Noche de cachondeo a más de 30.000 pies (1ª parte)

Un hombre de negocios y su secretaria viajan en avión a Nueva York. Aquí se relata el inicio de aquella noche cachonda.

El señor Gómez se desabrochó el cinturón de seguridad con un simple clic y un breve gesto para facilitar que la cinta volviera a recogerse, pero la misma operación a María Tenas la ocupó un buen rato. Primero se puso a hurgar en la hebilla automática, con una mano, con las dos, hasta que consiguió abrirla. Después inició la ardua tarea de sacarse el abrigo. Había decidido llevar un vestido ligero para pasar las largas horas del vuelo, pero habia estado con el cinturón abrochado sobre un embarazoso abrigo de pelo largo. Viajaban en primera clase y, por lo tanto, el espacio no era tan limitado como en las butacas más baratas, pero a pesar de esto a María Tenas le costó una barbaridad desabrochárselo, sacárselo, plegarlo con esmero, levantarse, estirar los brazos hacia arriba manteniendo el abrigo entre un brazo y la barbilla, intentar abrir la taquilla, volver a dejar el abrigo en el asiento, volver a intentar abrir la taquilla... La mujer de su izquierda se impacientaba porque ya la había importunado un poco con el codo cuando se sacaba el abrigo, pero ahora no solo le arrugaba las páginas de la “

¡

Hola!” que estaba leyendo sino que prácticamente le pasaba el culo por la cara.

**–

¿Quiere que la ayude? –le preguntaron los otros dos casi al mismo tiempo.**

Oh... no... gracias... ¡Vaya, ya se ha abierto!

Mientras se removía en el asiento para encontrar la mejor postura se aflojó el amplio cinturón de tela que ceñía su vestidito. Para acabar de ponerse cómoda, desabrochó los dos botones superiores del vestido, pinzó las solapas entre el índice y el pulgar y se hizo entrar aire en el busto. Era como si por fin entrara en calor.

¡Nueve horas de viaje! Volvió a removerse en el asiento como si no encontrara la mejor postura y su vecina volvió a ponerse nerviosa porque, además, ahora María Tenas no se preocupaba excesivament de cubrirse los muslos. Le parecía del todo improcedente estando junto a un señor tan educado como el que estaba junto a la ventanilla. Ella también llevaba falda corta, ceñida, e incluso dejaba a la vista más trozo de muslo que el que hubiera podido vérsele a la señorita Tenas, pero estaba quieta y era discreta. María Tenas en cambio, sentada entre los dos, iba recordando la apuesta que la noche anterior le había hecho a su amiga Engracia: ¡25 veces se había de correr en aquellos tres días de viaje! No le parecían tantas veces. Ella siempre tenía varios orgasmos en cada sesión de amor, y luego estaban los que pudiera proporcionarse en solitario. 7 u 8 orgasmos al día en un viaje de placer no es para tanto. Y aunque aquel no fuera un viaje de placer, y que ella no fuera más que la secretaria del señor Gómez en un viaje de negocios, a ella le parecía exactamente lo mismo.

Sí, 7 u 8 al día es muy factible, y si no lo logro es que soy tonta, pensaba María. Aunque esto supone evidentemente empezar ya. Analicemos la situación: la de mi izquierda tiene unos muslos preciosos, pero ya me la huelo a esa pécora: es una estrecha. Y una falsa. Con ella no puedo contar. Le está enseñando al señor Gómez más muslo que yo y, en cambio, no lo reconocería nunca. No reconocería nunca que es una puerca y nos clavaría el rollo de que los que son puercos son los que miran puercamente. Que llevar la falda que lleva hoy en día es absolutamente normal. Y que si patatim y que si patatam. ¡Buf! Sí, un rollo. A mi derecha el señor Gómez. ¡Ah, con este sí que puedo contar! Me lo permite todo. Me lo concede todo. Es una delicia de persona. Si le hubiese pasado a él el culo por la cara no se habría molestado como esta gilipollas, ni le daría un síncope si ahora li pidiera que me hiciera una pajita para irle tomando el gusto. Queda aun la posibilidad de que me lo apañe en los lavabos con el segundo comandante de a bordo, o con otro pasajero, que habría de ser un galán, zorro plateado, experto amante, con mucho mundo, en plan Emmanuelle... Pero no caerá esa breva, porque galanes-zorros-plateados-expertos-amantes-con-mucho-mundo-en-plan-emmanuelle solo existen en las películas. De modo que solo queda el señor Gómez.

El señor Gómez tiene la mano izquierda sobre la rodilla y el codo derecho sobre el brazo de la butaca. Se friega suavemente la barbilla. Mira por la ventanilla pero es imposible que esté viendo nada porqué es de noche y el avión ya está a gran altura. Quizá esté mirando el reflejo de los magníficos muslos de sus vecinas. Pero probablemente ni esto.

Señor Gómez...

El señor Gómez gira la cabeza con displicencia.

¿

Qué me cuentas?

Estoy caliente.

Con la misma calma, el señor Gómez vuelve a dirigir la mirada hacia delante antes de decir:

Pues qué le vamos a hacer, tranquila. La verdad es que aquí no hay demasiadas posibilidades de divertirse.

Es que a mi, eso de viajar, con el traqueteo, siempre me ha puesto caliente.

No digas tonterias, que en los aviones no hay traqueteo.

Pues con el zumbido de los motores.

En esta parte del avión no hay ningún zumbido. Es como si estuvieramos en tierra, en una habitación... en la sala de espera del dentista.

Pero es que no estamos en una habitación. Estamos en un avión. Nos estamos desplazando sobre la inmensidad de la esfera terrestre. Y a mi, solo la idea de que me estoy desplazando, de que estoy viajando... ya me pone caliente. No sé porqué.

Vale. En eso ya te doy más la razón. La simple idea de estar viajando incluye un cierto componente de excitación. Y esta excitación puede ser también una excitación erótica. La verdad es que a mi también me pasa.

¿

Con esto me está queriendo decir que usted también está caliente

?

El señor Gómez no dice nada.

Venga, diga, señor Gómez...

¿

A usted también le excitan los viajes

?

En cierto modo, si. Hasta cierto punto, sí.

Pues yo ya tengo mi cosita muy mojada y a usted, en cambio, no veo que se le hinchen los pantalones.

Era evidente que María Tenas había decidido ir directa al grano y que, de acuerdo con otra de las promesas que le había hecho a Engracia la noche anterior, pensaba soltar sin ningun reparo cualquier grosería que le viniera a la cabeza.

María Tenas y Engracia pertenecían a una peña que se reunía en el mismo bar de copas, o en alguna discoteca, varias veces a la semana. Eran todos de igual talante liberal y desinhibido, pero el sábado anterior, hacía pues tres días, uno del grupo se había quejado del gregarismo con el que todos seguimos las convenciones sociales, y entonces la conversación había evolucionado para terminar decidiendo que los miembros de aquella peña iban a romper con cualquier norma social que les supusiera una inhibición. Entre alegres carcajadas habían jurado firmemente no dejarse esclavizar por normas convencionales. El juramento quedó fomalizado con frases pomposas y solemnes, y terminó en una orgía de campeonato que superaba en mucho a todos los revolcones en grupo que determinadas circunstancias habían propiciado con anterioridad, como cuando habían organizado una acampada en el monte.

MaríaTenas rondaba los 36 años, pero con un rostro simpático y aniñado y un estilo juvenil en el vestir, aparentaba 30 o quizá menos. No era guapa, pero evidentemente era monilla y siempre irradiaba un buen humor contagioso. Como el señor Gómez no respondía a su pregunta, pensó en volver a formularla siguiendo las nuevas normas de desinhibición total y soltar: “¿Por qué su cipote no se levanta y hace estallar la cremallera de la bragueta de una puñetera vez?”. Pero por razones de estrategia rebaja el tono y, mirándolo con un mohín de niña inocente, le repite:

¿Por qué?

Porque yo me puedo controlar mejor. Tú también ya eres lo suficientemente mayorcita como para poder controlar un poco estas emociones.

La Maria se le cuelga del brazo y se acurruca a su lado. Ahora le habla al oído. Que el señor Gómez no haya manifestado ningún tipo de rechazo a su pregunta procaz, ni de palabra ni con un cambio de expresión, le da confianza.

Me parece que no quiero ser mayorcita ni controlar estas emociones. La verdad es que ahora aún estoy más caliente y más mojadita que antes. Y me gusta.

Lo

que has de hacer es callar un poco y esperar a que nos traigan la cena.

¡

Mira! Ya están sirviendo las primeras filas.

La Maria se pega aún más a su lado y, en el gesto, se le sube un poco más la falda. Pero no puede estar callada mucho rato. María Tenas nunca puede estar callada mucho rato.

Señor Gómeeeeeeeez... –ronronea.

Y ahora

¿

qué quieres

? –dice el suavemente, sin ningún tono que indique sentirse molesto.

¿Q

piernas le gustan más, las mías o las de la señora de aquí al lado?

Vete con ojo con esta señora que tienes al lado porque me temo que se trae un rollo fatal.

Sí. Ya lo he notado cuando guardaba el abrigo.

Pues lo que digo. Tu tranquila y calla un ratito, que enseguida nos traen la cena.

Sí, vale, pero es que todavía no ha contestado a mi pregunta:

¿Qué piernas le gustan más

?

La verdad es que también las tiene bonitas.

Se hace un breve silencio. Las piernas de la otra mujer son más rotundas, más clásicas... Después, la María dice:

Ya le he entendido. Le gustan más sus piernas que las mías.

El señor Gómez no dice ni que sí ni que no, y se abre una nueva pausa de silencio. Después vuelve a ser ella, no podía ser de otro modo, la que dice:

Señor Gómeeeeeeez...

Dime.

Con la cena,

¿

podremos pedir también una botella de champán para celebrar el inicio del viaje

?

Escogieron el menú. No había mucho para escoger: melón con jamón, jamón con melón... Celebraron con champán el inicio del viaje. La vecina, que se había despachado un yogurt de frutas y unas galletas integrales ya había terminado la “¡Hola!” y estaba empezando el “Casa y Jardín”. Quando la azafata les retiró las bandejas María Tenas se estiró, con las manos cruzadas en la nuca y las piernas tiesas a un lado y otro de su asiento. Una de las piernas invadía el espacio del señor Gómez, lo que no era problema, pero la otra se acercaba peligrosamente a los pies de la vecina estrecha. Ésta, de momento, optó por no decir nada. Pero sí que pensó que tenía de hacer algo cuando la María, sin levantar demasiado la voz, pero con absoluta claridad, dijo:

S

eñor Gómez,

¿

por qué no me hace una pajita?

Alucinando, la señora de la “Hola” y del “Casa y Jardin” pudo ver de reojo como aquel señor que parecía tan bien educado y de alta posición social, sin cambiar su postura tranquila reclinada entre el repaldo y la ventanilla, pasaba una mano bajo las faldas de aquella desvergonzada y empezaba un suave movimiento de vaivén.

¡Mmmmmm...! ¡Señor Gómeeeez! ¡Qué bueeeno! ¡Qué bueeeeeeeeeeeeno!

Era evidente que la muy zorra se estaba desmadrando aunque, como la tela del vestido era muy ligera, quedaba claro que la mano de aquel señor tan educado solo le estaba acariciando la parte más alta del felpudo. Además, como la falda tenía mucho vuelo había podido introducir la mano por un lado sin tener de arremangarla, y la verdad es que la cubría modosamente hasta casi las rodillas. Esto duró un rato. Luego, por lo que permitían deducir perfectamente los movimientos bajo la tela, la mano fue bajando poco a poco hasta el centro de la entrepierna, donde siguió trajinando otro buen rato. Entonces ella dijo:

Señor Gómeeez...

...

Señor Gómeeeeeez.. ya puede pasar la mano a la parte de dentro de la braguita...

Fue entonces cuando la otra se levantó y se fue a buscar a la azafata o a quien fuera que pusiera fin a aquella inmoralidad.

Como que los dejaron mucho rato solos, María Tenas tuvo tiempo para un par de orgasmos de antología. Aunque como se habían enlazado sin apenas un receso en el placer, podían ser considerados como un solo orgasmo extraordinariamente largo. Estaba por sumar un nuevo clímax, tampoco claramente diferenciado de los anteriores, cuando se presentaron la vecina y una de las azafatas, la de los melones con jamón.

El señor Gómez permanecía impasible, con el dorso de la mano derecha en la barbilla, con la mirada del intelectual que está por encima de la vulgaridad de este mundo de viajes de negocios en avión y azafatas de pocas luces, como si fuera el busto de un humanista florentino del siglo XV. La otra mano, sin embargo, la seguía teniendo bajo las faldas de la señora que le acompañaba.

¡Ejem...! – empezó la azafata.

Aaaah! Un momento, por favor, ¡aaaah!, que ya termino, que ya termino... – decía María Tenas.

Es que... señorita... por favor... señora... ¡señorita! Quiere hacerme el favor...

Sí, sí.... ¡aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah! ¡Uf!

¿

Què pasa?

Pues que ustedes comprenderán...

¡Uf! Perdone... A ver si me repongo, perdone... ¡Uf!¡Uf!

¿Comprender qué

?

Ni ella ni su acompañante habían perdido los modales en ningún momento. No habían cambiado sus posturas sobre las butacas que mantenían como cualquier otro pasajero bien educado. La mano del señor Gómez no había estado magreando groseramente en la entrepierna de la señorita Tenas, porque era un caballero tan fino que con solo un hábil movimiento de dedos ya era capaz de lograr maravillas. Y ella, quizá sí que había proferido algunos ayes y algunos uyes, pero habían sido discretos. Solo servían para que los oyera su acompañante y entendiera que todo iba bien, que siguiera hurgando en el chumino tan bien como lo estaba haciendo. Y si los últimos chilliditos habían sido algo más fuertes había sido para hacerse oir también por aquellas señoras y hacerles comprender que estaba ocupada y en aquel momento no las podía atender, pero que acababa enseguida.

Pues que ustedes no pueden hacer... no pueden... que no pueden hacer lo que quieran, aquí, en el avión.

A la Maria Tenas le hubiera gustado oir alguna expresión más concreta : “ustedes no pueden hacer cochinadas”, o “dentro de un avión está prohibido que los jefes magreen los coños de sus secretarias”, o “no está permitido follar ni masturbarse”, pero como la azafata seguía diciendo ambigüedades, ella seguía poniendo cara de marciana que no entiende nada de lo que se le dice.

¿Alguien más se ha quejado? Nadie más se ha quejado, ¿no es verdad?

Sí, pero es que... eso... no lo pueden hacer aquí–. Y mientras decia “eso”, clavaba su mirada en el centro de la falda de María Tenas, como si quisiera traspasarla y ver debajo. Un debajo donde aún estaba la mano del señor Gómez, ahora sin embargo quietecita.

Escúcheme. Hemos pagado nuestros pasajes y no estamos haciendo ningún daño a nadie. Si este señor tiene la mano donde le viene de gusto tenerla, será su problema... o el mío. De modo que... – Ahora las otras dos parecían haberse quedado sin palabras–. Si este señor se está metiendo con alguien, este alguien soy yo. Solo yo podria haberme quejado de que este señor me mete... se mete conmigo. Solo yo podría haberme quejado, ¿no? ¿Me he quejado, yo? ¿Verdad que no me he quejado? ¿Verdad que no?

El señor Gómez había dejado de mirar el más allá y ahora miraba el más aquí con una mirada entre circunspecta e irónica. Ponía atención a lo que dicían aquellas mujeres y no intervenía, como si pensara que ya era suficientemente correcto todo lo que se decía. Pero cuando María Tenas había dicho aquello del señor que se metía con ella, había aprovechado para meterle el dedo corazón hacia el fondo de aquel agujero calentito donde se encontraba. Ella se había trabucado a media frase, de placer sin duda, pero él lo había hecho tan disimuladamente que no se había podido notar nada sobre la falda.

Bien, pero ustedes entenderán que... – seguia la azafata sin saber exactamente qué decir.

Yo lo único que entiendo es que esta señora no se encuentra a gusto a nuestro lado. Pues le buscáis otro asiento y en paz.

¡Uy! ¡Imposible! Vamos llenos. No hay ninguna otra plaza libre.

Pues que cambie su asiento por el de alguien al que no le preocupe tanto lo que hagan o dejen de hacer sus vecinos.

En este momento volvió a estar a punto de seguir el impulso de desinhibirse totalmente, de desmadrarse. Estaba por pedir sin ambages que le buscara un pasajero que estuviera como un camión, que le fuera la marcha, y que así quizá acabaría el viaje organizando un trío.O un cuarteto si a ella, la azafata, le venía de gusto unirse al grupo. Pero pensando que al señor Gómez no le podía ser conveniente en absoluto verse mezclado en un escándalo decidió callar prudentemente.

Sin embargo, como la mano de aquel señor seguía bajo las faldas de su compañera, la azafata se daba cuenta de que el tema no podía darse por zanjado

Sería conveniente que dejaran de dar el espectáculo... porque si no habré de anotarlo en el formulario de incidencias.

Mira, bonita, – dijo Maria Tenas–. Aquí el único espectáculo es el que nos está organizando esta señora. Y nosotros ya hemos dejado de hacer lo que tú ya sabes. Ya te lo he dicho antes que estaba acabando, y ya he acabado. De modo que esta señora puede volver a sentarse tranquilamente. Ya está. Se acabó. Señor Gómez, – y ahora sí que le pareció que podia ser rematadamente obscena –ya me puede sacar la mano del coño.

El señor Gómez hizo lo que la María le decía, pero al mismo tiempo hacía un guiño tan ligero a la azafata que la dejaba totalmente desarmada.

De todos modos, la mano no salió deprisa como si hubiera sido sorprendida en una falta y saliera avergonzada de debajo de las faldas. Muy al contrario, se entretuvo primero, como si se estuviera limpiando la punta de los dedos fregándolos en la misma braga, y después poniendo ésta en orden sobre la barriguita, antes de salir finalmente al aire libre como con aire triunfal.

Siéntese, por favor –dijo entonces la azafata a la cliente ofendida. Y ésta lo hizo cuidando de bajarse al máximo la falda, mucho más que cuando había subido al avión–. Y si vuelve a tener algún tipo de problema no dude en avisarnos. No hace falta que se levante, solo tiene que pulsar este botón, este de aquí, y yo enseguida llegaré–. Y después añadió: –Yo creo que no la molestarán más–. Y haciendo una sonrisita tranquilizadora y profesional se marchó por el pasillo hacia la parte delantera del avión.

Ya hacía un rato que el avión estaba en la penumbra. Con solo unas luces secundarias encendidas y unos televisores que retrasmitían una de las varias películas programadas para aquel vuelo: una de estas con grandes explosiones y cantidad de gente saltando por los aires entre el fuego. Al sonido, afortunadamente, se accedía por unos auriculares individuales. También estaba encendida la luz personal de algún insomne lector de “casas y jardines” o, en algun caso singular, de un ensayo de filosofía postmoderna.

Pasaron tres o cuatro minutos. No era cierto que aquellos vecinos obscenos hubieran dado por terminada su velada. Primero ella había repetido sus continuos movimientos para encontrar una forma cómoda de acurrucarse pegada a él. Luego se habían puesto a cuchichear. Esto duró un buen rato, aunque naturalment ésta no era una razón suficiente para usar el botón que le había dicho la azafata. Luego se habían cambiado de asiento. Ella se había deslizado sobre las rodillas de él hasta la ventanilla, y ahora era él el que estaba sentado entre las dos mujeres.

Usted me perdonará –empezó a decir el señor Gómez a su nueva compañera de la izquierda.– Pero querríamos pedirle un gran favor. Mire, ya sé que mi compañera le ha dicho antes que no la molestaríamos más

Ahora se miraron a la cara por primera vez en toda la noche, y aunque fuera una mirada ladeada resultaba tan desarmante como todas las miradas del señor Gómez.

Es que mi compañera me ha pedido que la atienda una última vez. Me dice que antes no ha podido quedar satisfecha enteramente con la interrupción. Como sé que a usted la molesta... por esto le he dicho que era mejor que cambiáramos de asiento–. Aquí hubo un nuevo cruce de miradas desarmantes–. Estoy seguro de que es la mejor manera de terminar y de que no la molestemos más.

Mire, hagan ustedes lo que quieran pero callen– dijo ella sin saber exactamente porqué no volvía a armar una marimorena. Aunque era claro que se lo impedían las formas tan educadas de aquel caballero, su habla convincente, su voz subyugante.

Además, adaptando ella sus mismas formas educadas, para decir la última frase le había mirado de nuevo a la cara, ahora quizá más francamente, aunque podía ver con claridad como él volvía a introducir una mano bajo la faldita de su compañera de viaje.

Volvía a adoptar la postura displicente de la vez anterior. Con la barbilla apoyada en el dorso de una mano y la otra perdida bajo las faldas. Pero ahora la figura, entre la de un Giovanni Agnelli y la de un Lorenzo de Médici, era la simétrica de la anterior: la mano culta era la izquierda en lugar de la derecha, la mano procaz era la derecha en lugar de la izquierda.

La mujer estrecha cruzó las piernas. No estiró el borde hacia abajo para cubrirse las rodillas para no parecer una maniática, pero tampoco hacía falta, porque pudo hacer el gesto de cruzar las piernas sin que el borde de la falda dejara de mantenerse en su lugar, a una altura muy discreta.

No sé de donde sacan estas películas tan malas que pasan siempre en los aviones –dijo el señor Gómez para cambiar de tema.

Hoy ya se sabe. Comida de plástico, películas sin contenido... –dijo ella.

Al llegar aquí, María Tenas daba por entendido que le daban carta blanca y se sacaba las braguitas. Por un momento, mientras lo hacía, había quedado con la falda levantada mostrando con absoluta claridad como la mano del señor Gómez le toqueteaba la entrepierna sin el menor reparo. La otra mujer pensó de inmediato que aquello se estaba volviendo a pasar de la raya, pero no pudo iniciar ningún tipo de protesta porque mientras lo pensaba María Tenas había vuelto a cubrirse mínimamente. Dejaba al aire los muslos casi por completo, pero al menos ya no daba el espectáculo mostrando aquella mano atrevida sobre su frondoso felpudo.

Además, el señor Gómez seguía dándole conversación.

Seguramente nos pasan estas películas tan malas para que nos sea más fácil que nos entre el sueño.

Pues la semana pasada,

en un vuelo de Alitalia, íbamos a Nairobi, nos pusieron un Tarkowski magnífico –dijo entonces ella, que seguro que también era tan locuaz como María Tenas.

¿

Ah, sí? ¿Le gusta Tarkowski? Tarkowski es realmente sublime. “Stalker”, “Solaris”, “Sacrificio”... Tarkowski es realmente un director sublime –dijo él.

Pues para mi el mejor T

arkowski es el de “

Andrei Rublov”

.

¡

Ah, sí! “

Andrei Rublov”

és un film espléndido, naturalmente. Pero no estoy tan seguro de que sea su mejor film. La visión religiosa de la existencia que tiene Tarkowski es más precisa en “

Andrei Rublov”

que en sus films posteriores, pero es, creo yo, muy simple... Aunque, sin duda, estéticamente es de una fuerza extraordinaria... Yo sigo pensando sin embargo que “

Sacrificio”

, o que “

Stalker”,

plantean ideas religiosas más ricas y más perturbadoras.

Mientras ellos habían llevado su conversación a un nivel intelectual tan alto, María Tenas había llevado su excitación erótica a alturas similares. Se la oía resoplar intensamente, pero sin que pudiera ser escuchada y escandalizar a los vecinos de las otras filas, que debían estar durmiendo plácidamente. Poco después, mientras ellos seguían susurrando conceptos transcendentales, llegaba a su nuevo orgasmo.

¡Mmmmmmmmmmmmmmmmmh! –se oyó, suavemente, una prolongada expresión de placer contenido con todas las fuerzas entre los labios apretados.

Entonces el señor Gómez retiró su mano de debajo de sus faldas, mientras con la otra mano buscaba algo en sus bolsillos.

¿Tiene un kleenex?

La mujer se puso nerviosa. Pero consiguió sacar un paquete de kleenex de su bolso. Incluso fue ella la que sacó el pañuelo de papel del paquete y lo desplegó antes de pasárselo al señor Gómez para que se limpiara la mano.

¿Quiere otro? –dijo cuando ya lo había desplegado, aparentando una serenidad que no tenía. Porque con los ojos acostumbados a la penumbra, que tampoco era excesiva, era fácil constatar que la mujer se había puesto pálida.

Ah, no, gracias. No hace falta –respondió él–. ¿Quieres un kleenex, María?

Mmmh... no, gracias... estoy bien así... –murmuró María Tenas sin abrir los ojos, como queriendo decir “estoy bien así con el chochito tan remojado”. Se había quedado despatarrada sobre la butaca, con un mohín de absoluta felicidad dibujado en su boca de piñón, absolutamente relajada y satisfecha.

El señor Gómez le bajó un poquito la falda, para asegurar que no se le veían las vergüenzas, y ella le tomó la mano para llevársela a la boca y darle un besito. Pero enseguida la dejó y siguió con los ojos cerrados, sonriente, medio adormecida.

La ve. Ya está. Parece que se está quedando dormida.

La mujer pensó que debía decir que ya la veía, ya, y que el comportamiento de aquella mujer le parecía del todo improcedente. Pero se mordió lo que pensaba y solo dijo.

Pues creo que yo también intentaré dormir un poco.

Claro, claro... No la estoy dejando dormir... Cuanto lo siento.

Ahora hablaban como si fueran ellos los que viajaban juntos y María Tenas una compañera ocasional del avión.

Duerma, duerma. Mañana ya le explicaré como termina la película.

La mujer dibujó una media sonrisa, entendiendo que lo decía en broma, y se dispuso a dormir cerrando los ojos y probando un par de posturas distintas. Cuando eligió ponerse de costado, con la cara hacia él, el señor Gómez supo que había ganado la partida por completo. Porque estaba seguro de que ella no tenía sueño en absoluto. Le habían vuelto los colores a la cara. Era evidente que esperaba que pasara algo y tener la excusa para abrir los ojos y poder continuar la conversación que antes tenían sobre Tarkowski. Prefería estar hablando con él que estar dormida. Pero no pasaba nada. ¿O si? Esto lo veremos en la segunda parte.