No soy tu padre

Un joven, algo traumatizado, cae en las manos de quien quería como su padre.

No soy tu padre

1 – Una visita planeada

Dejé de vivir en mi piso de Santa Bárbara cuando me separé de Agustín y me compré la casa más grande y más lujosa que encontré en Puerta Verde, una urbanización de lujo muy tranquila que me permitiría aislarme cuando lo necesitara… y lo necesitaba. Mi única compañía sería Blacky, mi inseparable amigo juguetón con el que hablaba cuando estábamos solos. Es posible que nadie me crea, pero sé que me entendía perfectamente mientras me oía royendo un hueso.

Cuando aquella enorme casa estuvo preparada, invité a mi compañero de trabajo Miguel, a su esposa Esther y a sus tres hijas a pasar allí el día y a un buen almuerzo. El servicio estuvo allí desde la mañana a la noche a cambio de otros cuantos días de descanso y Gonzalo, el cocinero, nos dejó a todos sorprendidos. Mi otra sorpresa fue la compañía que llevaban. Era un chico de veintitrés años, no muy alto, algo rellenito y bastante más simpático de lo que aparentaba. No era una gran belleza, pero en sus expresiones y en sus labios había un hechizo que no podía describirse. Pensé que era el amigo de alguna de las chicas, pero no era nada más que un estudiante al que Miguel le estaba dando una buena formación profesional. Según mi amigo, no podría encontrar a otro chico que hiciese con los ordenadores las cosas que él hacía.

Esto fue el motivo de que Manuel – al que todos llamaban Manu – se pegase a mí y a Blacky cuando visitamos el estudio que había montado en el semisótano. Hasta Miguel se quedó helado al entrar allí. Manu pegó su cuerpo al mío, comenzó a tutearme y puso su mano en mi cintura. Cualquiera habría dicho que era un chico demasiado «expresivo»; un pulpo. Siempre que me hablaba me echaba el brazo por los hombros, me cogía las manos o me acariciaba los cabellos. Una mirada de Miguel al partir me pareció una mezcla de advertencia y de cierto temor. Sabía que yo le había dado mi tarjeta al chico.

2 – La visita inesperada

El miércoles siguiente por la tarde – como yo le había dicho – me llamó por teléfono dejándome apreciar en su voz un tintineante soniquete de entusiasmo.

  • ¡Bartos, soy yo! – dijo - ¡Seguro que ya no te acuerdas de mí!

  • Seguro que sí me acuerdo, Manu – me sentí pleno -; sabía que me llamarías.

  • Es que me gustaría ir a tu casa…- hizo una pausa -, si no te importa, y aprender algo de esas máquinas nuevas que tienes. Lo malo de todo esto es que vivo en San Juan y no hay autobuses que entren en Puerta Verde. He pensado en decirle a un amigo que me lleve, pero no quiero ser un estorbo.

  • No creo que me estorbases – aseguré -; sé que eres un experto y que los conocimientos que tienes te los ha dado el mejor: Miguel. También tienes aquí a tu amigo Blacky si te aburres de tanto teclado.

  • Entonces… - dudó - ¿Puedo decirle a mi amigo que me lleve?

  • ¡No, Manu! – me pareció que se sintió frustrado -; hoy ya es tarde. Mañana iré a recogerte personalmente. Descanso todo el día. Dime dónde vives.

  • ¿Vas a venir a por mi? – se extrañó -; perderás media mañana y media tarde en viajes

  • No importa. Un día es un día. A partir de la semana que viene tengo quince días libres. También podrías venirte alguno que otro.

No sabía que contestar. Me dijo dónde vivía y fui a recogerlo. Cuando entró en el coche brillaba de felicidad. Se inclinó hacia mí y me besó. Mi amigo canino estuvo jugando con él.

Lo más importante de todo sucedió en el estudio. Le vi gozar de tener a su disposición lo mejor de la tecnología y, siempre que se acercaba prudentemente a mí, se echaba sobre mi hombro y me acariciaba los cabellos del cuello mientras me escuchaba atentamente. Jamás olvidaba una explicación y jamás tomaba notas. Su mente era prodigiosa.

Durante el almuerzo hablamos de aquellos quince días que podría aprovechar y, sin maldad ninguna, dijo que fuese a recogerlo sólo un día y se quedaría allí conmigo; de esta forma – dijo – no tendría que estar todos los días viajando. En realidad el chico no sabía que aquellos viajes podía hacerlos Marcelo, mi chófer, pero acepté su propuesta y pedí que se le preparase un dormitorio (me refería con esto a que se le instalase en él todo lo que quisiese: DVD, ordenador, TFT…).

Al atardecer, poco antes de llevarlo a su casa y mientras mirábamos cómo jugaba Blacky en el jardín con su pelota, me tomó por la cintura, puso su cabeza en mi hombro y suspiró.

  • Esto es todo lo contrario a mi casa.

3 – Ni quince días

Me esperaba en la puerta con su bolsa de deportes, con una sudadera muy llamativa, vaqueros y zapatillas de deporte nuevas. Corrió hacia el coche contento como un niño, volvió a saludarme con un beso y puso su bolsa en el asiento de atrás, junto a Blacky, que le hizo mucha fiesta hasta echarse en el asiento, como era su costumbre.

Voy a omitir los tres primeros días que estuvo en casa. Sólo aclararé que se entusiasmó al ver su dormitorio, que se sintió halagado cuando Blacky quiso dormir junto a su cama y que, aunque trataba al servicio con todo respeto, acabaron hablándose como amigos.

Pero como nunca sabe uno lo que va a surgir, al oírme hablar de mi apartamento en la playa, me pareció muy ilusionado y le propuse pasar allí un par de días. Le encantó la idea y no lo pensamos mucho. Volvió a preparar su bolsa y partimos el día siguiente por la mañana. Ni era época de vacaciones ni estaba el tiempo para baños en el mar, pero recorrimos todas las calles y almorzamos en uno de los pocos restaurantes que estaban abiertos todo el invierno.

  • Ese apartamento es pequeño – le dije -, pero sólo estaremos allí para dormir o descansar. Si quieres, duerme tú en el dormitorio; yo estoy muy acostumbrado al sofá cama del salón.

  • ¡No, Bartos! – inclinó la cabeza sensualmente -; la cama es ancha y cabemos los dos. Todas las cosas están ya en el ropero. Es tu dormitorio.

Anduvimos demasiado y dimos un paseo por la playa (aunque no fue muy agradable). Estaba visiblemente cansado y me pidió que volviésemos a casa.

  • Me duele la espalda, Bartos – dijo -; suele pasarme. Me llevo demasiadas horas sentado frente al ordenador. Siento la necesidad de que me crujan los huesos y de descansar.

  • Está bien, Manu – lo apreté contra mi cuerpo -, te daré un masaje para que descanses.

  • ¿Sabes dar masajes?

  • Mi padre me los daba – le expliqué -; aprendí mucho de él en eso. Te sentirás mejor.

Tomamos un bocado, charlamos un rato y le vi echarse en el sofá, cansado y casi durmiéndose. Estaba en calzonas y se había quitado las zapatillas así que le dije que se quitase la camiseta.

  • ¡Vamos! – le hice señas -, ponte boca abajo y relájate.

Se dio media vuelta, puso sus manos bajo la cabeza y me senté sobre su espalda, cerca de las nalgas, comenzando a masajearle los hombros y bajando por la columna. Su cuerpo, un tanto rellenito, era suave y mullido; su piel era muy blanca y ni siquiera tenía vello en las axilas. Me pareció muy relajado y volvió la cabeza para sonreírme. No tuve más remedio que echarme hacia atrás para seguir el masaje, pero mi miembro quedó entre sus nalgas. No dijo nada; no se movió, pero tuvo que notar que estaba duro.

Cuando terminé con la espalda le dije que se diese la vuelta para seguir el masaje. Relajé los músculos de su cuello y luego los de su pecho y su cintura mientras sonreía, pero cuando bajé mis manos y tomé el elástico de sus calzonas para bajarlas un poco, saltó como un resorte, me miró espantado y apartó mis manos de él dándome un fuerte golpe.

  • ¿Qué haces?

No pude responder. Me quedé quieto mirando cómo tiraba de sus calzonas, se ponía la camiseta y se iba mirándome muy enfadado hasta entrar en mi dormitorio y cerrar la puerta. Lo esperé mucho tiempo. No sabía qué pasaba ni qué iba a pasar, así que esperé pacientemente hasta que el sueño me venció y caí en el sofá tapándome con una manta.

Al amanecer, desperté asustado. La puerta del dormitorio seguía cerrada. Me fui a la cocina y me preparé un desayuno ligero antes de irme a dar un paseo matutino por la playa. Le dejé algunas cosas para que desayunase y salí de allí con Blacky sin hacer ruido. El estruendo de las olas y el viento frío, que siempre me relajaban, me pusieron nervioso. Tenía que volver a casa.

Pasó bastante tiempo. A las diez y media aún no había abierto la puerta y no había desayunado. No podía aguantar aquella situación y volví a salir con mi amigo a darle un paseo. Cuando volvimos, unas dos horas después, Manu estaba vestido, sentado en el sofá frente a la mesa oyendo música con un MP3. Me miró rápida y disimuladamente sin dejar de oír su música y Blacky y yo pasamos a la cocina. No había tocado el desayuno. Comencé a preocuparme, así que decidí ir al dormitorio a cambiarme y obligarlo luego a que me diese explicaciones, pero cuando salí al salón se quitó los auriculares y sola y exclusivamente dijo una frase con un tanto de mal genio:

  • ¡Llévame a mi casa!

Mientras yo entré al dormitorio a recoger mis cosas, Blacky se sentó en el salón, a la entrada del pasillo, como si quisiese hacer de guardián o impedirle el paso. Manu se levantó hacia él y extendió la mano para acariciarlo, pero pude oír claramente como le gruñía y le enseñó los dientes. El chico, asustado, retiró la mano y dio unos pasos atrás hasta el sofá. Recogí todo y cerré el piso para irnos; Blacky no se apartó de mi lado, ya no movía su rabito y no apartaba ni un instante su vista de Manu. Cuando cerré el piso, tampoco salió corriendo a los jardines de la piscina, sino que fue Manu el que se retiró en silencio hacia el ascensor para bajar al garaje.

No puedo describir un viaje de más de una hora sentado junto a aquel chico que no daba explicaciones de lo que le pasaba mientras mi perro, en contra de lo que solía hacer, permaneció sentado en el asiento de atrás vigilando a mi acompañante.

Cuando paré cerca de su casa, abrió la puerta, recogió su macuto entre gruñidos de Blacky y dijo un seco «adiós» antes de dar un portazo. Mi compañero gemía como si llorase por lo ocurrido. Di la vuelta y volvimos a casa.

4 – Dos días después

Ordenar datos, jugar con mi perro y hablar con mi vecino Ramón sobre las bellísimas variedades de rosales que habíamos plantado fue todo lo que hice durante dos días más. Pensé que todo había sido una experiencia a olvidar sin darle importancia, pero una llamada de teléfono me hizo reaccionar. Pude ver con claridad en el display su número y esperé bastante antes de contestar. Si lo que tenía que decirme no era importante, colgaría; pero insistió. Contesté secamente.

  • ¿Sí?

  • ¡Hola, Bartos! – hablaba con su tintineo de felicidad como si nada hubiese pasado - ¿Cómo estás?

  • Sentado – contesté sin más.

  • ¡Verás! – siguió -; es que dejé en tu casa unas pelis en DVD y algunas son de mi primo y va a venir a recogerlas

Imaginé que iba a pedirme que se las llevase, así que me adelanté. Me pareció un chico demasiado inmaduro para sus veintitrés años y bastante comprometedor. Recordé la mirada de Miguel cuando salía de casa.

  • ¡Aquí las tienes! – contesté -; pásate a recogerlas cuando quieras. Si no estoy te las dará Joaquín.

Se quedó unos instantes en silencio pero no dije nada hasta que habló.

  • ¿No vas a venir a recogerme? – dijo muy extrañado
  • ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?

Indudablemente aquello no era normal, sino el fruto de una relación amistosa con un chico encerrado en el ordenador y desconcertantemente inmaduro.

  • Está bien – le dije -, te las llevará Marcelo (mi chófer). No pretendo quedarme con nada tuyo.

  • ¿Cómo? – parecía no entenderme - ¿No vas a recogerme para irme contigo estos días?

Tuve un impulso que me vi obligado a reprimir. Manu no tenía la culpa de lo que había sucedido. Le dije que iría a recogerlo pero sabía que tendría que mantenerme bastante apartado de él.

Cuando llegué a su casa me pareció revivir la última vez que fui a recogerlo. Me esperaba allí sonriente y corrió hacia el coche muy ilusionado, abrió la puerta, me besó y puso su bolsa atrás. Blacky se mantuvo apartado, pero en guardia. No sabía – como yo – qué estaba pasando. Fuimos hablando como si nada hubiese ocurrido y pasó el día como pasaron los anteriores. No mencionaba nada de lo sucedido en la playa, pero cuando se acercaba a mí para hablarme e intentaba poner su cabeza en mi hombro o tomarme por la cintura, me retiraba de él con tacto mientras escuchaba ciertos gruñidos reprimidos de Blacky.

Era una situación incomprensible; era un inmaduro, sí, pero me debía una explicación que no llegaba. Cuando subimos para acostarnos, yo mismo le abrí la puerta de su dormitorio y, dándole las buenas noches, me encerré en el mío. Blacky se quedó en el distribuidor como vigilante y pasé más de una hora intentando razonar qué estaba pasando. Cuando menos lo esperaba, oí unos golpes en mi puerta.

  • ¿Sí? ¡Pasa! ¡Está abierto!

Me pareció que entraba rodeando a Blacky. Se acercó a mi cama en calzonas y apoyó las rodillas en ella.

  • ¿Qué pasa? – le pregunté - ¿No puedes dormir?

  • ¡No! – estaba asustado - ¿Te importa que hablemos un poco?

  • Por supuesto que no – fui amable -, pero no te quedes descalzo. El suelo debe estar helado. Ponte las zapatillas.

  • ¿Y no puedo subirme a la cama contigo?

Me sentí mal, casi tan asustado como él y reaccioné un tanto violentamente. Levanté la colcha de un tirón y también la voz.

  • ¡Venga, sube! ¿Vas ahora también a molestarte porque te meto en mi cama? ¡No sé qué coño piensas!

  • ¡Lo siento, Bartos! – dijo subiéndose despacio a la cama -; estoy asustado. Por favor, no te retires de mí. Dame un masaje si quieres

  • ¿Un masaje? – grité - ¿Piensas que voy a aguantar una situación como la que pretendes hacerme creer que no ha ocurrido?

Se tapó, se acercó a mí y puso su mano sobre mi pecho. No me moví ni lo miré. Me limité a oírle.

  • Mi padre nunca me deja estar con él – dijo -; me gustaría abrazarlo, besarlo, acariciarlo. Tú sí me dejas hacerlo, pero no pude evitar el terror que sentí cuando intentabas… cuando quisiste

  • No quise nada más que darte un masaje, Manu – volví a ser seco -; no intentes cambiar ahora una situación por otra que no existió.

  • No es así, Bartos – gimió - ¡De verdad! ¡Deja que te explique! Me gustaría que fueses mi padre. Él nunca habla conmigo; no me abraza; no me besa. Cuando vi que querías quitarme las calzonas no te vi a ti allí; vi a mi padre ¡Me aterroricé! Pero nunca he querido molestarte.

  • Lo siento, Manu – seguía sin mirarlo - ¡No soy tu padre! Además, no intentaba quitarte las calzonas ni hacer nada; sólo un masaje que me lo impedía un elástico tan arriba.

  • ¿No ibas a quitarme las calzonas?

  • ¡Nunca! Eso ya no son masajes. Esas cosas no las hago sin consultarlas con quien estoy.

Sin mediar palabra alguna, en un silencio que me hizo estremecer, echó el cobertor hacia abajo dejándome ver su cuerpo y tiró él mismo de sus calzonas para bajárselas y quitárselas.

  • Yo sí quiero eso que piensas, Bartos ¿Por qué no me lo das?

  • ¡Oh, Manu! – me volví a abrazarlo - ¡Eres tú el que debes perdonarme! ¡No entiendo tu forma de decirme las cosas! ¡Jamás he intentado nada más que hacerte sentir a gusto!

Me besó, me acarició el rostro, se volvió hacia mí y pegó su cuerpo al mío.

  • ¿Puedo quitarte las calzonas?

  • ¡Claro!

Lo ayudé un poco levantando mi culo de la cama y esperé a que me las sacara por los pies. Ya desnudos, me tapó con cariño, se metió bajo el cobertor y comenzó una relación sexual que no hubiera imaginado un minuto antes.

  • ¡Claro, Manu, claro! – le sonreí - ¡Seré tu padre si quieres!

  • ¡Sí!, pero déjame compartir mi cuerpo con el tuyo. Me aterroriza esa distancia ¡Vamos a romperla!

5 – La última llamada

Sonó el teléfono varios días después. Era Miguel. Pensé que iba a preguntarme cuándo iba a volver al trabajo, pero comenzó a hablar y no dije nada.

  • ¡Bartos! ¿Está ese chico ahí contigo? Su padre me ha dicho que se ha marchado de casa ¡Ten cuidado, por Dios! ¡Ese chaval no está bien! Tiene un lenguaje que no hay quien lo entienda ¡Limítate a enseñarle informática! ¡Te pedirá que seas su padre! ¡Créeme! ¡Es peligroso!

  • Puede que lo sea si no aprendes su lenguaje, es cierto – contesté -; posiblemente haya que reprogramarlo. Ahora soy yo su padre, según piensa él; lo llevo a sus clases por la mañana y le enseño mucho más por la tarde. A cambio, estoy aprendiendo mucho de él ¡Más de lo que piensas! No te asustes. Volveremos a vernos en la oficina. A él puedes verlo aquí. Es muy feliz y te aseguro que no es anormal en absoluto. Quizá seamos nosotros los anormales ¡Créeme!