Noche de Fiesta

Alberto nunca pudo llegar a imaginar que aquella aburrida fiesta de su tío iba a tener el mejor de los finales precisamente cuando creía que había terminado.

NOCHE DE FIESTA

Las expectativas de Alberto para aquella noche habían sido altas. Su tío Julio había ascendido en la empresa de papelería para la que trabajaba. De hecho, a partir de ahora serían los demás quienes trabajarían para él, ya que el hasta ahora director de la empresa se había retirado, dejándole a él al cargo. Por supuesto, un acontecimiento así merecía una fiesta por todo lo alto, sobre todo para su tío Julio, que cuando no montaba alguna fiesta, barbacoa o lo que fuese, encontraba alguna en la que participar. Sin duda, le gustaba disfrutar del poco tiempo libre del que disponía.

La fiesta empezaría con una opípara cena en la casa de Julio para luego continuar en algún pub de la ciudad. A Alberto esto le parecía estupendo, ya que había previsto que, mientras los adultos se iban de juerga por ahí, sus primos y él se dedicarían a jugar a la PlayStation hasta altas horas de la noche.

Por supuesto, se le había escapado el pequeño detalle de que su prima Susana tenía 16 años y el hermano de ésta, Pablo, casi 18. Esperar que se quedasen en casa con el primito más joven (14 años, para más señas) un sábado por la noche era pecar de ingenuo. De hecho, Alberto apenas vio a sus primos. En primer lugar, Pablo había quedado con su novia y se marchó unos dos minutos después de que Alberto y sus padres llegasen. Susana sí se quedaría para cenar, pero entre los invitados estaban varias de sus amigas (y los padres de éstas), y, aunque no rechazaron abiertamente la presencia de Alberto, sus conversaciones le resultaron casi tan aburridas como las de los adultos. De todos modos, el poco tiempo que estuvo con ellas no estuvo del todo mal, ya que todas las amigas de Susana estaban de muy buen ver, como sus ropas ceñidas y sugerentes dejaban bien claro. La propia Susana había sido fuente de lúbricas fantasías para Alberto desde hacía un par de años. Cuánto le habría gustado descubrir los misterios ocultos detrás de esos labios carnosos y ese sensual escote, por no hablar de su delicioso culito respingón, que la escueta minifalda amenazaba con dejar al descubierto de un momento a otro, atrapando la mirada de Alberto como el olor del polen atrapa a la abeja.

Pero hasta el hecho de quedarse embobado mirando encantos femeninos terminaba cansando si le marginaban todo el rato, que era lo que Susana y sus amigas estaban haciendo, tal vez inconscientemente (eso le gustaba pensar). Y dado que la sala de estar estaba invadida por los adultos con sus copas y sus cigarros creando una nube tóxica sobre sus cabezas, privándole también del uso de la PlayStation, Alberto no tardó en encontrarse leyendo algunos cómics de su primo, añorando sus propios cómics, sus videojuegos y su ordenador.

Tras la cena, en la que Alberto ahogó sus penas en marisco, deliciosa carne asada y sabrosísimos dulces hasta sentir que reventaría de un momento a otro, Susana y sus amigas, las únicas adolescentes que quedaban en la casa, salvo el propio Alberto, se esfumaron en busca de las diversiones de la noche. En favor de su prima hay que decir que al menos se tomó la molestia de preguntarle a los padres de Alberto si dejarían salir a éste con ella. Alberto hizo como que no vio la expresión de alivio de Susana cuando sus padres dieron la nada sorprendente negativa.

Los adultos no tardarían en salir también, pero antes decidieron tomarse con calma la digestión, reuniéndose de nuevo en la sala de estar para charlar, fumar y beber mientras de la cadena musical brotaba alguna canción latina que a Alberto le estaba provocando urticaria. De todos modos, se quedó allí dentro, en parte perdido en sus pensamientos y en parte distraído con la miríada de conversaciones simultáneas que asaltaban sus oídos.

Como suele suceder en estos casos, los hombres se habían agrupado por un lado mientras que las mujeres hacían lo propio por otro. Alberto se encontraba más o menos en medio, sentado en una silla de comedor, ojeando sin mucho interés un libro sobre animales salvajes. En determinado momento, le llegó una frase que captó su interés.

—…está bien buena.

El que había hablado era Julio. De soslayo, Alberto vio que estaba hablando con su padre, que rió ante el comentario.

—Sí —dijo—, se preocupa por su aspecto. Se machaca bastante en el gimnasio, ya sabes. Además, de vez en cuando también va a la piscina.

—Debe de tener unas nalguitas bien duras —comentó Julio entre risas—. Ojalá Ana tomase ejemplo.

Ana era la esposa de Julio; también la hermana de la madre de Alberto.

El chico se ruborizó un poco al comprender que su padre y su tío hablaban de su madre. En cierto modo, le ofendió un poco que hablasen de ella de ese modo tan vulgar, pero, ¿qué podía hacer? Inevitablemente, su mirada se desplazó al grupo de mujeres, que estaban acomodadas en uno de los sofás, al lado de la terraza, cuya puerta estaba entreabierta para que el humo de la sala se disipase un poco, sin demasiado éxito.

Sara, su madre, estaba entre otras dos mujeres (una de ellas, Ana), sentada en el sofá con las piernas cruzadas, hablando animadamente. Llevaba un vestido color turquesa, sencillo pero que le sentaba de maravilla, que le dejaba la parte redondeada de los hombros al descubierto y le llegaba hasta la mitad del muslo. Al menos cuando estaba de pie, porque en ese momento la larga pierna derecha que tenía cruzada sobre la izquierda, mostraba su bronceado muslo casi por completo. Alberto tardó un instante en bloquear la admiración que sintió hacia aquella hermosa y sensual pierna. Tal como había dicho su padre, Sara pulía su esbelto cuerpo a base de ejercicio, y por lo general, dejaba bien claro que se sentía muy orgullosa de su físico, a juzgar por las ropas siempre sugerentes que solía vestir. Esto daba lugar a ciertas situaciones un tanto embarazosas para Alberto, que, sensible como era a los encantos femeninos por obra y gracia de las hormonas adolescentes, muchas veces —como ahora— debía obligarse a erradicar cualquier pensamiento pecaminoso de su cerebro cuando, de improviso, se encontraba las curvas de su madre especialmente realzadas por alguna vestimenta más sugestiva de lo habitual. Como le acababa de pasar ahora al encontrarse con aquel escultural muslo. Desvió automáticamente la mirada, con tan poca fortuna que, al hacerlo, sus ojos fueron directos al escote del vestido, que era bastante profundo y lo suficientemente ancho como para apreciar un tercio de los senos que aprisionaban. No es que los pechos de Sara destacasen por ser especialmente exuberantes, pero sin lugar a dudas aquellos senos esbeltos y firmes solo podían definirse como hermosos.

Alberto no los definió de ninguna manera. Azorado, desvió de nuevo la mirada, esta vez cayendo en la mujer que estaba al lado de su madre. Era su tía Ana, a la que Julio menospreció al compararla con su cuñada. Sin embargo, Ana no estaba tan mal como podrían dar a entender las palabras de Julio. Sí, era cierto que le sobraban unos cuantos kilos, como dejaba de manifiesto el ceñido vestido, que perfilaba sus michelines, pero también otorgaban una voluptuosidad a las caderas, muslos y pechos que Alberto no dejó de apreciar. No era para menos, ya que el vestido de Ana no era precisamente recatado, y dejaba bien a la vista el generoso busto y las ajamonadas piernas. A Alberto no le causaba tanto reparo fijarse en los encantos de su tía, así que le hizo unas cuantas fotografías mentales para cuando tuviese un poco de intimidad. Aparte de estar rellenita, su tía tal vez no era tan guapa como su madre, pero compartían los rasgos más atractivos: el cabello rubio oscuro, que Sara llevaba largo, con los tirabuzones cayendo en cascada por sus hombros, mientras que Ana lucía una media melena muy bien cuidada; los ojos azules, alegres y chispeantes, que Alberto también había heredado; y lo que más le llamaba la atención al chico, una boca muy sensual, de labios carnosos y expresivos. Las dos eran de sonrisa fácil, sin embargo, había un gesto que ambas compartían y que a Alberto siempre le había llamado la atención; tanto Ana como Sara tenían tendencia a escuchar a la otra persona con la boca entreabierta, a medio camino entre una sonrisa y la intención de decir algo. Este gesto, lejos de parecer ridículo, les añadía puntos de encanto, ya que era un gesto increíblemente (al menos desde el punto de vista de Alberto) sensual. Se había acostumbrado a ignorarlo en el caso de su madre, pero con su tía se permitía saborear las fantasías llenas de húmedos besos que le inspiraba aquella mueca puesta en esa boca perfecta.

En ese momento, por ejemplo, mientras su madre hablaba, entre radiantes sonrisas y con sus chispeantes ojos azules brillando de entusiasmo, su tía Ana escuchaba con aquel gesto inconscientemente voluptuoso e incitante; incluso podía distinguirse parte de su rosada y húmeda lengua, y Alberto no pudo evitar preguntarse cómo sería sentir aquellos labios en su cuello, o aquella lengua enroscada con la suya.

Apartó la mirada apresuradamente cuando se dio cuenta de que los ojos de Ana estaban dirigidos hacia él. El rostro de Alberto se puso como la grana; se sintió repentinamente culpable, no solo por los deseos lascivos que le habían asaltado mientras observaba la boca de su tía, sino por la erección de la que acababa de ser consciente. Por suerte, el susto que se acababa de llevar tuvo el efecto de devolver su miembro al tamaño habitual. Miró de soslayo hacia donde estaban su tía y su madre, y no se sintió más tranquilo cuando descubrió que su tía le lanzaba ocasionales miradas mientras seguía de charla con su madre, con aquella exhibición de sus sensuales bocas gemelas. ¿Acaso Ana había percibido sus pensamientos libidinosos? Una parte de él, la parte adolescente controlada por las hormonas, se permitió el pensamiento de que tal vez a su tía le atraía la idea de desvirgar a su sobrinito, pero la mayor parte solo sentía vergüenza, así que procuró distraerse con el libro que tenía delante y con las conversaciones intrascendentes que le rodeaban, y fingir que nada había pasado, sobre todo porque nada había pasado.

Para cuando los adultos se dispusieron para marcharse, Alberto ya había olvidado el pequeño incidente con su tía —por llamarlo de alguna manera— y el aburrimiento invadía de nuevo sus sentidos. Antes de que todos se fuesen, su madre le dio un beso en la mejilla (tuvo que bloquear el recuerdo de aquella boca sensual entreabierta) y le conminó a portarse bien. Su tía le indicó cuál era su cuarto (había dos habitaciones de invitados prácticamente iguales; la otra la ocuparían sus padres) y, con un coqueto guiño que hizo que Alberto se ruborizase, le indicó que tenía la casa para él solo.

—Así que cuidado con invitar a alguna de tus novias —añadió Ana con su habitual sonrisa resplandeciente, tan perturbadoramente igual a la de su madre.

Él se limitó a reír la gracia, pensando en que no andaba tan sobrado de novias, precisamente. De hecho, sí tenía novia, pero era una chica recatada hasta lo frustrante. Ni siquiera le permitía darle besos con lengua…

Cuando por fin se quedó solo, Alberto se lanzó a por la PlayStation dispuesto a resarcirse por todas las horas que había estado agonizando de aburrimiento. Sus primos tenían una buena colección de juegos, así que, para variar, tendría distracción para un buen rato.

¡Y qué rato! Para cuando quiso darse cuenta, ya habían transcurrido casi cinco horas. Sentía los ojos cansados y resecos, y cada vez le costaba más mantener los párpados abiertos. Era una pena, pero había llegado la hora de dormir. Apagó la consola y la televisión, y fue directo al cuarto de invitados designado para él solo, no sin antes coger uno de los cómics de su primo para leer un poco antes de apagar la luz.

Al igual que en la otra habitación de invitados, la que usarían sus padres, ésta tenía una cama doble, con una mesita de noche a cada lado, y delante, un armario. Alberto se quitó la ropa, dejándola doblada sobre una de las mesillas, quedándose solo con los calzoncillos y la camiseta. El frío de la noche no tardó en alcanzarle y se apresuró a meterse bajo las sábanas, tapándose bien con el grueso edredón. Tras entrar en calor, cogió el cómic para leer un poco, a pesar de que debía esforzarse por mantener los ojos abiertos.

Sin embargo, no era capaz de mantenerse concentrado en las viñetas cargadas de acción. Su cerebro había decidido hacer un repaso a todas las chicas que había visto esa noche, empezando por su prima y las amigas de ésta, y sus minifaldas, medias, vaqueros ceñidos y camisetas o blusas aún más ceñidas, y terminando por su rellenita tía, con su vestido que le dejaba las piernas al descubierto y con un asfixiante escote que le abombaba los pechos, agrandándoselos aún más. Y como guinda del pastel, aquella sensual boca (que siempre debía olvidar que era igual a la de su madre) pidiendo a gritos ser besada. Naturalmente, con semejante pase de modelos invadiendo su mente, la polla de Alberto estaba clamando toda su atención, así que éste no tardó en dejar el cómic en la mesita de noche y apagar la luz, pulsando el interruptor que había al lado de la cabecera.

Cerró los ojos y dejó que la imaginación convirtiese todas aquellas imágenes en semillas de lúbricas fantasías, en las que todo era posible. Mientras, su mano se deslizó bajo el elástico del calzoncillo para aferrar su endurecido y caliente falo. Notó unas leves ganas de orinar, pero tal como estaba la idea de ir al baño a vaciar la vejiga quedaba totalmente descartada. Por suerte, apenas tenía ganas, así que podría ir más tarde. Ahora solo quería dejar que su mano derecha y su imaginación trabajasen. Empezó recreando una orgía lésbica entre su prima y sus amigas en la que él no tardaría en unirse, pero estaba claro que esa noche su cerebro encontraba más atrayente a su tía y sus generosas carnes, tal vez porque resultaba más morboso. Imaginó sus manos recorriendo aquellas rellenas pantorrillas y los muslos cargados de voluptuosidad, ascendiendo en busca del cálido y húmedo secreto que había bajo el vestido, detrás de una tela muy delgada y suave que sería fácil de apartar a un lado para continuar explorando y….

Un ruido sacó bruscamente a Alberto de su fantasía, aunque no apartó la mano de su erecto pene. Había sido la cerradura de la puerta. Alguien entró. ¿Quién sería? Escuchó la puerta cerrarse de nuevo y luego los pasos livianos de una sola persona que pasó por delante de su puerta para ir al baño. Dedujo que era su prima, y su calenturienta mente imaginó que le hacía una visita para compensarle el haberle dejado de lado. Se metería con él en la cama y sustituiría la mano diestra de Alberto por su deliciosa boquita, que desgraciadamente no había heredado de su madre, pero eso no era óbice para no dedicarle una fantástica mamada imaginaria. De pronto, en su fantasía eran su prima y su tía quienes le daban placer oral, las dos turnándose para saborear la polla de Alberto como si fuese una golosina de lo más sabrosa.

Alberto detuvo de nuevo su mano, avergonzado y excitado por los derroteros que estaba tomando su imaginación. No era la primera vez que se imaginaba como caramelo compartido por más de una chica, pero, ¿su tía y su prima juntas? Era demasiado fuerte para él. Y no obstante… no obstante la imagen era increíblemente morbosa, y deliciosamente prohibida. Y de todos modos, ¿a quién hacía daño? Solo era fantasía.

Así que dejó que su cerebro fuese por los derroteros que le diese la gana, pero el sonido de la cisterna le distrajeron de nuevo (además de recordarle que tenía ganas de orinar). Escuchó de nuevo los pasos de su prima y luego una puerta cerrándose, presumiblemente la del dormitorio de Susana.

No dejaba de ser incómodo fantasear que su prima y la madre de ésta le estaban comiendo la polla como hembras en celo mientras la propia Susana estaba en el cuarto de al lado, y Alberto tuvo el desagradable pensamiento de que, por algún misterioso motivo, sus padres descubrirían aquella sucia fantasía. Era una idea completamente irracional, pero sencillamente se le había ocurrido y su fértil imaginación le había jugado la mala pasada de mostrarle las consecuencias de algo así. El desprecio y la decepción en el rostro de sus padres fue suficiente para que su polla perdiese parte de su dureza.

—Mierda —masculló Alberto, fastidiado porque, por una tontería, su paja se viese interrumpida de aquella manera.

Pero no por ello iba a desanimarse. Iría a evacuar su vejiga, aprovechando que su pene había perdido su entusiasmo, y luego continuaría con lo que había empezado. Él no se iba a dormir sin haberse corrido antes. ¡Faltaría más!

Así que se levantó, encogiéndose por el súbito frío, y fue de puntillas hacia la puerta, sin molestarse en encender la luz; no era más que un corto trayecto en línea recta. Pero a mitad de ese trayecto escuchó de nuevo la cerradura de la puerta. Se detuvo, mientras escuchaba varias pisadas entrando por la puerta. Ésta fue cerrada de nuevo, con dos vueltas de llave, y luego más pasos, que parecían intentar sonar disimulados, pero tan solo sonaban torpes; también se oían risitas y susurros, y Alberto supo que se trataba de sus padres y sus tíos. Maldiciendo para sus adentros, regresó a la cama para esperar a que el pasillo y el baño se despejasen antes de ir él.

Por los sonidos, fue deduciendo que mientras unos iban al baño, otros fueron a la cocina para beber algo (agua, suponía); se escuchó una puerta, enfrente, que solo podía ser la del cuarto de sus tíos; más voces susurradas, delante de la puerta de Alberto. Eran voces femeninas, así que debían ser su madre y su tía; alguien tiró de la cisterna; luego, alguien apagó la luz del baño. Distinguió la voz de su tío diciendo “buenas noches”; sus padres respondieron con voz demasiado alegre, y Alberto se temió que éstos no se habían limitado a beber un par de copas esa noche. Aunque tampoco era algo demasiado sorprendente; no sería la primera vez que escuchaba a sus padres llegar a las tantas con paso poco firme.

Alberto se sobresaltó al escuchar un breve golpe en su puerta, como si alguien hubiese chocado contra ella desde el otro lado. Luego, unos sonidos de succión acompañados de un ronroneo femenino. Con una mueca, Alberto se dio cuenta de que sus padres se estaban besuqueando apoyados en la puerta de su habitación.

“Joder, ya podían cortarse un poco, que no estamos en casa”, pensó.

Un momento después, Alberto se quedó petrificado cuando oyó que abrían la puerta de su habitación. Su corazón pareció olvidarse de cómo bombear sangre durante unos instantes.

Instantes en que pudo oír los pasos apresurados de sus padres entrando en el cuarto a trompicones. El pasillo también estaba a oscuras, porque de lo contrario Sara y su marido verían lo suficiente como para descubrir que se habían equivocado de habitación. Pero no veían nada, ni parecían por la labor de hacerlo. Alberto, cuyo corazón volvía a latir, pero a un ritmo desenfrenado, oía como sus padres continuaban besándose, y por el sonido de frotamiento sobre tela, también se estaban metiendo mano. Su madre emitió un suave gemido que le puso la piel de gallina.

Alberto trató de imaginarse la cara que pondrían sus padres cuando encendiesen la luz del cuarto y viesen a su hijo allí acostado. No lo consiguió, y, como pronto comprobaría, tampoco se daría el caso.

—¿Dónde coño está la luz? —murmuró su padre, mientras su mano palpaba la pared.

—Mmm —ronroneó su madre con una voz tan sensual que Alberto tuvo una vívida imagen de aquella hermosa boca con los labios entreabiertos y húmedos exhalando aquel delicioso sonido—. Qué más da. No nos hace falta la luz para nada.

—Tienes razón —dijo su padre, que no necesitaba mucho para ser convencido.

De nuevo se escucharon sus besos. En algún momento tuvieron tiempo de cerrar la puerta de nuevo, para luego seguir comiéndose la boca y metiéndose mano, a juzgar por los sonidos que Alberto escuchaba. De hecho, la cosa parecía estar caldeándose bastante.

En ese momento, Alberto sabía que debería encender la luz y terminar con aquella situación lo antes posible; antes de que las cosas fueran a más, en todo caso. Pero, simplemente, se sentía paralizado, atrapado en una situación que no se veía capaz de controlar ni modificar, un mero testigo que ve como dos coches están a punto de colisionar sin poder hacer nada por remediarlo. Aquello le había cogido tan de improviso que se sentía completamente bloqueado.

Mientras, sus padres, en absoluto bloqueados, avanzaban hacia la cama entre besos y magreos con bastante torpeza y riendo con no demasiada sutileza, pese al silencio que reinaba en la casa, cada vez que tropezaban. Alberto adivinó que estaban dejando el calzado por el camino, más que nada por el comentario de su madre: “Odio estos botines.”

Más ruido de ropa, tal vez la chaqueta de su padre. Luego seguramente la camisa. Su madre emitió otra risita mientras se escuchaba un sonido bastante húmedo similar al que haría un perro tipo San Bernardo que lame efusivamente el rostro de su amo. En este caso, el San Bernardo sería su padre, que muy probablemente no estaba pasando su lengua por el rostro de su esposa precisamente.

—Parece que te has puesto bastante caliente, ¿eh? —dijo Sara, en un susurro.

—Joder, llevo empalmado desde que te pusiste a bailar con tu hermana —poco menos que bufó  Jorge.

—Eres un cerdo. —Pero la madre de Alberto no parecía para nada enfadada.

—Es culpa vuestra, que más de una vez parecía que os ibais a dar un morreo. Desde luego, el culo de Ana te lo habrás aprendido de memoria, porque vaya manera de sobarlo.

Sara se rió. Se escuchó el sonido de una hebilla de cinturón, y luego una cremallera bajando, indicándole al más que alucinado Alberto que su madre le estaba bajando el pantalón a su padre.

—Estábamos jugando con vosotros un poco —dijo su madre—. Sabíamos que os iba a poner cachondos. Además, Anita anda un poco necesitada de un buen polvo desde hace un tiempo. Parece que Julio la tiene un poco descuidada, a la pobre.

—Pues con él no sé, teniendo en cuenta lo que se ha metido entre pecho y espalda esta noche, pero lo que es yo, estoy como un perro en celo.

—Tú siempre estás como un perro en celo, cabroncete.

Acto seguido, un sonido rítmico de succión, acompañado de los ronroneos guturales y los jadeos de su padre llenaron la habitación. Su experiencia en películas porno le indicó a Alberto sin asomo de duda que su madre le estaba haciendo una felación a su padre. Desde luego, ahora sí que no podía encender la luz. Tampoco habría acertado a hacer nada a derechas, dado el estado de conmoción en el que se encontraba. No hacía más que preguntarse si no se habría dormido finalmente y estaba teniendo el sueño más extraño de su vida, porque aquella situación no podía ser más surrealista. Para colmo, su imaginación volvía a estar de lo más activa y podía visualizar en su mente con todo detalle la sensual boca de su madre engullendo la polla de su padre (que no tenía ni idea de cómo era, pero su imaginación le había bendecido con un falo tamaño Rocco Siffredi), dejándola brillante con su saliva, haciendo retroceder el prepucio cada vez que la polla se deslizaba dentro de su boca para luego alisarse cuando la extraía hasta el glande. El sonido de un atragantamiento le indicó que se había encajado la polla hasta la garganta, o tal vez su padre le estaba sosteniendo la cabeza para obligarla a tragársela entera, como había visto en algunas películas. La idea, lejos de molestarle, hizo que su propia polla comenzase a crecer cada vez más.

“Mierda, mierda, mierda”, era lo único que su mente podía procesar. Solo faltaba que le descubriesen precisamente ahora. Ocultar su erección iba a ser complicado, por no hablar del motivo de ésta.

Pero sus padres, al menos por ahora, no parecían en disposición de descubrir nada aparte del camino hacia sus orgasmos.

Su madre exhaló aire repentinamente, como si acabase de beber un vaso de agua, indicándole a Alberto que había liberado su boca.

—Dios, qué bien la chupas, cariño —murmuró Jorge entusiasmado—. Tienes una boca sensacional, amor, me dan ganas de follártela hasta correrme.

—Ya me he dado cuenta —le respondió ella en tono jocoso—. Un poco más y me dejas sin aire.

De modo que Alberto había acertado al imaginar a su padre sujetándole la cabeza a su madre.

—Lo siento, cariño, es que no me puedo resistir —se disculpó Jorge.

—Ya sabes que no pasa nada. Me encanta que seas un poco rudo conmigo. Además, la verdad es que yo también estoy bastante cachonda esta noche.

—No, si ya me di cuenta de que tienes el chochito encharcado. ¿A ver si a ti también te calentó ese bailecito con tu hermana?

—Humm, quién sabe.

—¡Dios, me encanta cuándo eres tan zorra!

Al instante, Alberto escuchó cómo su madre se atragantaba y lo siguiente fueron una serie de bruscos chasquidos cada vez más húmedos y bruscos que le indicaron que su padre estaba, literalmente, follándose la boca de su madre. Lo visualizaba de un modo tan claro y nítido en su cabeza que era como si estuviese viendo una película porno, solo que la protagonista absoluta era su madre; su madre y su sensual boca, que jamás se había atrevido a imaginar haciendo cosas como aquella. Sin poder evitarlo, Alberto comenzó a aplicarse un suave masaje sobre su durísima polla que, lejos de satisfacerle, le estaba excitando todavía más. Le avergonzaba que aquella situación le excitase tanto. Si le hubieran dicho tan solo un día antes que se vería en aquellas circunstancias, con su madre haciéndole una garganta profunda a su padre a menos de dos metros, lo último que pensaría era que algo así le excitaría. Al contrario, habría apostado lo que fuese a que le sucedería precisamente lo contrario. Pero ya fuese porque se había estimulado anteriormente, o que las fantasías con su prima y su tía le habían afectado, lo cierto es que no había estado tan caliente en toda su vida. En cierto modo, aquello era tan insólito, que una parte de su cerebro lo percibía como un sueño. En algún momento, se despertaría y descubriría que había eyaculado mientras dormía en la cama, manchando con su semen las recién lavadas sábanas de sus tíos.

Las toses de su madre, acompañadas de su resuello, le hicieron saber que la fornicación bucal había terminado.

—Eres un cabronazo —dijo su madre entre sofocos, pero, de nuevo, no sonaba en absoluto enfadada, más bien todo lo contrario.

—Venga, no te quejes, que ahora te voy a devolver el favor.

—Ah, ¿sí?

—Te voy a comer el coño hasta que te corras en mi boca.

—Mmmm, no puedo esperar.

—Venga, ponte en la cama, si es que damos con ella.

“Joder”, pensó Alberto, de nuevo paralizado, con miedo hasta de tragar saliva por si se atragantaba.

Escuchó las manos de alguno de sus padres tocando la cabecera de la cama y luego el edredón.

—Ah, aquí está —dijo su madre, y, acto seguido, sintió el peso de alguien en el lado izquierdo de la cama. Presumiblemente, su madre.

Con el mayor cuidado posible, y al mismo tiempo, con la mayor rapidez que su cuidado le permitía, Alberto se deslizó bajo las sábanas hasta quedar con media nalga colgando del extremo derecho.

Mientras, su madre, que estaba sentada en el otro extremo, realizó algunos movimientos acompañados de sonido de ropa deslizándose sobre piel que hicieron pensar a Alberto que todavía ahora se estaba quitando el vestido. Por el sonido, la prenda debió caer en el suelo.

—Joder, ¿dónde coño estará la luz? —preguntó su padre, palpando de nuevo la pared, cerca de la cabecera.

Si Alberto pudiera verse la cara en ese momento, probablemente estaría del color de la cera. Curiosamente, su polla continuaba completamente erecta, como si la posibilidad de ser descubierto allí fuese de lo más excitante.

Bueno, lo cierto era que tenía su morbo.

—Vamos, deja ya la luz —gimió Sara—. Tienes un coñito completamente mojado y listo para ser devorado aquí mismo.

—Es que quería verte la cara de puta que pones cuando te lo como —soltó su padre.

—Pues confórmate con imaginarla.

Su madre se movió de nuevo en la cama, al pareces apoyando las manos tras su espalda, acercándose peligrosamente al centro. De nuevo, el sonido aterciopelado de tela contra piel, pero más sutil que antes. Alberto no tuvo dificultad en imaginar a su padre sacándole las bragas a su madre (aunque probablemente fuese un tanga; su madre era una mujer moderna. ¿Y por qué no? Tan solo tenía 34 años). Las bragas, o el tanga, volaron y aterrizaron en la cara de Alberto. Éste dejó que se deslizasen hacia un lado, sin atreverse a realizar ningún movimiento, aunque su primer impulso fue agarrar la prenda íntima con la mano. Pero se conformaría con haber olido por primera vez el aroma del sexo femenino, aunque que éste fuese el de su madre lo hacía, cuanto menos, raro.

—A comer, perrito —dijo su madre con entusiasmo, recostándose en la cama. Alberto casi pudo percibir la cercanía de su cabeza, pero calculó que ésta estaría al menos a unos treinta centímetros de él, tal vez más. Empezó a sopesar la idea de escurrirse hasta terminar en el suelo y luego ocultarse debajo de la cama. De ese modo podría esperar tranquilamente a que sus padres terminasen con el show para luego salir y meterse en la habitación que tendrían que haber ocupado ellos. Pero claro, eso significaba morirse de frío allí debajo. Además, realmente estaba demasiado conmocionado por todo lo que estaba sucediendo, y la velocidad a la que ocurría, como para pensar con claridad, ni siquiera para atreverse a hacer demasiados movimientos por temor a ser descubierto.

Entretanto, su padre estaba organizando una verdadera sinfonía lujuriosa a base de chupeteos y lametones. Su madre lo acompañaba con profundos jadeos y gemidos ahogados mientras se retorcía en la cama, y a Alberto cada vez que se movía le daba la impresión de que se acercaba más a su posición. Lo que, por lo visto, no era óbice para que su excitación no hiciese sino aumentar. Tenía la polla tan dura que parecía que agujerearía el calzoncillo de un momento a otro; las manos le cosquilleaban por el deseo de masturbarse furiosamente y su mente era una máquina de traducir sonidos para transformarlos en imágenes sugestivas y explosivas, añadiendo pequeños pinceladas de cosecha propia y recreándose en los detalles más calenturientos. Así, podía “ver” a su madre con las bien torneadas piernas completamente abiertas, la cara de su padre hundida en su coño, devorándolo como un depredador lo haría con su presa recién cazada; “veía” las caderas de su madre oscilando sensualmente de un lado a otro, restregando las nalgas contra el edredón; “veía” su hermosa cabellera rubia esparcida por la cama, a solo unos pocos centímetros de él, mientras que con una mano tal vez se estrujaba los pechos o se pellizcaba los pezones (o ambas cosas), y mantenía un dedo de la otra mano atrapado entre sus dientes para mitigar sus gemidos, con aquella sensual boca abierta, los labios húmedos, tal vez un hilillo de saliva descendiendo desde la comisura de su boca hasta el maxilar,  y luego hasta el cuello, perdiéndose entre el sudor de su nuca. Y Alberto “presenciaba” todo esto completamente embelesado, sin atreverse a pensar en las consecuencias de nada, sin atreverse a cuestionar lo que le estaba ocurriendo; sencillamente, disfrutaba del momento como lo haría con un sueño. Al final de la noche, a fin de cuentas, todo sería un recuerdo y las cosas volverían a ser como siempre.

Los jadeos de su madre se aceleraron, entre los cuales se escapaba algún que otro gemido, y Alberto, a pesar de la nula experiencia que tenía en aquellos asuntos, supo que Sara estaba teniendo un orgasmo. Los sonidos de succión de su padre también se hicieron más rápidos y sonoros en ese punto, y podía sentir los movimientos de su madre retorciéndose aún más, ahogando los gemidos contra la cama (o eso supuso por el sonido).

—Delicioso —dijo su padre.

—Uf, y qué lo digas —jadeó Sara.

—Pues espero que no se te haya quitado la calentura, porque ahora tu perrito quiere follarse a su perrita.

—Con eso contaba, y todavía tendrás que esforzarte más para apagar el incendio que hay entre mis piernas.

—Marchando una manguera para mi perrita.

Alberto contenía la respiración mientras escuchaba a sus padres moviéndose en la cama; el somier crujió un poco cuando su padre se subió a la cama, y pudo oír muy cerca (¡demasiado cerca!) la respiración agitada de su madre. Dios, seguro que le acabaría tocando de un momento a otro, y si se dejaba caer fuera de la cama ahora, seguro que le oía. Mierda, ¿cómo se había visto metido en aquel embrollo?

Se escuchó una suave palmada que Alberto no tuvo que esforzarse en imaginar como una nalgada.

—Con lo que me gusta este culo —dijo su padre—. Qué pena no poder encender la luz para vértelo bien.

—Venga, deja de quejarte y métemelaaaaa… —Sara ahogó el gemido que la había interrumpido pegando el rostro contra la cama (era fácil de imaginar). Evidentemente, Jorge había empezado a penetrarla, y por si había alguna duda, los rítmicos sonidos de chasquidos e impacto de carne contra carne terminaban de confirmarlo.

Alberto pudo deducir que sus padres estaban follando en la postura del perrito, dejando claro que los epítetos que antes se dedicaban no eran en vano. El chico tenía una nítida imagen en la cabeza de su madre en aquella posición, con el culo completamente en pompa, con las manos de su padre hundidas en las nalgas de su esposa, o bien aferrando la delgada cintura, mientras la penetraba desde detrás con fuertes embestidas (a juzgar por los sonidos), mientras Sara mantenía la cara contra el edredón, emitiendo jadeos sin cesar y controlando sus gemidos, aunque alguno se le escapaba de vez en cuando.

Con una mano acariciando disimuladamente su empalmadísima polla por debajo del calzoncillo, frustrado por no poder satisfacerse como le gustaría, Alberto imaginaba a su madre en aquella posición que enaltecía su sensual culo, recibiendo las fuertes embestidas de su padre con sumo placer, sin saber que su hijo podía incluso percibir el olor de su aliento (a alguna bebida alcohólica) desde su posición. Alberto ni siquiera se planteaba que estaba más excitado que nunca imaginando a sus padres follando; sus sentidos estaban demasiado bloqueados por la lujuria como para eso.

Y entonces lo sintió. Fue como si le hubiesen arrojado un cubo de agua fría sobre la cabeza, expulsándole de su fantasía sin la más mínima clemencia.

La mano de su madre dio con su pierna.

En ese momento, Alberto sintió pánico. Se quedó completamente petrificado, aguantó la respiración, a la espera de que sucediera algún milagro. Su polla también se había quedado petrificada, al parecer, porque no se ablandó ni un ápice.

Supuso (cuando estuvo en condiciones de suponer algo, es decir, bastante más adelante) que las acometidas de su padre habían ido empujando a su madre hasta que una de sus manos, que debía de tener por encima de la cabeza, acabó dando contra la pierna de Alberto.

En los instantes siguientes a aquel primer y breve contacto, no pasó nada, y Alberto tuvo hasta tiempo de tener la esperanza de que su madre no se hubiese dado cuenta, distraída como estaba por las penetraciones de Jorge.

La esperanza se quebró como una frágil copa de cristal que es lanzada contra la pared cuando las manos de su madre volvieron a tocarle la pierna, y sí, esta vez eran las dos manos, y no se trató de un contacto casual como el anterior, sino que ahora palpaban, inspeccionando, recorriendo las piernas de Alberto por encima del edredón.

“Bueno, ya se terminó todo —pensó Alberto—. Ahora sí que he metido la pata hasta el cuello. Mi única opción es decir que estaba dormido y que no me enteré de que estaban ahí hasta que se pusieron en la cama a hacer… en fin, tendrán que creerme. Además, son ellos los que se equivocaron de cuarto. ¡La culpa es de ellos! Para colmo, esta maldita polla parece que se vaya a quedar empalmada hasta el fin de los tiempos.”

De hecho, su madre continuaba palpando sus dos piernas, recorriéndoselas de arriba abajo, acercándose peligrosamente a la zona de los genitales, y por si Alberto necesitaba alguna prueba de que estaba perdiendo la chaveta, ya la tuvo en cuanto se dio cuenta de que aquellos tocamientos, en vez de asustarle cada vez más, le estaban resultando más bien agradables.

“Joder, que es mamá, cabronazo, la mujer que va a poner el grito en el cielo en cuestión de segundos.”

—¿Te pasa algo, cariño? —preguntó de pronto su padre—. No te habrás dormido, ¿no? Porque creo que voy para largo de lo caliente que estoy.

“Aquí llega. Dios, si esto es un sueño, es el momento de hacerme despertar.”

—Te aseguro… que estoy muy despierta —respondió Sara entre jadeos.

—Ah, es que te quedaste muy quieta de pronto.

—Vamos, fóllame con fuerza, quiero sentir tu polla hasta en la garganta —le replicó ella en un tono que incluso a Alberto le provocó una sensación electrizante.

Sin duda a su padre le provocó una buena dosis de lujuria, porque los sonidos de sus arremetidas se hicieron de pronto tan rápidos y violentos, que hacían crujir el somier al ritmo de sus movimientos, empujando aún más el cuerpo de su madre contra Alberto a base de embestidas. El chico se quedó absolutamente anonadado cuando su madre, en lugar de cumplir los lógicos temores de Alberto, lo que hizo fue apoyar la cabeza sobre sus rodillas, aferrándose a sus piernas con las manos, como buscando sujeción en ellas, y con el antebrazo derecho peligrosamente cerca de su polla, que a esas alturas se había convertido en un trozo de carne duro como la piedra y palpitante como si se hubiese convertido en un segundo corazón.

Su padre aflojó un poco el ritmo, volviendo a las embestidas un poco más moderadas de antes, mientras resoplaba como un caballo. Mientras, su madre reanudó la inspección de aquel cuerpo sobre cuyas piernas se apoyaba, pero esta vez solo utilizó la mano derecha. Y lo primero que descubrió fue la dureza entre las piernas de Alberto. La mano de Sara aplastó el edredón para calibrar bien el tamaño y la dureza de aquel miembro, provocando un súbito gemido en el chico, que cerró la boca de inmediato.

Por suerte, su padre no se enteró de nada, seguramente confundiéndolo con algún gemido de su mujer, pero Alberto juraría que su madre había emitido una risita muy suave, apenas distinguible entre sus jadeos.

Alberto no sabía qué pensar; no podía pensar, todo sucedía demasiado rápido, todo era demasiado irreal como para poder siquiera procesarlo. Solo podía dejarse llevar y ver hasta dónde le llevaba todo aquello, tal como lo haría con un sueño. Y mientras notaba la exploradora mano de su madre ascendiendo por su vientre como una serpiente aproximándose a su presa, en el torrente de confusa excitación que agitaba sus neuronas, Alberto pensó:

“Dios, si esto es un sueño… creo que prefiero no despertar.”

Los suaves y cálidos dedos de su madre acariciaron su barbilla, y de ahí se deslizaron suavemente hacia sus labios. Alberto se quedó completamente inmóvil, controlando su respiración acelerada lo mejor que podía, mientras los dedos de su madre le acariciaban los labios. No tardó en deslizar dos dedos dentro de su boca y él, sin poderse resistir, comenzó a chuparlos y lamerlos como si estuviesen hechos de caramelo, sintiendo las largas uñas de su madre sobre su lengua, los dedos impregnándose de su saliva, mientras que los que habían quedado fuera de su boca presionaban su mejilla. Hubo un momento en que su cerebro quiso recordarle que los dedos que estaba saboreando con tanta lascivia eran de su madre, que el vaivén que sentía sobre sus piernas era la cabeza de su madre siendo empujada una y otra vez por las penetraciones de su padre. Estos pensamientos le hacían sentir miedo, un miedo similar al que se podría sentir al asomarse al borde de un acantilado; una sensación de vértigo no del todo desagradable. Pero también le excitaba; le excitaba de un modo como jamás había experimentado, como una droga que estimulase zonas de su cerebro que no sabía ni que existían. En aquel momento Alberto tenía muy claro que, si dependía de él, aquello no pararía. No sabía a dónde le llevaría, no se atrevía a pensarlo, pero sí sabía que quería llegar hasta el final.

Su madre le sacó los dedos de la boca, dejando un hilillo de saliva sobre su barbilla al bajar la mano. El edredón comenzó a descender por el cuerpo de Alberto, dejando al descubierto su pecho, su vientre, su abultada entrepierna, sus muslos. Su madre elevó un poco la cabeza y continuó destapándole hasta los pies; luego, puso una cálida mano en la pantorrilla izquierda de Alberto y tiró de ella hasta que éste notó el contacto de dos pequeñas protuberancias suaves y duras que enseguida identificó como los pezones de su madre. Apenas empezaba a asimilar esto, cuando Sara se dejó caer de nuevo sobre las piernas de su hijo, aplastando sus esbeltos pechos contra su pierna izquierda, con un seno bajo la rodilla de Alberto y el otro por encima de ésta; y la mejilla acomodada sobre la otra rodilla. Ahora Alberto era plenamente consciente de cada embestida de su padre, puesto que cada vez que lo hacía, podía sentir la presión de los pechos de su madre y de su mejilla, todo esto acompañado por la suave y cálida caricia que eran sus jadeos recorriendo la piel de su muslo derecho.

Alberto se encontraba en un extraño punto entre el pánico y la lujuria; la culpa y la tentación. Era como caminar por una estrecha cornisa al borde del abismo, aterrado ante la posibilidad de caer y al mismo tiempo incapaz de detenerse, disfrutando de la sensación de peligro. Era como estar en un sueño lúcido, perfectamente consciente de que estaba soñando; abrumado y excitado ante la idea de que todo era posible.

Cuando sintió la mano de su madre ascendiendo por su muslo, frotando con fuerza la piel, como si quisiera fundirse con ella, Alberto detuvo su agitada respiración, expectante, aterrado, ansioso, desesperado.

Y finalmente, aquella mano materna y lujuriosa alcanzó la tela de su bóxer, pasó sin dudar sobre la silueta de sus testículos, reptando como una serpiente amoral, hasta finalmente posarse sobre aquel trozo de carne duro, ardiente y palpitante que era su polla. La acarició sobre la tela, calibrando su dureza y su tamaño; la rodeó entre sus dedos, aprisionándola, frotándola en una suave masturbación. Al mismo tiempo, Alberto sintió los labios cálidos y húmedos besándole la carne del muslo, por encima de la rodilla; pronto pasó a chupetearle la carne, a lamerle como una vampiresa hambrienta de su sangre, incluso le clavó los dientes, con la suficiente fuerza como para que le doliese, aunque todo el dolor se traducía en placer dentro del cerebro de Alberto, diluyendo los escasos miedos a las consecuencias que pudiera tener, ahogando la conciencia en un océano embravecido de lujuria.

Entonces su madre tiró del elástico de su bóxer hacia abajo, liberando su enhiesto pene y sus testículos, y sus suaves dedos entraron en contacto directo por primera vez con su polla, y el océano de lujuria se convirtió en un verdadero maremoto. Alberto no pudo evitar un leve gemido, que trató de reprimir antes de que se completara. Su madre, como para ayudarle a disimularlo, también gimió, terminándolo en un provocativo ronroneo capaz de empalmar a un impotente.

—Tu familia te acabará oyendo… —dijo Jorge, entre jadeos.

—A lo mejor les apetece unirse —susurró Sara con tono juguetón, mientras sus dedos recorrían la polla de su hijo, mojándose las yemas con su líquido preseminal.

—Joder, hoy estás especialmente cachonda. —Y Alberto pudo sentir en la presión de los pechos de su madre que su padre la empezaba a embestir con más fuerza—. ¿Te follarías a tu cuñado?

—Seguro que a él no le importaba. Esta noche no hacía más que comerme con los ojos.

—Imagina que te follamos los dos al mismo tiempo. Nuestras pollas metidas juntas dentro de tu coño…

—Mmmm, eso sería delicioso —ronroneó Sara, y sus dedos se dedicaron a realizarle un exquisito masaje en los testículos a Alberto que a éste le estaba haciendo derretirse de placer. La caliente conversación entre sus padres no hizo sino aumentar su libido aún más, y en algún momento tuvo tiempo de sorprenderse de que no sintiese la proximidad del orgasmo. Era como si su polla pudiese mantenerse erecta hasta el fin de los tiempos—. ¿Y tú, cariño? ¿Te follarías a mi hermana?

—No te enfades, pero hace tiempo que sueño con reventarle ese culazo que tiene a polvos.

—Eres un cerdo —dijo Sara, pero en un tono que dejaba claro que aquello no la molestaba—. A saber cuántas veces me has follado pensando en ella. —Ahora su mano iba desde los testículos de su hijo hasta el húmedo e inflado glande, sin preocuparse demasiado por ser delicada, lo que a Alberto le encantaba.

—Pocas veces, eres demasiado buena follando —y Jorge acompañó esta afirmación con una profunda penetración que obligó a Sara a aplastar la cara contra el muslo de su hijo y estrujarle la polla entre sus dedos, al tiempo que emitía un sonido a medio camino entre un gemido y un resoplido.

A Alberto aquel apretón le resultó deliciosamente doloroso.

—Pero hace un momento —continuó diciendo su padre, siempre en voz baja— no podía apartarme de la mente la idea de lo bien que estaría follarme el culo de tu hermana mientras ella te come el coño.

Alberto tuvo una imagen mental extremadamente nítida de esa escena, solo que en su imaginación era él quien se follaba el culo de su tía.

—Eres un verdadero cerdo —dijo Sara—. No podré hacer realidad tus sueños. Tendrás que conformarte con reventar a polvos mi culito, si es digno de tu atención.

Las embestidas de Jorge se detuvieron de pronto.

—¿Estás diciendo que puedo…?

—Y no quiero que pares hasta que me inundes con tu leche —decretó ella con una voz de viciosa irresistible. (Algún tiempo más adelante, Alberto sabría que su madre había tomado aquella decisión con el único objetivo de prolongar aún más aquella situación.)

—Cómo sabes lo que me gusta —dijo Jorge, extrayendo la polla de la vagina de Sara con un sonido de succión.

A continuación, tras algunos movimientos y crujidos de somier, se escucharon dos palmadas simultáneas, que Alberto adivinó que eran las manos de su padre impactando en las nalgas de su madre, y luego pudo oír los inconfundibles sonidos de su padre lamiendo y chupeteando el ano de Sara (esto era fácil de intuir) con sumo apetito. Y Alberto deseó con todas sus fuerzas estar en el lugar de su padre. Si aquello realmente fuera un sueño, se trasladaría al cuerpo de su padre, tomaría el control del mismo y sería él quien experimentase aquellos anales placeres.

Pero no tardó en olvidarse de sus avariciosos pensamientos cuando se percató de que su madre, que no había soltado su pene, tiraba de éste hacia abajo, indicándole claramente a su hijo que descendiese. Y si hacía eso —comprendió Alberto al instante—, su polla quedaría a la altura de la cara de su madre. Una explosión de obscenas posibilidades iluminó su mente (cegando cualquier rastro de conciencia o sentido común, de paso), y se apresuró a deslizarse hacia abajo, flexionando un poco las piernas, ya que sus pies tocaban la parte inferior de la cama.

Lo primero que sintió fue el cosquilleo que le causaron los cabellos de su madre al caer sobre sus genitales; lo segundo, un instante después, fueron los labios de Sara besando su glande con cierta delicadeza, o tal vez con indecisión. Aunque no hubo delicadeza ni indecisión en el modo en que le bajó los bóxer hasta los tobillos, a base de desesperados tirones. Luego, mientras que con una mano mantenía su polla en posición vertical, su madre comenzó a repartir húmedos besos a lo largo y ancho del erecto miembro. Alberto visualizaba con todo lujo de detalles aquella sensual boca dejando suaves capas de saliva sobre su polla. Tuvo la convicción de que jamás podría volver a ver aquella habitual expresión de su madre, a medias entre el asombro y la sonrisa, que le dejaba su deliciosa boca entreabierta, sin desear sentirla de nuevo entre sus piernas.

—Prepárate —dijo Jorge, devolviendo a Alberto a la realidad… si es que a aquello se le podía considerar “la realidad”—. Voy a empalarte en tres…, dos…,

—Adelante, perrito —le animó Sara.

—…uno y…

—Viólame el culo.

—…¡cero!

Sara apretó la frente contra la ingle de su hijo; clavó las uñas en sus muslos con fuerza (un dolor que solo sirvió para espolear la lujuria de Alberto). Un bronco gemido salido desde lo más profundo de su ser quedó en parte ahogado en su garganta por pura fuerza de voluntad, y en parte porque tenía la boca pegada a los huevos de Alberto.

—Oh, Dios, sí —jadeaba Jorge, modulando su voz para que no fuese mayor que un susurro—. Dios, cómo echaba de menos esto. Te lo voy a follar de tal manera que no podrás sentarte en una semana.

Sara no dijo nada, se limitó a resoplar contra los testículos de su hijo, algo que a éste le agradaba sobremanera. Aunque su gozo se multiplicó considerablemente cuando notó que la lengua de su madre, caliente y muy húmeda, comenzó a recorrer su escroto, dejándole una capa cada vez más espesa de saliva que renovaba con cada lametón. Al principio empezó con cierta moderación, aunque sin ningún reparo, pasando la lengua despacio, como un pintor deslizando su brocha metódicamente, sopesando primero un testículo, luego el otro, como calibrando su peso. Pero al cabo de un minuto o menos (era difícil medir el tiempo en aquella oscuridad, y sobre todo, en aquella situación), empezó a lamerle cada vez con más ansia, hendiendo el arrugado escroto con su lengua, a veces succionando los testículos con tanta fuerza que Alberto veía las estrellas por el dolor, pero de nuevo, ese dolor resultaba extrañamente placentero. No pudo evitar empezar a mover las caderas arriba y abajo, frotándose contra la boca de su madre, que le recibía con aquella lengua ávida y aquellos labios lascivos. No tardó en sentir la cálida saliva deslizándose entre sus nalgas. Y mientras, su madre le masturbaba con una mano, recorriendo toda su polla con movimientos lentos pero concisos, y frotaba los pechos contra su pierna, el sudor facilitando la fricción de la piel contra piel, al ritmo de las bruscas embestidas de Jorge, que bufaba como un toro en celo.

Por primera vez, Alberto se preguntó si su madre era consciente de que le estaba haciendo todo aquello a su hijo. Lo lógico era que se diese cuenta, ya que ¿quién iba a estar en aquella habitación de invitados? Pero por otro lado, sus padres habían bebido, y tal vez su madre creía estar dedicándole aquellas lujuriosas atenciones a su sobrino Pablo. Lo que significaba que actuar al día siguiente como si nada hubiese ocurrido no sería imposible para Alberto.

Sus conjeturas fueron arrasadas por un nuevo oleaje de placer cuando la boca de su madre engulló su polla, encajándosela casi hasta la garganta sin demasiadas ceremonias.  “Oh Dios, oh Dios, oh Dios…”, era lo único que Alberto podía pensar ahora. Los suaves labios de su madre subía y bajaban a lo largo de su polla, aplicando también su lengua, en ocasiones entreteniéndose chupeteando el glande como si de un chupachups se tratase, y lo mejor era cuando se la tragaba por completo, hasta rozar la nariz contra el pubis de su hijo, aguantando en esa posición unos segundos antes de continuar con la excelente felación.

Alberto ahogaba los gemidos de satisfacción que surgían de su interior mordiéndose el dedo índice, con los ojos cerrados, removiendo las caderas de un lado a otro con suavidad, dominándose para no dejarse llevar por el impulso de follarse la boca de su madre, tal como había visto hacer en decenas de películas porno hasta convertirlo en una de sus fantasías favoritas. Más de una vez se sorprendió con la mano que tenía libre (normalmente aferrada a la sábana que cubría el colchón) dirigiéndose hacia la cabeza de su madre con la intención de ser él quien llevase el ritmo de la felación; un ritmo que sería rápido, y salvaje, y muy profundo. Pero se detenía antes de llegar a rozar los rubios cabellos por temor a estropearlo todo. Tampoco podía quejarse; la mamada que le estaba haciendo su madre era espectacular, por no hablar de que a Sara no se le daba nada mal lo de la garganta profunda. Teniendo en cuenta que era la primera vez que lo experimentaba, Alberto, sin ninguna duda, no tenía derecho a quejarse. Más bien al contrario.

Entonces sucedieron varias cosas demasiado rápidas para que la mente abotargada por la lujuria, el miedo y la constante sensación de surrealismo que invadían a Alberto lo procesasen como es debido.

Lo primero, que casi le hizo soltar un gritito escasamente masculino por la sorpresa, fue cuando notó que la maternal mano que había estado dándole un delicioso masaje en los testículos, dejaba su labor para descender deslizándose sobre el sendero de saliva que Sara había dejado antes y que ahora la ayudaron a que sus dedos alcanzasen aquella zona que era la única que su hijo deseaba mantener virgen (en realidad, ni se lo había planteado nunca). Cuando Alberto sintió los dedos de su madre encajándose entre sus nalgas, aplastadas contra el colchón; cuando notó que uno de esos dedos buscaba y localizaba su apretado ano y empezaba a presionarlo, se quedó absolutamente perplejo. Tanto, que el orgasmo, cuya cercanía notaba cada vez más próxima, pareció salir espantado. La perplejidad dio paso a la más absoluta sorpresa cuando el dedo invasor de su madre consiguió penetrar aquel lugar sagrado con al menos un centímetro de su dedo; fue una sensación sumamente extraña sentir el roce de sus uñas dentro de su culo.

Tras lograr mitigar el mencionado gritito por algún benévolo milagro, el segundo impulso de Alberto fue el de apartar sus nalgas del asalto dedal de su madre, pero ésta no le dio tiempo; súbitamente, le penetró con todo el dedo, hasta el nudillo, sin piedad. Solo el miedo a ser descubierto por su padre evitó que la resistencia de Alberto no pasase de un tímido agitar de sus caderas, del que su madre no hizo el más mínimo caso. De hecho, empezó a realizar un suave pero decidido mete y saca con el dedo, como si le estuviese follando el culo, todo esto sin dejar de chuparle la polla con manifiesta voracidad, encajándosela en la garganta con más frecuencia que antes, arañándole juguetonamente con los dientes cuando su boca ascendía.

Fue como si Sara hubiera roto alguna regla tácita, una que, a pesar de todo, establecía ciertos límites, cierto autocontrol. Alberto simplemente se dejó llevar. Sus manos se movieron solas, sus dedos se enredaron en los tirabuzones de su madre, cuya cabeza no cesaba de subir y bajar, subir y bajar, mientras su dedo entraba y salía sin parar de su ano. Las manos de Alberto se aferraron con fuerza a la cabeza de Sara justo cuando ésta bajaba de nuevo, y la obligaron a encajar de nuevo la polla en su garganta, hasta el fondo, hasta cortarle la respiración; al mismo tiempo, impulsó sus caderas hacia arriba, notando la nariz de su madre aplastada contra su pubis, la frente pegada bajo su vientre. El dedo de su madre se quedó paralizado dentro de su culo. Alberto sentía la resistencia de la cabeza de su madre intentando sacarse su polla de la garganta, la mano que no estaba ocupada sodomizándole intentando hacerle bajar las caderas, pero él mantuvo la presión, sin importarle estar asfixiando a su madre, sin pararse a pensarlo, en realidad, tan solo dejándose llevar por su excitación desbocada, al fin rotas unas ataduras de las que no había sido consciente.

La reacción de su madre le cogió por sorpresa. Empezó a introducir un segundo dedo en su ano, pero esta vez lo hizo sin la más mínima delicadeza; sencillamente se abrió camino con fuerza y luego empezó a sodomizarle con los dos dedos a conciencia, casi como si quisiera hacerle daño. Pero lo cierto era que a Alberto aquellos dedos en su culo ya no le molestaban, más bien todo lo contrario, y solo el ser vagamente consciente de la presencia de su padre (que, de no ser porque estaba completamente absorto follándose el culo de Sara, habría notado que había algo raro allí), impedía que le pidiera a su madre que lo hiciese aún más rápido y fuerte. En cambio, lo que hizo fue permitir que Sara respirase extrayendo la polla de su boca. Ella comenzó a coger aire a grandes bocanadas, entre toses.

—¿Qué… qué pasa? —preguntó Jorge, con voz algo pastosa, como si acabase de despertar de un sueño profundo.

—Na-nada —dijo Sara entre toses y jadeos—. Nada, sigue follándome. Rómpeme el cu… —La palabra quedó interrumpida cuando Alberto impulsó de nuevo sus caderas hacia arriba, penetrando la boca de su madre con rudeza, manteniendo su cabeza inmóvil con las manos. Su padre ni se percató de aquella interrupción.

Alberto, haciendo realidad su fantasía anterior, empezó a penetrar la boca de su madre, follándose su garganta sin moderarse lo más mínimo, con embestidas tan rápidas y potentes como las que Sara recibía de su marido en ese momento, o como las penetraciones que ella misma le estaba realizando al culo de su hijo. Inconscientemente, los tres se movían al mismo ritmo, acompasándose el uno con el otro como los engranajes en perfecta sincronía de un reloj suizo. Jorge embestía el culo de su esposa; Alberto clavaba la polla en la garganta de su madre; Sara taladraba con sus dos dedos el culo de su hijo. Casi podría parecer un bucle que podría durar eternamente. Y probablemente a ninguno de los tres le hubiese importado que así fuese.

Pero las siguientes palabras de Jorge pusieron fin a aquella armoniosa cadena de perversión.

—Me… Me corro… —gimió el padre de Alberto.

En ese momento, Alberto sintió el roce de los dedos de su padre cuando éste se inclinó sobre la espalda de Sara para llevar una mano a su cabeza. El chico apartó las manos, espantado. Tal vez a causa del susto, el orgasmo, que amenazaba con atraparle de un momento a otro, finalmente le alcanzó. Antes de soltar el primer chorro de semen, sintió que la boca de su madre abandonaba su polla bruscamente (más adelante sabría que esto fue porque su padre, en el momento de correrse, había tirado del cabello de Sara hacia atrás), al contrario que los dedos que le sodomizaban, que se quedaron clavados dentro de su culo como firmes alcayatas, lo que convirtió aquel orgasmo en la apoteosis de todos los orgasmos que había experimentado hasta la fecha. Se llevó la mano a la polla y comenzó a sacudírsela mientras ésta se convertía en un géiser de esperma, que acabó por rociarle el vientre, el pecho y hasta la cara. Parecía que nunca iba a terminar de correrse, y se le escaparon algunos leves gemidos, imposibles de reprimir.

Pero no tuvo que preocuparse por ser oído, ya que en ese momento tanto su padre como su madre tampoco estaban siendo exactamente silenciosos con su concierto de gruñidos y gemidos ahogados a medias.

El cuerpo de Alberto se quedó completamente fláccido cuando terminó de eyacular. Lo mismo les pasó a sus padres. Sara dejó caer su cabeza entre los muslos de su hijo, y éste pudo percibir sus jadeos en el contacto con su aliento y en el movimiento agitado de su pecho. También pudo oír cómo su padre se dejaba caer sobre la cama, entre jadeos y resoplidos.

—Dios… —musitó Jorge con voz débil—. Estoy muerto…

Sara no dijo nada, demasiado ocupada en recuperar el aliento. Se limitó a extraer los dedos del culo de su hijo, muy despacio. Palpó el pene de Alberto, que ya empezaba a perder su dureza, y luego descubrió los restos de semen que había sobre su vientre.

En el otro extremo de la cama, Jorge ya roncaba, totalmente rendido.

Apagado el fuego de la lujuria, el sentimiento de culpa regresó a la mente de Alberto con la fuerza de un vendaval, acompañado del miedo y la incertidumbre. ¿Qué pasaría ahora? ¿Realmente su madre era consciente de que le había estado chupando la polla a su propio hijo? ¿Y de que su propio hijo poco menos que había violado su boca y su garganta?

“Dios, si esto es un sueño, éste es el momento de despertar”, pensó.

No se despertó. No ocurrió nada, salvo que, repentinamente, las leves ganas de orinar que había sentido antes de que todo se desmadrase, se habían convertido en una terrible necesidad de vaciar su vejiga, pero de momento no se atrevía a moverse.

Mientras su madre se cambiaba de postura, tumbándose sobre la cama en la posición adecuada, entre su marido y su hijo, Alberto se aferró a la esperanza de que Sara creyese que el intruso que había a su lado era su sobrino, Pablo.

Pronto salió de dudas.

Su madre apoyó la cabeza en la almohada, y Alberto supo que estaba vuelta hacia él cuando percibió su aliento rozándole la cara. Un instante después, los labios de ella le besaron en la mejilla con ternura, mientras le acariciaba el pecho, extendiendo con los dedos los restos de esperma. Un segundo beso le descubrió más restos de semen en el rostro de Alberto, así que empezó a lamerle las mejillas, los labios y la frente, recogiendo con su húmeda lengua el esperma que encontraba a su paso. Cuando Alberto escuchó cómo ella tragaba, notó que su polla casi cobraba vida de nuevo. Pero estaba demasiado exhausto para eso.

O eso creía, porque cuando su madre comenzó a besarle en la boca, mordisqueando y chupeteando sus labios, y enredando su juguetona lengua con la de él, la erección no se hizo esperar. La mano de Sara descendió hasta descubrir la revivida polla y emitió una suave risita coqueta.

—Mami necesita descansar —le susurró al oído, provocándole unas deliciosas cosquillas cuando le acarició la oreja con la punta de su lengua—. Pero ya seguiremos jugando en casa, cariño.

A continuación, Sara le besó de nuevo en los labios, con mucha ternura, y luego apoyó la cabeza en la almohada. Unos instantes después, se quedó dormida.

De este modo, Alberto supo que su madre había sido plenamente consciente de quién era la polla que había tenido en su boca.

Sintiéndose como si estuviese atrapado en un sueño del que no había logrado despertar, Alberto se deslizó fuera de la cama. A tientas, buscó y encontró su ropa, y salió del dormitorio donde dormían sus padres. Mientras iba al cuarto de baño y daba al fin alivio a su vejiga, sentía la cabeza como flotando, como cuando uno acaba de recuperarse de una fiebre alta.

Entró en el dormitorio para invitados que todavía no había usado nadie esa noche y se metió en la cama. Apagó la luz y se quedó con los ojos abiertos fijos en la penumbra del techo.

Al menos una hora más tarde escuchó que alguien más abría la puerta de la casa. Se trataba, obviamente, del único que faltaba por regresar, Pablo. Alberto, completamente desvelado, con los recientes sucesos repitiéndose una y otra vez en su mente, escuchó distraídamente los sonidos de su primo yendo al baño, yendo a la cocina y, finalmente, yendo a su cuarto.

Luego, solo hubo silencio en la casa de sus tíos.

Antes de internarse, al fin, en el reino de Morfeo, Alberto evocó una última oración mental.

“Dios, si todo ha sido un sueño, entonces déjame dentro de este sueño para siempre. Pero si todo esto ha ocurrido de verdad, en ese caso ya no necesitaré pedirte nada nunca más.”

FIN

WESKER (22-JUNIO-2012)