Noche buena con el cuñado de mi novio

Esa noche, en aquella casa, pasaron cosas entre mi amante y yo, mientras su esposa y mi novio nos esperaban para la cena de navidad.

I

Ignoraba que todo estuviese dispuesto para que aquella se convirtiera en una de mis mejores nochebuenas; de las más eróticas, de las más tórridas, de las más morbosas y de las más trasgresoras.

Allí, desnuda frente al espejo de mi habitación, rememoré sus labios absorbiendo mi vagina, su barba recortada rozándome mis labios mayores, sus dedos estirando mis pezones, y su lengua lustrándome la piel.

Habían pasado apenas dos días desde que me entregara a él por primera vez, en aquella casa solitaria, en aquella sala de estar, frente a la chimenea. Fue un encuentro clandestino, apenas planificado, pero concebido con la más estricta de las discreciones, no fuera que el silencio se pudiera enterar.

Las lenguas chisporroteantes de la chimenea fueron las únicas testigos de aquel ardiente e irrefrenable acto, cuyos protagonistas fuimos él y yo.

Mientras los carbones se quemaban, su erecto y duro falo desaparecía en mi boca, palpitando en mi lengua y mi paladar, y yo de rodillas frente a él, con mis dos enormes nalgas apoyadas sobre mis pantorrillas, mis senos colgando sobre mi pecho, los pezones endurecidos apuntando al techo, y yo mirándole a los ojos al tiempo que su mano derecha impulsaba mi nuca para dirigir la deliciosa felación.

«Trágatela toda, gatita, es tuya, haz con ella lo que quieras.»

—Mmmh —gemí mientras me untaba crema hidratante en el triángulo de mi pubis, recordando con lujuria las escenas de aquella noche.

Me recostó sobre la alfombra, y con su boca frotó mi cuerpo desnudo con un hielo que expulsó vapor de lo caliente que me hallaba; jadee, me estremecí, y luego continué padeciendo los azotes de su lujuria cuando vertió sobre mis tetas, vientre, muslos y vagina largos chorros de vino tinto, del espumoso, que burbujeó sobre mi carne antes que él mismo se lo bebiera, recogiéndolo con sus labios y su húmeda lengua.

—¡Augg! —volví a jadear delante del espejo, recordando aquellos vívidos y morbosos sucesos.

De pronto comencé a traer a mi mente escenas difusas y alternantes que se proyectaron en el cristal del espejo.

La imagen se clarificó en mis ojos y lo vi cogiéndome con ardentía, con mis piernas vulgarmente abiertas, apoyadas sobre sus hombros, y él en medio de ellas, estocándome con lujuria, sin descanso, los dos empapados de sudor.

Luego la imagen cambió a nosotros fornicando sobre un sofá sin brazos color café, que se hallaba justo al centro de la estancia en una atmósfera cachonda y de semioscuridad; él aparecía echado sobre el mueble y yo a horcajadas arriba de él, dándole enérgicos y reiterados sentones, de manera que mis nalgas chocaban con sonidos fuertes contra sus piernas.

Y finalmente nos vi entregados al placer sobre la encimera de la barra de la vinoteca, mi espalda reposando en la áspera superficie de madera, mis piernas enredadas en sus caderas y mis tacones clavados en sus nalgas.

—Hummm —gemí, entrecerrando los ojos y luchando para evitar caer en la tentación de introducir mis dedos en mi coñito mojado y masturbarme, como lo había hecho a todas horas desde esa cita, recordando semejantes escenas dantescas.

Aquellas ansias por sentirlo, por beberlo, por acariciarlo y por hacerlo mío una vez más me atormentaron en demasía; y tuve miedo, angustia y pesar, ya que tal deseo irrefrenable habría sido de lo más natural de no ser porque ese hombre al que tanto añoraba no sólo me llevaba alrededor de veinte años de edad, sino que, para mi pesar, era el cuñado de mi novio, esposo de la hermana de mi novio, y quien, a su vez, había hecho las veces del padre de mi novio, desde que éste quedara huérfano tras un fatídico accidente en que sus padres perdieron la vida.

—Por Dios —suspiré agobiada cuando puse las cosas en balance.

Habían pasado ya dos días desde aquella noche, en la que, por decisión propia, ahogada en remordimientos, le advertí que aquello no lo podíamos volver a repetir, y aunque él no dijo nada, asumí que había aceptado mi decisión y que, a partir de entonces, por el bien de todos, debíamos de poner tierra de por medio.

Pero esa mañana, sin que mi novio lo advirtiera, recibí en nuestro apartamento un paquete cuya etiqueta rezaba «Para tu cuerpo. Para mis ojos», que no era otra cosa que un juego de lencería negra y un elegantísimo vestido del mismo color que, pese a su fineza, se distinguía por ser bastante entallado y atrevido, ya que el corte sirena tenía una gran abertura en la espalda, desde la altura del cuello, en forma de óvalo, que se prolongaba hasta el preludio de mis nalgas.

Fui consciente de que ponerme aquel vestido y aquella sensual lencería, para lucirlo en una fiesta donde mi reciente amante estaría presente, sería tanto como firmar tácitamente un contrato de consentimiento en la que aceptaría que nuestras aventuras continuaran. Y yo… lo que más quería era acabar con todo esto de tajo.

¿Entonces por qué mierdas lo hice?

Culpemos a la adrenalina y a mi renovado estado de transgresión de todo esto. Una cosa era vestirme con su regalo, y otra muy distinta volverme a entregar a él. Eso ya estaba pactado.

—Mi ángel —dijo mi novio, impaciente, del otro lado de la puerta de nuestra habitación—, date prisa, que se hace tarde, y mi cuñado no para de llamarme para ver si ya llegamos.

—Ya casi termino, cielo, espera un poco más —respondí, apenas aclarándome la garganta.

¿Ser o no ser? Esa es la cuestión…

El hilo de la tanga partió mis dos nalgas por igual; de hecho, la costura frontal de la prenda era tan minúscula, que sentí que incluso se me incrustaba entre los gajos mojados de mi vagina, quedando estos al descubierto.

—Ufff…

Me pregunté qué pensaría mi pareja cuando se diera cuenta de la diminuta tanga que llevaba, ya que al tener un culo tan gordo, y una vagina tan inflamada, aunque estrecha, el contraste con aquella prenda ahora que la tenía puesta lucía demasiado vulgar:

«He comprado esta lencería para ti, mi cielo» le diría «para darte tu nochebuena »

Excusas perfectas para mentiras inevitables.

El roce del satén mientras mi cuerpo se embebía en el vestido negro me recordó a las caricias del autor de mi regalo, y tal alusión me puso cachonda; lo supe cuando noté que mi entrepierna se empapaba y que la piel de mi cuerpo se me había erizado.

—¿Livia? —insistió mi novio, mientras yo tragaba saliva, me mordía los labios y apretaba las piernas para no seguir destilando.

—Ya estoy lista, amor, sólo me hace falta cambiar mis cosas a otro bolso y nos vamos.

—¿Otro bolso? Pero cielo —respondió Jorge fastidiado—. Aníbal ya me tiene harto. ¿Ahora resulta que este año le nació su lado paternal para conmigo? No recuerdo que ninguna otra navidad hubiese estado tan ansioso por verme.

—¿A ti? —se me salió sin querer.

—¿Eh? —se sorprendió de mi respuesta.

¡Por Dios! «Piensa rápido, piensa rápido…»

—Que… que a ti no te tiene qué preocupar la demora, Jorge. Llama a Aníb… al señor Abascal por teléfono y dile que… yo soy la responsable de la demora, que me estoy terminando de arreglar. Estoy segura que lo comprenderá y… bueno, así ya no la agarrará contra ti.

Jorge bufó, contrariado, pero fue comprensivo.

—Lo siento, Livy, no he pretendido estresarte.

—No… Jorge, no lo haces, en serio, tranquilo…

Siempre me sentó mal ser la responsable de las angustias de mi novio. Pocas cosas lo mortificaban tanto como la impuntualidad. Jorge fue criado por una familia opulenta, aparentemente recta y conservadora, cuyas tradiciones tan lineales y estrictas lo convirtieron en un chico bastante aprensivo y perfeccionista, siempre evitando disgustar a su hermana, una loca e histérica sin remedio que lo mantenía sometido a su voluntad de tal manera que era incapaz de defenderme ante ella de las ofensas y humillaciones que me otorgaba cada vez que le daba la gana.

Su segundo gran estrés era Aníbal Abascal, su cuñado… mi amante, que, además, era su jefe inmediato, y a quien día a día trataba de demostrar que ya no era un niño, que era un joven cualificado para desempeñar los cargos que él le demandaba y que por tanto merecía ser ascendido y, por qué no, reconocido por su trabajo.

Y ahí estaba yo, esmerándome para verme hermosa, ajustando el vestido que el cuñado de mi novio me había regalado, y ensayando movimientos para que mis labios vaginales dejaran de comerse involuntariamente las costuras de mi microscópica tanga.

¿Cómo se hace para presentarte en la casa de tu amante, y permanecer serena delante de él, de tu pareja y de su esposa, sin que los nervios, el deseo y los remordimientos te ataquen y te alteren la tranquilidad?

—Respira, Livia, respira —me dije.

Jorge, mi novio, me esperaba en el descansillo de nuestro apartamento. Lo bueno de él es que siempre me daba mi privacidad para vestirme. Él era de la idea de que, aunque vivas en pareja, uno siempre tiene que dar al otro su intimidad.

Al mirarme se quedó anonado, y no precisamente porque le resultara hermosa que, en sus palabras, lo estaba, sino porque, aunque él no se atrevía a decírmelo, yo sabía bien que mi vestuario de esa noche le parecía inapropiado para una nochebuena, sobre todo porque en aquella cena estaría gente conservadora muy importante de nuestros trabajos y, lo peor, su querida hermana, de quien, como ya he dicho antes, yo no era santa de su devoción, sino que más bien me odiaba a mansalva, aun si nunca le había dado razones para ello; salvo ahora, claro, que la estaba haciendo cornuda, si ella saberlo.

—Por Dios, Jorge, te has quedado mudo —le reproché vacilante, con una sonrisa nerviosa—, ¿tan mal me veo?

Mi querido novio tragó saliva, medio sonrió y me dijo:

—Ah, por Dios, Livia, si estás preciosa, de hecho… estás… espectacular… ¡asombrosa! Muy… sensual… sólo que…

Sólo que el vestido le parecía impropio, aun si él no era capaz de sincerarse conmigo.

—Llevas la espalda descubierta… y en Monterrey estamos a menos tantos grados y…

Mi querido amor; sus eufemismos para evitar hacerme sentir mal me enternecían. «Estás vistiendo como puta» tuvo que haberme dicho.

—Llevaré el abrigo que me regalaste la navidad del año pasado, mi pequeño —le dije, acercándome a él para darle un beso que lo atontó momentáneamente—, ¿te parece bien, cielo?

—Sí, sí… es… me parece perfecto.

Jorge no quería contrariarme. Tenía mil razones para evitar hacerlo. Durante las últimas semanas, nuestra relación no había ido nada bien. Por diversas circunstancias que ahora no vienen al caso, nos habíamos distanciado; las continuas discusiones se habían convertido en el pan de cada día, y ese 24 de diciembre, creímos que era un momento propicio para intentar enmendar nuestra relación.

Sus faltas, aunque graves, no implicaban una infidelidad como la mía.

—Lista —le dije cuando me puse el abrigo.

—Perfecto, Livy. Ahora sí, nos vamos, que Aníbal y Raquel nos esperan.

II

Me jactaba de tener la relación más codiciada de mi entorno, con un novio apuesto, de ascendencia escocesa, inteligente, pelirrojo, deferente, de mirada dulce que destellaba desde el pigmento de sus ojos grisáceos, a veces grises, a veces zarcos, aunque, la mayor parte del tiempo, asomándose a través de ellos un atisbo taciturno.

Jorge Soto era mi amparo, mi salvación, mi guía y mi soporte; él era el ancla que impedía que mi embarcación permaneciera incrustada en el atraque de mi puerto, pero un día el ancla se rompió, y mi navío zarpó hacia mar abierto, donde me encontré con bestias salvajes que me incitaron al naufragio.

Y yo cedí.

Pese a todo, yo lo amaba, aunque suene contradictorio; lo amaba y la necesidad egoísta de tenerlo a mi lado era inalterable, aun si eso implicara serle desleal.

Mientras Jorge conducía hacia la casa de su hermana y su cuñado, no podía dejar de pensar en lo zorra que estaba siendo, y por momentos volvió a lastimarme la culpa; se me hizo un hueco frío en el pecho y me dieron ganas de llorar.

La parte más dura de la vida es cuando te das cuenta que has sido una mujer abyecta, y que sin pretenderlo has sido capaz de faltarle al respeto y dañar a quien no lo meritaba. Me di cuenta tan tarde de mis actos, que cuando menos acordé, lo había destruido. Y yo me había destruido con él.

Yo nunca merecí que Jorge me amara de tal manera; con tal entrega y con tal fidelidad. Yo nunca merecí que me admirara con el ardor con que lo hacía, que me ensalzara como si yo fuese una imagen religiosa que siempre le sería leal, creyéndome inocente y virtuosa, como lo había sido apenas meses atrás, antes de abrirme a mi perversión.

Hablamos nimiedades durante el trayecto y de pronto ya nos hallábamos en aquella imponente mansión.

—No estés nerviosa, Livy —me susurró mi novio cuando nos apersonamos en el vestíbulo, y su hermana nos miró desde lejos, con una sonrisa perversa, conversando con una tipeja a la que llegué odiar incluso más que a ella misma—. Raquel prometió portarse bien. Se lo hice prometer. Yo voy a cuidarte, Livy.

Asentí con la cabeza, y nos echamos andar hacia la estancia. Y cuando creí que había acogido todo el valor que se requería para poder estar en una casa llena de bestias adineradas, prepotentes y ambiciosas, le vi a él; me miró y nos miramos.

Y la connivencia que nos hacía cómplices del crimen que habíamos cometido días atrás nos envolvió en el silencio. Y Jorge me presentó ante damas y caballeros de su círculo social que, hipócritamente o no, insistían en adularme, diciéndole a mi novio lo hermosa que era y haciendo hincapié en que parecía provenir de una familia con «clase» y «dinero»… Si hubieran sabido que yo me identificaba más con los mendigos que con ellos, seguramente me habrían corrido a patadas.

Y me pregunté cómo era posible que nadie hubiera notado el deseo tan intenso con que Aníbal y yo nos saludamos; la forma tan morbosa en que él chasqueó la lengua después de besarme las mejillas, el descarado movimiento de sus manos cuando me atrajo hacia él para culminar nuestro saludo, rozando a propósito sus dedos en mis nalgas, y cómo fue que me acarició a suspiros, cómo me erotizó a susurros, y cómo me hizo el amor a miradas, mientras Jorge sonreía a mi lado y me presentaba, por enésima vez, al resto de sus conocidos.

Y yo cerré los ojos, asida del brazo de mi novio, y me estremecí por la culpa, por las mentiras, por los remordimientos… por el horror.

Nunca esperas serle infiel al amor de tu vida ni mucho menos hacerle daño por culpa de la calentura. Nunca esperas que una aventura se prolongue más allá de una equivocación; solo tropiezas, te levantas, y nunca más vuelves a transitar por la misma vereda.

Pero lo que me pasaba con Aníbal me superaba. Era como una alcohólica que todos los días se emborracha y promete «la última y ya.»

—Luces preciosa con ese vestido —me susurró Aníbal de nuevo cuando mi odiosa cuñada me robó a mi novio por algunos minutos y mi amante, viéndome sola, se acercó para saludarme una vez más, representando ante el mundo el gran caballero recto y honorable que no se cansaba de mostrar—, y eso que no lo he visto sin ese abrigo.

—Buenas noches, señor Abascal —le dije nerviosa, aspirando su aroma a macho, desprovista de valía, pero simulando aplomo y forzando una conversación diplomática—, usted también… esta noche… luce… muy elegante y apuesto. —Y le sonreí con la mayor naturalidad del mundo, como si no me hubiera comido su verga dos días atrás y como si él no me hubiese follado tres veces esa noche como a una perra en celo.

E hice lo posible por retroceder y volver con mi novio, cuando logré recuperarlo, y quien de vez en cuando me miraba amoroso, dándome besitos en la mejilla, presumiéndome con orgullo ante las amistades de su familia, mientras yo me enfrentaba al arrepentimiento, que no cesaba de atormentarme.

—¿Es mi impresión? —me susurró mi novio—, ¿o estás algo tensa, Livy?

—Es… por el frío —mentí con una sonrisa, pues en realidad estaba caliente. Nerviosa y caliente. Asustada y caliente. Arrepentida y caliente.

¡Vida mía!

Y es que yo creí tenerlo todo controlado, me creía capaz de terminar de tajo todo lo que había comenzado de forma tan abrupta.

Pero con Aníbal cerca, la conciencia se me escaba entre los dedos, y justificaba mi culpa diciéndome que Jorge había tenido antes de mí otras novias y parejas sexuales con las que había experimentado.

En cambio yo… nunca tuve otro hombre aparte de él, con quien incluso perdí mi virginidad. Nunca antes había tenido otro hombre entre mis piernas. Nunca antes me había pasado por la cabeza serle infiel, hasta que apareció su cuñado… y todo se desmadró.

—¿Esa es la novia de tu hermano? —oí de lejos que le día una mujer a mi cuñada.

—Es sólo una amiguilla, querida, tú ya sabes, de esas que van de paso.

Rabié con odio al comentario de Raquel, sobre todo porque Jorge no dijo nada aun si también había escuchado el insulto. Y así, enfadada, de manera unilateral me sentí con derecho a explorar mi sexualidad con otros hombres, pero sin perder a mi pareja. Qué ilusa, ¿no? Pretender ir de guarra por el mundo, hasta saciarme de pollas, y a la vez creer tener el derecho de tener un amoroso novio que me esperase en casa para darme el amor que las experiencias sexuales no me ofrecerían.

—Jorge —dijo de nuevo su hermana—, ¿querrías acompañar a Renatita por su abrigo? Alcánzala, se ha ido sola al estacionamiento. La muy descuidada lo dejó en su coche, y con este frío… anda, mi vida, sé un caballerito, como te he criado. Seguro que tu noviecita no se opondrá, ¿verdad?

No dije nada. Solté a Jorge de mi brazo y él, disculpándose con la mirada, resignado, me dio un beso en la mejilla y fue tras la estúpida de «Renatita»

Y allí sola, en medio de tanta gentuza, tuve miedo de que Aníbal se acercara para acecharme. Pero… por fortuna, era un hombre inteligente, y no iba a dar pasos en falsos ni se iba ni me iba a exponer. A ninguno de los dos nos convenía. Menos a él, que tenía una carrera política muy fructífera por delante.

En lugar de eso, Aníbal conservada con un grupo de hombres, desde donde me miraba a hurtadillas una y otra vez.

Entonces saqué el móvil de mi bolso y le escribí una travesura, para tentarlo, para que no se olvidara que yo estaba allí:

«Deja de mirarme, van a sospechar»

Él notó que escribía, y luego debió sentir la vibración en su bolsillo, porque sonriéndome, extrajo su celular y leyó lo que le había escrito. Volvió a mirarme y sonrió de nuevo.

Vestía un elegante traje negro, con corbata también negra que contrastaba con su delicada camisa blanca. Sus ojos azules le conferían a su mirada una profundidad que solía robarme la cordura. Aquél era un hombre maduro tan guapo como perverso. Y así lo deseaba; así me calentaba.

«Estás deliciosa, mi encantadora niña.» me escribió él.

«Gracias, pero en serio, deja de mirarme, o lo arruinarás todo.»

Nos miramos desde la distancia, mientras alguien entonaba algún villancico por ahí, y volvimos a sonreírnos. Nadie nos miraba. Nadie sabía lo que había entre los dos. Y eso me excitaba.

«Te noto muy tensa, mi niña; quisiera poder darte un masajito en tu espalda desnuda.»

Tragué saliva. Miré la hora y vi que habían pasado varios minutos desde que Jorge se hubiera perdido con «Renatita». Luego miré hacia la izquierda y escuché las carcajadas que protagonizaba Raquel, esa inmunda esposa de mi amante, que al parecer tenía su vista fija sobre mí, en un claro hecho donde me criticaba junto a sus amigas.

«Tenemos un acuerdo, señor Abascal» le recordé para frenarlo. Y agregué un emoticón de diablita.

Él leyó y se relamió los labios.

«Cómo quisiera estar entre tus piernas»

No respondí nada, sólo reí. Y ante mi falta de respuesta, volví a recibir un nuevo mensaje:

«Esta noche no te irás de mi casa sin haberte penetrado» me sentenció. Y yo quedé helada, sobre todo cuando Jorge volvió a posicionarse junto a mí, recogiendo mi brazo.

Y a lo lejos vi a Aníbal sonreír, poderoso, sardónico, seguro de sí mismo. Y me molestó su actitud irónica, siempre burlesca. Y odié que mirara a Jorge con sorna, diciéndole con la mirada que me había follado, que le habíamos puesto los cuernos y que por lo tanto era un tipo insignificante. Y yo, para salvar su honor, le di un beso en los labios, discreto, pero lleno de amor. Jorge respondió a mi beso acariciándome una de mis mejillas.

Y a lo lejos, escuché de nuevo una de las carcajadas de mi amante, cuyo significado solamente yo fui capaz de entender.

«Te voy a rellenar tu estrecho coñito, mi encantadora mujer» leí de costado un nuevo mensaje procedente de él.

«Sueñas» le respondí como final, cuando tuve oportunidad, pidiéndole a Jorge que saliésemos al jardín. Para alejarme de Aníbal. Para alejarme de Raquel. Para alejarme de «Renatita.» para Alejarme de todo.

III

Esa noche, previo a la cena de navidad, sufrí las peores humillaciones que una mujer puede recibir de otra mujer. Me refiero a Raquel, la hermana de mi pareja, mi cansina cuñada, que, entre eufemismos baratos, reunidos en la sala de estar, no se cansaba de recordarme lo poquita cosa que era al lado de su hermano.

—No la escuches, Livy, por favor, no la tomes en cuenta —me susurraba mi novio.

Lo peor es que esta clase de ofensas, clasistas y racistas (pues se creía de una clase superior a la mía) no eran eventos nuevos, sino que se remontaban a inicios de mi relación con Jorge.

Las palabrerías ofensivas continuaron en la mesa, previo a la cena de navidad, burlándose de mí, humillándome; ofensas a las que yo, para sorpresa de todos, después de tantos años, le respondí por primera vez con la misma acritud con que ella las dirigía a mí. Nuestros dimes y diretes fueron tan intensos y cada vez más crecientes, que seguramente Aníbal, en un oportuno intento de evitar una confrontación, se puso de pie, proponiendo el brindis que antecedía a la cena, diciendo:

—Bueno, pues yo iré por las botellas, que es tradición que el anfitrión vaya por ellas.

Y como mi odio hacia Raquel y mi rabia hacia Jorge, que no dejaba de mirar a «Renatita», a la que mi cuñada no perdía la esperanza de emparentarla con su hermano, era tan abundante, no perdí la oportunidad de cometer el peor error que pude haber propiciado esa noche, cuando dije en voz alta:

—Le acompaño, Aníbal.

La cara de mi concuño fue primero de sorpresa y luego de victoria. El resto de miradas se posicionaron sobre mí cuando Aníbal se acercó a mí, y con caballería me recogió del brazo y me llevó consigo hacia una ante sala que estaba lo suficientemente alejada para huir de aquella sordidez, pero lo suficientemente cercana para oír a lo lejos sus murmullos.

Cuando pude me solté de su brazo y avancé hacia adelante, rumbo a una puerta de madera que tenía grabada la palabra «Vinatería.»

De una forma mucho menos descarada pero igual de morbosa, sabía que el cuñado de mi novio miraba mis nalgas, y, pensando en ello, contonee mis caderas de forma más sensual, abrí la puerta y me introduje en el saloncito decorado con madera de caoba.

Al entrar había un sofá de cuero en armonía de la decoración, y en el fondo estaba una barra/vinoteca, semejante a la de aquella casa, sobre la que habíamos fornicado como conejos. Me detuve en el centro de la estancia y pronto sentí una poderosa dureza procedente de la entrepierna de Aníbal, quien se acercó a mí para quitarme el abrigo;

—Te está asfixiando, mi pequeña —me dijo.

Y yo me estremecí, e involuntariamente eché mi culo hacia atrás para sentir aún más su erección, y él suspiró.

—¿Estás bien? —me preguntó, posicionado detrás de mí—. Te noto tensa.

Meneó la cintura y me siguió restregando su poderoso bulto.

—Só…lo… un poco ma…reada —simulé un vahído.

—Jorge me comentó que habías estado un poco estresada —me dijo en un susurro violento, con sus labios pegados a mi oreja derecha.

—Ansiedad… cr…eo —me diagnostiqué, aplastándole mi culo con suaves movimientos sobre su polla, que palpitaba debajo de su pantalón sobre la tela de raso de mi vestido.

Extendió sus brazos hacia delante y frotó mi vientre. Y yo jadee, sintiéndome cerdísima.

—¿Quieres que vaya por algún analgésico? —me ofreció con otro susurro, y casi sentí su lengua húmeda serpenteando en mi lóbulo.

—No… sólo quiero perm…anecer un mome…nto aquí… recostada —señalé como pude el sofá que estaba a nuestro lado.

—¿Te molestaría si te ayudo a liberar un poco la tensión, princesita?

—No… claro… hazlo… por favor —cedí a sus encantos.

—¿Confías en mis manos, preciosa?

—Completamente.

Aníbal se apartó de mí, me ayudó a sentarme en el sofá y se dirigió a la puerta, cuando oímos que alguien se acercara. No tuve el valor de mirar hacia afuera, aunque me tranquilicé cuando mi acompañante le decía al recién llegado algo como «no estamos aquí, estamos en cualquier parte, pero no aquí». «Sí, señor» respondió el hombre como si fuese el respondo de una oración «Cubre mis flancos» le dijo mi concuño como final a su empleado de confianza.

Y Aníbal entró de nuevo a la vinatería, cerró la puerta con pestillo desde adentro y me dijo:

—Recuéstate boca abajo, cielo, en el sofá.

El pecho me palpitó muy fuerte.

—¿Cómo?

—Voy a darte un masaje —me dijo, acercándose a mí.

—Aníbal… yo…

—Sólo tenemos unos minutos —me advirtió.

Y miré la hora en mi teléfono y suspiré.

—Aprovechémoslos, entonces —no sé por qué le dije aquello.

Me obligué a pensar que con tan poco tiempo a nuestro favor, iba ser imposible claudicar de nuevo a la lujuria. Sólo sería un masaje y volveríamos. Nadie podría sospechar.

—Gracias por el vestido —le dije, cuando me recosté boca abajo en el sofá y acomodé mis enormes senos en la tapicería—, es precioso.

—Un vestido lo hace lucir la portadora, no la prenda en sí, querida niña, y tú lo haces destacar extraordinariamente. Todas las miradas están puestas en ti —me halagó.

Cerré los ojos cuando sentí que los laterales del sofá se hundían, pues Aníbal estaba colocando sus rodillas a mis costados, una a cada lado de mis piernas. Y un escalofrío me obnubiló.

—No pretendía llamar la atención —admití avergonzada, pensando en la incomodidad de Jorge.

—Tú llamas la atención con vestido o sin él. No quiero imaginarme lo que sería que te viesen desnuda.

Cuando menos acordé, sus dedos ya recorrían mi espalda desnuda, en tanto su entrepierna comenzaba a acercarse a mis nalgas, que estaban puestas debajo de él, apuntando hacia su bulto.

—A tu mujer le daría un infarto —intenté reír, para pensar en otra cosa.

—Ya le ha dado el infarto al saberte la más hermosa de esta noche.

—Y como venganza no se ha cansado de humillarme delante de sus amigas —la acusé—. El odio que siente hacia mí se robustece día con día.

—Es que te has comido a su marido, ¿te parece poco? —se echó a reír.

—Ella me odia desde antes de que «te comiera» —le recordé.

—Ufff. Qué rico ha sonado eso, cariño.

—Aníbal, por favor, pórtate bien.

—Sí, sí, lo hago, sólo te estoy dando el masajito. ¿Lo estoy haciendo bien?

—De maravilla —jadee.

Sus dedos eran ásperos, fuertes, una firme remembranza de su época como militar en las fuerzas armadas. La intensidad de sus caricias me mojaron. Mordí el cuero del sillón y mis pezones pronto se me endurecieron. Aníbal estaba encima de mí, sobre mi culo, con su enorme y dura protuberancia enterrándose entre el medio de mis nalgas, sobre mi vestido.

Las hormonas me ardieron por dentro y poco a poco comenzaron a estallar.

—¿Todo bien? —quiso saber.

—S…í… todo…  bien…

Lo sentía pesado contra mí, era como si su dureza ansiara traspasar su pantalón y enterrarse entre el hueco que separaba mis dos nalgas.

Después de lo que había ocurrido con él hace dos días, todas las fibras nerviosas de mi cuerpo se hallaban encendidas; estaban sensibles, siempre a la expectativa.

—Tu pulso se ha acelerado —me dijo cuando tocó las pulsaciones de mi cuello.

—No sé por qué será —vacilé, manteniendo los ojos cerrados.

Desde esa noche me mojaba con facilidad, hasta estilar, y mis deseos de amasar mis pechos y estirar mis pezones, introduciendo un plátano grueso en el interior de mi vulva, era voraz.

—¿Lo sientes, Livia… lo sientes?

Se refería a su duro bulto.

—Sí…

—Esto es lo que me provocas —me acusó.

Y ahí estaba yo, con mis enormes y gordos pechos aplastados contra el cuero del sofá, mientras mis dientes mordían la funda del cojín para evitar expulsar gemidos que me pusieran en entredicho ante el hombre que se había quedado afuera a cuidarnos los flancos.

—Mmmh —jadeó él.

Simulé extenuación, para no hacerme cargo de los errores que estaba cometiendo. Simulé olvido, para evitar hablar de esto en el futuro. Simulé indiferencia, para no sentirme culpable de estar en la casa de la familia de mi futuro esposo, mientras el marido de su hermana restregaba su miembro endurecido sobre mi culo.

—Ufff —no pude evitar gemir.

Me arrepentí al instante. Esperé que mi acometedor no se hubiera dado cuenta de mi excitación, pero ya era demasiado tarde.

—Estás… que revientas, mi amor.

Me pregunté si de verdad le gustaba, o sólo era el morbo que le generaba ser la novia de su cuñado, mi cuerpo, mi cara y mi voz. Mis burdas insinuaciones. Todo lo que habíamos hablado o vivido entre los dos nos había puesto en una predisposición para esto que estaba ocurriendo ahora.

La tensión sexual había sido real, desde el principio. Y me daba miedo, Dios mío, me daba muchísimo miedo un día no tener la fuerza de voluntad para refrenarme y dejarme ir a donde sea que él y la lujuria me llevaran. Y, sin embargo, pensé en Raquel humillándome «tú no tienes cabida en nuestra foto familiar», pensé en Jorge y en la primera cena a la que me había llevado con su familia, diciéndome «¿cómo puedes ser tan burda, Livy? ¡Esa ropa que llevas puesta que hace ver muy mal!» Y pensé en esa estúpida de Renata de Valadez.

Y me importó un carajo lo demás.

Me dije que lo que estaba haciendo era una acción compensatoria. Un reparador de daños. Y me permití fantasear con Aníbal Abascal, y lo que pasaría si, de un momento a otro, me giraba, me arremangaba el vestido, le abría las piernas y le confesaba la verdad: que quería que me cogiera duro, muy duro… hasta hacerme bramar como una puta de verdad.

—Más duro… —verbalicé mi fantasía sin querer, y Abascal suspiró.

Entendí que él había captado mi comentario, y aunque podría significar cualquier cosa (en ese juego de doble sentido) él se comportó como si de verdad me la estuviera metiendo en lo más hondo de mi útero.

—¿Así, mi gatita hermosa, así de duro? —me preguntó frotándome su paquete duro en mi culo.

De pronto sentí cómo Aníbal maniobraba detrás de mí, haciendo movimientos de apareamiento encima de mis nalgas, como si yo fuese su perra y él un semental que me estaba penetrando. Desde luego, su masaje sobre la espalda también fue más intenso, que se supone que era lo que yo le estaba solicitando.

Y por inercia volví a gemir. Esta vez de forma más descarada. Y mi corazón comenzó a latir sin parar. Mi frecuencia cardiaca se volvió frenética, y mi respiración bastante densa y agitada.

—¿Te gusta…? ¿Te gusta? —oí su demoniaca voz varonil desde la distancia: ardorosa, perversa.

—S…í, me enca…nta  —confesé sin límites, mostrándome cínica, sucia. Perversa también.

Nuestros amores, los hermanos Soto (su esposa y mi futuro esposo) estaban fuera, congregados en una larga mesa esperándonos para cenar. Y nosotros sin llegar, porque él: mi fantasía sexual, mi gran pecado, estaba allí, encima de mi culo, restregándome su polla.

No sé cómo pasó, pero comencé a levantar mi culo para sentir con mayor precisión su dureza, para indicarle que estaba caliente, que quería más, no sólo frotamientos. Me restregué a él, y él se friccionó más fuerte hacia mí, y continuó:

—¿Te gusta, mi niña traviesa?

—Sí… me encanta… papi…

—¿Quieres que pare?

—No, por favor… más… fuerte… dame más… duro…

—Eso es, mi pequeña, dime papi, me pone cachondo que me digas papi…

E incrementó sus movimientos de apareamiento. Sentí su cuerpo cada vez más pesado sobre mi culo, pues casi se había recostado sobre mí, y su respiración también se hizo densa y agitada.

—¡Ah, por Dios! —jadee—. ¡Así… así…!

Era un descaro total. Un descargo de ansias contenidas, al menos de mi parte. Y me volví a preguntar si este juego era real o sólo producto de mi imaginación o de una pérfida fantasía.

—Ufff… sí, sí… —Quise que escuchara mis gemidos, mis dolorosas plegarias.

Que me idealizara en una gran cama con sábanas blancas, recostada boca arriba, con las piernas abiertas, y él encima de mí, metiéndomela.

—Lo sé, yo sé que te gusta, claro que lo sé —jadeó con un tono animalesco, violento, ávido.

Yo me seguí restregando contra el sofá, imaginando que sus manos me amasaban mis tetas, que me jalaba mis pezones. Y él me estaba cabalgando. Y yo tenía la excusa perfecta para tal descaro «un masaje para el estrés»

A estas alturas, podía sentir que mi tanga estaba siendo mordida por mis labios vaginales, mojados, hinchados de placer.

Y ya no pudimos soportarlo más; ni él ni yo. Ni su polla ni mi sexo: y sabía que si nos quedamos un minuto más allí, ocurriría eso a lo que estaba rehuyendo, por eso le dije entre gemidos:

—Aníbal… por favor… volvamos a la mesa…

—¿Cómo…?

—Volvamos…

—¿En verdad quieres que volvamos?

—Sí…

—Yo quiero follarte, princesita, ¿quieres que te folle o que volvamos a la mesa?

—Sí…

—¿Sí volvemos a la mesa?

—Sí, fóllame.

Cuando menos acordé, había expulsado las palabras. Y Aníbal, incorporándose un poco más, me hizo girar, de manera que mi cara se encontrara con la suya. Y lo atrapé de la nuca, lo atraje hasta mí y le ofrecí mi lengua mojada. Él la aspiró con su boca y nos lengüeteamos, chupamos nuestros labios y seguimos desplazando nuestras lenguas incluso fuera de la boca.

—Dilo —me ordenó…

—¿Qué cosa?

—Que te coja duro…

—Sí… Mmmghgh, cógeme…mghm…durmmghro…

—Dilo…

—¿Qué digo…?

—¿Qué eres de mí…?

—Yo… soy tu puta….

—¡Dilo… todo… todo… dilo…!

—¡Soy tu puta, y quiero que me cojas duro!

—¡A mi princesita lo que ordene!

Fui yo la que empleó sus dedos para remangarse el vestido, que como era un corte de sirena, requirió de mucha paciencia y maña hasta lograrlo.

Cuando me di cuenta, la parte inferior de mi vestido ya estaba enredada a mi cintura, mis piernas libres y separadas, enfundadas en un par de sensuales medias de nylon, atadas a las caderas por medio de ligueros, los tacones anclados en el sofá, y mi tanga mojadísima incrustada en mi rajita.

—Si lo hacemos… Aníbal… seremos unos hijos de puta —le dije, todavía con remordimientos, desenterrando el hilo de mi tanga de entre mis gajos vaginales y haciéndola aún lado, mientras él permanecía de rodillas entre mis piernas, sacándose su temible y poderoso falo venoso, por el hueco de su bragueta, para después apuntarlo hacia mí—. ¡Ellos… están… a pocos metros de nosotros… y…!

Pero él estaba concentrado mirando hacia mi sexo, hambriento, ávido, lujurioso:

—Quisiera chuparte esa rajita encharcada hasta hacerte correr como una puta, mi amor… pero el tiempo apremia…

—Aníbal… —dije con un erótico gemido.

—Ufff, mi vida… —se acercó un poco más, mirando detenidamente el océano hirviente que había entre mis piernas—; ¡si pudieras ver cómo estás chorreando, mi pequeña guarra calentona, te mueres de placer!

Aun si «el tiempo apremiaba» Aníbal no pudo contener la tentación de darme unas chupadas de coño, que estaba caldoso y empapado, produciéndome un pálpito que me obligó a jadear, presionar mis manos contra su cabeza, y ahogarlo entre mis charcos hasta dejarlo con la boca estilando de mis febriles flujos, los cuales, al incorporarse, hizo chapotear con su lengua, complacido.

Y no hubo más preliminares. No había tiempo para recrearnos, para adorarnos nuestros cuerpos, para reconocernos la piel. «El tiempo apremia». Así que fuimos a lo nuestro, antes de que alguien nos buscara; antes de que alguno de los dos se arrepintiera (como si acaso hubiese sido posible).

—¿Quieres saber a qué saben las putas? —me preguntó sonriente—. Saben a esto…

Al mismo tiempo que clavaba su verga sobre mi estrecho coñito, se tendió completamente sobre mí, a fin de darme su boca y hacerme probar los restos de mis propios fluidos vaginales.

El aroma de mis caldos, la estocada de su falo, y la contracción de mi útero al sentirlo tan adentro me hicieron temblar y sollozar de satisfacción.

—¡Aaaahhh!

—¡Shhh! —me advirtió mi macho, acallando mi sollozo devorándome la boca.

Rodee mis piernas sobre su torso e hice por impulsarlo hacia mí.

—¡Qué rico… por Dios… Aníbal… qué rico se siente…!

Sus embestidas eran tan certeras, tan hondas, tan colmadas de carne, que el hormigueo de vulva se esparció por todo mi cuerpo.

—¡Absórbelo, putita… absorbe mi verga hasta tus entrañas así como sabes hacerlo! ¡Ufff… Livia Drusila…! ¡Después de ella… nuca sentí un coño tan estrecho como el tuyo…!

—¿Ella…? ¿Cuál ella…?

—¡Ohhhh!

—¡Ahhhh!

En la mesa del comedor, alguien seguía cantando villancicos; Raquel seguramente estaba repartiendo las hojas de cánticos para que la espera de los vinos fuera menor, y Jorge y Renata debían de estar conversando sobre sus ridículas infancias juntos.

Mientras tanto, en el interior de la vinatera, con un hombre protegiendo la entrada, estaba yo en una nueva posición; yaciendo de pie sobre mis tacones, con las piernas medio separadas, el largo de mi vestido enroscado a mis caderas, con mis antebrazos apoyados sobre la encimera de la barra, junto a las cuatro botellas de lambrusco que Aníbal acababa de bajar, y con mis abultadas nalgas agitándose sobre el pollón de Aníbal, que, tras servir una copa de vino para los dos, se disponía a volvérmela a meter.

—Brindemos —me dijo sonriendo, dándome de beber—, porque somos unos hijos de puta.

Y luego clavó su falo entre mi acuosa caverna de carne, volviéndome a dilatar el coñito con su circunferencia, en tanto sus dedos hurgaban entre mis cabellos, a la altura de la nuca. Y ladeó mi cabeza hacia él, que se acercó hacia mí, de manera que mi boca y la suya se encontraron a fin de compartir el vino que aún almacenaba mi boca. Nuestras lenguas nadaron entre las burbujas espumosas del lambrusco al mismo tiempo que sus caderas se impulsaban hacia atrás y hacia delante, metiéndome su falo y sacándomelo, a veces, lento, a veces fuerte, en medio de un estado de ardentía que me tenía sometida al placer.

El vino resbaló por mi esófago al mismo tiempo que su verga resbalaba por mi útero.

—¡Ouughh! —jadee.

Aníbal metió su mano a mi vestido, y sacó por el costado mi pecho izquierdo, el cual dejó desnudo, pesado, con su pezón erecto colgando sobre el aire, mientras atrincaba el escote entre el canalillo para evitar que mi seno se escondiera de nuevo. El otro pecho permaneció oculto, pero igual de caliente.

—¡Qué tetas tan gordas y duras tienes, preciosa!

Advertí la caldosa cabeza de su verga ingresando despacio sobre mi estrecho agujerito, que lo recibía acuoso, caliente, estilando.  Con una de sus largas manos me sujetó de una nalga, y con la otra me estrujó el único seno que colgaba por el lateral de mi vestido.

Y continuó invadiéndome; y su enorme longitud y circunferencia se enterró sin descanso, acalorándome el coñito y engrosándomelo.  Mi espalda se arqueó hacia abajo por inercia mientras me llenaba de su polla, y mis gemidos no pudieron controlar la poderosa necesidad que había de expresar mi satisfacción.

—¡Oh por Dios, papi, papi! ¡Aaahhh!

Metió un dedo a mi boca para aplacar mis aullidos de perra lasciva, sin éxito; luego dos, luego tres, y cuando fueron cuatro mi lengua comenzó a lamerlos por impulso, llenándolos de saliva, de vez en cuando mordisqueándolos.

—¡Hummhg! ¡HumHhhg!

—¡Pfff! —bufaba mi concuño mientras me follaba.

Sacó los dedos de mi boca y luego los sentí hurgando mi empapada vagina. Los metió hasta mojarlos y nuevamente me los entregó a mi boca para que volviese a probar el sabor de mi sexo.

Y se reanudaron las fuertes metidas, y sentí sus huevos chocando contra los gajos de mi vagina, notando cómo ante cada estocada, pequeños goterones de mis jugos se expulsaban desde mi útero, mojando la madera con que estaba forrado el suelo.

Y comencé a menear el culo, en hondas, para que su verga se restregara por todo el interior de mi vagina. Las oleadas de sensaciones que surgieron en mi interior se irradiaron hasta mis entrañas, mi vientre, y fue subiendo hasta mis pechos, mis pezones, que parecían querer explotar de lo pétreos que se encontraban.

Mi amante continuó horadándome y yo seguí moviendo mis caderas, para enterrármela hasta adentro, para sentir mayor placer. Ladee mi cabeza hacia atrás y lo vi con la cabeza echada hacia atrás, con la corbata restirada, su boca entreabierta, sus ojos cerrados, su nariz aspirando todo el oxígeno que podía y su cuerpo en un estado permanente de excitación.

El chapoteo de mi acuoso coño al contacto de las penetraciones de su caliente verga se unió a nuestra sinfónica de gemidos. Y el cosquilleo de mi sexo se incrementó. Pronto vinieron solas las convulsiones, propiciadas por las oleadas de placer, seguido de ese peculiar deseo femenino de querer orinar justo cuando se acerca el orgasmo.

Las estrujadas de tetas, las metidas de verga sobre mi coño, y el morbo de saber que nuestras parejas nos esperaban afuera propiciaron que me doblara de rodillas tras un poderoso orgasmo que hizo estremecer mi cuerpo y la barra misma, provocando que tres botellas se tambalearan y se estrellaran contra el suelo.

—¡Ahhhh! ¡Ahhhh! ¡Ahhhh! —gemí.

—¿Todo bien, señor? —gritó el hombre que cuidaba afuera.

—¡Todo perfecto, Ezequiel! —se carcajeó Aníbal, casi al mismo tiempo que me susurraba—. Yo también me corro, mi pequeña… me corro…

—¡Córrete fuera de mí! —le advertí, intentando recuperarme de semejante orgasmo.

—¿Lo va a desperdiciar? —Se refería a su semen, por supuesto.

—No voy a tomarme otra vez la píldora del día siguiente —me quejé, apaciguando los temblores de mis muslos y mi vientre.

—Entonces… trágatelos… mi niña…

—¿Qué?

—¡Que te tragues mi leche!

Después de mi escandalosa corrida, sentí que todo lo que pasara después ya era ganancia. Mis piernas seguían temblando, así que cuando menos acordé, me hallaba de rodillas delante de él (por fortuna los cristales de las botellas rotas estaban del otro lado de la barra, aunque el líquido estuviese esparciéndose hacia donde yo me encontraba) con mi boca abierta y la lengua de fuera a la altura de su polla.

Los lechazos expulsados de su glande impactaron directo en mi garganta, pues cuando advertí sus bufidos adiviné que ya estaba por correrse y me la metí en la boca. Lo que menos se me antojaba era que su esperma cruzara mi cara y arruinara mi elaborado maquillaje. Además no había mucho tiempo para volverme a maquillar.

—¿Señor? —dijo el hombre de afuera—, me temo que la señora comienza a preguntar por su demora.

—Ve y dile, sin que nadie te escuche, que mi demora se debe a que rompí por accidente varias botellas y estoy limpiando el desastre. Asegúrate de que te cree y vuelve de nuevo a tomar tu lugar.

—Como diga, señor.

Minutos después ya me estaba alisando la tela inferior de mi ajuar, tras haberme ajustado mis tetas dentro de mi vestido. De prisa extraje mi pequeño neceser de cosméticos para retocar mi maquillaje, sobre todo el labial, que lo tenía completamente arruinado. Más tarde, mientras ajustaba la corbata de Aníbal, sus manos inquietas comenzaron a estrujarme el culo.

—Ufff, mi niña traviesa, tienes un culotote de infarto. No me canso de tomarlo, de desearlo, de querérmelo comer y de aplastarlo todo el tiempo.

—Deja mis nalgas en paz, Aníbal, que me vas a volver a desajustar mi vestido. No, no, ya no me beses, con el trabajo que me costó limpiarte. Además… no quiero que mi aroma quede en tu ropa o en tu piel. Con el trabajo que me costó quitártelo con la toalla húmeda de vino.

—Ya huelo a ti, preciosa; huelo a tu perfume, a tu sudor femenino, a tu boca, a tu sexy aliento y, sobre todo, a tus caldos vaginales.

Suspiré cuando corroboré que el cuñado de mi novio no tenía labial en su cuello, en su saco ni en su camisa, que encima era blanca.

—¿Nos vamos? —le dije respirando hondo.

—No por placer —me dijo, dándome una última nalgada—, que si por mí fuera, me quedaría aquí cogiéndote toda la noche.

No dije nada. Tragué saliva, y los nervios comenzaron a abordarme. Lo único que me faltaba es que Raquel no se hubiera tragado la justificación de nuestra tardanza, que Jorge comenzara a sospechar cosas raras; o que algo mal puesto, pintura o aroma, delatara nuestra infidelidad.

Habíamos pisado la línea roja, y ambos teníamos en cuenta que una vez que tocas esa línea, se te hace más fácil atravesarla la próxima vez.

—Quiero que estés tranquila —me dijo Aníbal antes de abrir la puerta del ámbito—. Ha sido… culpa de tu estrés —convenimos ambos como si estuviésemos firmando un descargo de responsabilidades—. Nunca tengas miedo cuando estés a mi lado, Drusila, yo voy a protegerte siempre, incluso de ti misma.

Tragué saliva, lo miré de soslayo y caí en la realidad de lo que habíamos hecho. Y mis ojos se aguaron, mi pecho tembló, y la pesadumbre y vergüenza de tener que volver a ver a Jorge a la cara me sometió.

—Esta no soy yo… Aníbal… yo no soy así… La Livia que es novia de Jorge jamás habrí…

—La Livia que es novia de Jorge no es la Livia que me acabo de follar, eso está claro. Tú eres Drusila, y de ella me encargo yo.

Salimos de la vinatera; mi concuño más íntegro y perfecto que yo, cargando en su mano derecha una cubeta con cuatro nuevas botellas de vino con las que brindaríamos, cuando de pronto sentí irme de bruces al darme cuenta de que Ezequiel, un hombre que conocía a Jorge a cabalidad, era nada menos que el fiel sirviente que había estado custodiando la puerta, pendiente de lo que dispusiera su señor.

¡Dios Santo! ¡Dios Santo! ¡DIOS SANTO!

Sentí que la quijada se me caía al suelo y que mi corazón se saldría por mi boca. Aníbal debió notar mi terror porque no tardó en decirme:

—Tranquila, es de mi entera confianza.

Atisbé a Ezequiel a hurtadillas y hallé en él disimulo y discreción. Actuaba como un perro amaestrado, como solía decir Jorge. Yo misma lo noté desde que se presentó en mi apartamento días antes para hacerme entrega de las llaves del vehículo que me obsequió Aníbal. De todos modos la vergüenza me pudo y esquivé la mirada con presteza.

¿Cómo podría ver a ese hombre a la cara de ahora en adelante después de lo que había atestiguado? ¿Qué estaría pensando de mí? Pues eso, lo que era, una imbécil, una zorra desconsiderada. ¡Una maldita puta que se dejaba follar por el hombre que había hecho las veces de padre de su novio!

—Limpia el desastre, cierra la puerta y te vienes a la mesa —le ordenó Aníbal al pasar a su lado con bastante indiferencia, como si Ezequiel fuese un gato sin sentimientos que sólo actuaba por inercia.

—Así será, don Aníbal —respondió él; y de soslayo me pareció apreciar en la mirada de Ezequiel un odio excesivo hacia su jefe, un odio y resentimiento tan intenso que a los segundos pensé que era imposible, y que sólo había sido una alucinación de mi mente, producto de mis nervios.

Hice acopio de valentía y traté de serenarme. «Suspira, Livia, suspira.»

Me dije que si Aníbal no tenía rastro de preocupación por lo que su escolta y secretario personal hubiera podido escuchar o mirar, mucho yo menos yo tenía que tener razones para tener miedo.

—Vamos —me instó Aníbal, desprendiéndose de mi cintura para asirme del brazo antes de llegar al umbral del comedor.

—¿Y ahora…?  —dije asustada, cuando faltaba poco para volver al gran salón—. ¿Y ahora, Aníbal? Ese hombre… Ezequiel… conoce a Jorge… y sabe que yo… si le dice a Raquel… tú… yo… ¿Y ahora?

—Y ahora, querida —me dijo mi amante en un susurro—, ve pensando cómo le vas hacer, que antes de año nuevo te quiero tener a cuatro patas sobre el escritorio de mi despacho, mientras tu novio trabaja a tres metros de nosotros.

—¡Aníbal! —me horroricé.

Al volver al salón comedor choqué de frente con la realidad. Fuertes oleadas de agitación y arrepentimiento golpeaban mi conciencia. ¿Qué habíamos hecho? Aunque, la pregunta correcta era, ¿cómo podía actuar Aníbal Abascal con tanta frialdad, como si no hubiera pasado nada?

—Vaya, cachorrito —le dijo a mi novio cuando me entregó a él como si fuese una de sus pertenencias—, la suerte que tienes de tener una chica tan espontánea, ocurrente y perspicaz como ella. —Sentí de nuevo que me caía de bruces. El descaro de Aníbal me asustó momentáneamente—. ¿Vino o tequila para brindar? —le preguntó, mientras sus dedos hurgaban sobre mis nalgas.

—¡Levanten sus copas! —dijo mi amante y anfitrión minutos más tarde—, y brindemos nosotros, por la vida, y porque cada cosa que se propongan se realice sin demora ni cansancio. Feliz navidad, familia y amigos, y que el año próximo sea tan… placentero como lo ha sido para mí esta noche.

—¡Salud! —dijimos todos, mientras nuestras miradas se cruzaban.

Después de la cena me fui al servicio de aquella mansión para lavarme el coño con agua tibia. Esa noche  seguía muy cachonda, y Jorge sería quien aplacara el fuego que no había podido apagar del todo su cuñado.

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¡FELIZ NAVIDAD, AMIGOS!

Este es mi regalo de navidad, extraído de un capítulo no publicado de los libros oficiales de la historia de Livia; puede leerse de manera independiente, para quienes nunca antes hayan leído nada de mí, ya que lo adapté para que no interfiriera con el futuro de la obra. Gracias.

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