Noche de Hienas
Sabrina es víctima de sus morbos y fantasías.
La pollera azul le quedaba de maravillas, lo sabía. Calzaba justo sobre sus caderas, y en su caída copiaba a la perfección el vibrar de su carne al caminar. Sabía de sus lindas piernas, de sus nalgas redondas, era muy conciente de que sus senos abultaban lo necesario
para encender hogueras, y su bamboleo cuando estaban sueltos como ahora incitaba a caerse en un precipicio por mirarlos. Esa camisa blanca era premeditada, si era observada desde arriba la hondonada inducía a la perdición, de frente a ella no se podía estar mucho tiempo sin caerse de bruces contra esos oscuros pezones que abultaban la tela.Su pelo negro azabache enmarcaba un rostro maduro y juvenil
a la vez. Con sus cuarenta años acomodados dentro de toda aquella piel blanca, Sabrina sabía por lo que provocaba en los hombres que
entraba dentro de la categoría de hembra mitológica. Si clavaba la mirada en alguno, lo incendiaba al segundo, podía hacer con ellos lo que quisiera. Sabrina lo sabía y lo había disfrutado durante un buen tiempo.
Si tan solo su matrimonio hubiera tenido un poco más de condimento, un bouquet de hierbas arómaticas que lo perfumara y sacara ese tenue sabor del aburrimiento confortable. Si no hubiera probado el poder infinito de su seducción, la incertidumbre de lo variado y lo emocionante de lo espóntaneo. Si no hubiera hecho de su cuerpo una puerta de vaivén para que todos entraran a disfrutarlo, tal vez, y solo tal vez, no estaría parada en ese tren aquel viernes de Marzo. Si le hubiera gustado tener hijos, no le habría alcanzado el tiempo para
criar tantos morbos que satisfacer.
Si le hubieran gustado los perros, o las plantas del jardín, o tejer, o escribir, o leer, no habría cruzado tantas veces la frontera del placer como para ir llevándola cada vez más lejos y mas alto. Un fornido compañero de trabajo, cuando trabajaba, aquel jugador de rugby que tan grande no la tenía pero resultó incansable, ese ejecutivo que su marido había llevado a comer a casa para cerrar el trato de su vida, incluso aquella vendedora de muebles tan simpática y lésbica que le sirvió para probar suavidades en vez de durezas, cavidades en vez de promontorios.
El tren olía a sudor proletario, a cansancio de atardeceres gastados, algún aliento a alcohol recién ingerido, un poco mucho atestado, pese a todo solitario.Si se hubiera contentado con aventuras convencionales, sin agregar uno o dos comensales extra a la mesa servida de la piel y los fluídos. Había leído sobre tríos, los había degustado. Vívido el recuerdo de aquel jovencito gay ensartado y usado para penetrarla. Todavía cerraba los ojos y veía la cara desencajada de placer del muchacho gozado por un extraño, ignorándola aún en la posesión de su sexo, cadena jadeante de eslabones de carne palpitante. Todo era aceleración, vértigo en su vida en los últimos diez años.
Había pasado casi tanto tiempo ocultando sus correrías como planeándolas. Esquivando como buscando. A veces cuando pensaba en todo ello, le corría algo parecido al temor por el cuerpo. Un paso más, un poco más allá, dónde iba a terminar todo aquello. Pues cierta tarde de Marzo sus ansias se acomodaban entre el gentío de aquel tren que arrastraba sus vagones hacia más allá de los suburbios de aquella ciudad cuyo nombre no podía recordar. Una buena excusa, y atrás quedó la comodidad de su hogar pulcro y ordenado, su matrimonio
cómodo y su jardín de césped parejo y permanentemente recortado. Clubes de intercambio, cabinas con glory holes en saunas de alcurnia,
darkrooms, cines porno tomados por asalto, autos al azar. Cada vez se había dicho a sí misma hasta aquí llegamos Sabrina, basta, esto es lo último. Y luego de un corto tiempo, un paso más, un límite más. Ruleta rusa, se exponía cada vez a situaciones que no podía controlar del todo. Algún día puede fallar, esto va a terminar mal.
Hubo un tiempo en que Sabrina y su cuerpo glorioso se cansaron del sexo, se aburrieron, pues era sólo eso, sexo. Qué más había, qué
más podía exaltar sus tardes, sus mañanas. Sus noches eran de su marido, almohadas estrujadas a veces por remordimiento, a veces
proyectando su próximo pecado. En algún recodo de aquel sendero de lujuria y descubrimiento, Sabrina había recogido la semilla del morbo que la había arrojado en aquel tren. La había alimentado con fantasías, errores, excesos y anhelos desforados. La sintió germinar en su interior, y no arrancó sus raíces. Y allí estaba, con su cuerpo y su mente divagando en recuerdos aleatorios, marchando al próximo y último de sus destinos. Basta Sabrina, después de este viaje, basta de todo esto. La energía se descargará en el gimnasio y la cabeza
focalizada en algo pacífico como un bonsai. Mejor varios bonsai. Tal vez orquídeas.
Había tomado su auto como siempre, pero la ruta fue elegida al azar, la idea era alejarse de todo lugar conocido, perderse más allá de sus
propios y conocidos caminos. Casi quinientos kilómetros, una ciudad bulliciosa, superpoblada y con poco árboles, pero con una estación de tren, para abordarlo sin saber su derrotero. El crimen perfecto. Ejecutado lejos de todo, contra una víctima desconocida, que permitiera al
victimario el verdadero placer del anonimato. La impudicia de lo no castigado. Sabrina no iba a liquidar a nadie. La película era diferente.
Quería tomar por asalto por una vez a la nocturnidad. Quería lo que no osaba ni siquiera pensar para no salir corriendo y ponerse a salvo de sí misma. Ya casi era de noche cuando bajó del tren, la oscuridad parecía dar nuevas fuerzas a su iniciativa ahora titubeante. Estaba allí, listo, Sabrina caminó fuera del andén, el arma invisible cargada y apoyada en su sien. Sus bonitas piernas taconeaban alejándose del centro de aquella ciudad ignota. Sus manos sudaban, un poco de miedo, un poco de emoción. Ruleta rusa de anhelos desesperados, un viejo que la seguía se sintió tan ignorado que desistió apenas a las dos cuadras. Creyó que ese plato servido en blanco y azul era para él. Pero no esa noche, a los amigos del bar les diría que una mujer tremenda había arribado a las costas del barrio, tal vez una nueva vecina, de ser así ya habría oportunidad para intentarlo. Tenía un culo soberanamente hermoso esa gringa...
Y sus tacones la llevaron a viajar por la noche, al principio un simple deambular, mirando casas y negocios, luego solo casas, el rutilante alumbrado público dió lugar a simples lámparas amarillentas a una por cuadra, cada vez mas lejos, cada vez más de noche. Debía estar ya bien perdida en los suburbios de lo desconocido, se había cruzado con algunas personas que miraban curiosas la audacia de su figura y su andar sin rumbo determinado. Llamaba mucho la atención, eso estaba bien, pero sin embargo le asaltó el pensamiento frustrante de que tal vez todo fuera en vano, como dar al azar con el sujeto justo, había dejado a la casualidad la más arriesgada de sus fantasías. Tan a locas había partido que ni siquiera sabía si se encontraba en el coto de caza de alguna bestia ó simplemente en un barrio de gente trabajadora y sencilla que cenaba tranquilamente para apurar el sueño, ignorando que Sabrina se perdía en la noche de las hienas.
Cansada, divisó a lo lejos una serie de edificaciones de gran tamaño, depósitos, una fábrica en reposo. Fijó la ruta como última y desesperada apuesta. No había contado con este tipo de fracaso, simplemente no cruzar al victimario, fracasar en el papel estelar de víctima por falta del partenaire adecuado. El frío empezaba a calar sus huesos, le causó gracia, llegar hasta allí, al final del mundo y volver de él con su fantasía deshecha y los zapatos arruinados de caminar senderos de tierra. El asfalto se había terminado sin que se diera cuenta. Las sombras la ocultaron, allí ya nadie se preocupaba por alumbrar a nadie, estaba sola, indefensa y tentadora. Sabrina sentía
venir la excitación en ráfagas, como la brisa tenue que desarreglaba su pelo negro. Dió la vuelta completa al primer edificio y nada, la soledad completa. Tropezando a la luz de una media Luna tristona, encaró hacia el más grande. Era imposible, definitivamente había errado la elección, y el azar no le daba ni aliento. A lo lejos, la última luz de la calle que había abandonado la instaba a regresar, basta.
Es inútil. Derrotada cargó su frustración y emprendió el regreso, cuando el sonido de una carraspera aguardentosa la hizo saltar el corazón.
No tardó ni treinta segundos en encontrar al viejo, arrumbado contra la pared, había pasado muy cerca de él sin ver siquiera el bulto.
Era insoportable, solamente despertar al borrachín le hubiera llevado el resto de la noche, sin hablar del vaho a podredumbre que lo envolvía y hacía irrespirable el intento.
Sabrina apuraba los tacones de regreso de su incursión sin lujuria ni arrebatos, mejor era que de ahora en más se dedicara a cultivar bonsais, las orquídeas las dejaba para la vejez. Había sido un buen intento. Los tacos bajo sus pantorrillas perfectas erraron el camino,
esa no parecía ser la calle previa, pero bueno, que más dá, estaba convencida que más tarde o más temprano encontraría la estación de tren si seguía derecho. Noche de hienas silenciadas, la gente común dormía en sus camas, solo el retumbar de los tacos perturbaba el frío.
Estaba aterida, podría haber traído algo de abrigo. La violencia de la mano que atrapó su boca sobrepasó incluso a su sorpresa. El frío del metal apoyado torpe sobre la delicada piel de su cuello aceleró su sangre a la velocidad de la luz.
Gritás y te mato.
Noche de hienas desatadas, el aliento del victimario agredió sus fosas nasales aún antes que el sonido sus oídos. El temblor de sus músculos le impedía caminar, tal vez fuera terror. La luna tristona señaló la puerta de la casilla humilde que se materializó frente a ella
sin previo aviso. Un empujón brutal y un portazo. Sabrina y su lujuria. La moribunda luz de la bombilla le mostró un ambiente único, una mesa decadente, dos sillas desvencijadas, y un colchón rotoso en el piso. Cajas apiladas en un rincón, un glorioso brasero de leña entibiando tóxicamente el aire cargado de olor a mugre rancia. Sabrina y el cuchillo en el cuello, tironeada sin piedad de su cabello azabache. Sabrina y la pistola invisible en su sien. Estaría la bala en la recámara? El corazón bombeaba sangre cargada de sexo y violencia
en sus arterias. Sabrina la víctima arrojada violentamente al colchón y su manta con agujeros. El sujeto que la había arrastrado allí quedó por primera vez al alcance de su vista. Jeans gastados, camisa descolorida de tanto uso, pelo enmarañado . Apenas más alto que ella.
Sus ojos lascivos descansaban en la visión de sus piernas, la pollera había perdido la compostura en la caída, descubriendo en exceso
la palidez de su piel . Un zapato y su taco la habían abandonado cerca de la puerta, como queriendo escapar de lo que le iba a suceder.
No me lastimes - Sabrina exhalando el poco aire que quedaba en sus pulmones.
Portate bien gringa y salís entera. Bien cogida pero entera. La mano incitaba al bulto a desatarse, a imponer su fálica dominación en la escena.-
Si la bestia supiera de la humedad en su ropa interior cara y bien elegida. Si pudiera sentir el olor a hembra excitada. La mujer solo asintió con la cabeza, sumisa, aceptando el argumento que le proponía su captor nocturno. Había fantaseado con ello desde siempre, esperaba aquella mano ansiosa en sus pechos, los labios impertinentes y perversos devorando sus mejillas, su boca sedienta, recorriendo babeantes su cuello, succionando alevosamente sus pezones. Separó las piernas invitando a su asaltante a la locura, al desenfreno. Fue rápido el ataque de la hiena hambrienta, sus jeans bajaron apenas lo suficiente para permitir que su miembro húmedo buscara la madriguera del
placer de Sabrina. Un empujón, otro, la penetraba con desesperación, como queriendo llegar más allá del límite interno de su canal vaginal. Sabrina sentía el golpear de sus testículos contra su ano, no quería gritar su gozo pero ya le resultaba bastante difícil respirar mordiendo entre sus labios un orgasmo no consentido. Las garras de su predador atenazaban sus muslos suaves, firmes, llevándolos sobre
su tórax, dejando aún más abierta su zanja rebosante de flujo, los ojos del hombre centelleaban fijos en los de la mujer cuando atacó finalmente con un entrar y salir frenético, preludio de la eyaculación irresistible, brotó el grito en ella al sentir el líquido caliente invadirla.
Sabrina y los ojos cerrados, humillada y satisfecha. Sabrina presa de sus anhelos, víctima del sexo pseudo arrebatado, jadeante y y perlada de sudor. Sabrina demorada en el placer. No escuchó el subir de la cremallera, sólo el duro portazo en la casucha para dejarla sola con
sus humedades y suspiros, con su piel blanca mancillada, con su mano en la entrepierna pringosa.
La mujer se puso de pie, arregló como pudo su ropa, por suerte la blusa seguía siendo blanca, estaba lista para volver a casa, tal vez algún tren pasara antes del amanecer. Recuperó su zapato extraviado, y abrió la puerta lo más delicada que pudo. Su violador estaba sentado en
un cajón a poco de la entrada de la casilla, el humo del cigarrillo se recortaba en la oscuridad iluminado por la pantalla de un teléfono celular. En medio de tanta noche aquel detalle tecnólogico la volvió a la realidad. No había dado dos pasos hacia el retorno, el susurro
se oyó claro pese al poco volúmen.
Andá adentro perra. Ni siquiera le miró.
Dejame ir no voy a contar nada
El movimiento de su cuerpo fue veloz, preciso, apareció sobre ella al instante, su mano derecha apretando el cuello, haciendo viajar su cabeza hacia atrás violentamente hasta pegar con la pared de madera de la vivienda miserable, en vilo y al borde de la asfixia Sabrina
volvió brutalmente a su prisión, la mano la sentó sin esfuerzo en una de las sillas, mareada, Sabrina supo que aquel tren si pasaba no se iba a ir con ella. La puerta dejó ruidosamente a la noche afuera, el tipo se sentó frente a ella, en ningún momento había cerrado la comunicación del celular.
Los esperamos, tenemos tiempo.
Toda una sentencia, la mujer no pudo evitar el temblor, alguien venía por ella, y no era uno, por primera vez desde que abordara su auto
para emprender el viaje, el miedo le ganó a la excitación.
Por favor dejame ir, ya tuviste lo que querías
Yo sí, vos no, y ellos tampoco. La pulcritud en la pronunciación, las palabras cortas y certeras no coincidían con la escena paupérrima de
la casilla.
Ni la presa ni el carcelero hablaron más. Dos figuras inmóviles en silencio, una respirando pánico ya, la otra celebrando la vigilia de la carne. Era curioso, Sabrina no había reparado hasta ese instante que su cárcel carecía de ventanas. La bombilla desnuda colgando del
techo se opacó al abrirse la puerta con su carga de sol amanecido. La jauría de hienas entró intempestiva recortada contra la luz que brotaba del marco de la puerta. A duras penas entraban todos allí. El último cerró con un golpe, y otra vez el pobre filamento amarillo dominó el cuadro. Sabrina y su escalofrío. Estaban tan cerca que el calor de aquellos cuerpos le rodeaba marcando un límite invisible entre ella y las bestias. Cinco y su violador seis. Todo fuera de control, esta vez todo estaba fuera de control. Apenas distinguía los rostros entre la cortina de lágrimas que se agolparon en sus ojos. Uno era más alto, más oscuro que los demás.
Tenías razón, es linda. Sacate la ropa.
Por favor no, dejenme ir. Inútil la súplica...
Te vamos a dejar ir si sos buena, callada y obediente, sacate la ropa. Perentorio, el discurso no admitía reclamos. La esperanza de Sabrina
quedaba entonces en satisfacer a la manada de hienas amontonada, la puerta no se abriría con súplicas.
Como pudo desabrochó los botones de su blusa blanca, el cierre de la pollera azul se resistió a sus dedos inciertos, su desnudez se expuso humillada a seis pares de ojos indivisables. El aire cargaba ya humo de cigarrillos baratos, de olor acre.
Esta buena
Que culo tiene, como te lo voy a comer
Mirá esas piernas
Te vamos a dar todos puta
Las frases se arrastraban hasta ella, impregnándola con alientos perversos. Afuera muy lejos sonaba la bocina un tren, indiferente a la belleza de sus senos blancos, sus nalgas redondas y su vientre casi plano. Una princesa a merced de los conquistadores bárbaros. Carne para el festín orgiástico. Primitivos, impúdicos, sus espectadores violentaron cierres y cinturones, telas y botones, desnudez masiva orquestada por el deseo brutal de la posesión y el abuso.
De rodillas perra. Empezá.
Sabrina cedió campo visual al hacerlo. Ahora su mundo era aquel grupo de muslos desparejos, flacos ó torneados, regordetes poblados de
vello y cobrizos lampiños. Todos portaban miembros de diferente tamaño y en distinto grado de erección. Sabiendo lo que debía hacer para salvarse aquel día, atrapó con su boca el que más cerca tenía, sus brazos al costado del cuerpo exhuberante. Sólo su lengua acomodaba la carne y entregaba caricias obscenas. Sus labios apretaban, la mujer trataba de no sentir aquello que empezaba a parecerse
a una oleada suprema de calentura. Cambió un sabor por otro, un olor por otro más penetrante. Su saliva daba brillo a aquel tronco cuando la mano de vaya a saber quien se hizo dueña de su pelo negro y de su cara. No había terminado la ronda, alguien quería apurar
la cosa, un glande grueso forzó la entrada entre sus labios, la mano no soltaba y directamente pasó de largo su lengua buscando el fondo de su garganta. Abrió la boca todo lo que pudo, las rodillas empezaban a dolerle y entre las piernas algo mojado le decía que la fiesta de los sentidos proponía estallar en su piel. La pelvis del hombre empujó, sacó y metió carne y piel, oía el ruido del chapoteo dentro de su boca, la profundidad de la felación la sobrepasó y la náusea devino en vómito de bilis amarga, directo al piso. La garra aquella no soltaba,
la dirigió impiadosa a otro miembro, el aire se cargaba de sadismo, sodomizada sin asco, Sabrina sintió manos en sus pechos, apretando y soltando sus nalgas, tanteando la acequia que empezaba a correr allí abajo.
Está toda mojada viste? Te dije que le gustaba
Ninguno la salpicó, simplemente usaron su boca para masturbarse antes de penetrarla.
El círculo depravado se había cerrado sobre ella cuando unos brazos fuertes la levantaron, venían con la misma voz que le daba las órdenes
que alimentaban su morbo y humillación. Sus pechos suaves y redondos fueron a dar contra la superficie de la mesa, sus muñecas traccionadas brutalmente la inmovilizaron en improvisado cepo, exponiendo el resto de ella a las fieras para ser asaltada.
La primer penetración fue tosca, bruta, empezó a bombear dentro de ella buscando el roce placentero de su vagina, sus contracciones involuntarias pasaban desapercibidas.
Está toda sin pelos, que rica
Y apretada, la tiene bien apretada...
Fueron a parar dentro suyo uno, y otro, y otro, la asaltaban en rápida sucesión, ninguno sacaba su miembro fláccido y chorreando. Al tercero Sabrina ya no podía contener los gemidos y el jadeo. Movía la cabeza buscando aire para tanto gozo. Se abandonó completamente
a sus captores, dueños de su piel y voluntad. Esclava de sus arremetidas. Se turnaban hasta casi llegar al límite, solo uno de ellos no aguantó y lo sintió descargarse muy caliente y con un obsceno bufido sobre su espalda. Los otros entraban y salían de ella. Un orgasmo, y otro más fuerte. Las manos que la inmovilizaban la soltaron. Se agarró al borde de la mesa para poder seguir sosteniendo el embate de aquellos hombres que en sucesión la llenaban. Abrió un poco los ojos solo para ver que el más oscuro de ellos seguía parado frente a ella
sin venirle encima. A la altura de su rostro se destacaba un pene de proporciones. Mientras entraban y salían desbocados de su concha
ya muy dilatada, absorta contempló aquel miembro, casi derramó un grito al pensar lo que sentiría cuando eso entrara en ella. Sus ojos subieron por el vientre y luego por el pecho del dueño de aquel instrumento de tortura. Los ojos del hombre oscuro se clavaron en ella.
Su sonrisa cínica solo se interrumpió para un nuevo anuncio.
Tenías razón, está gozando la perra, tiene alma de puta.
Lo que la mujer no percibía era que la aparente brutalidad de la jauría que la montaba, no era tal, eran metódicos penetradores que
entraban y salían obedeciendo a sutiles movimientos de cabeza del oscuro macho alfa que los dirigía. Asaltaban y soltaban, no buscaban
destrozar a la presa, solo desorientarla, enloquecerla. Y vaya que lo hacían. Varios dedos habían tanteado ya su primer esfínter anal, Sabrina presentía la toma de aquella fortaleza en cualquier momento, sus nudillos seguían blancos de tanto apretar el borde de la mesa
cuando el primero de ellos le entró por el culo, las primeras arremetidas le trajeron aquella conocida sensación de ganas de ir al baño, dolor sordo y placer soez y lóbrego. Igual que con su otro agujero, este era tomado y abandonado. Todos lo hacían, incluso el primero
que no había aguantado y se había derramado sobre ella, recuperado y de vuelta en la batalla. Todos menos el dueño de la piel de ébano.
El simplemente blandía con su mano derecha su miembro enorme, en una suerte de trance masturbatorio lento y sostenido. El orgasmo iba y venía alrededor de Sabrina, demorándose con crueldad, anticipando que cuando llegara estallaría la carótida en el grito.
Sabrina y su desesperación ardiente. Tal vez fue un acto de locura, un suicidio carnal ante tanta alevosía en la humillación. Sabrina soltó la mesa y giró sobre sus temblorosos pies perfectos de uñas pintadas con esmero. Tomó por sorpresa a la hiena que justo estaba por arremeter de nuevo a dentelladas su cuerpo, para tumbarlo con inusitada violencia sobre el raído colchón. La movida tomó al resto por sorpresa y solo atinaron a mirar. Sabrina de piernas blancas empapadas y muy abiertas, montó con salvajismo inusitado el miembro del ahora su rehén, clavándoselo hasta el fondo del gemido. Comenzó a cabalgarlo frenética, dispuesta a arrancarle hasta la última gota de esperma. Basta de ser la víctima de la cacería morbosa y sádica de aquellas bestias. Ella podía con ellos, además de que ya no podía con
el incendio en sus huesos. Giró violentamente la cabeza clavando una mirada asesina sobre otro de los tipos, su pelo se pegaba a la espalda sudada enmarcando oscuro la carga del mensaje de sus ojos. El tipo comprendió la invitación al instante, los ojos febriles de la mujer marcaban el camino al desenfreno. Pero como buen soldado, buscó la aprobación del oscuro, que liberó a su esbirro con una sonrisa.
La señora quiere fiesta. Denle fiesta señores.
El tipo se acomodó inmediatamente detrás de aquel panorama de nalgas entreabiertas, y aprovechó una pausa en el sube y baja para entrarle a Sabrina por el culo. Su miembro se curvó hacia arriba acompañando al agazapado en la vagina. Delirio y frenesí de doble penetración acompasada, acomodada por aquellos dos faunos tratando de no salirse del cuerpo de Sabrina la salvaje felina desbocada.
Cojan.Cojan fuerte si son tan machos! Destemplada la voz por el éxtasis, la mujer ofreció a un tercero su boca violada con sabor a bilis.
Sabrina y su palpitante músculo cardíaco a punto de reventar. Placer extremo, casi hasta el desmayo. El que estaba abajo explotó con un quejido, clavando los dientes desesperado en su pezón derecho. Sabrina y su grito que le llega lejano, mezcla de dolor y alivio por llegar
a su propia cima sensorial. El que embestía por atrás necesitó de tres o cuatro arremetidas más para dejar su carga líquida espesa dentro de su recto. Sabrina y la saliva que le chorrea mientras devora al tercero al hilo, delira cuando siente la eyaculación llegar hasta el fondo de su garganta. No siente el mordisco sobre su hombro. Suelta mansamente a sus tres contrincantes sólo para arrastrarse fuera de la masa de
carne derrotada y reclamar al próximo. El la deja reptar de espaldas sobre su cuerpo, con manos fuertes la ayuda a sentarse sobre él, pero sólo para clavarle la verga directamente en su culo ya muy dilatado. Abierta la mujer brama desafiante.
Tengo la concha libre animal. Que esperás! No hubo demora, el quinto sátiro abandonó la pasividad y aprovechando la extrema apertura
que se le ofrecía se hundió en la irritada carne rosada. Pero el oscuro macho alfa no acompañó el festín. Parado al costado de aquella masa única de jadeos y gritos, simplemente utilizó su mano para arremeter y extraer de una vez el néctar que salpicó por completo el rostro de
Sabrina. Los labios de la mujer nunca tocaron aquel portento venoso oscuro.
Sabrina y su victoria. Sabrina y su derroche de gozo estentóreo. Sabrina que se arrastra lejos de los cuerpos agotados ya de sus captores.
Sabrina hiperventilada de satisfacción, buscó levantar la bandera del triunfo y enrostrársela con su mirada a aquel señor oscuro que
la había hundido en su propio infierno de placer. No esperó encontrar aquella sonrisa congelada, y mucho menos ver que era ignorada
por el demonio negro que se ocupaba de sí mismo en aquel, su supremo momento de gloria. Le dolía el cuerpo sordamente, chorreaban de sus agujeros hilos de semen, le ardían sus pechos raspados en el fragor de la batalla y sentía el aguijón de las mordidas antes ignoradas. Y El simplemente estaba colocando el segundo de los preservativos sobre su enorme y nuevamente enhiesto obelisco.
Disfrutaba del detalle de la operación, por ello no borraba la sonrisa. Sabrina se dió cuenta al fin, aquel sujeto no iba a violarla tambien,
estaba preparando un instrumento de tortura. Las fuerzas la abandonaron por completo. Derrotada, sintió el frío del piso en su espalda.
Lo vió acercarse, sus piernas fuertes como columnas de mármol negro, sus manos se posaron sobre ella como al descuido, frotando
su piel con un trapo sucio y áspero. Limpió su rostro, sus muslos chorreados. Su pecho era fuerte, con músculos bien marcados, los brazos la alzaron como una pluma para depositarla nuevamente sobre la mesa que antes hiciera las veces de cepo.
Basta por favor. No más. Basta. Sabrina escuchó a la mujer que parecía estar fuera de ella sollozando antes de su ejecución.
Esto va a dolerte querida. El macho alfa en todo su esplendor sazona la carne que va a devorar. Su mano izquierda empuña un envase de aceite de cocina de mala calidad, lenta y deliberadamente deja chorrear el contenido directamente en la cañada de las nalgas de Sabrina.
La mujer sujeta fuerte la madera cuando es penetrada. Lenta, exquisita, la espada el moro se clava en su vagina hasta que choca con el estrecho final del túnel. Atrás, adelante, atrás, adelante, cruje la mesa, crujen sus tejidos. Siente que no puede tragar entera aquella
viga que la invade. Paroxismo, Sabrina escucha a la mujer soltar el canturreo previo al alarido. Atrás, adelante, el macho no acelera, la desespera y la enerva por completo. Su cuerpo se estremece en un derroche de orgasmo, desparramado sobre la marcada mesa.
Las manos separan la carne, observan detalladamente su carne saturar la de ella, su ano dilatado palpita y muestra su lubricada aceptación.
El semidiós oscuro se aparta, de un solo movimiento extrae la protección preventiva de látex que lo inmunizaba contra el roce. Sonríe
descarado al momento de apoyar su glande contra la entrada de aquella cueva oscura y seductora. Resbala y entra, esta vez no dispuesto a dejar nada afuera.
La percepción de Sabrina está alterada, trabaja en dos planos separados. Escucha el grito desgarrador de la mujer que se aferra a su tabla de salvación de madera gastada y tambaleante. Siente cada escama de la serpiente que repta por el interior de su recto dispuesta parece a devorar sus intestinos. La penetración es lenta pero continua. Oye grito y llanto de la mujer victimizada, percibe las manos que la sujetan por los hombros y jalan hasta que la bolsa de aquellos testículos enormes golpea suave sobre los labios agotados de su vulva, aquella espada la está destrozando pero no es ella la que aúlla. El trozo de granito amenaza salir casi por completo, solo para volver a buscar el fondo. Si se lo arrancara el prolapso sería horrible. Hacia afuera, lento hacia adentro, hasta la orilla, directo al centro, el hombre oscuro penetra una y otra vez. Ahora sí busca ritmo, ahora sí dobla la velocidad, Sabrina siente la agonía del éxtasis en su carne, la mujer grita
desencajada. Los planos de su universo se acercan, se rozan, se pliegan en uno solo cuando la bestia empuja en un agónico golpe mortal
y le entierra su fluído en lo más profundo y abyecto de su desgarro. Sabrina y la mujer gritan su placer único e irrepetible, un aullido salvaje de parto, de su uretra brota a chorros la orina involuntaria, bañando en su estertor la blancura de sus piernas desfallecientes.
Sabrina se desvanece en oleadas de placer, colgando exánime de aquel sostén de oxidiana que se derrite dentro de ella.
Al despertar, la soledad es compañera única de su ignominia. Cruje el dolor por toda ella cuando intenta el movimiento. Menos mal que su ropa sigue allí, velando su fantasía desbocada. La puerta está abierta y afuera está oscuro de nuevo. Menos mal, cuando vaya a buscar el tren no habrá testigos.
Una sombra se aleja con pasos cortos, no se oye ningún vigoroso taconeo en aquel pueblo esa noche. Las hienas duermen satisfechas.
Sabrina piensa en un pequeño bonsai, o tal vez orquídeas. Seguro que esa calle la lleva derecho a la estación.....