Noche de bodas

Lorena espera que su marido Gerardo le arrebate la virginidad en su noche de bodas. Pero se pierden en la carretera y acaban en un hotel donde las voluptuosos curvas de Lorena haran que todo el personal pierda los papeles y su conservador marido la paciencia. Ciertamente será una noche muy especial.

1.

Gerardo

En mi noche de bodas estaba salido como un mandril. Era un cuarentón que por mi formación católica llegaba virgen al matrimonio y mientras conducía por aquella carretera secundaria no estaba preocupado por haberme perdido, cosa que ya era obvia, sino  por el cuerpo de Lorena, mi esposa hacía apenas cuatro horas. No hay palabras para describirla, pero era tan hermosa que hacía daño mirarla.

Era rubia, pero no la típica rubia boba, sino de pelo corto, con unos ojos grises claros y unos labios carnosos pero no excesivamente gruesos, sino siempre discretamente pintados con un rosa pálido, prudente, como era ella, con su carrera aparejadora que nunca utilizaría pero que serviría par que su rico padre le diera un trabajo absolutamente inútil en la inmobiliaria que regentaba.

De hecho yo era el contable de la empresa de su padre, el señor Álvaro Torrescusa, promotor sin escrúpulos pero meapilas de primera, como yo mismo. Lo que me hizo ganarme un puesto de confianza en su empresa. Yo llevaba sus cuentas, sus trampas y pronto sus secretos. Como contable de confianza pronto llegué a director financiero e tanto iba a Gibraltar o a Andorra como a su casa los fines de semana en donde pude admirar por primera vez el cuerpo de Lorena revoloteando alrededor de la piscina.

Entonces tenía 21 años. Pero no era una de esas chicas que parecen hombres delgados. Era toda una mujer y siempre parecía escoger para refrescarse unos bikinis demasiado pequeños para aquel cuerpo tan voluptuoso. Sus muslos parecían firmes, como esculpidos en mármol en aquella piel blanca, sin rastro de estrías. Y el culo era tan inquieto que luego, cuando iba a misa con mi madre, me aburría, como cuando era un chaval y no podía pensar en otra cosa.

Sin embargo, nada comparable con su delantera. Sus pechos eran sobrenaturales. ¿Talla? Cien o más. Y se daba una especie de ley física: no había bikini que ella llevase capaz de abarcar aquellos senos. Ni el blanco, con un aro entre los dos triángulos, ni el marrón de lacitos que parecían siempre a punto de desbordar aquel continente de carne en apariencia dura y que bailoteaban a su paso como si tuviesen vida propia, ni el de rayas rojas y blancas, con bordes azules, con el que Lorena gustaba de jugar como para demostrarse a sí misma su elasticidad, que era mucha, mientras leía sobre la Bahaus, ya que la arquitectura era su segunda pasión. Siempre parecía que estiraría lo bastante como para dejar al aire unos pezones que apuntaban a enormes, en especial cuando estas piezas de baño estaban muy mojadas, pero eso nunca pasaba.

Y esas provocaciones siempre pasaban cuando ella estaba como distraída, ausente en sus libros o pendiente de sus dos teléfonos móviles o hablando con sus amigas, ya que su severo padre –inflexible en la moral, laxo en la contabilidad– sólo permitía que la visitaran chicas.

No parecía hablar mucho, todo lo decía con su cuerpo, un chasis nacido para la lujuria que su padre tenía encerrado en una jaula de oro. Incluso tenía a Helga, una especia de guardaespaldas mitad de alemana y camionera que la acompañaba a la universidad para evitarle los moscones. Y a su hermana, tan estirada como su moño y su novio Legionario de Cristo. La presión era tanta que llegué a pensar que la manera de vestir, siempre tan provocativa, era una manera de rebelarse contra su padre, para que sus empleados, como yo, o sus amigos o los miembros de las curia que visitaban el chalé viesen que el señor Torrescusa tenía una hija, su pequeña y mimada hija, que callaba como una monja pero vestía como una putilla.

Esos días parecían ahora lejanos, dentro de mi coche, convertida en mi mujer. Con un vestido naranja suave, de falda de vuelo por debajo de la rodilla, más cómodo que el vestido de novia. El que lleva ahora es tan de niña buena, con su manguita corta, un tanto abombada Pero demasiado escotado, tanto que mi pobre Lorena había tenido que prescindir del sujetador, que ni falta que le hacía, la verdad, porque su delantera tenía una firmeza prodigiosa. Me molestó un poco, porque el fotógrafo de la boda, a todas luces un sátiro, no desaprovechó la oportunidad de mi jovencísima esposa entrando en el coche para captar varias instantáneas que de seguro no serían para el carísimo álbum sino para su propio solaz, ya que en un descuido uno de los rebeldes  pezones de mi dulce Lorena se liberó por la presión que ejercieron contra la tela sus enormes melones al inclinarse para sentirse en el vehículo. Ni yo pude reprimir una erección que duraba hasta ahora porque mi flamante mujercita parecía nerviosa durante el viaje y no hacía más que cruzar y descruzar sus piernas, con lo que la falda del vestido rosa se había subido bastante y podía ver sus rodillas, sus muslos e incluso el final de sus medias transparentes, donde empezaba el liguero blanco. Estaba en tal estado que era un milagro que pudiese conducir.

Lorena

Era divertido ver a mi maridito temblando como una hoja, más atento a la rotundidad de mis formas que a la carretera, que a este paso no vamos a encontrar el Hotel Castillo, donde pasaremos nuestra primera noche antes de volar mañana camino de Bali. Debería portarme bien, porque al final se va a perder por este laberinto de carreteras secundarias.

Ni de lejos pensaba que iba a acabar aquí, casada, nada menos que con este Gerardo, un buen tipo, sí, pero aburrido a matar. Suerte que el pobre todavía se piensa que soy una pobre chica virginal. Y lo soy, técnicamente. Pero la realidad es más compleja. Pese a que mi padre me había atado en corto, lo cierto es que desde los 14 años he sido una chica muy ardiente. Lo cierto es que cuando Gerardo llegó a mi vida vi en él más que a un empleado de mi padre. Era la llave para salir de mi prisión.

Gerardo era tan serio, tan responsable y tan católico que ni mi padre podría poner pegas. Sólo tenía que ponerle tan cachondo que no tuviese miedo a papá. El problema es que le tenía mucho, mucho miedo.

Mi ventaja es que como lo que de verdad quiere permanecer oculto ha de estar a la vista de todos. Y eso hice con su libido. Aprovechar las numerosas visitas de Gerardo al chalet familiar para sembrar la semilla de la lujuria. ¡Y que buena agricultora fui! Empecé por la fiestas a las que Gerardo acudía, casi como los camareros que nos servían el aperitivo. Eran eventos donde empecé a escoger escotados vestidos de noche. Sus finísimas telas apenas podían contener el festival carnal de mi delantera. En la primera noche que probé esta táctica llevaba un vestido blanco y dorado hasta lo pies y con un escote tan pronunciado que tenía que para sostenerse tenía que llevar unas sólidas tiras cruzadas sobre los hombros. Hice una entrada triunfal en el salón. Sentí como se les cortaba la respiración a todos los hombres y como la envidia invadía a las mujeres. Moví la cabeza de un lado a otro como si buscase a alguien y luego pasé junto a Gerardo, ignorándolo.

En otro sarao opté por un vestido corto, plateado, cubierto por una fina gasa negra transparente y la estrategia, pasar muy cerca. Seguro que mi perfume hizo que le temblaran levemente las aletas de la nariz.

El problema es que después de estos despliegues mi padre me daba unas broncas del quince. Y la pesada de mi hermana, con su misa diaria y su cara de vinagre, siempre le  daba la razón a él. Sólo la complicidad de mi madre hacía que al final todo quedase en amonestaciones verbales. Pero yo tenía que buscar fórmulas para seguir metiendo presión al pobre Gerardo. La mayor bronca de mi padre me cayó una noche en que me presenté en una fiesta con una minifalda amarilla. La combiné con un top negro palabra de honor. Apenas podía abarcar mis pechos. Pero esa noche la mandíbula de Gerardo se quedó desencajada. Yo hice como si no me diese cuenta y estuve toda la noche bailando y pendiente de los mensajes del móvil. Pero siempre dónde pudiera verme. Cimbreándome, como si ignorase lo que despertaba en los hombres mi voluptuosidad.

La piscina fue otro campo de batalla. Tenía la ventaja de que allí mi padre no podía reñirme por ir medio desnuda. Como armas escogí un conjunto de bikinis que hubieran vuelto loco a San Francisco de Asís. Y como mi padre cada vez prefería salir menos de casa, Gerardo tenía que venir… a verlo y a verme. Porque yo siempre aprovechaba cualquier visita para exhibirme. Para dar un trotecillo hasta la piscina para que pudiera ver mis pechos botando arriba y abajo. Para untarme de crema en la hamaca del fondo de la manera más lúbrica. Para juguetear con las telas de mis bikinis, como si siempre me rozasen más de la cuenta. Todo calculado para que pareciera casual. Así, la presión de mi padre para que fuera casta y pura en realidad sólo sirvió para convertirme en la perfecta calientapollas.

También utilizaba las múltiples fiestas que se daban para dejar fascinados a todos los hombres. Era divertido ver como los chicos de mi edad era repelidos por las múltiples maneras que tenía mi padre de controlarme, pero en cambio, sus amigos, sus empleados, incluso mi tío se volvían locos conmigo.  Y cualquier excusa era buena. Como si no pudieran evitar el buscarme, el rozarme, el tocarme. El único que no me buscaba era Gerardo y por eso fue el elegido.

Gerardo

Maldita carretera, no puede estar peor indicado. Y si  Lorena se estuviera quieta. Pero no para. Ahora cruza las piernas, ahora se vuelve a anudar las tiras de sus zapatos de tacón altísimo, con lo que sus pechos parecen a punto de desbocar su escote; ahora consulta el plano, ahora se sacude su pelo corto y sexy. Es peor que una tortura. No me extraña que en la boda haya pasado lo que ha pasado, que hasta el cura se ha vuelto loco, cuando la ha visto. Y eso que el vestido de novia, sólo lo ha llevado en la Iglesia, aunque evidentemente era demasiado ceñido y era imposible disimular su espectacular trasero. Pero lo peor había sido su escote, abierto, separado, ofreciendo aquellos pechos como dos frutas prohibidas. El padre Norberto se equivocó un par de veces en la ceremonia pero, bueno, era lógico. Es un santo y amigo de la familia, pero por un momento, con el calor que hacía en la Iglesia y el sofoco que le estaba provocando la novia, temí que se fuera a desmayar y que necesitase la atención del doctor Salazar, el médico de la familia.

No hizo falta, por suerte, pero luego fue para mi una sorpresa el entusiasmo que muchos emplearon para saludar a la novia, en especial los invitados masculinos, que en muchos momentos después de la boda llegaban incluso a rodearla. Yo no pude estar mucho por ella porque mi madre estaba un tanto triste de perderme después de una soltería tan larga. Después, ya en el restaurante a menudo me veía apartado de mi queridísima Lorena pero siempre estaba rodeada de hombres, riendo despreocupada, mientras ellos le llenaban la copa de cava una y otra vez. Suerte que sé por mi mismo que es una chica tímida y retraída que si no hubiera llegado a ponerme celoso.

Es cierto que durante nuestro tonteo previo vivimos algún momento tórrido. Pero siempre fue por accidente, como aquel día que pedía ayuda junto a una ventana. El borde de su minivestido blanco se había enganchado en la persianilla y necesitaba que alguien le ayudase a zafarse. Estaba tan nerviosa que la pobrecilla no se daba cuenta de que en sus intentos de soltarse se había subido la falda y se veía todo: sus muslos pálidos y temblorosos, sus nalgas apenas cruzadas por la tira de un tanga níveo que le marcaba el pubis como si fuera elástico… Yo, evidentemente intenté bajarle la falda, no fuera a entrar alguien que no la viera con mis castos ojos. Pero estaba nerviosa que no hacía más que sacudir sus caderas y su culito, cada vez de manera más frenética. Yo hubiera intentado que no me rozase, pero entonces no hubiera podido ayudarla.

Además por alguna razón que todavía no entiendo una de mis manos acabó agarrando  el vestido por entre sus piernas, rozándola, sin querer, mancillando a aquella jovencita inocente, cuya entrepierna se iba mojando cada vez más y más.

– Lo siento, Lorena, lo siento.

– Ahhhh, ahhhhh, no…. Sí, yo también… también… lo siento.

En ese momento ella dijo algo así como:

–¡¡¡Deja que tire así!!!

Y dio un tirón tal que -¡¡¡¡ras!!!! El vestido se abrió por el centro saltaron todos los botones y ella iba sobre unos tacones tan altos que se tuvo que agarrar a mí para no perder el equilibrio. Yo intenté luchar contra la inercia, pero no pude y acabamos rodando los dos sobre la alfombra. Espero que no notase lo excitado que estaba… apenas pude balbucear una excusa mientras ella se tapaba todas aquellas rotundidades con sus manitas. Un esfuerzo tan voluntarioso como inútil, sobre todo porque no llevaba sujetador y  sus senos resultaban inabarcables.

Lorena

Pobre, a pesar de todo siento una mezcla de pena y rabia. Pena porque no encuentra el hotel y rabia por lo mismo. Llevo unas horas casada y ya me está empezando a sacar de quicio. Pero bueno, peor que el meapilas de mi padre no será. Además el pobre está tan nervioso que no sabe donde mirar, ni qué hacer, no ve el momento de tenerme en la cama, a su merced. Pobre, no sabe que siempre, siempre, siempre, Caperucita se acaba zampando al lobo.

Bajé el parasol para aprovechar el espejito del acompañante:

– Voy horrible. Me maquillaré un poco o pareceré la novia de Frankenstein.

Estaba retocando mis labios con mi rouge cuando un giro inesperado y un frenazo que detuvo el coche hizo que se me cayera de la mano. La mala suerte quiso que fuera a parar al regazo mi maridito.

– Mira lo que haces, amor.

– Perdona, ahora te lo recojo.

Pero la carretera no tenía luces y sólo pude buscar el pintalabios a tientas, con lo que mis manita sólo pudieron dar palos de ciego, aunque lo que más destacaba era su miembro, que tensaba la tela de la bragueta tanto que tenía que dolerle. Debía de ser porque había tenido que recostarme sobre él y tenía que sentir mis pechos apretados contra su brazo.

– ¡Cariño como estás!

– Es que no puedo más, querida, son muchos meses esperando.

– Pero ya somos marido y mujer. Creo que podría aliviarte.

– Pero es que ese edificio debe de ser el hotel.

Demasiado tarde, ya había bajado la cremallera y ya tenía mi manita en la cueva.  Miré a través del parabrisas y si aquel siniestro edificio era el cinco estrellas Hotel Castillo que nos habían prometido, yo era Rita la Cantaora. Pese a que Gerardo había aparcado lejos yo ante su pudor retiré la mano indiscreta. Pero claro, mi retirada dejó un espacio libre que aprovechó un cuerpo en expansión.

– No cariño, no.

Pero la advertencia llegó tarde y cuando pude atisbar entre sus piernas había florecido algo y no precisamente un geranio. Salió de manera tan abrupta que Gerardo aulló de dolor. Era su miembro, irritado, palpitante, hinchado, como si tuviera vida propia.

– ¡Cariño, que nos van a ver! –se quejó él, a caballo entre lo incómodo que se sentía y lo excitado que estaba. Removió su cuerpo incómodo, pero sólo consiguió que su pene, que en situaciones comunes que había resultado una agradable sorpresa por su tamaño, golpease la parte baja del volante. Gerardo ahogó otro grito.  No podía dejarle así.

Se la tocaba pero retiraba la mano, como si estuviese caliente. Así que decidí que lo mejor era tomar cartas en el asunto.

–Déjame a mí. Más vale maña que fuerza.

Pero mi intervención sólo parecía empeorar las cosas. En cuanto mis manitas, fingiendo el cierto pudor que se esperaba de una virgen,  intentaron que la bestia volviera al redil, la cosa no hizo más que empeorar, más gruesa, más dura, como si los músculos de Kegel se hubieran adueñado de la situación. A los pocos minutos yo estaba jadeando, agotada, y Gerardo también. Mis buenas intenciones habían hecho que pusiera toda la carne en el asador para doblegar la inhiesta protuberancia carnal. Pero a más ímpetu ponía, más combaba mi cuerpo y, como me pasa a menudo, mis pechos llegaban antes que yo, rozando aquel falo, que a cada contacto parecía enloquecer. Para colmo mucho me temía que uno de mis pezones, de tanto movimiento se había salido de su resguardo ante tanta agitación.

Pronto quedó claro que así no íbamos a acabar nunca. Así que preferí dejar de coger el rábano por las hojas.

– Cariño, soy tu esposa. Si me lo permites acabaré esto de la única manera posible. Si me das tu permiso, claro.

– Te lo doy, te lo doy – replicó casi sin aliento, como si suplicase.

De manera que empecé el concierto de zambomba a dos manos. Pero a pesar de que, pese a lo que podría pensar Gerardo, tenía una gran experiencia en este tipo de trabajos manuales, quizá por los nervios de mi marido, el pepino no dejaba ir su jugo. Después de cinco minutos mi meneo había dejado de ser sexy y parecía más bien que estuviera batiendo huevos.

– No puedo, no puedo, Lorena. Nos va a descubrir el personal del hotel.

Entendía su miedo: su reputación y la mía se verían comprometidas si se acercaba alguien y nos veía de tal guisa. Con mi cara más inocente, volví a fingir y pregunté con falso candor.

– Pero no te puedo dejar así, cariño. Me da mucha vergüenza, pero ¿no te importaría que te diese una chupadita, sólo para acabar cuanto antes.

–Sí, sí, sí… chupa, por el amor de Dios.

Cuando mi lengua rozó la punta del glande, aparenté dudar y puse una única condición.

– Pero avísame cuando te vayas, amor, que me da mucho asco.

-Claro, claro, pero tú chupa, cariño, sin miedo.

De poco sirvió mi súplica. En cuanto mis carnosos labios se posaron en la punta del aquel pedazo de carne, estalló como un surtidor. En vano intenté apartarlo de mí, porque el primer chorro, sorprendentemente espeso, me cegó, y Gerardo estaba como loco. Aullaba. Y yo hubiera soltado el miembro para alejarme, pero mi marido me sujetaba tan fuerte por las muñecas que no pude desasirme, con lo que las siguientes descargas de semen rociaron mi pelo, cayeron por mi escote, salpicaron mis senos y dejaron empapado mi bonito vestido rosa.

Pese a mi lamentable estado, hacía bastante gracia ver a mi maridito como si no supiera maniobrar con aquella cosa, que hasta entonces había parecido negarse a volver al redil. Si mantenía aquel nivel de pericia con el aparato en nuestra inminente luna de miel iba a lamentar no haber traído ninguno de mis vibradores.

Gerardo

Nunca hubiera creído que mi casta esposa tuviese tan buena mano. ¡Que pajote! Pero es que ya no podía más. Llevaba meses soñando con ese momento y había llegado de la manera más inesperada. Me había quedado tan exhausto que fue ella la que tuvo que avisarme.

– Cariño, guarda el pajarito, anda.

Era la primera vez que pasaba algo así. O la segunda, porque una noche de verano tuve una agradable sorpresa en aquellos tonteos que fueron previos a nuestro breve noviazgo. Fue una noche que su padre me pidió que me quedase a dormir el fin de semana para poder llevar a cabo la adaptación al plan nacional contable. Yo estaba en mi habitación y no podía dormir así que fui a la cocina a beber un vaso de agua. Lo hice a oscuras para no molestar al resto de la familia. Estaba a punto de llevar a mis labios una refrescante vaso cuando oí pasos en el pasillo. Me encontraba en camiseta y calzoncillos y de repente me sentí incómodo en casa ajena. Alguien se acercaba y yo con aquella pinta. Pero el pasillo era la única salida, sería alguien como yo, que quería un pequeño refrigerio nocturno. Para no molestar, mas que nada, dejé el vaso lleno a rebosar en una balda y me oculté en el armario de la despensa. Además la puerta apersianada me permitiría ver lo que pasaría en la cocina.

En la puerta se recortó la figura de Lorena, tan explosiva como siempre. Con una camiseta blanca, tan ceñida como todo lo que llevaba siempre y unas sandalias o zapatos de tacón rojo, como si se hubiera puesto lo primero que hubiese encontrado para saltar de la cama. No encendió la luz de la cocina, así que yo veía su voluptuosa figura  recortada por el haz proveniente del pasillo.

Seguramente no quiso encender la luz de la cocina para no molestar al resto de la familia. Avanzó hacia la nevera moviendo las caderas con esa cadencia tan sexy ya abrió la nevera. La luz del interior del frigorífico la iluminó y estaba más atractiva que nunca. Se inclinó para buscar algo, pero su cara de disgusto, sus labios fruncidos me indicaron que no lo encontró. Cerró la nevera y luego fue hacia la encimera, pero antes golpeó con algo y gritó.

– ¡¡¡Pero qué es esto???

Molesta encendió la luz y pude entender lo que había pasado. Era un poco torpe y había golpeado mi vaso de agua, seguramente con su sensacional delantera, que se había quedado empapada. La camiseta blanca, toda, empapada, no hacía más que realzar unos senos ya de por si desmesurados. Pegué los ojos a la rejilla y al hacerlo noté que mi abultado pene golpeaba la puerta. La tenía más dura que una estatua de Roma, y amparado por mi privilegiada situación de mirón sin riesgo, no puede más que empezar a cascármela. Sabía que no debía, que era un hombre adulto en casa de mi jefe, pero no pude más.

Llevaba días viendo los modelitos de Lorena, en la piscina, con sus bikinis mínimos, siempre saliendo del agua dando un impulso un poco más allá de lo necesario para salir del agua; en el jardín, cuando un ramo de rosa se enredó en su falda con sus espinas de manera que cuando ella quiso disfrutar del aroma de las flores recién cortadas los demás, sobre todo yo, pudimos ver no sólo sus firmes muslos, sino incluso sus ingles y su pequeño tanga, ella siempre tan depilada. O cuando se hizo un lío al abrir la hamaca, justo frente a la ventana en que yo estaba enfrentado a mi portátil y mis hojas de cálculo y acabó en el suelo y con su minifalda mostrando aquel culito perfecto, esta vez cortado por un tanga rosa.

Total que llevaba toda la semana tan cardíaco que entonces ni se me pasó por la cabeza reprimirme, al contrario, lo más natural en aquella alacena fue alargar la mano y darle al manubrio para no volverme loco.

– ¿Qué haces, hija?

Pero ni el padre en pijama pudo asustarme, yo ya estaba fuera de mí y sólo quería acabar.

– He venid a buscar un vaso de leche, papá. Porque no podía dormir.

– Pero, ¿te has visto? Te has puesto perdida.

– Es que, sin querer, se me ha caído encima un vaso de agua.

– Pues quítate, eso, porque tan mojada sólo puedes pillar una calipandria.

Qué poco podía sospechar el dominante padre y autoritario jefe, que nada podía hacerme más feliz en ese momento. Lorena, obediente siempre, se sacó la camiseta, sacudió su corta melena y pude ver perfectamente el sofisticado conjunto de ropa interior, la braguitas blancas y el sujetador a juego con cuadritos rosas en las copas y en los ribetes del calzón. El sujetador estaba tan tenso que parecía a punto de romperse, al mismo tiempo que las cazoletas aparentaban estar a punto de ser desbordadas por aquel poderío pectoral. Yo no podía más que acelerar el ritmo de mi antebrazo.

–¡No hay leche en la nevera! –se quejó en tono de perfecta niña mimada.

– Ve a buscarla a la despensa.

– Oh, papa.

–Ni papa ni nada. Tienes que superar tus miedos, Lorena, ya no eres una niña. No hay un lobo dentro esperándote. Tienes 22 años. Entra ahí.

Ella se acercó, yo me retiré. Lo más juicioso hubiera sido guardar la herramienta pero era más fuerte que yo. Seguí dándole con todo mayor ritmo si cabe a medida que aquella Venus bamboleante se acercaba a mi campo de visión. Sólo  atiné a apartarme en un rincón. Vi como alargaba la mano hasta el pomo.

–No puedo, papa. Me da miedo.

Don Álvaro Torrescusa no se caracterizaba por su paciencia. En dos zancadas se puso tras su hija abrió la puerta:

– ¡Que entres, leches! ¡Te voy a quitar yo esos miedos! – y la empujó de un manotazo, cerrando a continuación.

El empujón fue tan enérgico, que la pobre Lorena entró trastabillando y fue a dar de bruces contra mí. En cuanto ese par de melones  golpearon mi badajo no puede más y tuve que ahogar el grito de placer y casi la ahogo a ella, de lo que salió allí.

-¡¡Ahhh, que asco!!!

–¿Qué pasa hija?

Sus ojos debían estar habituados a la oscuridad, porque recuerdo sus pupilas clavadas en mí, reconociéndome, dándose cuenta de lo incómodo de la situación… para ambos. Sólo que no se puede despedir a una hija y si a un tipo como yo.

–Está oscuro, papá. No encuentro la leche. Si encendieras la luz.

–Nada, que si no, no se te pasarán nunca esos miedos tontos.

Quizá fue eso lo que me permitió cierta agilidad mental y arriesgo de restregarme, todavía más, a aquel cuerpo joven y virginal,  tomé un break de leche, lo abrí de una dentallada sin preocuparme de si le caía o me caía algo encima y se lo pasé, antes de llevarme el dedo índice a los labios en la señal internacional de silencio.

Ella se levantó y tal como iba, pringada de mi leche tan ancha como larga, se echó un poco más por el busto y salió tan tranquila.

–¡Pero mira como te has puesto, hija!

–He encontrado la leche a oscuras. No querrás que, encima, no se me derramase algo – se excusó mientras cerraba la puerta tras de sí.

En ese momento supe que estábamos conectados. Y por eso lo he recordado ahora. De corrida a corrida y juego porque me toca. Y lo que me ha tocado es bajar del coche, y cargar con el pesado equipaje, tres maletas de diferentes tamaños. Siguiendo a mi mujer. Desde luego este hotel no debe ser el que tenemos reserva, su tétrico aspecto así lo indica. Pero a esta hora y después de la agotadora boda, poco se puede hacer. Seguir a mi esposa, intentar que no se caiga ninguna maleta y rezar para que los empleados de este hotelucho también piensen que mi esposa se le ha derramado encima un cartón de leche.

2.

Gerardo

Mientras mi flamante esposa se arreglaba en el baño –¿algo más natural que visitar el lavabo después de horas de viaje?– yo conseguí llegar hasta la recepción con tantas maletas que en vez de una noche de bodas parecía que íbamos a establecer una cabeza de playa en Normandía.

El recepcionista era un tipo macilento, de anticuado y finísimo bigote y que parecía haber abusado de diversas sustancias químicas, la más evidente, la gomina.

–Amador Reyna, a su servicio.

–Gerardo Fuentes. Mi esposa y yo teníamos una reserva en el Hotel Castillo, pero creo que no es éste.

–En efecto. El Hotel Castillo está al otro lado del Lago. Éste es el Hotel Castilla. Ha debido equivocarse en el desvío.

–Pues nos vamos…

–Yo de usted, esperaría a mañana…–y me indicó la puerta de entrada. En efecto, había empezado a llover.

–Hay anunciada tormenta para toda la noche. Yo de usted me quedaría aquí esta noche y luego ya verán mañana.

Lo de que había habitaciones de sobra me sonó a que en realidad no había nadie. Al menos eso indicaba tanto personal desocupado: el vigilante nocturno gafudo y prejubilable repantigado en un sofá, el mozo, eslabón perdido entre el hombre y el gorila, apoyado en una columna; la abuela cotilla.

–Le presento a Cora, nuestra ama de llaves. ¿Qué habitación recomiendas al señor?

Cora sólo tenía de ama de llaves el llavero colgando. Parecía una de esas mujeres que hacen bolillos en un pueblo de la Mancha. Escupió la respuesta:

–La 609, sin duda. Por su vistas al lago.

En eso Lorena volvió del baño y quedó claro que las vistas al lago eran lo de menos si tenían que competir con la orografía de mi mujer. Como ya me habían tomado nota de mi DNI me  propuse abandonar la recepción antes que las babas lo inundaran todo.

–Bueno, pues vamos subiendo.

–Espere –señaló Amador– nuestro mozo, Rudy, le ayudará con las maletas. Nosotros tenemos un servicio de primera, no como en el Hotel Castillo.

El homínido con un uniforme demasiado pequeño para aquellos brazos de orangután se acercó arrastrando los pies. Hubiera ayudado que además de coger nuestras maletas las hubiera mirada, pero sólo tenía ojos para mi impresionante señora. Fuimos hasta el ascensor, tan vetusto como el resto del inmueble.

–Parece increíble que tengan seis pisos –murmuré

–Siete, señor –me corrigió Rudy.

El ascensor era de esos que tienen como una verja flexible de puerta. Lorena entró primero. Luego Rudy con las cinco maletas. Y claro, no había sitio para mí.

–El señor tendrá que subir después –zanjó Rudy cerrándome la persianilla metálica en las narices con la delicadeza que le caracterizaba.

Perplejo por su atrevimiento sólo pude ver como apretaba el botón y veía ascender las perfectas y torneadas pantorrillas de mi mujer, que calzaba unos zapatos de tiritas con tacones de ocho centímetros, de esos que en la revistas de moda denominan “color nude ”.

Sacudí la verja impotente. El suavón de Amador se puso a mi lado:

–Si el señor prefiere subir por la escalera…

En ese momento no me pareció muy prudente dejar a mi joven esposa, la misma a la que yo había dejado notablemente insatisfecha en el coche hacía unos minutos, sola con aquel mono-hombre.

–Sí, las escaleras serán perfectas.

–Cora le abrirá el acceso a la escalera de emergencia.

La vieja se puso a mi lado probando llave por llave. Debía de hacer mucho que no las usaban. Aquello iba a durar una eternidad. A lo mejor el renqueante ascensor volvía antes.

Lorena

El mozo tenía unos brazos tan peludos que se percibía incluso a través de la camisa de manga larga. En el sexto piso el ascensor se detuvo de forma brusca, y no pude evitar rozar al botones con el hombro. Fue como si me sacudiera la electricidad estática.

Cuando abrió la verja, que parecía pesada pero que él movía como si fuera papel. Yo salí primero y me apoyé en la pared, mientras él sacaba las maletas. Luego salió volvió a cerrar la verja con estrépito y gruñó:

–Si me hace el favor de acompañarme.

Eso intenté, pero no pude. Me volví y me di cuenta de que el ligero vuelo de mi vestido anaranjado había quedado atrapado en la puerta del ascensor.

–Si pudiera ayudarme– supliqué.

Rudy se volvió. No pareció muy sorprendido con mis problemas de vestuario. ¿Lo habría hecho aposta al cerrar la puerta del ascensor?

El tipo iba a abrir cuando la situación empeoró, evidentemente para mí. El ascensor se movió pero para mi horror no para abajo, a dónde debería haber ido para recoger a Gerardo, sino hacia arriba.

–¡Nooo! –pero sí, el ascensor subía y al hacerlo tiraba de mi vestido dejando a la vista lo que sólo tenía que haber contemplado mi maridito en nuestra luna de miel: mis muslos dorados, mis medias transparentes con liguero blanco, mi tanguita, tan diminuto. El vestido no se rompió, por suerte, pero mis nalgas quedaron totalmente expuestas.

Rudy parecía embobado ante el espectáculo. Y ¿dónde estaba el inútil de mi marido?

–Debería quitarse el vestido, señorita.

Sí, iba a desvestirme delante de aquel bruto. ¡Ya podía esperar sentado!

Pulsé el botón para que el ascensor para que volviese. Pero parecía atascado. Como mi iniciativa.

En cambio el cerebro de Rudy era una cascada de estupideces.

–Pediré ayuda al resto del personal.

Sí, claro. Para que me vieran semidesnuda todavía más gente de aquel tétrico hotelucho. Por suerte pude intervenir:

–No, mejor, ve a buscar unas tijeras.

El tipo de dudó. Pero sólo el haber tenido una idea me convertía en una líder mundial ante él. Aunque tuviera el trasero al aire. El musculoso descerebrado se fue por el pasillo hasta una puerta que tenía que ser algo así como un cuarto de servicio. Volvió con unas tijeras grandes y puntiagudas.

Se puso cerca de mí. Tanto que olía su cuerpo, acre, fuerte.  Al sentir el acero de las tijeras recorriendo mi culito indefenso sentí un escalofrío o tal vez era otra cosa. ¿Excitación quizá? ¿Por qué estaba mojando mi tanguita. Con la mano libre me sujetaba el otro lado de la cadera, con la excusa de levantarme la falda por el lado no cogido por el ascensor. Pero aunque no parecía muy listo para palpar donde no debía sí que era espabilado, sí. Y eso sólo hizo que empeorar mi estado. Oí como la tijera iba cortando la tela.

–Pero, qué hace, no, no corte ahí, no…

El muy ladino había levantando mi tanguita y el último tijeretazo no fue a la tela sino a mi indefensa ropa interior. Al sentir caer la minúscula pieza lencera, la humedad de mi entrepierna se multiplicó, como si la situación me superara y yo ya no fuera dueña de mí.

Intentando mantener el poco control que me quedaba de mí, seguí al mostrenco botones por el pasillo con el culo pegado a la pared. En mi opinión Rudy ya había visto todo lo que tenía que ver.

Rudy dejó las maletas y abrió la puerta de  la habitación 609. Yo entré superrápido tapándome el culete con las manos. Además, se oía una respiración entrecortada. Mientras menos gente me viese en ese estado menos incómoda sería la situación.

Gerardo

Sólo habían pasado unos minutos cuando llegué al sexto piso sin aliento pero me había parecido una eternidad. No tenía que haber dejado de hacer deporte, sentía el corazón a mil por hora.

En el ascensor no quedaba nadie. Bueno, no quedaba nadie que me interesase porque había un abuelete que debía ser otro huésped y el segurata gafotas inspeccionando lo que reconocí como los restos del vestido de mi dulce Lorena y el tanga roto que tanto estaba deseando destrozar yo. Me encendí al verlos pero no les dije nada. No es que de natural sea cobarde, es que preferí evitar una bronca en un hotel desconocido.

Dejé a los dos hombres con sus lúbricas especulaciones, ignoré algún comentario más que inconveniente y corrí hacia la habitación 609. La puerta estaba cerrada pero parecía que había alguien dentro. Se oía como un rumor.

Golpeé la puerta.

–¡Lorena! ¡Lorena! ¿Estás bien?

Lorena

Oí los golpes. Y, oh, sí, estaba bien. Estaba en el cielo. En dos minutos Rudy había dejado las maletas en el suelo y se había abalanzado sobre mí. Con una habilidad brutal utilizó todo el peso de su cuerpo para aplastarme contra la puerta al mismo tiempo en que giraba la llave para que nadie nos molestase. Sin mayores impedimentos, un par de dedos hábiles se abrieron paso entre mis piernas y llegaron sin problemas a mi ansioso clítoris, tan mojada estaba ya.

–Para, bruto para… oh…. ah… –farfullé entre dientes.

Entonces hoy los golpes. Los gritos de Gerardo.

–Estoy, estoy, bien, cariño –le contesté elevando más la voz e intentando zafarme.

–Pues abre la puerta.

–No puedo, está atascada. Estoy intentando abrirla.

Y era verdad, pero me refería a la bragueta de Rudy. El muy bruto me tenía bien sujeta y me obligó a arrodillarme doblegándome con una mano en el hombro mientras la otra seguía maniobrando en mis zonas íntimas con el virtuosismo de prestidigitador. Viendo mis problemas con su pantalón el simiesco botones lo hizo por mí y desenfundó su instrumento con inesperada habilidad. El instrumento era notable, mayor incluso que el de Gerardo, y merecía un concierto de flauta ad hoc . Bueno, más que flauta, trombón, que casi no me cabía en la boca. Pero aquellos dedazos peludos me estaban llevando al cielo y es de bien nacida ser agradecida.

–Lorena, ¿me oyes? ¿estás bien? ¿Por qué no me hablas?

Porque tengo un pollón en la boca, pensé. Pero el pobre Gerardo, al otro lado de la puerta, no se merecía esto. En cambio yo sí, yo me merecía aquel orgasmo que me recorrió la médula espinal y me hizo tirar el cuello hacia atrás, golpeando aquel miembro inhumano con el velo de mi paladar. Sentí vibrar aquel pedazo de carne, temblar y empezar a escupir. ¡Dios, lo que salía de allí! Eso sí que era el manantial y no lo de Ayn Rand. Me lo tragué todo, tampoco era cuestión de dejar pruebas.

Me limpié los labios. Me incorporé y abrí la puerta con la llave.

–¿Lorena, de verdad estás bien?

–Sí, era sólo que la cerradura se ha atascado. Suerte que Rudy me ha echado un mano –¡y qué mano!, mi cuerpo todavía temblaba de gratitud.

–Señor –y el botones salió obligando a Gerardo a ponerse de lado para dejarle paso.

–¿Y tu vestido?

–Un accidente tonto con el ascensor, ya te contaré.

Rudy pasó junto a él. Para mi sorpresa, tendió la mano.

–No hace falta que le des propina. Ya le he dado yo lo suyo –intervení.

El botones se alejó con gesto contrariado. Y Gerardo cerró la puerta, con el rostro nublado por la preocupación.

3.

Gerardo

Lo que me contó Lorena no me gustó un pelo. Lo del “accidente” con el vestido y el ascensor tenía pinta de todo menos de accidente. Lo de cortar el tanga por error, ¡por Dios! ¡Sólo una cándida florecilla como mi Lorena podía tragarse algo así! ¡Y suerte que luego en la habitación no la había tocado, según me había jurado mi querida esposa!

Hice de tripas corazón. Me ayudó ver cómo en el vestidor mi preciosa mujercita se despojaba de su precioso vestido. Por fin iba a gozar de aquel cuerpo que llevaba todo aquel tiempo reservándose para una noche como aquella. No importaba que me hubiera equivocado de ruta, ni que hubiésemos acabado en aquella variante de Hotel Sordide . Lo único relevante es que aquel pedazo de mujer iba a ser mío por fin en breves instantes.

Entonces llamaron a la puerta. Como fuera ese depravado del botones me iba a oír.

Abrí la puerta hecho una furia. Pero no, era Amador, el recepcionista engominado.

–Señor, me he enterado del incidente del ascensor. He venido personalmente a pedir disculpas, señor.

–Bien, bien –e intenté cerrar la puerta para centrarme en lo mío, en que mi mujercita me entregase su genital presente. Pero Amador no me dejó, mientras se esforzaba por mirar por encima de mi hombro. No me preocupé porque desde el umbral no había visión directa del vestidor.

–Le quiero ofrecer una cena de disculpa, señor. La cocina de nuestro restaurante ha cerrado hace cinco minutos pero si, lo desea, le abriremos sólo para ustedes.

–No, de verdad que no… Este mediodía hemos tenido un banquete de bodas y…

–¡Pues a mí me parece buena idea! –terció gritando Lorena desde el vestidor.

–Lo ve. Les esperamos.

Y Amador se retiró no sin antes volver a mirar por encima del hombro. Cuando cerré la puerta entendí por qué: el vestidor no podía verse desde la puerta, pero el cuerpo semidesnudo de mi espléndida mujer se reflejaba a la perfección en el espejo del armario.

Fui hasta el vestidor, indignado conmigo mismo por no haberme dado cuenta de las malas artes del recepcionista y de cómo Lorena se oponía a mis planes.

–Cariño, ¿no sería mejor quedarnos en la habitación? La ceremonia, el banquete, conducir hasta aquí… Todo ha resultado agotador –un manera elegante de decir: deja que te folle de una vez.

–Venga amor. Será divertido vestirse para cenar. Y además, tú tienes que recuperarte del trabajito manual que te acabo de hacer en el coche. Que quiero que esta noche sea especial.

Intenté disimular su disgusto. Pero no podía decir nada. Ella estaba demasiado guapa y tenía mucha razón: no hacía ni una hora que lo había vaciado por completo. A lo mejor, sí que tenía que recuperar fuerzas.

Lorena

Me estaba arreglando para bajar a cenar cuando sonó el móvil. Era la pesada de mi hermana.

–Sólo te llamo para decirte que no dejes que te desflore.

Miré a Gerardo. Pobre, mi familia le había hecho la vida imposible de soltero y ahora se la iban a hacer de casado.

–Tranquila, la Iglesia lo permite en el seno del matrimonio.

–Ya, pero si lo haces ahora te quedarás embarazada. Mejor hazle esperar…

–Oye, tengo que dejarte.

No quería hablar de condones con mi hermana Legionaria de Cristo. No en ese momento. Colgué.

Me dí el último toque de carmín y di un par de vueltas sobre mí misma frente a mi esposo.

–¿Estoy bien, cariño? ¿Cómo me ves?

Pero era una pregunta retórica. Sabía que estaba espectacular, con un vestido blanco de escote sostenido desde el cuello, tipo halter , con pequeños aros metálicos en el inicio de cada copa falda de vuelo por debajo de la rodilla y sandalias de tacón de vértigo. Vi a Gerardo tragar saliva.

Gerardo

No podía negarse que Lorena estaba espectacular con aquel vestido. Cuando bajamos el personal no le podía quitar la vista de encima. No podía evitar que el orgullo que  sentía, casi tanto que se me olvidaba lo que estaba deseando hacer hacía sólo diez minutos. Pero aquella noche el destino parecía empeñado en que nada saliese como se planeaba.

Para empezar estaba lloviendo. Como antes. Pero  al restaurante no se llegaba por el interior del hotel sino que había que cruzar un patio interior rectangular. La verdad es que Amador ya lo había previsto y estaba esperándonos con un paraguas enorme. Yo me habría echado atrás pero Lorena insistió. Era imposible que tuviera hambre después de nuestro banquete. Por alguna razón debía de tener… Tal vez ganar tiempo,,, pensando que yo no podría… apenas una hora después…

–Señorita, yo de usted me subiría la falda. Ya sabe, el barro.

La dulce Lorena le hizo caso. Pero Amador, antes de iniciar la carrera insistió:

–Súbasela más, más… No vaya a mancharse ese vestido tan bonito.

Lorena le había hecho caso. ¿La autoridad de sostener un paraguas? Cuando lo hizo, Amador pudo comprobar que pese al cambio de vestido Lorena seguía llevando medias transparentes y que tenía las piernas más rectas y más bonitas que habían pisado nunca, no aquel hotel, sino cualquier hotel.

A una señal de Amador, los tres empezamos a correr, pero el muy ladino se cercioró de coger a mi esposa por la cintura, tal vez para que no se mojase, para mantenerla bajo el paraguas, pero claro, no tuvo tanta preocupación por mí, que acabé empapado, celoso y cabreado.

En la puerta del restaurante mi esposa se sacudió la falda, pero el viento era racheado y parecía que Amador tenía problemas para cerrar el paraguas, como si se hubiese atascado. Por un golpe de aire o por su propia impericia, una de las varillas acabó enganchada en el borde de la falda de mi mujercita. Irritado, intenté arrebatarle el paraguas, pero sólo conseguí subirle más la falda y que a través de la puerta de vidrio del restaurante todos viesen qué braguitas tan blancas, y tan pequeñas, había escogido mi santa esposa. Al final Amador, con un gesto de firmeza consiguió doblegarme a mí y al paraguas y todo quedó en nada. De hecho, Lorena entró en el restaurante partiéndose de risa, como si el incidente le hubiese hecho más gracia que otra cosa.

Lo afortunados que habían podido ver el espectáculo eran tres camareros malcarados, dos delgaduchos y uno más gordito; y un cocinero con un delantal grasiento. Parecía que ya estaban cenando, la hora golfa, y que nosotros íbamos a disturbar su paz.

De mala gana el gordito nos ofreció una mesa y nos dijo que la cocina estaba cerrada pero que harían lo posible por darnos algo de cenar.

Lorena

No podía hace otra cosa que reírme, todo aquello me hacía gracia. Incluso el restaurante donde nosotros éramos los únicos comensales o la cara de patibularios de todos los presente o el enfado que intentaba disimular mi marido.

Estuvimos hablando de banalidades. Pero yo me sentía extrañamente bien. Y era curioso, porque me veía desde fuera y sentía que no debía ser así, que hacía quince minutos le había estado comiendo el rabo a un desconocido y que Gerardo era un buen tío y todo eso. Pero no, no encontraba dentro de mí ni una pizca de culpabilidad. Era tan sólo como si la perfecta calientapollas que habían criado mis padres ahora hubiese mutado. Pero el haberme convertido en una putilla que por un calentón se la mamaba al primero que pasase no encajaba conmigo o, como mínimo no con la idea e mí misma que tenía hasta ese momento. Y sin embargo no me sentía mal. Sólo era como un videojuego, como si hubiese pasado de pantalla.

Mi nueva condición, en vez de provocarme inquietud me generaba algarabía. El que por la torpeza combinada de mi cicerone con paraguas y mi maridito celoso todos los hombres que había en el restaurante me hubiesen visto el culo no sólo no me había incomodado lo más mínimo sino que había vuelto a disparar una especie de clic interior y volvía a sentirme ansiosa, llena de deseo. Y aquellos hombres ya no eran un tropa malcarada a la que sus jefes iban a obligar a trabajar a deshoras: eran público, mi público. Y mi público se había quedado con ganas de más.

Por eso, en cuanto el gordito nos sentó a la mesa, yo en lugar de sentarme frente a mi Gerardo, lo hice ligeramente ladeada, para que en la mesa donde malcenaban los camareros pudieran verme como cruzaba las piernas. Y como no me preocupaba ni mucho ni poco de si la faldilla me tapaba las rodillas, pues que disfrutaran de las vistas.

El que nos explicó los platos estaba más pendiente de mi escote que de otra cosa, y balbuceaba a cada recomendación. Yo seguí las que me hizo a pie juntillas, a pesar de que claramente, el único manjar que le interesaba eran mi par de melones.

–Le haré caso: las brochetas de verdura, salchichas de pollo y de postre helado.

–Sólo tenemos Magnum, lo siento.

–Valdrá.

Todos los platos tenían un mayor o menor simbolismo fálico. Nos íbamos a reír. Descrucé las piernas muy lentamente para que los camareros de la mesa no se perdieran ni el más mínimo detalle, volví a cruzarlas con la morosidad de la que se siente bella y ociosa y pensé para mis adentros: “empieza el espectáculo”.

Gerardo

Lorena era demasiado buena. No… estaba demasiado buena. Bueno, las dos cosas. La pobre era tan inocente que no se daba cuenta de que al relamer una y otra vez aquellas brochetas de verdura y al introducirse en la boca cada trozo con aquella demorada parsimonia no hacía más que poner como burros a los camareros de la mesa. Y ¿no podría haber cruzado las piernas para otro lado? Si parecía que se les estaba ofreciendo. Cuando llegaron las salchichas fue peor. Como si tuviese alergia a los cubiertos, mi inocente Lorena no hacía más que pinchar cada salchicha, mojar la puntita en salsa tártara y metérsela en la boca con un deleite que recordaba a otra cosa… Y cuando un hilillo de salsa le caía de la comisura de los labios se reía, se lo recogía con el dedo y se lo chupaba. ¡Dios, como se lo chupaba!

No me preocupaba que me excitara a mí, pero estaba claro que aquellos camareros de aspecto patibulario sólo estaban ya pendientes de ella. Pensé en decirle algo pero estaba tan alegre, tan distendida, bebía tanto vino que creí mejor no hacerlo. Iba a pensar que su marido era un obseso sexual, alguien con tal fijación por el sexo que hasta se excitaba viéndola comer. Pero así era. Tenía tanta tensión en mi bragueta que la entrepierna me dolía como si llevara un cilicio.

Lorena

Con el Magnum decidí que el frío del helado requería un punto más de calor. Me recosté en el asiento, pero esta vez con el trasero hacia fuera y la espalda hacia dentro. Y esta vez en vez de cruzar las piernas la medio crucé, de tal manera que el tobillo de la pierna levanta quedaba sobre la rodilla de la otra. De esa manera, con mi trasero en el borde del asiento, todo mi muslo inferior, mis medias, mis braguitas, mi liguero estaban perfectamente a la vista de los tres camareros. La prueba del nueve era lo ojipláticos que estaban el trío calavera. Pero esto no iba ser todo. Era el momento justo para dar un buen repaso de lengua a mi helado con todo el vicio del que yo era capaz. Y era mucho.

Entonces, Gerardo cambió de tema y entendí que era uno de esos momentos en que salía el Gerardo que más me gustaba, el defensor de los pobres, del consumidor y de sus derechos. Y, no nos engañemos, ese era el peor Gerardo posible en mi luna de miel.

–Querida, esto… esto es intolerable.

Un hombre normal le hubiera pedido a su mujer que hubiera cerrado las piernas de una vez. Pero en esos momentos, Gerardo no era un tipo normal.

–El Magnum está caducado, mira la fecha.

Yo la miré pero ellos me seguían mirando a mí.

–Gerardo, sólo son dos días.

–¡Dos días! ¡Me van a oír! ¡No sé como te puedes llevar eso a la boca!

–¡Ya sabes como soy, querido! ¡Me lo como todo!

Dije la parte final de la frase lo bastante fuerte como para que me pudieran oír desde la mesa de los camareros. Otro marido hubiera sufrido una erección tan potente que le hubiera impedido levantarse. Pero mi Gerardo era capaz de levantarse con un hierro candente entre las piernas.

–¡Voy a hablar con el chef! ¡Estos no me conocen a mí!

Gerardo

Entré en la cocina hecho un basilisco. El cocinero más desaliñado del mundo me escuchaba apenas intercalando algún monosílabo que, si bien no eran disculpas, como mínimo intentaba apaciguarme. Pero él parecía más atento a lo que pasaba a mi espalda, como si intentase ver a través de la claraboyas de las puertas abatibles que separaban la cocina del comedor.

Lorena

En cuanto Gerardo entró en la cocina, los camareros pasaron al ataque. Fue un numerito tosco pero efectivo. Uno de ellos me ofreció un licor de pera para acompañar el café y el otro se puso a recoger los platos. Justo cuando escanciaba el digestivo, el otro le pegó en la espalda, como por accidente. Quizá fue culpa mía por sostener el vaso de chupito tan cerca de mi vertiginoso escote, para dirigir hacia allí la mirada de mi solícito servidor, no tanto hacia el licor de pera como a las peras en sí mismas. El caso es que el hosco camarero acabó vertiendo el licor no en su destino natural sino en otro más natural todavía: mi canalillo.

Fingí sorpresa, indignación, pero no quería que mi sobreactuación llamase la atención de Gerardo haciéndole volver al comedor. Se encontraba tan cerca…

Pero más cerca estaban los dos rijosos camareros, los dos delgados porque el tercero, el regordete, se quedó en la mesa, mirándose y con la mano dentro del pantalón.

–Es una pena que este licor se desperdicie, señora, si me permite la confianza –dijo el más atrevido de los dos.

–Haga, haga, me pongo en sus manos –susurré.

Ni corto ni perezoso, el avispado camarero empezó a lamerme el escote. Su compañero, para no quedarse rezagado, se volcó sobre mi pecho izquierdo, apartó el vestido y pudo comprobar que no llevaba sujetador alguno. Aunque era el pecho menos salpicado, sus labios y su lengua se aplicaron con tal fruición que parecía que le fuera la vida en ello. Con dos hombres comiéndome las tetas, mis pezones pronto reaccionaron empitonándose todavía más de lo que ya estaban. Era un placer morboso dejar que me hicieran aquello allí, fingirme indefensa, a su merced, a cuatro metros de donde estaba mi esposo que sólo si se girase podría ver a través de la puerta abatible como violentaban a su desamparada mujercita. El que no se perdía detalle era el cocinero de camiseta grasienta, que hacía ver que le aguantaba el rollo a mi marido pero que en realidad no se perdía detalle de lo que acontecía en su comedor: un banquete en el que verdadero festín era yo.

Vi con inquietud y al mismo tiempo con ansia como los dos bribones abrían sus braguetas con una presteza que remitía más a un número de natación sincronizada que a un par de abusadores. Uno de ellos se arrodilló y empezó a subirme la falda, pero yo le frené sujetándole las muñecas y le advertí:

–Os dejaré satisfechos, pero mi virginidad es para mi marido.

Dicho y hecho, aprovechando que mis pechos estaban ya totalmente liberados encasté uno de los miembros entre mis dos melones y empecé a masajear aquel aparato arriba y abajo con toda la pericia de que la fui capaz. Subía y bajaba repasando aquella verga como si le fuera a sacar brillo en cada movimiento. El que se había arrodillado temió quedarse fuera de la fiesta pero puse boquita de piñón y vi que a lo mejor el tipo no tenía estudios, pero que había sacado matrícula de honor en lenguaje corporal. En unos segundos tenía aquella polla en mi boca, sin contemplaciones, es verdad, pero tampoco había tiempo. Y, por suerte, no era tan grande como la del mozo de las maletas.

Ahora tenía dos problemas: que se corrieran pronto y que se corrieran los dos. Temía no conseguirlo y que mi santo marido me sorprendiese de esa guisa. Pero o tuve suerte, o lo hice muy bien o el precalentamiento previo al que los había sometido sirvió finalmente para algo. El caso es que el que se estaba beneficiando de mi cubana se corrió y al ver su compañero como me salpicaba aquel lefazo, en mi cuello, mi pelo, mis mejillas; se vino en mi boca pocos segundos después. No fue una descarga tan abundante como el que había recibido en la habitación pero fue doble y me dejó tan caliente o más que el otro, de manera que, el servicio de este restaurante dejó mi satisfacción un tanto descuidada.

Salí corriendo y me fui hasta el baño. Los chicos podría soportar que no me despidiese pero mi marido no podría aguantar el verme de tal guisa.

Gerardo

Cuando volví al comedor mi mujer no estaba. El gordito que nos había cantado la carta mientras le miraba el escote a mi esposa se avanzó a todos, incluso a mi pregunta.

–Su mujer está en el baño. Es que se ha manchado un poco el vestido.

Apareció en pocos minutos. La mancha debía haber sido de campeonato porque mi mujer se había mojado todo el vestido de manera que los pezones se le marcaban como si un sátiro se los hubiese señalado con un rotulador.

Caballerosamente me saqué la americana y la cubrí para proteger aquellos polos de atención de los ojos de aquellos sátiros.

–Cariño, es hora de irse.

–¿Y los cortados?

–¿Cortados? Bastante mala leche me ha quedado ya. No me han hecho ni caso.

–Tienes razón, querido. A mí también se me ha quedado mal cuerpo.

Afuera seguía lloviendo. Yo sostenía el paraguas. Y, de nuevo, antes de cruzar el patio, Lorena, ese pedazo de… pan, como si quisiera compensar lo que había tapado mi chaqueta por arriba, volvió a subirse la falda mucho más de lo necesario por si alguno de aquellos mangantes no le había visto bien las piernas a mi esposa, aunque ésta vez nadie se lo había pedido.

4.

Gerardo

Lorena salió del baño de mal humor. Se había duchado pero su hermana le había enviado otro sms, al parecer para insistir de nuevo en que no mantuviese relaciones conmigo esa noche. Eso la ponía de mala uva y yo ya sabía con quien iba a pagarlo:

–No tenías que haber protestado en el restaurante. Es que siempre me haces lo mismo.

–Sabes que no soporto esas cosas.

–Pero es que haces el ridículo y ¿de qué ha servido? Dime, ¿de qué? Pues de nada, como siempre.

–No es verdad.

Ella tiró la toalla al suelo y me dijo:

–Ya puedes pasar, te espero en la cama –pero me lo dijo con el tono de una funcionaria de correos que te dice que te has equivocado en la cola de paquetes certificados y que es tres metros más allá.

Yo pasé. Primero me afeité mientras seguía discutiendo, pero sin prestar atención con el piloto automático. Pensaba en el banquete, cuando todos los hombres presentes habían intentado bailar con la novia y como había visto a más de uno, y a más de dos, tocarle el culo a la novia. Cómo había enfurecido de celos y, al mismo tiempo, me había excitado. Si hasta en la mesa principal, mi padre, de ochenta años, sólo había tenido ojos para el pronunciado escote de su vestido de novia. Estaba tan despistado con ella que en un momento se había quedado embobado con ella, o con ellas dos, mejor dicho, y mientras permanecía con la boca abierta se le cayó el helado de straciatella de la cuchara. Suerte que la buena de Lorena se lo limpió superrápido con su servilleta, aunque a mi madre no le hizo mucha gracia por la parte el pantalón que Lorena se dedicó a frotar con tanto vigor. ¿Pero a quién le cae bien a su suegra?

Peor había sido lo de la liga. La tradición manda que la novia se la quite y la lance a los invitados. No hay que decir que ante un pibón del calibre de Lorena la expectación de los invitados masculinos era máxima. Todo hubiera ido bien de no ser por las amigas borrachas del pueblo de Lorena. Rodeaban a la novia mientras ésta se quitaba la liga, pero en medio de la euforia alcohólica y jaleadas por la jauría de salidos que las rodeaban una par de ellas tiraron de la falda hacia arriba desesperadas ante la lentitud y la prudencia con la que Lorena ejecutaba la maniobra. De forma que la pobre Lorena acabó enseñando mucho más y durante mucho más tiempo de lo que hubiera sido deseable, con el resultado de que todos pudieron ver el sugerente modelito de braguitas de encaje con lacitos rosas y azules que había escogido para un día tan señalado. Más de un listo hizo fotos con su móvil. Pero no era cuestión de liarme a golpes y amargarle la boda a todo el mundo. Las bodas son como muchos actos de masas, tienen un punto de humillación para sus protagonistas. Pero la de Lorena, y de rebote la mía propia, había resultado excesiva.

Iba a entrar en la ducha. Había conseguido mantener una apariencia de diálogo toreando con monosílabos sus quejas y reproches. Ya estaba afeitado.

–Me baño y estoy contigo, amor.

–Ok. Te espero en la cama.

En eso sonó la puerta:

Oí la voz de Lorena preguntando.

–¿Quién es?

–Servicio de habitaciones. La dirección le quiere ofrecer una botella de champagne para pedirle disculpas por el problema en la cocina –escuché que le contestaban.

–¿Lo ves? Luego dices que mis protestas no sirven de nada –replicó henchido de satisfacción.

Lorena pareció dudar. ¿Se habría rendido?

–¿Puedo abrir, cariño?

–Por favor. Nada me haría más feliz. En diez minutos estoy contigo.

Y entré en la ducha.

Lorena

Abrí la puerta. Era el camarero del restaurante con principio de obesidad, el único cuyo miembro me era desconocido. En el restaurante había creído que no podía abrir más los ojos de lo que lo había hecho a la hora de la cena. Pero ahora estaba claro que me había equivocado. Por la dilatación de sus pupilas estaba claro que verme abrir una puerta de habitación de hotel en salto de cama le impresionaba más que verme hacerles un trabajito a sus compañeros.

Evidentemente, no me había vestido así para él. Todo, el baby doll negro tan transparente, las medias negras con ligas blancas, los sandalias de tacón y mi tanguita diminuto, todo eso era para mi marido. Pero el muy cretino me había pedido que le abriese la puerta al servicio de habitaciones, como si el día de la noche de boda fuese a esperarlo en bata de guatiné.

Daba igual, porque ese era mi Gerardo: rechace imitaciones. El tipo de siguió repasando con la mandíbula desencajada:

–¿Pue… puedo pasar?

–Sí, claro. Sígame – y me volví no sólo para que pudiera disfrutar del vaivén de mis caderas sino también para que fuese el primer hombre en contemplar como me quedaba aquel tanguita, con un lacito negro justo donde bajaba el hilo dental.

El tipo me siguió hasta el dormitorio empujando un carrito con una cubitera, dos copas y un bandeja con galletitas. Yo me estiré en la cama como si fuera la Reina de Saba.

–Si la señora lo permite, descorcharé el champagne.

–Por favor.

El tipo empezó a descorchar la botella con su manitas regordetas. Puede  que fuera una botella difícil o que el tipo estuviese más pendiente de mis curvas que de sus obligaciones. El caso es que el maromo empezó a ponerse colorado por el esfuerzo. Pensaba que le iba a dar un pasmo, cuando el corcho salió despedido. Como si apuntara hacia el objeto de sus deseos el tapón impactó con toda su fuerza en mi seno derecho. Me dolió, mientras el espumoso se derramaba sin control. El tipo dejó la botella mientras todo quedaba perdido, galletitas incluidas.

–Uy, eso ha dolido.

–Lo… lo siento, señora… yo…

–Usted no puede ser más inútil…

–Espero no haberle hecho daño. Yo, yo… si me permite.

No contesté, a veces el silencio es lo más elocuente. Como lo era el sonido de la ducha en donde Gerardo canturreaba. Por muy excitado que estuviera aquel gañán debía saber que fuera para lo que fuera teníamos poco tiempo.

Sus dedos regordetes retiraron la seda del salto de cama con gran habilidad y sopesaron el seno afectado como si calibrase sus posibilidades de llegar más lejos. Fingí sorpresa:

–Pero… ¿qué hace?

–Yo, bueno… yo sólo quiero… asegurarme, eso, asegurarme de que está bien… de que… de que… no hay daños irreparables.

–Pero esto es totalmente inapropiado. Mi marido está al otro lado de la pared, puede aparecer en cualquier momento.

–Más motivo para que no le disgustemos. ¡Vayamos al grano!

Y empezó a besarme el pecho golpeado. Primero suave, luego con breves chupeteos, después con mordisquitos cada vez más sugerentes… A cada avance, me arrellanaba en la cama sintiendo cada oleada de placer, más gozoso al ser morbosamente prohibido.

Lo cierto es que tras el numerito del restaurante me había quedado bastante mal cuerpo. Necesitaba saciar mis ansias… y ¡Gerardo estaba cometiendo tantos errores en tan poco tiempo! Cerré los ojos, me abandoné, mientras sus manos se multiplicaba por mi cuerpo, se introducían a través de la lencería, buscaban los rincones donde saciar su curiosidad y despertar mi lujuria todavía más, si eso era posible. Y lo era.

Cuando sus labios cambiaron de pecho, yo ya me retorcía de placer. Cuando oí el sonido de la cremallera todavía tuve fuerzas para marcar el terreno de juego. Me volví de espaldas y murmuré:

–Por ahí, no. Hace demasiado tiempo que lo reservo para mi esposo. Pero aquí detrás es paso libre para ti.

No podía verle la cara. ¿Dudaba? ¿Eso era un bufido? Puse mi culito en pompa, por si necesitaba algún apoyo visual a mi invitación. Pronto sentí que lo había entendido pero la decepción fue inversamente proporcional a lo escasamente dotado  que se encontraba el beneficiario. Claro, una se encuentra un trancón sin precedentes la primera vez que se abandona y luego quiere que todos los que vayan apareciendo suban el listón. Pero la vida no es así. Al contrario, los camareros del restaurante las tenían bastante más pequeñas que el mozo gorilón, incluso peores que mi Gerardo, que a lo mejor no era muy largo de mente pero iba sobrado de lo demás. En cambio, el gordito era peor que todos ellos. A pesar de la situación y de que estaba convencida de que pocas veces había tenido para él una mujer como yo, estaba claro que el tipo no daba la talla. Y no por actitud o pericia. Pura y simplemente: la panoplia carecía del calibre necesario. No es que no llegase al orgasmo, es que ni me acerqué. En cambio él, quizá consciente de que el tiempo apremiaba, acabó rápido. Quizá lo mejor fue la retirada, con una palmada en la nalga, simpática… descarada, como había sido él. Buenas intenciones y malas soluciones.

Me volví en la cama y tapé con un cojín el rastro de nuestro gordito explorador. A tiempo. Gerardo entró en la habitación con el albornoz. Pero en vez de fijarse en su amantísima esposa, su vista quedó clavada en la mesita con ruedas, la botella volcada, el champagne derramado, incluso una copa rota.

–Pero, ¿qué es esto?

–El chico que lo subió se puso nervioso y acabó… así.

–Podías haberte tapado.

–Podías haberme dicho que no abriera así.

–No pensé… Lo siento, Lorena.

Dudó un momento.

–Esto no puede quedar así.

Gerardo

Oh, sí. Estaba bellísima. O sí, le hubiera hecho el amor de todas las manera posibles, incluso de algunas que todavía no se habían inventando. Pero no. Ya estaba harto. Primero el ascensor, luego el restaurante, ahora esto. Aquellos cretinos iban a arruinarme mi noche de bodas.

Empecé a vestirme.

–¿Pero dónde vas? –parecía cansada, harta.

–A hablar con el director de ese hotelucho de mala muerte.

–Gerardo, no son horas.

–Será un momento, querida.

Salí en mangas de camisa. Evité el ascensor y por la escalera me encontré a la ama de llaves, Cora.

–¿El despacho del director?

–En la primera planta. Pasando el bar, al fondo. Pero dese prisa. A las doce de la noche toma siempre su cafelito.

Su cafelito. Ya le iba yo a dar cafelito. Y se lo iba a dar rápido porque había visto el trozo de mujer que me esperaba y por muy cutre que fuera el hotel iba a hacer lo que tenía que hacer. Y, dormida o despierta, Lorena

Lorena

Al poco de salir me di cuenta de que Gerardo había olvidado las llaves de la habitación. No quería que me despertase cuando llegase o, dicho de otra manera, prefería fingir que dormía de tan cabreada que estaba.

Salí, precipitadamente con las llaves pero Gerardo ya no estaba. De repente me di cuenta que había sido tan cabeza loca que había salido allí, al pasillo, con aquel conjunto de ropa interior tan sexy. Volví sobre mis pasos. Pero entonces oí que alguien subía por la escalera por ese lado. Corrí en dirección contraria buscando habitaciones abiertas pero todas parecían cerradas y vacías. Hasta que llegue a la puerta de servicio, de donde el mozo gorila había sacado sus tijeras. Me oculté allí y miré por la rendija entreabierta. Era el segurata cincuentón y gafotas. Se iba acercando, así que dejé de mirar y me quedé entre la pared y la puerta. El tío se paró ante la puerta. Temí que fuera a entrar, incluso con aquellas gafas de culo de botella, se iba a dar cuenta de la ropa o de la falta de la misma, lo cual me preocupaba. Abrió la puerta hasta que quedó pegada en mi espalda. Oí su respiración, estaba muy cerca. Vi su mano, paliducha, sujetando la jamba de la puerta. Primero quieta y luego tiró de ella de golpe para cerrarla. Pero con tan mala suerte para mí que sus dedos pinzaron el borde de mi camisón. El no se dio cuenta porque el rip fue acallado por el portazo. Luego se alejó sin enterarse de nada. El peligro había pasado pero el escueto y transparente camisón había quedado destrozado. Si antes iba semidesnuda, ahora había perdido el semi.

Encendí la luz y vi un estante. Había uniformes de doncella. Cogí uno apresuradamente, volví a apagar la luz, para que no me descubriesen y me vestí a oscuras. Sólo tenía que recorrer unos 50 metros del cuarto de servicio hasta las 609. Maldije mis prisas. Incluso a oscuras me di cuenta que debía de haber seleccionado con más calma. Aquello debía ser una talla XS. ¿Podían pasarme más desgracias? Claramente aquello no me iba y apenas me tapaba los ligueros blancos. Pero era mejor que una negligé destrozada. Abrí la puerta y procuré que mis sandalias de tacón no resonaran demasiado en el piso.

Gerardo

Pregunte al insidioso recepcionista y él mismo me llevó al despacho del director del hotel. No llegué a ver el despacho en cuestión, porque el hombre, un tal Torcuato de Luna, prefirió recibirme en una especia de ante sala, los dos sentados en sendos divanes en perpendicular. Torcuato de Luna tenía un aire al fundador de Cornflakes: jersey de pico, pajarita americana de cuadros, gafas redondas y pelo cano. Me pidió disculpas por no recibirme en el despacho, asegurando que quedaban diez minutos para “mi cafelito de las doce” y asegurando que era es un momento sagrado que gustaba de disfrutar en soledad.

Expuse mis quejas de manera educada pero firme: todos los ejemplos de mal servicio, dejación y pasotismo del personal que nos estaban arruinando la noche más importante de mi vida.

–Entiéndame, no es que sea un tiquismiquis. Es que han sido  demasiadas cosas.

–Le entiendo, le entiendo –señaló mientras jugueteaba con su corbata de manera descuidada –sin embargo, y confiando en su discreción, me gustaría hacerle partícipe de una característica de nuestro establecimiento.

–Le escucho.

–Verá, es verdad que el grueso de nuestro personal no son profesionales.

–Ya lo hemos notado, sobre todo mi esposa, que ha sufrido el grueso de los problemas.

–La razón es que este hotel se dedica a la reinserción social. Damos trabajo a miembros de la sociedad que difícilmente encontraría ocupación en otros lugares.

Dudé un momento:

–¿Qué tipo de personas reinsertan?

Torcuato de Luna calló un momento. Y luego lo soltó, como si fuera lo más normal del mundo.

–Ex convictos. Personas que acaban de salir de la cárcel.

Intenté que mi rostro no denotase mi estado de alarma. Pero en ese momento se dispararon todas mis alarmas. Por suerte, mi Lorena estaba a salvo en su habitación. Sin embargo, ahora estaba claro que la había traído a un edificio lleno de hombres de dudosa moral que para más inri llevarían meses, tal vez años, sin estar con una mujer.

–¿Qué tipo de ex presidiarios?

–Bueno lo normal, atracadores, salteadores, violadores, todo tipo de depravados. Pero siempre he creído que se ha de dar una segunda oportunidad a las personas que han pagado su deuda con la sociedad. ¿Usted no?

Tuve que asentir y era cierto: estaba de acuerdo, sí, pero no que esa segunda oportunidad fuera a costa de mi joven e inocente esposa. ¿Qué nuevos peligros le estarían acechando en un hotel de esa calaña? En ese momento me moría por salir corriendo y rodear a Lorena con mi abrazo protector. Pero Torcuato seguía con su parloteo amable, explicándome cada detalle de un proyecto que en condiciones normales habría encontrado mi aprobación pero que dadas las circunstancias me ponía los pelos de punta. Sin embargo, estaba atrapado en la red de su amabilidad y en ese momento me arrepentí de mi obsesión por las quejas y reclamaciones. Sentía que a cada minuto que yo pasaba allí, mi pobre mujer quedaba expuesta a nuevos infortunios.

5.

Lorena

Cuando avanzaba por el pasillo hacia la habitación 609 no me pude resistir a pararme ante un espejo de cuerpo entero. No me pude dejar de apreciar lo bien que me veía. Me dio rabia porque me había gastado más de 1.000 euros en ropa interior de Aubade y luego resultaba que cómo estaba explosiva era con un uniforme de criada superceñido y que destacaba cada unas de mis curvas de una manera diabólica. Me habría salido más a cuenta para poner a mi maridito como una moto gastarme 20 euros en un disfraz de camarera francesa comprado por Internet.

En estas reflexiones estaba cuando una mano me sujetó por la muñeca. El susto fue mayúsculo pero luego me di cuenta de que era sólo Cora, la supuesta ama de llaves.

–Usted debe ser la chica nueva. Llega tarde. Tenía que haber estado aquí esta mañana.

Yo preferí no decirle nada. Su pinta de loca me imponía, sino respecto, como mínimo prudencia.

–Acompáñeme, así no puede presentarse.

Tiró de mí con firmeza y preferí no llevarle la contraria. Subimos al piso de arriba y vi que había una parte del edificio con habitaciones reservadas para el personal. Entramos en una que debía ser la suya.

–Pasa, pasa.

Parecía el camerino de una antigua estrella de cabaret, batines chinos, fotos de carteles de revista, muchos productos de maquillaje, pelucas y restos de vestuario teatral, casi tanto que la cama apenas se veía.

La vieja Cora rebuscó por un montón de ropa y finalmente me tendió una cofia blanca, que hacía juego con mi delantal.

–Ponte esto y baja al despacho del director a servirle su café. Cada noche lo toma a las 12,00 h en punto.

Miré a mi alrededor y vi mi salvación.

–Espere un momento –le pedí. Y me puse frente al espejo del tocador. Apliqué una sombra de ojos muy agresiva en azul y negro, pinté los labios con el rojo más putón que encontré y lo rematé con una peluca negra a lo Louise Brooks. La peluca a lo garçon quedaba perfecta gracias a mi pelo rubio corto, ya que era un poco más largo y el cambio era suficientemente radical para que si me encontraba a alguien.

–Ahora sí que estoy perfecta. Me voy.

Mi plan era salir de la habitación de aquella demente y volver a la mía sin que nadie me reconociese. Pero una vez más yo iba por un lado y mis circunstancias por otro.

–Ya te acompaño. No quiero que te pierdas el primer día.

Así que volví a verme arrastrada por los pasillos y escaleras por la siniestra ama de llaves. Me encontré con el cocinero del restaurante ye es verdad que con los ojos me dio un repaso de arriba abajo, pero no me reconoció, lo que me hizo sentirme más segura. Lo mismo pasó con el recepcionista, Amador. Con el agravante de que Cora me presentó.

–Ésta es… la nueva camarera. ¿Cómo te llamas, cielo?

–Hum… Fina –dije por decir, aflautando la voz, como Marilyn cuando quería fingir que era más estúpida

–Encantado, Amador –replicó el conserje. Y aunque no veía su pantalón intuía que decía la verdad.

–Voy a preparar ese café.

Y fui al bar. Fue fácil poner la Nespresso, preparar el café y colocarlo en una bandeja junto con unas galletitas de te. Con la bandeja fui hasta el despacho, entré por una puerta lateral y sin dejar la bandeja me acerqué a la puerta principal, que estaba entreabierta, golpeé con los nudillos, y con mi voz de boba oficial del hotel dije lo suficientemente alto como para que me oyeran en la antesala.

–Su café, señor director. Con el punto que a usted le gusta.

–Ahora voy.

El despacho rezumaba cuero, nogal y libros que parecían llevar años en la librería.

El tipo entró, me miró por encima de las gafas y volvió a salir un momento.

Gerardo

Pensaba que con la llegada del café quedaría libre y podría volver a la habitación para proteger y cubrir, en todos los sentidos, a mi pobre esposa.

Pero ya me iba cuando Torcuato de Luna volvió a salir y me pidió:

–Por favor, si se espera un momento creo que podré compensarle todos los sinsabores que ha pasado. Serán sólo unos minutos.

Me dio rabia. Quería subir. Volver a la habitación. Pero la posibilidad de recibir un compensación y de poder alardear de ello delante de Lorena. Oh, el maldito virus de tener razón.

Con todo el dolor de mi corazón volví a sentarme, deseando de manera ferviente que sólo fueran sus minutos.

Lorena

El director volvió y cerró la puerta. Me sentí objeto de un profundo escrutinio.

–Y usted se llama…

–Fina, Fina, señor.

–Fina –y sonrió malévolamente.

El director se sentó parsimoniosamente en su butaca giratoria.

–Yo soy Torcuato de Luna, el director.

–Ya me lo han dicho. Un café cada noche a las doce – y me incliné dejando la bandeja sobre la mesa, de manera que pudiera contemplar sin problemas, si no lo había hecho ya, lo ceñido que me iba el uniforme, combando mi cuerpo manteniendo las piernas juntas y rectas.

El director sorbió el café lentamente, con sus ojos fijos en mí.

–¿Le parece correcto su vestuario, señorita?

Yo me estiré la falda para abajo, intentando tapar el final de las medias negras y las ligas blancas. Pese a mi azoramiento, el director sonreía sardónicamente.

–No me refería a eso, señorita.

–¿Ah, no? –con mi vocecilla impostada de perfecta

–No. Me refería a la parte superior, desde luego. ¿Le parece bien ir abotonada hasta el cuello?

–¿No?

–Pues no –se había acabado el café. Dejó la taza sobre el platillo con un gesto de irritación–. ¡Esos botones están sufriendo, por Dios! ¡Salta a la vista!

Lo entendí como una invitación. Me desabroché dos botones y pregunté como una bobalicona.

–¿Mejor así, señor?

Hizo un gesto con la mano, como si quisiera que fuera benevolente. Entonces desabotoné dos botones más, apoyé las manos en el borde de la gruesa mesa de nogal y le mostré toda la mercancía.

–¿Y así, mejor?

El tipo tragó saliva.

–Sí, exacto. Esto es lo que necesitamos. Motivar a los clientes.

Se levantó, tan lentamente como se había sentado. Y se acercó a mí, como para contemplarme de perfil. Me empezó a acariciar el cuello.

–El problema, Fina, es que en este hotel no nos gustan los errores.

–¿Errores? ¿Qué  error?

–Ese café era Volutto y yo lo tomo Ristretto. Siempre Ristretto –y su mano se cerró como un garfio y tiró hacia abajo obligándome a tumbarme sobre la mesa, de espaldas a la puerta principal. Estaba aterrorizada, pero también, por qué no decirlo, caliente por la situación.

Se puso detrás de mí. Sabía que estaba mirando mis muslos dorados, que en esa postura ya no tapaban mi falda, justo donde acababan las finísimas medias negras con ligas blancas. Estaba en lo cierto porque pronto sentí un dedo que recorría la media, subía por mi muslo y comprobaba que llevaba mi tanguita.

–Quédese aquí. No se mueva En breve recibirá el correctivo para que nunca más cometa este error.

–Pero, señor director, si alguien entrase me vería… así…

–Esa es la idea, señorita Fina. ¿O debería decir, Puta Fina?

Salió pero dejó la puerta entreabierta.

Gerardo .

Miré el reloj. Cinco minutos justos. En ese momento se abrió la puerta y volvió el director. Parecía un hombre de palabra.

–Señor Fuentes, creo que he encontrado lo que se merece para compensarle en su noche de bodas.

–Bien, si es así, aceptaré su disculpa encantado.

–Le dejaré solo en ese despacho. Me han ofrecido un presente que no es de mi gusto. Supongo que usted lo sabrá aprovechar.

Me fui hacia el despacho intrigado. Ya tenía la mano en el pomo cuando Torcuato de Luna me frenó un momento y me advirtió.

–Entienda que se trata de un problema disciplinario. De la persona que ha estado descentrando a nuestro personal. Confío en que usted es como yo, un hombre inflexible en la persecución de la excelencia. No haga nada que yo no haría.

Entré. De Luna ya se cuidó de que la puerta quedara entreabierta. ¿Para mirar? Debía de ser, porque aquella camarera abierta de piernas, con medias de putón y volcada sobre la mesa era un espectáculo digno de ser contemplado. ¡Qué tacones! ¡Qué culito! Si aquello no era de su gusto era que debía ser gay. Yo, que ya estaba excitado sólo con pensar en mi esposa esperándome en la habitación, me la sentí ahora más dura, más crecida, pidiendo más guerra. Sí, era una justa compensación. Pero nunca podría presumir de ella ante Lorena.

Lorena

Me había quedado blanca al escuchar el diálogo con mi marido. No podía ser. Estaba horrorizada y al mismo tiempo me alegraba de haberme puesto la peluca morena. Todavía tenía una posibilidad. Gerardo estaba a mi espalda

–Me han dicho que usted ha estado rompiendo la disciplina de este hotel.

Y me dio una palmada en la nalga que me dolió pero al mismo tiempo me hizo mojar el tanga. Su mano se quedó allí, refocilándose en mi glúteo, como si fuera de su propiedad, que lo era, aunque Gerardo no lo sabía. Estaba a mi espalda y no veía mi cara sólo la peluca morena, la cofia y, evidentemente, todo lo que descubría el vestido en esa expuesta posición.

–Sí, le han informado bien, señor –le confirme con mi vocecilla  de boba putilla.

–Vaya, vaya –seguía metiendo la mano bajo la falda. Ahora sus dedos jugaban con el lacito negro de la parte posterior de mi tanga.

Gerardo

¡Dios! ¡Qué gusto por la lencería! Ya sabía por qué había encarcelado a esta empleada. Ciertamente había salido de la cárcel con ganas de marcha.

–¿Y qué haces? ¿Por qué han de amonestarte?

–Creo que caliento demasiado al personal de este hotel, señor, pero no es culpa mía. Es culpa de este uniforme que me han dado, que me va tan ceñido…

–Bueno y algo harás tú –y en ese momento empecé a restregar suavemente mi paquete contra aquel trasero delicioso.

–Bueno, a veces me tengo que soltar dos o tres botones, porque hace mucho calor. Y Amador, el recepcionista, me mira las tetas.

–Y te gusta, claro.

–Hombre, me gusta sentirme guapa. Pero no es mi culpa.

–Pues algo más harás, porque no creo que estés así sólo por eso.

Se me había puesto como una barra de hierro tubular. ¡Dios, esto sí que era cuidar la satisfacción del cliente!

–Bueno, a veces el mozo, ese que parece un orangután, se abalanza sobre mí cuando estoy sola en una habitación. Y me aplasta con su peso y me mete mano por todas partes.

–¿Y tú que haces?

-Pues yo, como tengo mari… quieto decir, novio, pues se la chupo, para que se corra y me deje tranquila.

–¡Pero serás puta! ¡Es totalmente inaceptable!

Lorena

A más le hablaba con la vocecilla impostada, más cachondo se ponía el carota de mi marido. Me había sujetado ya por los dos muslos y aquello sólo podía acabar de una manera…

–Ya lo sé, pero no puedo hace otra cosa.

–¿Y te ocurre con más miembros del personal?

Dudé. Hoy como se bajaba la cremallera. Sentí aquel pedazo de carne. Tenía sólo el sentido del tacto para calibrar la situación pero diría que conmigo nunca, nunca, nunca había tomado aquel tamaño, aquella textura de dureza.

–Bueno, cuando voy a cenar en el restaurante, una vez que ha cerrado, los camareros siempre me sirven chupitos, para achisparme. Y a lo tonto, a lo tonto, siempre me acaban derramando algo de licor de pera en el escote, de manera que antes de que pueda decir esta boca es mía ya me están comiendo las tetas, metiéndome mano.

–¿Pero los dos a la vez?

–Sí, pero el cocinero no participa. Sólo mira.

–¡Pero que golfa, Dios, que golfa! ¡No me extraña que en este hotel nadie dé pie con bola! –y me soltó otro cachete, éste algo más fuerte. Si seguía así me correría tal cual, sobre la mesa.

Gerardo

Vigilar y castigar. Principios sociales básicos que yo iba a aplicar sin contemplaciones. La golpeé en el glúteo derecho, tres veces más. Estaba excitadísimo. Dejé que sintiera mi polla entre las piernas y comprobé lo mojadísima que estaba.

–¿Y te los follas a los dos? ¿A la vez?

–¡No! ¿Qué pensaría mi… novio? Les hago una cubana, una chupadita. Lo normal. Para un desahogo.

–¡Que grandísima zorra! Espero que acabe aquí.

–Pues no. Porque en algunas habitaciones a veces dejo que algún mozo que me requiebra se quede a gusto. Porque con la fama de putilla que he cogido, no puedo estar con unos y no con otros. Pero mi virginidad sigue a salvo. Que soy una chica con principios. Y sólo les dejo que me tomen por mi culito.

–¡Serás pendón! Pues yo te daré lo tuyo– y me la agarré para terminar con aquello de la única manera posible.

Lorena

–¡No, por ahí no que soy virgen! Hace tanto que reservo mi virginidad para un hombre… Hágalo por detrás, señor, por detrás…

–No, que eres tan golfa que todavía te gustaría. ¡Esto es un castigo! ¡Y un castigo tiene que doler!

Me estremecí. Gerardo no sería capaz. El buenazo de Gerardo no era así.

Sin embargo, estaba tan mojada, me había abierto tanto las piernas que no me quedaba defensa ninguna. Su polla entró como un cohete, cumpliendo su amenaza y vi las estrellas. Aullé de dolor, sí pero también de placer. ¡Qué follada me estaban dando! ¡Qué increíble que mi marido fuese un grandísimo cabrón!

Gerardo

La camarera sería virgen, pero estaba tan mojada que aquello entraba con la facilidad de un émbolo.

–¡Redios! ¡Que reputa eres! ¡No sé cómo no te despiden!

–Ahhh, ohhh. Uyyy… porque vengo a este despacho y claro el director ve, como me inclino, como le pongo el café, como se aprietan mis tetas y siempre acabo… Pues como acabo… es que soy un poco putilla.

Pero no pudo acabar, porque el observador internacional Torcuato de Luna entró como una exhalación, miembro en mano y se la metió en la boca como si aquello fuera lo más natural del mundo.

–¡Señor, de Luna! Pensaba que era usted gay.

–Bueno, ya sabe –me respondió como si no se la estuvieran mamando con un vicio y una pericia que por un momento me resultó vagamente familiar–- A veces, hay gente que un día navegamos a vela y otro navegamos a motor.

Lorena

Nadie sabe cuánto agradecí que me metieran esa polla en la boca. Así, Gerardo ya no me vería la cara. Empecé a culear a la derecha y a la izquierda y noté como Gerardo no podía más y se corría dentro de mí como un animal, con un alarido ensordecedor. Yo hubiera gritado por el superorgasmo que me dejó temblando, pero, claro, tenía la boca bien ocupada.

Gerardo se retiró sin decir nada. Así que empecé a chupársela al director de manera que la cimbreaba con una mano y mis labios me centraban en su punta. A los dos minutos el tipo se vino también y pude, por fin dejar el despacho.

Corrí. Gané el pasillo antes que Gerardo, que debía haber quedado renqueante por el esfuerzo y subí en el ascensor mientras que mi marido, al encontrar el elevador ocupado, tuvo que subir por las escaleras. Mi plan era llegar antes a la habitación, ocultar el uniforme y la peluca bajo la cama, lavarme la cara y esperar a mi marido en la cama fingiéndome dormida. No hizo falta fingir. A los cinco minutos estaba en brazos de Morfeo y Gerardo no tuvo ni moral ni ánimos para molestarme y reclamar su débito conyugal.

*     *     *

Gerardo

Dejamos el hotel al día siguiente. El personal estaba extrañamente solícito. Yo lo atribuí a mi esfuerzo por reclamar a diestro y siniestro.

Ya en la carretera, al volante miré a mi preciosa esposa y le dije:

–Siento no haberte complacido ayer. Te compensaré esta noche.

–Te aseguro, cariño, que me siento muy satisfecha.

–¿De verdad?

Me puso una mano en la rodilla y sólo este gesto hizo que mi amigo de entre las piernas volviera a la vida después del agotamiento de anoche.

–Gerardo, yo nunca te engañaría. Y siempre te lo contaré todo.

–¿Todo?

–Todo, todo, Toto. Pero tranquilo, mi amor, siempre buscaré la manera en que menos te duela, pero te lo confesaré todo, con pelos y señales.

Tomé una curva suave. El sol brillaba otra vez.

–Pues entonces, Lorena, te preguntaré otra cosa. Siendo un hotel tan desastroso, ¿cómo es que le has pedido una tarjeta en recepción?

–Se lo voy a recomendar a mi hermana. Creo que le darán justo lo que necesita.

Estallé en una carcajada. Tuve que hacer un esfuerzo para que el coche no pisara la línea continua.

–Cariño, me encantas. Porque como decía Mae West en Hollywood, cuando eres buena eres estupenda pero cuando eres mala todavía eres mejor.

Ella me miró de manera extraña. Pensé que no sabía quien era Mae West. Se lo explicaría un día de éstos.