No supe ni cómo fue...

La soledad suele ser cómplice de las quimeras más anhelantes...y aquél hombre pronto lo supo.

No supe ni cómo fue

Por Promethea

Tal vez fue un pálpito de soledad, un sexto sentido, una atracción oculta, o no lo sé. Lo único que hoy puedo decir es que ocurrió.

Al principio, cuando lo conocí, me era algo antipático. Había en su cara un cierto aire de superioridad que le hacía verse diferente. Tenía una apariencia altiva, aunque ya tratándolo en realidad era bastante sencillo.

No supe ni cómo nos fuimos envolviendo en la vorágine irracional de los deseos que poco a poco, casi sin que lo sintiéramos, nos llevó al extremo que contaré. Verdad es que yo no me consideraba homosexual, y aunque me había manoseado muchas veces el ano en mis masturbaciones más ardientes, llegando incluso a dedearme y a meterme algunos objetos en los momentos de goce solitario, lo cierto es que nunca tuve en mente relacionarme con alguien de mi mismo sexo.

Pero las cosas no siempre son como uno piensa. Antes, en deslices ocasionales, sólo había fantaseado con cosas semejantes, pero todo quedaba siempre en eso, en puras fantasías calientes en los momentos de paroxismo corporal.

Los primeros acercamientos fueron muy naturales, en plan tranquilo y nunca pensando en hacer nada. Los dos estábamos casados, éramos casi de la misma edad y había entre nosotros una diferencia social más que evidente. Él era el vigilante de la colonia, y yo, un destacado gerente de una empresa muy conocida en la ciudad. Siempre lo veía a lo lejos, cuando transitaba por las noches en sus rondas, cuando sonaba el silbato o escuchaba el ruido de la bicicleta que se acercaba por el camino terroso.

A menudo nos saludábamos cuando pasaba yo en el auto rumbo a mi casa. Tenía mi esposa y dos hijos, pero lo cierto es que para entonces no era tan feliz. Ella había enfermado desde hacía meses teniéndose que someter a largos tratamientos que la obligaban a ausentarse por semanas. Como yo estaba impedido de acompañarla, era mi suegra o mis cuñadas quienes se hacían cargo de llevarla al especialista, y entonces me quedaba a cargo de mis hijos, quienes eran atendidos durante el día por una asistente de tiempo completo que se quedaba a dormir.

Por esa razón tenía que pasar las noches a solas, sin ninguna compañía, extrañando cada vez más el tibio cuerpo de mi mujer, y sólo lograba apaciguar mis ansias masturbándome a menudo al regresar del trabajo, o a veces haciéndolo también en la oficina, cuando el personal se retiraba. Debo decir que no faltaba de vez en cuando alguna oportunidad de tener sexo con alguna chica fácil, pero no llegaron a ser muchas. Lo cierto es que procuraba cuidar esa parte de mi vida por mi posición en la compañía, procurando evitar a toda costa los dimes y diretes.

Fue por ese entonces que sucedieron las cosas que hoy relato. En una de esas largas ausencias de mi mujer, finalmente tuve contacto con él. Ocurrió en una de esas calurosas noches en que retornaba del trabajo, ya muy tarde, y en horarios en que casi todos dormían. El acercamiento fue casual, con saludos y breves intercambios sobre el clima, las suradas polvorientas, las últimas redadas de la policía y algunos otros comentarios triviales.

Poco a poco sin embargo fue naciendo entre nosotros un sentimiento de confianza que nos fue llevando a intimar. A veces lo encontraba parado en la esquina de mi cuadra, con su bicicleta recostada sobre un muro. Entonces me detenía un momento para charlar con él y comentar algún suceso baladí, o simplemente para saber como estaba. Él casi siempre me preguntaba por mi mujer. Su enfermedad era cosa conocida en la colonia y el vigilante estaba al tanto de ello. Entonces le confesaba mi verdadero estado de ánimo, lo mal que me sentía por lo que estaba ocurriendo, y creo que hasta me hacía bien poder hablarle de la soledad que me embargaba.

Yo también me interesaba por su familia y por sus cosas, y él me contaba de sus sueños, de sus ambiciones de poner algún día un comedor para trabajarlo de día a fin de mejorar su situación económica. Por él supe que tenía cuatro hijos y que su mujer estaba esperando el quinto. No entendía cómo podía alcanzarle el poco sueldo que ganaba como velador para sostener a una familia tan numerosa.

Una de esas noches solitarias en que los deseos reprimidos me llevaron a tocarme más de la cuenta, sentí los primeros impulsos que no eran otra cosa más que síntomas que de seguro estaban dormidos muy dentro de mí. Recuerdo que me estuve tocando el pene por horas, como casi siempre hacía, tratando de retener la eyaculación para aumentar el goce del clímax. Guardaba bajo llave algunas revistas pornográficas que me excitaba ver y que sacaba del armario cada vez que me manoseaba para deleitarme con las imágenes.

Pero aquella noche no tenía previsto que mis apetitos no se saciaran como en tantas otras noches y que me quedara un sentimiento de avidez escondido en lo más íntimo, luego de masturbarme. De pronto me sentía como un lobo solitario, como un Damián que no podía hablar consigo mismo, un Robinson Crusoe perdido en una isla lejana.

Mi dormitorio se hallaba en la planta baja, y en la parte de arriba dormían mis dos hijos y la muchacha que los cuidaba. Sobre mi cama estaban esparcidas las muchas revistas con fotografías de mujeres desnudas, y acababa de dejar un reguero de semen sobre las sábanas, pero ni así me sentía sosegado.

De pronto escuché el silbatazo a lo lejos y me puse a pensar en qué cuadra de la colonia estaría él ahora. Como un autómata me vestí para subir las escaleras lentamente, tratando de no hacer ruido. Era ya la una de la madrugada y todo estaba silencioso. Entré en cada cuarto y me cercioré que mis dos hijos durmieran. Luego, caminando de puntitas abrí la puerta del dormitorio de la sirvienta. Ahí estaba Carmela, la chica que los cuidaba, de apenas veintiséis o veintisiete, descansando tranquila, con el cuerpo semi descubierto.

La tenue luz que entraba por la ventana se reflejaba sobre el lecho y me revelaba sus formas. Tenía puesto el camisón de dormir, que aparecía un poco levantado dejando ver sus piernas desnudas. Como yacía boca arriba pude ver que tenía los brazos alzados y me percaté entre penumbras del perfil de sus pequeños pechos, de sus sobacos oscuros, punteados quizás por restos de vellos recortados, y de la curva de sus caderas un poco dobladas.

Una punzada se me clavó en el bajo vientre y no niego que tuve deseos de levantarle la bata para mirarla, para ver por primera vez su piel morena, pero me contuve. Aunque Carmela era soltera y me agradaba bastante, siempre traté de no meterme con ella para evitar complicaciones mayores. Después de todo, era la mucama de mis hijos y me era necesario conservarla con nosotros.

En medio de estos pensamientos volví a escuchar a lo lejos el silbido del vigilante en sus rondines nocturnos. Dejé el cuarto de la sirvienta con el pene levantado y un deseo insatisfecho que me rodeaba los muslos. Descendí a la planta baja con cuidado y me acerqué al ventanal de la sala para echar un vistazo a la calle. Todo estaba silencioso. Sólo algunos ladridos de perros irrumpían de cuando en cuando en la quietud de la noche.

Me mantuve en posición tras la cortina mirando hacia afuera. Pronto volví a escuchar el otro silbatazo, esta vez un poco más cercano. Cuando escuché el ruido de la bicicleta, abrí la puerta y salí tímidamente al pequeño jardincito del frente. Ahí, tras el enrejado de hierro, esperé a que pasara. Pronto le ví venir montado, acercándose lentamente, mirando hacia todos lados. En el momento en que estuvo frente a la casa le cité despacio, en un susurro.

El vigilante volvió el rostro sorprendido. Le hice una señal de silencio pidiéndole que se acercara. Se deslizó sobre la acera y arrimó la bicicleta a la verja, para preguntar:

-¿Sucede algo?

-No hables tan fuerte que no quiero despertar a mis hijos… -le dije-. Es sólo que no podía dormir, y como te escuché venir quise salir para platicar un poco.

-Claro. ¿Quiere que conversemos aquí?

-No –respondí-. Aquí no.

-¿Entonces en dónde?

-Mete a bicicleta al jardín sin hacer ruido.

El vigilante obedeció y poco después le franqueaba yo la entrada. Entramos en la casa y nos sentamos en la sala, totalmente a oscuras, hablando entre murmullos.

-¿Todo va bien esta noche? –inquirí.

-Si, no hay novedades.

-Qué bueno. ¿Te apetece algo para el calor? Hay cervezas en la nevera.

-Claro que nos las tomamos.

Fui hasta la cocina y retorné con dos botes de cerveza helada. Bebimos en silencio.

-¿Está la niñera aquí? –preguntó en un murmullo.

-Si… y no quiero que se despierte.

Se hizo una larga pausa. Sólo se podía oír el ruido de nuestros alientos.

-Me imagino que se ha de sentir solo. –soltó de repente.

-Mucho –dije-. Sabes que mi situación no es nada fácil.

Él me miró detenidamente, con la cerveza en la mano.

-¡Ah!, con éste calor se antoja beber esta cosa.

-¿Quieres otra?

-Bueno.

Volví por más, y cuando retorné, le dije.

-Me da cosa de que nos escuchen arriba. ¿Por qué no nos vamos a beber allá atrás?

-¿En dónde?

-Hay un cuartito de servicio en el patio –dije con malicia-. Ahí podremos hablar sin que nos oigan.

Él asintió.

Nos escabullimos por el pasillo y me apresuré a abrir la puerta trasera. Nos dirigimos hacia el pequeño cuartito de trebejos, donde había algunas sillas viejas y una pequeña camita individual que casi nunca se utilizaba.

-Siéntate. No encenderemos la luz para que no se den cuenta. ¿Cómo ha ido hoy la cosa?

-Ufff, hoy ha sido un día pesado. Antes de venirme a trabajar tuve un pleito con mi mujer.

-No me digas.

-Y todo por la metiche de mi jodida suegra, que siempre la está puyando.

-¿Se mete ella contigo?

-Usted no se imagina. Le llena la cabeza de basura a mi mujer. Hoy me reclamó exigiéndome que le dijera si es verdad que tengo una querida por acá, pero eso no es cierto.

-Vamos –respondí-. Las suegras son así; no tienes que hacerle tanto caso.

Él asintió con una leve sonrisa.

-¿Cuándo regresará su mujer? –preguntó.

-Aún no lo sé. Creo que demorará un par de semanas más.

-Eso es mucho tiempo.

-Lo es.

-¿Y no se ha sentido solo?

-Si, pero no tengo de otra.

El vigilante me miró circunspecto. Luego preguntó:

-¿Hay baño aquí?

-No –dije-. Pero si quieres orinar puedes hacerlo ahí afuera.

-Entonces espéreme.

Le vi ponerse de pie agarrándose la bragueta. Casi enseguida escuché el sonido del reguero de sus meados y me imaginé el espectáculo. Entonces me pregunté cómo reaccionaría si le hiciera alguna insinuación sobre lo que ya estaba deseando desde hacía rato.

Cuando regresó, me di valor para decirle:

-¿Nunca te has sentido con ganas de tener sexo sin que tengas el remedio a tu alcance?

El vigilante ni siquiera se sorprendió.

-Oh, muchas veces –respondió sonriendo-. Mi mujer padece de no sé que jodida cosa y seguido me levanta la canasta. Precisamente esta semana no ha querido hacer nada de nada, aparte de que anda trompuda. Creo que esta vez el embarazo le afectó más de la cuenta.

-Igual estoy yo… he andado que no me aguanto. –afirmé como si nada.

-¿Y no ha buscado algo por ahí? –dijo con pícara sonrisa-. Ya sabe usted el dicho de que cuando se busca, se encuentra.

-No por ahora. Trato de evitarme complicaciones.

-Pero es que no se puede de otro modo –insistió-. A veces uno tiene que arriesgarse.

Me lo quedé mirando fijamente, como intentando adivinar sus pensamientos.

-Entonces tú estás igual que yo. –solté.

-Eso sucede seguido... aunque tengo por ahí mi escondidito, pero no es lo que se imagina.

-¿De verdad?

-Claro que no siempre se puede hacer, pero algunas veces me doy mi escapadita.

-¿Se puede saber qué es lo que no imagino?

-Bueno… -titubeó-, no sé si

-Vamos, dímelo, y yo también te contaré.

El vigilante me miró por un momento y en seguida se animó a decir.

-¿Conoce al muchachito Pérez, el de la tortillería?

-¿Te refieres al jovenzuelo ese que dicen que es rarito?

-El mismo. Le agrada darse gusto conmigo, y yo me aprovecho en esos días difíciles.

Sentí que un sobresalto me ponía en alerta.

-¿En dónde lo hacen? Debe ser difícil esconderse por aquí -pregunté.

-Es más fácil de lo que piensa. Por acá hay muchos sitios solitarios. Piense sólo en el gran bosque que nos rodea.

Un pensamiento de lascivia alimentó mi libido.

-Vaya –dije-. Creo que una cosa así es lo que estoy necesitando.

Él me observó de soslayo.

-Si quiere puedo decirle.

-No…no… fue sólo una tontada –me apresuré a decir.

-Sé como se siente porque yo también lo he sentido.

-Ahora mismo estoy que no me aguanto.

El vigilante se estiró, como preparándose para decir algo, y exclamó.

-No sé si yo pueda ayudar en algo.

Ahora fui yo quien lo observó largamente. De repente me sentía muy excitado al escuchar sus palabras.

-No sé… estoy un poco desorientado.

-¿Puedo saber por qué?

-Nunca… nunca he estado con un hombre. –dije en un susurro.

-Eso es algo natural. Yo también llegué a pensar lo mismo en su momento.

Volví a mirarlo de reojo. Ahora estaba sintiendo que el bulto crecía debajo de mi pantalón.

-¿Qué se siente? –indagué con voz entrecortada.

-Es distinto que con una mujer, claro, pero no está nada mal.

Su afirmación me llenó de sorpresa, de una especie de zozobra dulce y extraña.

-¿Lo hacen con frecuencia? –indagué.

-No tanto. Él me busca mucho, pero yo tengo que cuidarme, usted sabe.

-¿Cuándo fue la última vez?

-Apenas la semana pasada, y estuvo formidable.

Miré su cara con atención. A pesar de la penumbra podía adivinar la excitación en el tono de su voz.

-Suena bien, pero me da temor de que alguien llegue a saberlo.

-Pero, ¿Quién podría saberlo aparte de nosotros?

-Bueno… uno nunca sabe.

-Es normal que tenga esas dudas…pero después de hacerlo se desvanecen. Lo importante es vivir el momento.

Me quedé callado por unos instantes, antes de decir.

-Ya que has sido tan sincero, te diré que hoy más que nunca estoy necesitado de eso… no tienes una idea.

-La tengo, por eso se lo he confiado.

Hice otra larga pausa tragando saliva.

-Tengo miedo de que se den cuenta mis hijos… o la muchacha.

-¿Pero cómo sabrán ellos que estamos aquí?

-Bueno… pueden bajar a buscarme y...

-Y usted podrá decirles que tuvo que salir a hacer algo…siempre hay una excusa para todo.

Cerré los ojos para no imaginarme un cuadro así, y le dije en un murmullo:

-Nunca…nunca he tenido una… relación así.

-Todos empezamos alguna vez. ¿Quiere que aprovechemos?

Sólo tuve aliento para asentir en silencio.

Levantándose de la silla, me dijo.

-Véngase a la cama, vamos a quitarnos la ropa.

Con el cuerpo tembloroso lo seguí obedientemente. Comenzamos a desnudarnos con rapidez, como si algo desconocido nos llevara a acelerarnos.

El vigilante se me acercó y me tomó por los hombros para besarme el cuello, las tetas y las axilas. Sentí cómo jadeaba, y el olor a tabaco de su aliento me envolvió. Cerrando los ojos me dejé llevar por la vorágine del deseo hasta que me vi tumbado de espaldas sobre la cama, con su delgado cuerpo montado sobre el mío.

Sentí sus manos que tocaban mi miembro y comenzaban a sobarlo, a pelarlo, a prodigarle caricias, mientras sus dedos buscaban ansiosamente entre mis posaderas. Empezó a frotarme el ano lentamente, a hurgarme esa parte tan sensible de mi trasero, y yo sentí que una carga de lujuria me invadía por dentro. Empecé a gemir quedamente, como si no quisiera que él se diera cuenta que me gustaba lo que me estaba haciendo.

Pero él estaba en lo suyo, entregado al juego delicioso de la entrega, al acto de dar placer y generar al mismo tiempo más deseos. Todo sucedió en unos instantes, y de pronto me vi sometido por sus brazos, que me incitaban a volverme de espaldas.

-De rodillas… –jadeó-. En esa posición es mejor.

Como un robot que obedece los impulsos de su manipulador, así me vi de pronto yo, hincado sobre el lecho y con la grupa levantada. El hombre se colocó detrás de mí y hundió su lengua entre mis nalgas mientras las separaba con las manos.

-Ahh… qué culo tan apetitoso… nunca imaginé que lo tuviera así, sin un solo pelo. ¿Se lo depila?

-No

-Pues pareciera que sí.

-Soy lampiño desde niño… no sé si esté bien.

-Está fenomenal.

Después de chuparme el esfínter, el vigilante se solazó en rodearme la entradita con sus dedos atiborrados de saliva, presionándome suavemente. Con los ojos cerrados me dejé manosear por él sintiendo que el mundo se me venía encima. Me percaté que mi miembro había crecido enormemente, tal vez como nunca antes, pero lo que más me excitaba eran sus manos posadas en mi raja, que recibía las caricias con ardor, dilatándose una y otra vez al ritmo de sus toqueteos.

-Es increíble –dijo entre jadeos-. Nunca había visto algo así.

-¿Qué…?

-Un ano sin un solo pelito. ¿Y dice que no se depila?

-No...nunca.

-Pues sí que es una agradable sorpresa.

-¿Por qué? –exclamé, más excitado aún.

-Soy un admirador de los bollos afeitados… por eso lo digo.

-¿Tu mujer se afeita ahí?

-Siempre… aún estando preñada. Ella conoce mis gustos.

Todas estas revelaciones hacían el momento más feroz, más candente, más deseable, en tanto yo me debatía en un rictus de delirio. Ahora sus dedos habían adquirido un toque mucho más agresivo y me rodeaban la rugosa piel del centro tratando de insertarse, de salirse, de volver por sus fueros para repetir el acto con constancia.

-Ahhh –exclamó con lascivia-. A esto le llamo yo un culo verdadero.

Pensé en sus últimas palabras y me estremecí. Ahora que lo recordaba, yo estaba cierto de la redondez de mis nalgas, de su apariencia lampiña, de la parábola que formaba mi trasero en forma tan natural. Ahora que lo recordaba, mi mujer, en sus tiempos de salud, siempre me dijo lo mismo. Ella también era una adoradora de mi culo, de mi retaguardia impúber, de mi carencia de vellosidad, como si tal cosa fuera para ella como un trofeo sexual que hay que explotar. Y ahora, en medio de los febriles manoseos que aquel hombre me prodigaba, volvía a escuchar las mismas palabras, las mismas frases llena de un misticismo puro y fanatizado.

Confieso que para mis adentros yo mismo me deleitaba con esas virtudes, si se les puede llamar así, cuando me masturbaba. Gustaba de verme al espejo, de saciar mi curiosidad por confirmar que no tenía un solo pelo, que mi esfínter aparecía siempre como la frágil piel de un imberbe, con la zona oscurecida por un matiz extraño e incitante.

Por fin uno de sus dedos se me fue insertando poco a poco hasta lograr penetrarme. Y entonces lo movió lentamente como se mueve el minutero de un reloj, dándole vueltas, en tanto me mordía las nalgas con fiereza, como tratando de comerse un pedazo. Aquello fue el acabóse. La insana descarga de lujuria que me absorbió me obligó a susurrarle entre quejidos.

-Assí….más…muévelo más rápido…no te detengas.

Con la sapiencia de un hombre que lo ha vivido todo, el hombre me hundió otro dedo y comenzó a jugar con mi recto. Las delicias que sentí fueron las más grandiosas. No es lo mismo auto prodigarse caricias que sentir la presión de una mano ajena tan experta como aquella. No sé cómo le hacía, pero sus dedos rastreaban mis paredes en una búsqueda exasperante, en un acto tan indescriptiblemente caliente que sentí a punto de derramarme.

Como si el hombre adivinara mis expresiones se detuvo por completo. Sus dedos se quedaron fijos, sin moverse ni un ápice, y mi esfínter acusó la rigidez de sus nudillos que me golpeaban los bordes. Estaba tan desesperado por que me lo siguiera haciendo, que le pedí:

-Anda, no dejes de hacérmelo que me gusta.

Él, por toda respuesta, me los sacó despacio para luego llevárselos a la boca. Lamió con lame un perro los dos dedos ensalivados con sabor a culo y me sonrió.

-¡Qué olor tan rico! ¿Se hace lavativas?

-No

-Pues pareciera que sí. ¿Cómo es que lo tiene tan limpio?

Su pregunta me desconcertó, y sólo alcancé a decirle:

-Será porque… soy vegetariano.

-Es posible. –dijo, mirándome con ardor.

Yacíamos sobre la cama como dos colegiales haciendo una travesura. Su cuerpo delgado, recostado junto al mío, me hacía pensar en las peores barbaridades sexuales que se me hubieran ocurrido hasta hoy. Bien sabía que no habría mañana, que hoy viviría por fin la experiencia tan deseada, tan reprimida, tan locamente rechazada y al mismo tiempo añorada.

El vigilante dejó pasar el tiempo deliberadamente como intentando que mis inhibiciones desaparecieran, se hicieran humo. Me miraba como si mirase a una mujer, a una prostituta que espera por el falo ansiado, por el miembro ahíto, por la cabeza rojiza que brilla en la oscuridad mientras expele gotitas de semen tibio, palpitante, monstruoso. Miré entre sus piernas como asomándome a un festín. Su daga aparecía soberbiamente endurecida como si fuese el émulo de un fauno dispuesto a penetrar.

Era una verga regular, no tan larga y tan gruesa como otras que había visto en las revistas, pero eso sí, estaba tan enhiesta como un mástil de roble.

-¿Quieres tocarla? –me dijo en un susurro.

Yo no le respondí. Inclinándome al máximo me volqué sobre su miembro y comencé a felarlo, a pelarlo con mis labios, a acariciarlo y lamerlo con la lengua. Tan fuera de mí estaba que mis labios recorrieron desde la punta hasta la base, deteniéndome sobre la superficie de sus huevos. Y entonces lamí aquellas bolas de carne dura, negra, rugosa.

Mi lengua se desbordó por todos sus atributos masculinos rodeando ya la cabeza, ya el tronco liso, ya el escroto, musitando palabras de agradecimiento. El hombre me agarró de la cabeza y me apretó contra sus muslos incitándome a que le chupara más, a que le mamara todo, a que me perdiera entre sus peludas paredes.

No pude continuar bebiendo las mieles de su macana al sentir que él mismo me apartaba para retener un orgasmo que por poco me sorprende. Entonces me dio la vuelta pidiéndome entre gemidos que me volviera a poner arrodillado. Me apresuré a colocarme como me lo pedía y esperé. Mi pene estaba tan húmedo que no podía entender como es que aún no me había venido.

A estas alturas no me importaba nada, ni siquiera que pudieran descubrirnos. Mi lujuria era mayor que el peligro, y por nada del mundo me detendría. Sentí que sus dedos me ensalivaban con abundancia el centro de mi culo una y otra vez, entre interminables escupitajos. Todo aquel ritual me enloquecía, me llenaba de deseos, de un deseo innombrable y sucio que me arrastraba hacia el placer.

Pronto sentí su cabeza tocar a mi puerta. Era una cabeza tan dura y tan tersa que me estremecí de pavor y de delirio. Sin decir una palabra, me asió por las caderas y me acometió con fuerza. La punta suave y ondulosa se abrió camino entre mis carnes húmedas e ingresó lentamente, calándome hasta lo más profundo. Mis gemidos no se hicieron esperar y se confundieron con los suyos. Su cuerpo se convirtió en una especie de molino que me horadaba, que me traspasaba, que me hacía explotar entre nubes de lujuria.

Por vez primera podía sentir un pene penetrarme, un miembro al que le gustaba discurrir entre carnes lampiñas, entre las suaves y apretadas mieses de un conducto casi intacto. Sentir el viril contacto dentro de mí me provocó un estallido de brama. Comencé a moverme como un desesperado con aquél falo atravesado entre mis nalgas. Sentí que me hundía en un abismo irrefrenable y deleitoso al darme cuenta que eyaculaba en mi interior. Entonces apreté lo más que pude su miembro para sacarle todos los jugos que ahora me pertenecían.

Mientras se derramaba, no dejé de aprovechar aquel instante sublime para coger mi verga y masturbarme con locura. Los ríos de leche que salieron de mi pene fueron tan pródigos como el surtido blancuzco al que me vi sometido.

Terminamos. Nuestros cuerpos agitados y sudorosos se quedaron quietos sobre la vieja cama del cuartito de trebejos. El silencio era total. Sólo nuestras respiraciones interrumpían el lejano canto de algún gallo madrugador, de algún perro trasnochado, de alguna lagartija importunada por nuestras ansias nocturnas. Aquella había sido mi primera vez con un hombre y no lo lamentaba. Muy dentro de mí sabía que me había estado perdiendo de uno de los manjares más deliciosos de la vida.

-No quiero que vayas por ahí buscando al muchachillo Pérez, el rarito ese –le pedí con voz suave-, casi implorante.

Él sólo se sonrió.

Nos vestimos apresuradamente. No deseábamos que los primeros rayos del sol nos descubrieran juntos. Le abrí la puerta en silencio y lo dejé pasar adelante. Atravesamos el patio aún en penumbras y volvimos a la casa. Ya en la puerta, él se volvió para abrazarme.

-¿Cuándo puedo venir?

-Yo te avisaré. –dije un poco avergonzado.

Salió al jardín y cogió su bicicleta. Le vi alejarse por la calle lentamente hasta que se perdió de vista. Arriba soñaban mis hijos, la mucama, los grillos.

Pero a partir de esa noche no me perdía de asomarme a la ventana para escucharlo venir silbando, montado en su bicicleta, mientras la verja de hierro se volvía a abrir para recibirlo en el viejo cuartito de trebejos.