No te preocupes, mi marido la lleva a tu casa

¡Como me fastidia tener que coger el coche a estas horas de la noche para llevar a la amiga de mi hija a su casa!, pero mi mujer ha quedado en eso con la madre de la muchacha, así que...

Este texto es una adaptación del relato “Me toca los cojones” escrito por elamanuense.

"No te preocupes, mi marido la lleva a tu casa"

¡Cómo me fastidia tener que coger el coche a estas horas! Tener que cruzar media ciudad para llevar a su casa a Bea, la amiga de mi hija, pero mi mujer ha quedado en eso con la madre de la muchacha. “No te preocupes, mi marido la lleva a tu casa...” Así que a mi no me queda más remedio que levantar el culo del sofá y bajar a sacar el coche.

Hace ya más de cinco minutos que le he hecho una llamada perdida a mi hija, pero su amiga sigue sin aparecer por el portal. He estacionado en doble fila, enciendo la radio, acaba la canción y sigo esperando como un gilipollas. Encima, cuando su majestad se digna a aparecer, abre la puerta del copiloto y se sienta sin saludar si quiera.

— Buenas noches —digo y me quedo mirándola. Tendré que hacer de chófer, pero no me sale de los cojones arrancar hasta que la pasajera me salude como es debido.

— Buenas noches —contesta secamente. Podría preguntarle qué tal lo ha pasado, quién cantaba esas canciones que han estado escuchando, podría comportarme como un buen padre y preguntarle por el chico con el que tontea mi hija, pero sé que es imposible entablar conversación con una adolescente treinta años más joven que yo, así que me ahorro el esfuerzo y me resigno a conducir en silencio.

En realidad éste dura sólo los cinco segundos que su teléfono tarda en sonar. Bea rebusca en la mochilita que ha dejado sobre su regazo. No puedo evitar echar un vistazo, reconozco el avatar de mi hija en la aplicación de mensajería, me pregunto qué diablos tienen que decirse un minuto después de haberse despedido. Centro la vista en la calle mientras a mi derecha se intuye su rápido mover de pulgares, sus risitas y el constante sonar de mensajes entrantes.

Bea vive en la otra punta de la ciudad. Conduzco tranquilo, el tráfico es prácticamente inexistente, las avenidas no ofrecen más estímulo que algunas rotondas y semáforos con los que ralentizar las largas rectas de los barrios modernos. La chica sigue con la cabeza gacha, la vista fija en un teléfono móvil que no deja de chirriar. Debe tener la edad de mi hija, escasos diecisiete años. Lleva el pelo recogido en un moño alto precariamente sujeto por un pasador, tiene la tez blanquecina y unos pequeños lunares esparcidos por la cara, sus labios entreabiertos sueltan de vez en cuando un amago de risa al leer los mensajes de su teléfono. Viste una camiseta blanca de tirantes, ajustada. Hay poca luz, no distingo el color de su sujetador. Sus shorts vaqueros son tan cortos que apenas se ven bajo la mochila. Con todas las piernas al aire da la impresión de ir desnuda de cintura para abajo.

“¿Me siento atraído?”, me pregunto en un momento dado. Pienso en otra cosa para evitar responder.

Cada vez que nos detenemos mis dedos repiquetean sobre el volante multifunción. Cambio de emisora, no quiero oír malas noticias. La música que encuentro no me gusta y un trasnochado programa deportivo me cansa al minuto. Sintonizo Radio3 y abro las ventanillas, pero la noche es calurosa. Opto por encender el aire acondicionado.

“Claro que me atrae…”, reconozco a regañadientes, “el problema es que yo a ella no”. A mis cincuenta tacos, con unas arrugas y calvicie más que incipientes, no hay nada que hacer. De todos modos, esas historias de Lolitas seductoras sólo ocurren en el porno, concretamente en el porno de ciencia ficción. Subo un poco más el aire acondicionado para rebajar mi sofoco. Me parece que Bea ha dejado de mirar su teléfono, “¡Aleluya!”, pero sospecho que ahora me está observando.

Refrescar el habitáculo tiene efectos extraños. A ella le ha dado frío, aunque no dice nada. La piel de gallina de sus muslos desnudos y los pezones marcados en la camiseta dan fe de ello. A mí, en cambio, el aire acondicionado no me baja el calentón y tampoco digo nada, aunque me gustaría. Me gustaría coger el teléfono que sostiene entre sus dedos, dejarlo delicadamente en el salpicadero, llevar sus manos a mi paquete y decirle: “Ayúdame con esto, anda” y que ella estuviera encantada de echarme una mano, evidentemente. Me gustaría sentir las caricias de Bea por encima de mi pierna y que antes de palpar mi polla me dirigiese una mirada cargada a partes iguales de inocencia y deseo. Me gustaría sentir como baja mi cremallera y tener que aminorar de velocidad para no sufrir un accidente. Me gustaría contemplar cómo Beatriz saca miembro endurecido, engañar a mi suerte para encontrar en rojo el siguiente semáforo y que la muchacha decidiese llevarse mi polla a la boca.

Sí, claro. Estaría genial que Bea me sorprendiera con su habilidad para mamar a fondo, para bañar con sus babas una polla que ya no puede crecer más. Me gustaría no tener que conducir, poder apartar una mano del volante para posarla sobre su cabeza y acompañar así su rítmico movimiento, pero para eso yo debería tener un coche de última generación y Beatriz conocer mi fantasía al detalle. Pero no, ella sigue absorta en su teléfono o eso parece, porque sólo levanta la mirada cuando cambio de dirección o me detengo en un stop.

Afortunadamente en esta fantasía mando yo, así que Bea resulta conocer el arte de chupar pollas mejor de lo que yo conozco estas calles idénticas y mal iluminadas. El primer hueco que veo es idóneo para aparcar e invitarla con una palmada en el trasero a ponerse a horcajadas. Cuando se coloca sobre mí, lo primero que hago es sacarle la camiseta y, en cuanto ella se suelta el sujetador, me lanzo a devorar sus tetas de diecisiete primaveras. Sus pezones están duros y amoratados como un par de zafiros. Bea se deshace cuando los chupo y tiro de ellos con maldad.

Por suerte, el asiento de mi coche se puede mover hacia atrás por si tuvieras que hacer hueco a una chiquilla montada sobre tu regazo, aunque sólo sea en tus fantasías. Acelero las cosas y sus shorts vaqueros desaparecen sin saber como. Rápidamente, Beatriz se abalanza sobre mí y empieza a comerme la boca como loca. Mientras lo hace, comienza a restregarme su entrepierna como una gata en celo. Yo la agarro del culo y acompaño de nuevo sus movimientos, sólo que esta vez es el vaivén de sus caderas. La tira del tanga se pierde entre sus nalgas y supongo que debajo sus flujos ya han comenzado a mojarla. “¡Ya está bien!”, me digo urgiéndola a elevar el trasero y, echando a un lado su tanga, encajo mi ariete en la entrada de su sexo. Sin embargo, dejo que sea ella quién asuma el mando de la operación y haga desaparecer mi polla centímetro a centímetro.

Me asombra la capacidad de disociación de mi cerebro. Por un lado es capaz de atender y reconocer las señales de tráfico y por otro no deja de proyectar, en alguna profunda circunvolución neuronal, esa fantasía en la que Beatriz cabalga sobre mi polla. Mi cerebro emite señal en alta definición 4K. Todo es tan real que puedo sentir el peso de su cuerpo, la presión de su coño envolviendo mi miembro y la firmeza de sus pezones en mi boca.

Estamos llegando, pero no tengo más remedio que corregir la incómoda posición de mi pollón dentro del pantalón y me da la impresión de que esta vez mi pasajera se ha percatado. No me importa, en mi fantasía Bea ha echado a galopar. El inicial vaivén de sus caderas no tarda en volverse circular entorno al eje de giro, mi polla. Su cuerpo cambia de órbita una y otra vez, sus manos se sujetan al techo para aumentar el empuje, las ventanillas se llenan de vaho…

“Es aquí” me avisa de sopetón. Freno y Bea se me queda mirando. Lo sé, he estado a punto de hacer derrapar el coche, no ha sido fácil detenerlo tres segundos del final. Contra todo pronóstico, la chica acaba sonriendo y me da las gracias por llevarla a casa. Los faros del coche iluminan hacia delante, pero mi mirada es lateral y admira su culo a través de la ventanilla. Cuando se aleja, Beatriz se vuelve un instante a mirar, juraría que sonriendo. Entonces, su teléfono empieza a sonar y la chica se detiene a sacarlo de la mochila. Contesta parada en medio de la acera, ofreciéndome su perfil. Decido que esa misma noche, cuando esté bajo la ducha, pensaré en su todopoderoso par de tetas.

A una distancia prudencial, decido aprovechar la presencia de la muchacha para ir adelantando trabajo. Ni que decir tiene que en cuanto suelto el botón del pantalón, mi polla salta hacia arriba urgida por la necesidad de espacio. Por desgracia, Beatriz no tarda en echar a andar y desaparecer definitivamente tras el portal de casa de sus padres. Me da igual, entorno los ojos y mi mente retoma su explícita fantasía. La imagino en el asiento trasero con el culo en pompa, los brazos sobre los reposacabezas. Mientras me masturbo, echo a un lado la costura de su tanga y coloco la punta de mi miembro donde ella espera. En cuanto la penetro sus grandes pechos se aplastan contra el respaldo. Sujeto sus caderas y empiezo. Yo detrás arremetiendo sin el control, ella delante gimiendo con soltura. Vaya, me sorprendo, la amiga de mi hija no parece novata. Mi mano intenta igualar el ritmo de mis embestidas. Siento que no voy a aguantar mucho y, en el último momento, me doy cuenta de que será mi camisa la que reciba mi descarga. Echo mano de la guantera en busca de un pañuelo de papel y entonces ocurre, veo una prenda de ropa a los pies del asiento del copiloto. La recojo, huele a ella, es su chaqueta. Una idea ilumina mi turbio pensamiento y, colocando la prenda sobre mi rígido miembro, emprendo la marcha. He decidido utilizarla para verter en ella lo mejor de mí. La chaqueta es rosa, de marca y muchísimo más suave que mi mano. Cierro los ojos y…

“¡Clonc!”

Abro los ojos y veo que Bea ha vuelto a salir del portal y viene rápidamente hacia el coche.

Tengo la polla en la mano, a punto de reventar. Intento guardarla, pero es imposible, ni siquiera he soltado el cinturón. La muchacha pasa por delante del coche y golpea el cristal con los nudillos. No hay nada que hacer, quiere que baje la ventanilla.

— ¿No habrás visto…? Ah, aquí está —la muchacha sonríe, pero cuando coge su chaqueta, yo la agarro de la muñeca y le impido quitarla de donde está. Ella me mira sin comprender qué ocurre y entonces soy yo quien sonríe. La ayudo a palpar, la animo a intentar adivinar qué es eso tan duro que hay bajo la tela, pero Bea se queda muda. Lamentablemente, el tiempo para pensar se ha acabado, así que formulo la pregunta.

—¿Quieres dar otro paseo?