Noah, una buena amiga

En un desplazamiento por motivos laborales conocí a Noah y, aunque yo no confiaba en ello, terminamos siendo muy buenos amigos.

Me enviaron “voluntario” a esa ciudad de la costa mediterránea para una sustituir a un compañero que había sufrido un accidente y andaba con una pierna escayolada hasta la cadera. Bueno, eso de que “andaba” es una licencia que me he permitido, por que andar, lo que se dice andar… más bien se columpiaba en dos muletas.

Acepté sin muchas protestas porque siendo de tierra adentro, pues la verdad, no es que me importara mucho pasar el verano cerca del mar, en un apartamento (que no estaba cerca del mar pero no demasiado lejos) pagado por la empresa y con la promesa de que podría disfrutar de él en mis vacaciones, que serían en septiembre. Mi jefe trató de terminar de convencerme diciéndome “¡Ya veras, te hartarás de suecas!” El pobre vivía todavía en los años sesentas. Aunque yo pensé que si no había suecas bien podía haber de otras nacionalidades y que si Alfredo Landa triunfaba, yo, un poco más agraciado, y perdón por mi inmodestia, a lo mejor también me podía pasar un buen verano.

No tardé mucho en darme cuenta de que el pasar las tardes en la playa no iba conmigo, así que solo iba una hora, dos como mucho, y no todos los días, cuando el sol empezaba a declinar y la temperatura ya no me agobiaba tanto. Tampoco las discotecas me decían mucho, las noches las pasaba en una pequeña plaza de la localidad, muy cerca del mar, en un local donde ponían muy buena música, allí no conocía a nadie, así que me ponía en un rincón de la barra, frente a un gran ventanal, y allí me tomaba mis copas hasta que decidía irme.

También había encontrado no muy lejos del apartamento un café a la antigua, allí iba todas las tardes, después de haber descansado una hora, a tomar el café y copa y a leer. El truco estaba en llegar antes de las cinco, pues entonces podía sentarme en la mesa que era mi preferida, también en un rincón y también junto al ventanal que daba a la calle. No muy lejos de mi mesa solía sentarse, sola, una chica, era de mi edad, muy bonita y también sabía el truco y siempre llegaba antes de las cinco. Solía irse un poco antes que yo. A partir de las cinco, el café siempre estaba muy concurrido y era imposible encontrar una mesa vacía. No era un lugar donde se fuera a jugar la clásica partida de tute o dominó, no, para eso ya estaba el bar de al lado, allí se iba a hacer tertulia o, como mucho, jugar al ajedrez, aunque solo había tres tableros, no recuerdo haber visto más. El café tenia aire acondicionado, a pesar de lo cual, varios ventiladores de techo movían sus aspas perezosamente evitando que el aire frio se embolsara en un solo lugar.

Una tarde aquella chica se retrasó y cuando llegó ya encontró “su mesa” ocupada, hizo un recorrido con la mirada por todo el local y viendo la imposibilidad de encontrar un sitio donde sentarse, se dirigió hasta donde yo estaba.

  • Perdona ¿te importa si me siento aquí en esta mesa? Es que ya no hay un sitio libre y necesito…

  • ¡Por favor! ---le dije levantándome un poco de mi asiento y señalando las sillas vacías.

Se sentó en la que estaba frente a mí, colocó sus libros y cuadernos en la mesa dispuesta a ponerse a trabajar.

  • Si te molestan los libros o te estorbo me lo dices, por favor. Es que tengo que terminar unos trabajos…

  • No te preocupes, solo leo.

  • Muchas gracias. Te conozco, pero no sé de qué.

  • Pues lo siento mucho, no recuerdo que nos hayamos visto y no creo que seas fácil de olvidar.

---Tan pronto lo hube dicho ya me arrepentía. — Lo siento, no pretendía…

Me sonrió y no dijo nada. Se puso con sus libros y yo con el mío. No fue hasta pasada más de una hora que me sorprendió diciendo:

  • Ya sé de qué te conozco.

La miré con sorpresa. — ¡Ah! ¿Sí? ¿De qué?

  • Tú vas con frecuencia al Aquelarre y sueles ponerte siempre en el mismo rincón. La chica de la barra nunca te pregunta que vas tomar y cuando llegas a tu sitio ya tienes la copa preparada. Se ve que eres cliente habitual.

  • Bueno, sí, no hace mucho que voy por allí. Quizás le haya llamado la atención mi rutina y al ir siempre solo, pues quizás… ¿Y cómo es que yo no te he visto?

  • Posiblemente porque siempre voy con un grupo. ¿Tú no tienes amigos aquí?

  • Como te he dicho, hace muy poco que estoy aquí, he venido por trabajo, y en principio, solo voy a estar hasta finales de septiembre. Digamos que todavía no he tenido mucho tiempo para hacer amistades.

  • Y cuando lo tienes, prefieres venir aquí y… Perdona, no sé si te estoy molestando con mi conversación.

  • ¡No,no, por favor! Tampoco es yo sea un lobo solitario.

Estuvimos hablando un rato más y supe que ella era alejandrina, su era padre indo-inglés y su madre era judía de ascendencia sefardita, por eso ella hablaba un español muy característico por el acento pero muy correcto. Luego, disculpándose, volvió a sus libros.

A partir de ese día, llegara a la hora que llegara, venía directamente a mi mesa, charlábamos un rato y luego se ponía con sus estudios. Supe que estaba en España preparando una parte de su tesis que requería un tipo de información que le era mucho más fácil encontrar y estudiar aquí, se pasaba toda la mañana en bibliotecas y fundaciones con grandes archivos y por la tarde ponía en orden la información. No sabía cuanto tiempo iba atener que estar en España, pero confiaba en acabar antes del año nuevo. Poco a poco fuimos estrechando la amistad y cuando ella daba por terminada su tarea, íbamos dando un paseo hasta el Aquelarre, antes paraba en su casa, que nos pillaba de camino, y dejaba sus libros y carpetas.

Así se iba desarrollando nuestra extraña amistad, y digo extraña porque por una parte, cuando salíamos a caminar por la ciudad, era ella la que me cogía de la mano o no le importaba que yo pusiera mi mano sobre sus hombros o la tomara por la cintura, y por otra, siempre me presentaba como “un buen amigo”. Un buen amigo es ese hombre con el que una mujer nunca hará lo que no tendrá inconveniente en hacer con el que no es un buen amigo, y eso me fastidiaba bastante, por no decir otra cosa.

En ocasiones, si el calor apretaba mucho, en lugar de pasear nos refugiábamos en mi apartamento o en el suyo, indistintamente, dependiendo de lo que habíamos decidido hacer. Si queríamos leer, íbamos a su casa, y si lo lo que queríamos era ver una película, pues la veíamos en la mía. Tanto si hacíamos una cosa como la otra, yo me sentaba en un extremo del sofá y ella se tumbaba en el extremo contrario con los pies sobre mis piernas. Yo había decidido que el “buen amigo” no iba a dar el primer paso en ninguna dirección y ejercía de eso de buen amigo o amigo tonto, pero como yo deseaba ardientemente y esperaba pacientemente, la cosa fue evolucionando y un día en que íbamos a ver una película, Noah dio un giro de 180º, es decir, se tumbó de costado, y sin ninguna explicación, con la cabeza en mis piernas, cosa que me desorientó mucho, pues no sabía a que se debía. Yo me limité a apoyar mi mano, inocentemente, en su hombro para no tenerla suspendida en el aire, pero no muchos minutos después ella la tomó y la posicionó de modo que la abrazaba. Por mi parte, desorientado o no, me pareció una descortesía quedarme quieto, así que con la mano libre, inocentemente también, acariciaba su pelo, y ella acariciaba mi mano, y yo acaricié su cuello y el lóbulo de su oreja, y ella besó mi mano y la llevó hasta su pecho y mi mano se hizo dueña de ellos, y de sus pezones, que ya en esos momentos noté muy duros a través de su camiseta, así estuvimos unos pocos minutos hasta que ella avanzó un decisivo paso al poner su mano sobre mi falo hinchado y cruelmente preso dentro de mi pantalón, entonces la hice girar para que quedara frente a mí y la levanté un poco para que su cara quedara muy cerca de la mía, me miro brevemente y posó sus labios en los míos, luego jugueteó apresando mi labio inferior con los suyos para terminar introduciendo su lengua en mi boca buscando la mía, no tardó en encontrarla y ambas se enzarzaron en una dulce batalla en la que, alternativamente, avanzaban y retrocedían, perdían terreno y lo recuperaban. Mis manos, que hasta ese momento habían seguido amasando sus pechos y acariciando sus pezones, se desplazaron hasta sus hermosos muslos y su atractivo trasero, yo trataba de introducir mi mano por el pantaloncillo, pero era imposible porque no había espacio, así que Noah me ayudó cambiando ligeramente su posición y separando sus piernas de modo que pude tener un mejor acceso a su entrepierna, acariciaba su vulva por sobre la tela de su pantalón, pero eso bastó para que Noah gimiera de placer, visto lo cual dedique mis esfuerzos en correr la cremallera y, ahora sí, introducir mi mano, inmediatamente noté la humedad de sus braguitas, abarqué su vulva con mi mano presionando sus labios y el clítoris y eso le gustaba, dejó de besarme y quiso despojarse del pantalón y a este le acompañaron, acto seguido, sus bragas y también su camiseta, el mismo camino hubiese seguido el sujetador en caso de haberlo llevado, pero felizmente no lo llevaba y quedó ante mí maravillosamente desnuda y parecía que a mi entera disposición. Lejos de conformarse, Noah quiso equilibrar la balanza y en menos de lo que tardo en escribirlo ya me había desnudado, todavía no había pronunciado una palabra, ni yo tampoco. Yo seguía sentado, contemplando su cuerpo y ella, allí de pie frente a mí, contemplaba el mío, en un momento determinado nuestros ojos se encontraron, ella avanzó los dos pasos que nos separaban y se sentó en mis piernas, yo me lancé a sus pechos y los besaba y chupaba con ansia, sus pezones eran una pura delicia y, a lo que parecía, una de sus partes preferidas para ser acariciadas, lamidas y mamadas. Ella se había hecho cargo de mi falo y me masturbaba lenta y dulcemente, llevé mis manos a su culo y así sujeta me levanté del sofá, la tumbé de modo que aquel culo quedara al borde mismo, me arrodillé y lamí con deleite aquel divino chochito que llevaba deseando hacía tanto tiempo, los azotes de mi lengua en su clítoris arrancaban a Noah largos, aunque contenidos, gemidos de placer, mis manos continuaban dando el merecido homenaje a sus pechos, sus manos acompañaban los movimientos de mi cabeza, me concentré en su clítoris y subieron la intensidad de sus jadeos y el ritmo de su pelvis y así, sin ningún aviso, se corrió, y ahora sí, habló, pero solo para pedirme que siguiera castigando aquella parte de su bonita anatomía.

Casi sin solución de continuidad, apenas recuperada, me pidió que me sentara y ahora fue ella la que quería devolverme el favor y empezó a hacerlo, pero mis huevos no iban a tardar mucho en intentar descargarse, así que le pedí que, por favor, volviera a sentarse sobre mis piernas, y ella lo hizo, tomó mi pene con una mano, lo llevó a la entrada de su coño y, como si me conociera y supiera lo mucho que me gusta eso, fue dejándose caer muy, muy despacio, hasta que su vulva tocaba mi pelvis, luego se inclinó un poco hacia delante de modo que su clítoris hiciera presión sobre mi vientre y comenzó un lento movimiento en el que mi pene casi salía de su vagina y luego volvía a entrar, me torturó de esa dulce manera hasta que ya me era imposible retenerme por más tiempo, y se lo dije, ella aceleró sus movimientos hasta el frenesí y consiguió correrse cuando yo me descargaba en ella, pero no se detuvo por ello, siguió y siguió, y cuando ya pensaba que alcanzaría otro orgasmo, se levanto y se dio la vuelta dándome la espalda, volvió a empalarse, tomo una de mis manos y la llevó a su vulva, la otra mano la llevó sus pechos, una vez todo en sus lugar comenzó de nuevo la cabalgada, parecía incansable, ya no eran jadeos o gemidos, ya eran gritos que intentaba sofocar o, al menos ahogar un tanto, yo seguía dando marcha a su clítoris y sus pechos, ella se afanaba con mis testículos, sobando y estirando. Iba a conseguir que me corriera de nuevo, iba a conseguirlo, llevábamos un calentón de órdago. Por mi parte, rendido a la evidencia, trataba de aguantar mi orgasmo hasta que ella tuviera el suyo, una cortesía que me estaba costando conseguir porque su estado de excitación estaba subiendo el mío a sus valores máximos, pero entonces explotó y cuando fui consciente de ello me relajé y me fui con ella, nos corrimos los dos, ella echó sus brazos hacia atrás tratando de abrazarme y yo la abrazaba con fuerza sus pechos. Después, ya separados, sentados y abrazados, volvió a hablarme:

  • Me ha gustado mucho. Tenemos que repetir. Eres un buen amigo.

Bueno, bien. Pues resulta que sí soy un buen amigo. Y resulta también que tenemos que repetir.