en el movimiento de la cabeza de Paula y, a ciegas, yo tampoco era un malabarista con la falangina del dedo gordo de mi pie. Aún así, logré sobar suavemente el sexo de Paula por encima de la ropa. Al menos, hasta que el trabajo de su boca empezó a ser demasiado placentero como para dedicarme a otra cosa que no fuera disfrutar.

Sus labios atrapaban mi polla y la masturbaban desde la misma punta hasta que el glande golpeaba con su campanilla, donde cambiaba el sentido de la mamada y se  volvía atrás hasta sacarse completamente la verga de la boca. A esto, le sumaba un hábil  movimiento de lengua que hacía coincidir con cada vez que mi polla entraba bajo el cielo de su paladar y que extasiaba ése punto tan sensible del frenillo.

  • Paula... si sigues así me voy a correr.

Paula volvió a sacarse mi miembro de su interior para decirme:

  • ¿Para qué te crees que lo hago?- a todo esto, no dejaba de masturbarme con su mano derecha.- Quiero que te corras en mi boca... que me llenes de leche... que te derrames en mí...

Cargó la voz de tanto vicio que me resultó imposible detenerme cuando volvió a atraparme con sus labios. Mis manos se aferraron con más fuerza a su cabeza y empecé a embestir con mis caderas. Intenté que las penetraciones no fueran muy largas, centrándome sobre todo en que fuera solamente el glande el que entrara y saliera de su boca.

  • Joder... joder... ¡Qué bueno!- pude engranar entre jadeo y jadeo justo antes de tensarme por completo. Aquella espina se me clavaba en el interior y me obligaba a expulsarla.- ¡Ahí va!

Paula se aferró a mi polla con mi mano y estoy seguro que su pulgar pudo sentir cada uno de los trallazos de semen que la atravesaron hasta salir directos al paladar de la dulce rubia. Pasadas las últimas descargas, y cuando pude recuperar la funcionalidad de mis pulmones y volver a respirar, pude ver cómo Paula, arrodillada en el suelo, me miraba a los ojos con un hilillo de semen escapando de su sonrisa.


Nos metimos en un taxi después de que yo pagara la cuantiosa cuenta del restaurante. Sin embargo, habiendo ganado más de tres mil en el casino, una décima parte no era importante.

  • ¿dónde vamos?- le pregunté a Paula, sin embargo, algo en su cara me intranquilizó.- ¿Paula?

  • Toma...- Me escribió en un papel una serie de números.- Mi teléfono. Llámame mañana. Necesito pensar en lo que he hecho. No sé...

Cogí el papel sin negar mi decepción. Aunque pensándolo bien, Paula bien podría haber cumplido su función esa noche.

  • Está bien, pero deja que te acompañe a casa. Así puedo pagarte el taxi.- Paula accedió y le dijo al taxista su dirección. Realmente era una mujer con la que me gustaría contar en un futuro y, supongo que ella había sido más inteligente que yo al negarse a dejarme subir. Ahora me tocaba a mí mover pieza y mostrar hasta dónde llegaba mi interés si de verdad quería acostarme con ella.

  • Bueno, chaval. ¿Te dejo aquí?- me dijo el taxista en cuanto Paula desapareció en su portal.

  • No. Llévame a una zona de fiesta. La más cercana. He de aprovechar la noche.


El taxi se detuvo frente a un pub animado y luminoso, al menos en su exterior. Cuando leí el rótulo de neón no pude reprimir una carcajada.

  • Muchas gracias, campeón.- Le dije al taxista, extendiéndole un billete de cien euros.- Quédate las vueltas.

El taxista se quedó mudo tras coger el billete y comprobar su validez, mientras yo salía del taxi con una sonrisa y entraba, sin ningún problema con los de seguridad, en el pub “La BuenaSuerte”.

Eran las doce y media de la noche.


Noelia tenía miles de diferencias con Paula. Morena, de profundos ojos marrones casi negros, diez años menor que la maestra y, como a tantas adolescentes, le faltaban muchas curvas y experiencia para parecer una mujer hecha y derecha. No obstante, había algo en su admiración insolente, en su actitud coqueta y aniñada, en su rebeldía imprudente que me habían hechizado nada más entrar.

Superé las barreras mentales que yo mismo me imponía por entrarle a una chiquilla que no habría cumplido todavía los 20 y entablé una rápida conversación con ella, pudiendo alejarnos de su grupito de cuatro amigas.

La verdad, me sorprendió. Tenía una rapidez mental que en un par de ocasiones estuvieron a punto de hacerme quedar mal, pero lo pude solventar con cierta dosis de picardía y, cómo no, algo de suerte. Posiblemente, Noelia misma se sentía poderosa por haber conseguido que un tío de 28 años se atreviese a ligársela. Según me contó, estaba harta de niñatos que sólo quieren echar un polvo y, encima, mal echado, en cualquier sitio.

  • Vaya... así que vas buscando a tu príncipe azul...- le dije, con una sonrisa.

  • No, tío... ni de coña. Que esté harto de sapos no significa que busque un príncipe azul. Me gustaría probar todos los colores antes. El príncipe rojo, el verde, el naranja...

No pude evitar una carcajada. Elevé mi vaso de vodka rojo y dije:

  • Pues por el príncipe rojo.- pegué un trago y le hice un gesto a Noelia para que se acercase. Ella puso su cara a escasos milímetros de la mía y no pude evitar lanzarme a sus labios, con los míos y mi lengua aún húmedos del dulce vodka.

La jovencita sabía cómo besar. Prendí mis labios de los suyos mientras le sobaba el culo y ella se dejaba acariciar. Cuando nos separamos, su mirada había adquirido un brillo especial y nuestra respiración se había acelerado visiblemente.

  • Por lo visto el príncipe rojo sabe besar. Y tiene muy buen sabor.

  • Y eso que aún te falta conocer lo mejor del príncipe rojo...- le dije, sonriendo.

Fuimos a la barra, cuando la camarera se acercó puse cinco billetes de cien euros sobre la barra y uno en el escote de la bien dotada empleada y le dije:

  • Todo lo que pida yo, me lo pones. Y ella también. No creo que me quede corto. ¿Verdad? En el momento que me veas en la barra, me atiendes a mí primero y luego al resto. ¿Entendido? Y eso sí. No me cueles garrafón de mierda. Primeras marcas- La camarera, después de mirarme como si estuviera loco y cerciorarse de que los billetes eran verdaderos, asintió sin pestañear.

Invité a un par de rondas a todo el grupo de Noelia, que cada vez parecía admirarme más. Cuando me preguntó de qué trabajaba, esquivé la pregunta y la invité a otro cubata.

  • Vamos a bailar un rato, quiero ver cómo te mueves.

Me quedé paralizado durante un segundo. Reconozco que soy el bailarín más patoso que he visto nunca. Sólo sé bailar bien un tipo de música y no parecía que en aquel pub fueran muy de ese estilo. Pero era mi noche de suerte.

  • ¡De de de de-de-de de-de, de-de-de de-de, de-de-de!- La Samba da Bahía de Carlinhos Brown se abrió paso por los altavoces, y en ese instante le di las gracias a Marcela, un ex-novia mía, brasileña, que había gastado tiempo y energía en enseñarme a mover mi cuerpo a ritmo de samba durante los escasos dos meses que duró nuestra relación.

  • Vaya. Parece que quieren que nos movamos de verdad...- rió Noelia.

No daré demasiados detalles, sólo decir que Noelia movía su culito embutido en una minifalda vaquera de una forma excepcional y yo me contentaba con tratar de seguirle el ritmo.

  • Bailas de puta madre.- me dijo, en voz muy baja, al oído, cuando la canción estaba agonizando.

  • Tú sí que bailas bien.- le contesté, poniendo ambas manos en su culo, y sobándolo descaradamente. A Noelia se le escapó un suspiro y me llevó hasta un rincón del pub, donde un columna nos protegía del intenso tráfico de gente dentro del local.

Empezamos a magrearnos como dos adolescentes. Ella lo era, y yo a su lado me sentía como tal. No le importó que mis manos bucearan una y otra vez bajo su falda hasta aprenderme la curva de sus nalgas, mientras ella convertía mi boca y mi cuello en un campo de besos lúbricos y lascivos. Recordé la frase de aquél misterioso negro: “Todo te va a salir bien, porque lo digo yo.”, y probé hasta dónde tenía él razón. Abandoné el culo de Noelia y, sin dejar de encerrarla con mi cuerpo y la propia esquina que hacía la columna, dirigí mi mano hacia su entrepierna.

  • Mmmmmm- su queja quedó apagada en mis labios. Se separó de mí y me miró directamente a los ojos mientras me agarraba la mano para que me detuviera. Pero de pronto, miró a su alrededor, me soltó y volvió a lanzarse a mis labios.

Comencé a sobarle el coñito por encima de las braguitas mientras ella se tensaba y seguía besándome.

  • Te gusta, ¿eh?- le dije, toda vez que mis labios habían escapado de los suyos y ella apagaba sus primeros gemidos en mi cuello.

  • Para, por dios. Eres un cabronazo. No me hagas esto...- Su voz no era más que un ronroneo grave, pero sus caderas empezaban a moverse dándome a entender lo contrario de lo que me decía.

Sus braguitas se cargaban de humedad mientras mi mano derecha seguía frotándose contra ellas, hasta que la colé por dentro y pude comprobar que su coño no estaba húmedo. Estaba anegado.

Los gemidos apagados de Noelia se sucedían, colé dos dedos en su interior y me mordió suavemente el cuello. Su respiración se había convertido en un vaivén imparable de inhalaciones y exhalaciones muy cortas y sus manos me apretaban más y más a ella, como si quisiera fundirse en mí o en la pared, como si quisiera que la aplastase con todo mi cuerpo.

Su pierna derecha se enroscó sobre las mías y facilitó el trabajo de mi mano, que ahora hacía entrar y salir sin problemas dos dedos mientras seguía frotando su clítoris con la palma.

  • Joder... eres un mamonazo. Si sigues así vas a hacer que me corra...- decía ella, entre jadeos. Su cuerpo se contoneaba como el de una serpiente siguiendo el movimiento de esos dedos que tanto placer le estaban causando, y sus gemiditos cada vez más altos me ponían la piel a temperatura de ebullición. Finalmente, no pudo aguantarlo más. Se abrazó a mí con todas sus fuerzas, tapó su boca con mi cuello y empezó a temblar. Sentí su coñito juvenil contraerse sobre mis dedos mientras intentaba acallar un grito de placer que le salía de muy dentro y que quedó convertido en un “mmmmmmmmmpppf” largo y profundo taponado por el nacimiento de mi cuello.

Su pierna derecha se contrajo aún más sobre mí y la izquierda le falló, lo que me obligó a aguantar su peso con mi mano izquierda mientras le durara el intenso clímax al que había llegado en un local abarrotado de gente, sin que demasiadas personas se dieran cuenta.

  • Eres... un... hijo de puta... un hijo de puta muy grande...- me dijo ella, nuevamente con los dos pies en el suelo, mirándome a los ojos antes de obsequiarme con un beso lleno de ternura.

Pedí otra ronda para todo el grupo de Noelia, al que se le habían sumado un par de chavales con los que dos de ellas se acaramelaban, y le musité al oído a Noelia:

  • ¿Nos vamos a tu casa o a la mía?

  • A la mía. Vivo aquí al lado.

Mientras Noelia se acababa la copa, me acerqué a la barra y le pedí a la camarera unas cuantas monedas de euro que no tuvo reparo en darme, y las gasté todas, más algunas que tenía en el bolsillo, en la máquina de condones del baño. Justo después de dejar a Paula me había acordado de que no llevaba preservativos. También pedí una botella de vodka rojo que escondí bajo la chaqueta.


Tras unos pocos chupitos de vodka en la mesa del salón de la casa de Noelia, decidimos irnos a la cama.

Mi morena jovencita no pudo esperarse y se fue quitando la ropa por el pasillo. La camiseta, negra y con amplio escote acabó delante de la puerta del baño. La minifalda no llegó a entrar en la habitación y quedó a escasos centímetros de la puerta.

Yo me quité la camisa nada más entrar en la habitación, pero cuando lo hice, me di cuenta que Noelia había desaparecido. Me asusté. Pensé que era demasiado pronto para que amaneciera, que la noche no podía haber acabado tan pronto. No al menos mi noche de Suerte. Pero entonces la vi aparecer por la puerta del pequeño baño que comunicaba con su habitación, haciéndome gestos para que la siguiera. Sonreí y obedecí.

Los dos, desnudos, entramos en la ducha que dejaba caer agua a buena temperatura y nos envolvía con ella. Los besos de Noelia, que empezaron en mi boca, fueron descendiendo poco a poco y, tras pasar por mi cuello, mis pezones, mi vientre, y a partir de allí, siguiendo la sobra oscura de mi vello, llegaron hacia donde mi polla se elevaba al cielo, clamando por algo que le diera cobijo. Pero Noelia, tras depositar un tierno beso en la punta, decidió olvidarla y dedicarse a mi cadera, mis muslos y de vuelta a mi vientre.

  • Oh, vamos...- Me quejé, y ella contestó con una sonrisita pícara. Cerró el agua de la ducha y me rodeó con una gran toalla, deteniéndose a secarme y prestando especial atención a mi polla.- ¿Tú sabes lo poquito que voy a aguantar si sigues así?

  • Claro... -respondió ella, y yo tiré al suelo la toalla y empujé a la morenita hacia atrás.

Noelia se apoyó sobre el lavabo y yo la obligué a subir su culito respingón sobre él. Abrí sus piernas y le metí la polla de un solo envión. Su grito de placer se imbuyó del eco del cuarto de baño y resonó un par de veces repetido.

  • Por dios... el... el... condón. Ponte el condón antes de seguir. Porque si me metes otro de esos, me va a dejar de importar el condón y cualquier cosa...

  • ¿Ah, sí?- Le metí dos pollazos más, sin contemplaciones, iguales que el primero. sacando y metiendo la totalidad de mi verga de su interior, y Noelia gimió de nuevo. De pronto, me detuve, me agaché a por el pantalón y extraje un condón con toda la parsimonia del mundo.

  • Cabronazo...- replicó ella, al ver que tardaba más de la cuenta adrede.

  • ¿Yo, por qué?- respondí, tomándome mi tiempo para rasgar el envoltorio y colocarme el profiláctico.

  • Ven aquí.- Noelia me atrajo con sus piernas y dirigió mi polla a su doblemente húmedo agujerito. Me hundí en ella como un desesperado, haciendo que las penetraciones fueran lo más profundas y potentes que fuera capaz, tal y como si quisiera atravesarla con mi polla. Ella, sin ningún tipo de vergüenza, gritaba y gemía cada vez que la penetraba completamente.

Empecé a jadear pesadamente sin dejar de embestirla, ayudándome con mis manos en sus caderas, mientras las suyas se esmeraban en evitar que su cuerpo golpeara el espejo que tenía detrás. No aguanté más y me derramé sin poder evitarlo. Ella, con la respiración acelerada, me miraba aún a los ojos, con la boca abierta y jadeando igual que yo.

Me quité el condón y lo lancé al retrete. Un segundo después, ya había agarrado en volandas a Noelia y me la llevaba hacia la cama.

Le comí el coño mientras mi polla retomaba fuerzas. Se corrió dos veces más antes de que se la volviera a meter y otras tres mientras la penetraba. Noelia era una de las chiquillas con el coño más sensible que he conocido nunca.

Esa noche gasté cinco condones más aparte del primero. Noelia me acababa de premiar con una noche repleta de sexo en todas las posturas concebibles. Me quedé con ganas de probar su culito, pero cuando se lo dije, al final de la noche, me escribió su teléfono en un brazo y me dijo que siguiera intentándolo. Con una sonrisa en los labios, la besé y me despedí de ella.


Cuando bajé del taxi, eran casi las seis de la mañana. Esa noche me había parecido demasiado eterna como para haber empezado casi doce horas antes. Pero el sol ya comenzaba a destilar sus primeros rayos perezosos por encima de los edificios de la ciudad. La noche acababa y yo, desde la ventanilla, trataba de hallar la confirmación de mi actitud en ese último taxista de la noche.

  • Oiga... Si a usted le dieran la posibilidad de, durante una noche, ser el tío con más suerte del mundo... ¿A qué se dedicaría?

  • ¿Yo?- Dijo, con una grave voz cascada el taxista.- Yo me hubiera follado todas las tías que pudiera. ¡Sin olvidarme de echar una primitiva!- Añadió con una risa franca

  • Sí, la verdad es que sí. Sabía que algo se me olvidaba.- Me reí y le pagué la carrera.

Como a todos los taxistas esa noche, también le di un billete de cien euros.

  • ¿Pero esto? ¿No tiene nada más pequeño?

  • Quédese con las vueltas.

  • ¿Cómo?

  • Sí... aunque... tome.- me saqué el único euro que no había gastado en condones, el euro italiano que me había dado aquel extraño africano.- Se merece algo más que el resto. De todas formas, yo ya no lo voy a necesitar. Aunque me gustaría que esta noche no acabara nunca.

Le lancé el euro al taxi y me alejé de la ventana del conductor donde había estado apoyado, dentro de la carretera, pero era mi noche de suerte y nada malo iba a pasarme.

Al menos, eso pensaba.


  • ¿Qué le ha pasado, doctor?

  • Un atropello. Parece ser que el primer rayo de sol cegó durante unos instantes a un conductor y el señor Durán estaba en medio de la carretera.

  • ¿A las seis de la mañana?

  • Sí, es extraño.

  • ¿Pero por qué me han llamado a mí?

  • Era el contacto de emergencia que tenía en el móvil. ¿Lo conoce, verdad?

  • Sí, sí, claro... es mi ex-novio, lo dejamos hace dos semanas.

  • Pues se le olvidaría cambiar el contacto. De todas formas, ¿Podría avisar a su familia?

  • Claro, claro... Oiga, doctor... ¿Cómo se encuentra?

  • Está en coma.

  • Pero... ¿Despertará?

  • Pues, sinceramente, espero que sí. Está perfectamente, no ha tenido traumatismos graves, es pronto para aventurarnos a hacer un diagnóstico de su estado cerebral, pero es extraño... parece como si su mente estuviera reviviendo una y otra vez la noche anterior.

  • Entonces no despertará nunca.- interrumpió aquel enorme africano, apoyado en el pasillo junto a la puerta de la habitación.

Con una sonrisa, el gigante negro sacó un puro y se lo encendió con parsimonia.

  • ¡Oiga! ¡Aquí no se puede fumar, que es un hospital! ¡Apague ese puro!- le regañó el doctor.

  • ¿Qué puro?- respondió el negro, con una sonrisa, blanca como la cal, y mostrando sus manos vacías.