Noche de bodas
¡Cuanto echo de menos una sección de cornudos!
La primera vez que fui sodomizada, fue en mi noche de bodas. Bueno, a ver, yo puritana nunca he sido. En la Facultad hasta tuve cierta fama de putita, ya sabéis cómo son los chicos para esas cosas, pero el caso es que por ahí no me había dado nunca. Aunque hubo un par de ocasiones en que faltó poco, nunca me decidí a consentirlo.
Un zorrón tampoco era, no nos vamos a engañar. Tuve mis cosas, me lo hice con unos cuantos chicos, y, aunque es verdad que alguna noche, cuando el alcohol o los petas animaban el ambiente, me lo monté con alguno sin preocuparme por cuanta gente miraba, me fui a la cama con dos, o me enzarcé en algún toqueteo ardiente con alguna otra chica ante el entusiasmo de los asistentes.
Nada serio en realidad. Eran los 80, era Madrid, y esas cosas se hacían. Vivíamos en una carrera por ver quien era más excéntrico. Nuestros padres, que habían vivido en una especie de cuartel gigantesco, tenían dificultades para comprender aquel frenesí entre pijo y libertino, y ello nos animaba a perseverar. En cierto modo, viniendo de donde veníamos, cualquier cosa que hiciéramos parecía un logro social, una especie de revolucioncita, no sé si me explico.
En cualquier caso, ni me tenía por un zorrón, ni tenía previsto serlo. Más bien aspiraba a una vida burguesa, quizás a mantener una estética que, por entonces, llamábamos “moderna”, y a ganar dinero y acabar teniendo una familia que, eso sí, no sería como la de mis padres, ya me entendéis.
Por eso estudié Derecho, por eso hice que papá me buscara un enchufe para entrar a trabajar en un bufete de prestigio, donde me ha ido bastante bien, y por eso acabé casándome con Carmelo, que era, como yo, una promesa del derecho financiero, de muy buena familia y muy buenas relaciones, y un aire de “chico mal de familia bien” que, como todo en aquella época, salvo la heroína, no era más que una pose forzada, ese afán por epatar que nos consumía.
Así que empezamos un largo noviazgo, de casi cinco años, durante los cuales fuimos consolidando nuestras carreras, pagando el piso en Chamberí con la inestimable ayuda de las herencias, ni impresionantes ni desdeñables, que iban cayendo en un goteo continuo de hijos únicos y nietos únicos, y consolidando una pandilla de jóvenes triunfadores junto con algunos compañeros del trabajo y de la Facultad.
Éramos jóvenes, éramos guapos, y gozábamos de una posición acomodada y la promesa de un futuro brillante. Todo estaba bien.
Así que, casi sin darnos cuenta, me encontré con treinta y dos, hecha una reina, vestida de blanco y ante el altar en compañía de Carmelo, mi papá, y Rocío, su mamá -viuditos ambos-, que se ofrecieron a financiar una fiesta de muchísimo respeto con que impresionar a familiares y amigos y dejar bien claro ante el mundo la excelente posición de que gozaban, y el orgullo que les causaban sus niños.
La boda fue el sueño de cualquier familia burguesa de la época: muchísimas flores, vestidos elegantísimos, cientos de invitados -muchos de ellos de mucho relumbrón-, una cena impecable en un salón espacioso, sin apreturas, servido por un ejército de camareros muy educados y profesionales, con mucho marisco, mucha tarta, y un baile del que no conseguimos irnos hasta la una de la madrugada, tras haber bailado con todos y todas nuestros parientes mayores, recibido todos los besos posibles, y agradecido la enorme colección de regalos, más que generosos, con que los invitados de nuestros padres cumplimentaban a sus amigos en la única boda que iban a celebrar.
Nos fuimos al Belvedere, donde nos esperaba la pandilla, que se había escapado del baile un buen rato antes. Solo los Justos: Nuria, mi compi de la Facultad; Abel, el compi de Carmelo; y Sancho, Rodrigo, Adrián y Alberto, los cuatro compañeros del bufete con quienes teníamos mayor amistad. Lo más selecto y granado de nuestra pandilla.
Apenas nos tomamos una copa. Habíamos quedado en enseñarles la casa y, aunque teníamos una suite reservada en un hotel perfecto, pedimos unos taxis y nos fuimos a terminar la fiesta como solíamos, con los de siempre.
Ya os podéis imaginar: todos habíamos bebido. Yo la que menos, por que no me gustaba el espectáculo de la novia borracha, así que la entrada en el portal, la subida hasta el piso y la posterior ocupación se produjeron en un escándalo indecente para las horas que eran, entre un coro de chistidos pidiendo silencio que no hacían mas que empeorar el asunto. Imagino que los vecinos debieron pensar que se habían mudado los vikingos al edificio.
Una vez allí, nos sentamos como pudimos: unos cuantos en los sofás, y otros en el suelo, sobre la alfombra iraní que nos había regalado la abuela de Carmelo, que era una preciosidad de tacto muy agradable y una filigrana de flores diminutas sobre el fondo de color rojo teja, delicadísima. Charlábamos, reíamos, y bebíamos entre bromas, como siempre.
Nuria y Sancho, como siempre, no tardaron en ponerse a tontear. Eran la eterna pareja y despareja. Solían acabar las juergas acostados juntos, no sin antes someternos al espectáculo de su cortejo: besos apasionados y primeras caricias de precalentamiento.
Aquella noche, sin embargo, la cosa parecía más seria: Nuria llevaba un vestido de noche dorado impresionante, con la espalda al aire hasta justo un dedito más abajo de donde pierde su casto nombre, y anudado en el cuello alrededor de una anilla dorada también. Como siempre ha sido delgada (un poco huesuda, para mi gusto), y de tetitas pequeñas, no necesitó ningún invento para disimular el sostén, y, por el mismo motivo, cuando Sancho decidió dar un paso más allá, todos pudimos ver asomar por su costado la pequeña tetilla picuda de pezón oscuro y durito, que se dibujaba blanca como la leche sobre el fondo dorado de su piel. Los chicos lo celebraron con una sonora ovación de ánimo que pareció divertirla, y fue el desencadenante para que se soltara la melena y, con la destreza que todo el mundo esperaba de ella, se decidiera a manosear sin disimulo alguno el más que respetable bulto que se iba formando bajo el pantalón de su novio.
Siempre ha sido muy putita, y no era la primera vez que la veíamos excederse un poco, pero en aquella ocasión, parecían haber perdido ambos el sentido del decoro, y no tardamos en observar cómo sacaba al aire el magnífico aparato de Sancho y comenzaba a someterlo a un sobeteo lento y continuo que fue animándolo.
En poco rato, solo quedaban en el sofá ellos dos y Abel. Los demás habíamos ido apartándonos y, sentados sobre la alfombra en silencio, observábamos el espectáculo. Estábamos ya bastante bebidos, y parecíamos enganchados a un show que no dejaba de animarse hasta el momento en que Nuria, que se había subido sin disimulo alguno encima de su galán, y movía el culito frotando su polla, que parecía apuntarnos, sin dejar de, literalmente, comerle la boca, alargó el brazo hasta alcanzar la de Abel, que no tardó en estar en su mano. Los besos fueron alternándose a partir de entonces entre los dos y cada uno de ellos, no me preguntéis quien, se las apañó para desatar el nudo que sostenía el vestido haciéndolo caer, sobre su regazo e impidiéndonos ver, aunque nadie dejó de saberlo, el momento en que, con un movimiento de cadera, se ensartó en la polla de Sancho lanzando un gemido lúbrico al tiempo que comenzaba a moverse follándolo delante de nosotros y sin dejar de acariciar la que, en su mano, se iba humedeciendo hasta resbalar.
Tengo que confesar que la cosa me estaba poniendo muy perra. Me dejé caer recostando mi peso sobre el pecho de quien creía que era mi marido, que comenzó a morder mi cuello, y me dejé hacer hasta que me di cuenta de que Carmelo, bastante ebrio, estaba a un par de metros, sentado también en la alfombra, y respaldado en el sofá pequeño. Entonces me giré y me encontré con la cara de Alberto, que había empezado a pelear con el corpiño de mi vestido de novia, el corto que me había puesto tras la ceremonia.
¿Pero qué haces?
Calla, tonta, no me digas que no te están poniendo esos tres.
¡Joder, que me acabo de casar!
Si a Carmelo no le importa, mujer.
Efectivamente, borracho como estaba, no parecía disgustarle. Seguía mirando el espectáculo de Nuria y sus partenaires, que había subido de tono al inclinarse esta sobre Abel para tragarse su polla y ser despojada del vestido, aunque volvía la mirada hacia nosotros y no parecía reaccionar.
Traté de resistirme, no sabría decir con cuanta convicción, y me encontré con las manos sujetas por la espalda. Rodrigo, que estaba a nuestro lado, se sumó al asedio, y comenzó a ser él quien fue desabrochándome hasta hacer asomar mis tetas por encima del corpiño. Me sentía agobiada. Me rodeaban manoseándome, me chuperreteaban el cuello, me desnudaban… Adrián no tardó en sumarse a la fiesta, y en poco rato me encontré cubierta tan solo por el corsé, con las tetas al aire, cuatro manos sobeteándolas, y dos dedos en el coño.
No sé cómo explicarlo. Era una sensación abrumadora. Me resistí, creo que sin demasiada convicción. Estaba excitada, y carecía de fuerzas suficientes para oponerme a tres hombres fuertes que me sujetaban y me acariciaban entre bromas, como sin darle importancia. Sentía sus pellizcos en los pezones, sus bocas en la mía, sus manos en el culo… Era tremendo, y Carmelo no parecía darle importancia.
Sancho se había tumbado en el sofá, ya desnudo, y Nuria lo cabalgaba. Abel, arrodillado frente a ella, se la metía en la boca. La muy puta cabalgaba y chupaba como una posesa. Se le había corrido el rimmel, y era la imagen misma de la lascivia. Gemía como una perra.
Yo no tardé en estar a cuatro patas, con mi corsé blanco, una media todavía sujeta por el liguero, y la otra arrebujada a la altura de la rodilla. Cuando Rodrigo me la clavó, gemí sin querer. Arrodillados ante mí, Adrián y Alberto me ofrecían las suyas. No podría explicarlo, no sé por qué lo hice, pero abrí la boca y me tragué una de ellas, no sé cual, mientras agarraba la otra. Todo tenía un aire de irrealidad, como si fuera un sueño. Sentía su polla entrando y saliendo, su pubis rebotando en mi culo. Mis tetas, cuando no estaban siendo estrujadas, se bamboleaban bajo mi pecho, y gemía hasta que aquella polla se clavaba en mi garganta. No necesitaban sujetarme ya. Movía el culo, colaboraba. Estaba excitada, terriblemente excitada, mojada. Culeaba como una loca y alternaba con mi boca aquellas dos pollas. Carmelo, sin dejar de mirarnos, se había sacado la suya y se la meneaba despacio. Sentí un puntito de rabia, una especie de resquemor al verlo. Me miraba a los ojos. Todo era tan absurdo…
Creo que fue un poco por esa rabia, por que una espera que su marido la proteja, y no que se la menee como un mono mientras la violan. Por que aquello era una violación, o, por lo menos, había empezado siéndolo.
Definitivamente, debió ser por rabia. Comencé a exagerar, a gemir en voz muy alta, a culear como una perra. Le miraba a los ojos y él me sostenía la mirada con una sonrisa boba en los labios. Y, poco a poco, la acción fue sustituyendo a la razón, y aquella inconsciente venganza mía se convirtió en una calentura salvaje. Ya no me importaba. Incluso me gustaba, me excitaba ver el lento movimiento de su mano subiendo y bajando el pellejito, cubriendo y descubriendo su capullo despacio, despacio…
Me sentí muy puta, más puta que nunca. El machaqueo continuo dela polla de Rodrigo me volvía loca, y la pelea entre Adrián y Alberto por metérmelas en la boca era un desafío. Jugueteaba con ellos entre gemidos. Los animaba.
¿Quieres que te la coma, cochinito?
…
¿Y tú?
Sin saber cómo, Nuria había aparecido reptando boca arriba bajo mi cuerpo, y su cabeza se encontraba entre mis piernas. Buscaba mi clítoris con los labios como si peleara con Rodrigo. Sentí estallar aquella polla en mi coño. Adoro ese calor líquido que parece extenderse por mi interior cuando sucede. Empecé a correrme con él, como una zorra, con los ojos cerrados, olvidándome de las pollas de los chicos. Me dejé caer y me encontré de cara con el coñito de Nuria. Lo besé como a una boca, abrazada a sus muslos, temblando y chillando, lamiendo el esperma caliente que rezumaba, clavándole los dedos. Culeaba empujándome hacia arriba, y me chillaba en el coño. Rodrigo había sacado su polla de mi coño y Nuria me lo comía.
Entonces se desató todo:
Adrián, entre los muslos de mi amiga, lubricaba su culo con un dedo, tomando para ello la lechita de Sancho que todavía rezumaba. Ella no parecía resistirse. Levanté la cabeza. Mientras acariciaba su coño con la mano, comencé a provocarle:
- ¡Rómpeselo… cabrón! ¿No te… atreves? ¡Rompele el culo!
Lo hizo de un golpe, con fuerza. La pobre chillaba y se retorcía bajo mi cuerpo. Frotaba su coño como si quisiera pelárselo. Salpicaba, la muy puta. Comenzó un mete y saca lento, y pareció serenarse. Una vez superado el dolor, parecía contenta. Seguía lamiéndome. Me tenía como una perra.
Carmelo seguía pelándosela, más deprisa quizás, no mucho más. Parecía hipnotizado. Cuando noté el dedo de Adrián jugando en mi culito, y supe que había llegado el momento.
- ¡Vamos, hijo de puta! ¡Clávamela!
Lo dije mirando a los ojos a mi marido, como con rabia. Casi lo grité. Nuria me tenía loca. Sus gemidos reververaban en mi coño, y el movimiento de su pubis, de sus caderas, sometida al bombeo en su culo, y al efecto de mis caricias en su coño, era lo más excitante que había sentido nunca. Le animé a romperme el culo deseando sentirla, deseando que mi marido lo viera.
- ¡Enseña a ese maricón lo que hace un hombre!
Seguía mirándome a los ojos con su sonrisa bobalicona. Ni se inmutó. Su mano mantenía el rítmico sube y baja. No parecía importarle.
Y entonces la sentí. La apoyó en la entrada, empujó, y su capullo se me coló entero. Fue como si me rompiera algo de verdad. Sentí un dolor intenso. Se me saltaban las lágrimas, pero apreté los dientes y aguanté. Cada centímetro que avanzaba, era como un quemarme, como una barra candente. Me destrozaba.
¿Te duele?
¡Síiiiiii!
¿Quieres que pare?
¡Rómpemelo, cabrón!
Empujó fuerte. Me sujetaba la cabeza en alto, obligándome a mirarle. Tenía que verlo. Tenía que ver el dolor en mi rostro, las lágrimas, la rabia. Seguía sin inmutarse.
Nuria pareció redoblar sus esfuerzos. Creo que se corría. Su cara se movía rápido. Mamaba mi clítoris, y me volvió loca. De repente, no me dolía. La combinación de aquellos dos estímulos simultáneos me desesperaba, me enloquecía.
- Gilipollas…
Casi lo vi entre lágrimas de placer y de dolor. Sancho, de pie ante mi marido, le insultaba. Carmelo le miraba a los ojos sin perder ni por un instante su sonrisa idiota. Seguía meneándosela. Agarrándole por el pelo, como con rabia, le obligó a abrir la boca y metió su polla en ella. Se la comía. Se la comía sin reparos. No parecía repugnarle en lo más mínimo. Se la mamaba sin dejar de pelársela.
- ¡Mari… cón…! ¡Ma… ir… cón….! ¡Mari… cóooooooooon!
Comencé a correrme como una perra. Me meaba en la cara de Nuria, que chillaba. Me corrí como una perra sintiendo cómo me llenaba el culo de lechita tibia. Se me desdibujaba el mundo. Con los ojos cerrados, chillando, seguía viendo la imagen del cornudo maricón de mi marido mamando pollas.
- ¡Tragatela, gilipollas! ¡Trágatela!
Me corrí sabiendo que el cerdo de Carmelo bebía leche como una zorra. Supe que se correría, como yo, meneándosela mientras lo hacía. Me corrí como nunca, como una salvaje. Alguien se corrió en mi cara al mismo tiempo. Tenía los dedos clavados en el coño empapado de Nuria, la leche me salpicaba y llenaba mi culo, y me derretía chillando.
Cuando abrí los ojos, Carmelo seguía meneándosela. Salpicaba su leche al aire, y mantenía la polla de Sancho en su boca. Sentí un desprecio intenso hacia él.
La noche no terminó ahí. Hice que todos me follaran, uno tras uno y una vez tras otra. Dejé que todos se corrieran dentro de mí. Lo exigía. Me llenaron de leche. Nos llenaron de leche a Nuria y a mí. Llenaron mi coño, mi culo y mi boca. Carmelo siguió pelándosela. Cuando, cansada, me fui al dormitorio, todavía me siguieron Alberto y Sancho, que me empalaron al mismo tiempo haciéndome estallar por última vez. Dormí con ellos.
A Carmelo nunca le dejé tocarme. Las cosas se arreglaron entre nosotros. Vivimos juntos, y educamos juntos a Rosa, que nació nueve meses después. Nunca he consentido en hacer una prueba de paternidad. Me da lo mismo. Es hija de todos, por que todos han seguido follándome, a veces uno, a veces varios, a veces todos. Nuria vive conmigo, y Carmelo duerme en el cuartito de invitados. Nos llevamos bien. Nunca le he dejado tocarme. Nunca me ha follado desde el día en que nos casamos. A veces, le dejo asistir a mis encuentros con los chicos, con Nuria, o con quien me da la gana. Solo a veces, por que no quiero que piense que tiene derecho. No lo tiene. Soy yo quien lo consiente. Le dejo mirarnos. A veces le consiento tocarse. Se la menea como un idiota y se corre solo. A veces no le dejo ni quitarse los pantalones. A veces dejo que lama el coño de Nuria después de que alguno de los chicos la haya follado. Esas veces no le dejo tocarse.
Nos llevamos bien, y vive en casa.