Noche

Algunas noches de M.

...pero lo más agobiante del fin de semana son las noches, cuando después de tanto delirio, de tanto ser usada, de tantas charlas intensas y tantas fantasías colmadas, él prepara a M para dormir. Primero le da un baño largo y relajante, en el que hacen chistes y conversan como cualquier matrimonio bien avenido. Luego él la seca, le unta crema en todo el cuerpo para humectarla y la lleva desnuda a la cama. Le sujeta sus tobillos y sus muñecas con sendas esposas forradas, la arropa bajo las sábanas, le da el control remoto para que ella pueda ver la tele mientras él prepara una cena frugal. Apenas unas rebanadas de fruta, un vaso de leche o un café. Él le da todo en la boca con mucha paciencia. Entonces parecería que él es el siervo y ella la dueña. Alguna vez M se lo hizo ver. Él lo pensó un poco y terminó resolviendo:

—En todo caso, tú y yo seremos siervos de tu cuerpo. Pero mira qué paradoja: tu cuerpo es nuestro dueño solamente cuando se le puede someter.

Ella se estremece cuando él juega a estos requiebros. Sólo acierta a sonreír y a ahogarse en el silencio. Aunque para este momento ella aún tiene permitido hablar, la fascinación de irse sintiendo solamente su cuerpo la hacen anularse y precipitarse al abismo de su docilidad. Termina de cenar con calma y paciencia, recibiendo pequeños besos en la frente y el cuello. Entonces, él pone alguna película en la videocasetera. Nunca erótica o siquiera amorosa; no le gusta atizarla de manera tan obvia. Escoge películas de ritmo lento; incluso aburridas. Busca adormecer un poco a M para entonces jugar.

Por supuesto que M no puede dormir. Estar sujeta de los tobillos y las muñecas ya es suficiente para tenerla en tensión. La tensión crece cuando él le pone el collar. De éste pende una cadenita. La cadenita se sujeta a las esposas de las muñecas. Es lo bastante larga para que ella pueda flexionar los brazos, pero también lo bastante corta como para que ella no pueda llevar sus manos hasta su pubis. M queda cómoda, pero también ajena de sí. Sin nada que pueda hacer, se acurruca al lado de él y mira la soporífera película. Pareciera que él también tiene controlada su atención, porque apenas siente que ella se va dejando atrapar por la trama y las angustias de los personajes, saca del cajón el antifaz y anuncia:

—Hora de dormir.

M sabe que cuando su amante cubre sus ojos, ella también tiene prohibido hablar. Tiempo atrás osó hacerlo, con un par de cachetadas aprendió que a partir de entonces sólo se desea de ella su silencio. Mejor: nada la conforta tanto como este abandono, esta mudez y ceguera nocturnas que la concentran en sentirse ese objeto que él quiere que sea. Aun escucha los diálogos de la película, aun siente cómo él se reacomoda y gruñe o bosteza según lo que ocurra en la televisión. Pero de pronto deja de escuchar la tele y eso la despierta. Escucha el clic que apaga la lámpara, y como perro pavloviano sus pezones se endurecen y su coño se empieza a humedecer.

Sabe que debe acomodarse en su flanco, en posición semifetal. Detrás de ella siente cómo se acopla el cuerpo de él. El calor de su cuerpo en su espalda, en sus nalgas, en sus corvas. Por acto reflejo intenta separar los tobillos; le gusta sentir que su voluntad es inútil. Siente la respiración de él en su cuello y su oreja. Y de pronto, uno de los brazos de él pasa por debajo del torso de M. La mano queda a la altura de sus pechos, extiende los dedos y casi sin quererlo la empieza a rozar. La otra mano de él se cuela entre sus muslos. Los dedos, como cansados, apenas se posan en sus labios vaginales. Imposible no gemir quedito. Tiene prohibido hablar, pero a él le gusta escuchar sus jadeos. Le gusta calmarla.

—Tranquila, muñeca. Intenta dormir.

Pero es tan agobiante el asedio de estas manos. Una hace giros en sus pezones; los roza, los borda, apenas los pulsa, inesperadamente los pellizca. Los arabescos en sus pechos son tan impredecibles, que M rara vez puede adivinar. Pero más inquietante es la mano que hurga entre sus piernas, sin que ella pueda hacer nada para evitarlo. La mano poco a poco se acomoda. M ayuda separando los muslos hasta donde la unión de los tobillos se lo permiten. Después, palpitante, su coño recibe la morosa invasión. El dedo medio que roza, apenas dibuja la linea de su rajita. El dedo medio que poco a poco se va adentrando en los labios vaginales. No le cuesta trabajo: están tan lubricados que el desliz es natural. Los dedos se pasean por los labios interiores como si fueran un carmín, apenas pulsan el clítoris de M y se alejan sin la menor contemplación. Este lento acoso es desesperante. Las manos de él incendian todo el cuerpo de M, y M, callada, a oscuras, quietita, no puede hacer nada para rechazar el asedio ni tampoco para que las manos de él le otorguen placer más certero. Abandonada al lento accionar de su amante, a las caricias suaves y eternas, el casi inmóvil asedio provoca larguísimos escalofríos en el cuerpo de M.

En esos momento M ya no es M, sino un esbelto alarido en silencio. Una selva de gemidos aquietados. Un océano ahogado en un botellón. Porque la vigilancia de él es rigurosa, y apenas siente que el cuerpo de M pretende agitarse más de lo que él quisiera, las manos cesan las caricias, y el cuerpo de M, desconcertado, solloza la interrupción. En toda la noche sólo se oye la respiración agitada de M, y cómo, poco a poco, va amainando. Entonces las manos regresan a la tortuosa expedición. M debe armarse de paciencia y concentrarse en la quietud absoluta, para que no cese el lánguido manoseo. En ocasiones es tal la desesperación de M, que una lágrima se escapa y queda atrapada en el borde del antifaz. Él se complace en desquiciar la integridad de ese cuerpo, le gusta este dominio en silencio, no necesita insultarla ni azotarla para hacerla perderse de sí. Entre las nalgas de M se acomoda la verga del amante, se frota sin prisa, él prefiere desquiciar de ansias a M antes de terminar tan exquisito juego en una obvia penetración.

Después de un rato (pero tan largo rato, ¿cómo saberlo, si está a ciegas, si está inmóvil, si es un animalito demente por tan silencioso control?) él se finge dormido, deja las manos entre las piernas y los pechos de M, y le gusta sentir lo que M hace en esta aparente clandestinidad. Porque apenas M lo presiente dormido, empieza a frotar los muslos, suavemente, lentamente, largamente, uno contra el otro. Lo hace despacio y en calma, para no despertar al durmiente. El cuerpo de M, concentrado en sí mismo, persevera y se permite la tortuosa excitación. En ese momento M ya no es M, ni siquiera existe el cuerpo de M: esos muslos en tembloroso roce son una ansiosa energía en riesgo de explosión. Y al cabo del tiempo llega un potente, doloroso, silencioso orgasmo. Luego sigue el silencio, el abandono total. Acaso, un tenue temblor en el cuerpo desfalleciente de M. Nunca saben quien se duerme primero: la distensión es tan potente, que la conciencia de M y su amante se pierden en el temblor.

Despiertan muy tarde al otro día. Más que despertar, M renace. Él la libera, le da los buenos días, la besa largamente. Ella es dócil en su agradecimiento: desnuda se levanta a preparar el desayuno, húmeda ya de imaginar lo que ocurrirá en el transcurso del día.