No somos pieles rojas

Una historia del confinamiento, sin sexo.

Silvia, como todos los españoles, está siendo  víctima de la crisis sanitaria. El hotel donde trabajaba como limpiadora hizo un expediente de regulación temporal  de empleo al comienzo de la alarma por el covid19.

De momento, como el piso donde vive es propiedad de su madre, se está apañando, aunque a duras penas,  con el subsidio. Eso sí a sus tres niñas se le va a poner cara de arroz,  patatas y    de  macarrones con tomate. Si quiere comer todos los días, la posibilidad de un menú más variado queda descartado.

No sabe cuándo fue la última vez que dio a sus hijas pescado fresco o carne, pero es lo que hay, por lo menos le da frutas y  verduras a diario.  Lo importante, como le enseñó su abuela,  es que no falte un plato de comer en la mesa.

La gente lleva muy mal lo del confinamiento, ella salvo cuando las niñas dejan de dar ruido, no tiene tiempo para quejarse. Está  acostumbrada a sobrevivir. Es lo que ha hecho toda la vida.

Sobrevivió a unas compañeras del colegio que la ninguneaban  y la humillaban cada vez que le venían en ganas. Unas veces porque no era tan lista como ellas, otras porque era una hortera vistiendo… Cualquier cosa era excusa para recordarle que no era tan buena como el resto.

Sobrevivió a un padre que le negó formarse como peluquera, algo que había sido su sueño desde pequeña.  Su argumento trasnochado era que para que se iba a esforzar estudiando, si después lo que iba a tener que hacer era cuidad de su marido y de sus niños.

Sobrevivió a un marido  que, cuando se cansó de decirle que era una inútil porque era incapaz de darle un macho, comenzó a pegarle un día sí y otro también. Nunca lo denunció, ni falsamente, ni legítimamente. Menos mal que conoció a una pilingui diez años más joven que ella, con la que se fue a vivir, vete tú a saber dónde.

Tras el divorcio, el muy hijo de su madre se buscó la triquiñuelas legales  para no tener que  pasarle una manutención ni a ella, ni a las niñas. Seguramente cuando crezcan, mandé una carta a un programa de televisión para conocerlas y pedirle perdón.

Sobrevivió a verse sin hogar, el piso en el que vivían era de alquiler. Menos mal que su madre le cedió un piso que había heredado de una tía suya, o si no se hubiera visto en la calle con una mano delante y otra detrás, con tres niñas pequeñas a las que mantener.

Con treinta y ocho años, sin haber trabajado nunca fuera de casa, de las pocas opciones que se encontró para sacarse un sueldo fue la de camarera de hotel. Un empleo que un puto bicho con nombre de súper héroe, se ha encargado de arrebatarle, vete tú a saber hasta cuándo.

Esta situación extrema le suena extraña por no poder salir a la calle y tener que aguantar a tres diablesas entre seis y nueve años veinticuatro horas siete días a la semana, pero ha estado peor que ahora. Bastante peor.

Maldita sea la hora que, para que se entretuvieran y dejaran de armar jaleo por un rato, tuvo la idea de ponerles una película de indios y vaqueros. Les gustó tanto que todos los días le pide que se la ponga, para después correr por un piso de cuarenta y pocos metros jugando a ser las protagonistas de la película.

Una cinta del pelo, unas plumas de un jarrón y algún que otro utensilio les ha servido para convertirse en  las salvajes guerreras de Gerónimo. Lo peor es  cuando se ponen   a dar vueltas a la mesa de la casa y se ponen a cantar un “Uuuuh, Manituuu, Manituuu.” Su dolor de cabeza le pregunta que cuando se le acabaran las pilas.

Quien lleva peor los estridentes gritos a todas horas de su prole es su vecino. Un militar retirado que todavía cree que posee la autoridad que le daban sus galones y, que desde que las crías empezaron con el cansino canto, nada más que hace darle golpes en la pared gritándole  que se callen las malditas niñas de una vez. Como si ella pudiera hacer algo al respecto.

Hoy catorce de abril, como cada año. Ha salido a poner la bandera republicana en su balcón.

Su vecino, con el que cada vez y, por mucho que se disculpe por el comportamiento de las niñas, se lleva peor. Siempre ha juzgado  mal su ideología política, ahora que tienen que convivir pared con pared, sus ataques de sinceridad son todavía peor.

Cuando la ve, con la ayuda de las niñas,  colocar la bandera tricolor en la barandilla, no puede evitar gruñirle entre dientes.

—¡Rojas,  rojas tenían que ser!

Yesica, la menor de sus hijas, se queda mirándolo. Antes de que el hombre se meta en el interior de su vivienda, con su clásica voz de niña resabida le increpa:

—Señor Idelfonso, usted será mayor pero está diciendo las cosas mal.

—Mírala, mucha bandera comunista y mucho puño en alto, pero  ni siquiera sabe educar a sus hijos. ¿Qué es lo que estoy diciendo mal, mocosa?

La pequeña a pesar del tono autoritario del otrora coronel, frunce el ceño, se cruza los brazos sobre el pecho y se enfrenta al prepotente señor.

—Usted dice las cosas mal, porque nos ha llamado rojas y nosotras no somos pieles rojas, somos guerreras comanches.

El viernes que viene publicaré “El padrino” segunda parte de cuatro de “ Follando  con dos buenos machos: Iván y Ramón”  en esta ocasión será en la categoría gay. ¡No me falten!

Estimado lector, si te gustó esta historia, puedes pinchar en mi perfil donde encontrarás algunas más que te pueden gustar, la gran mayoría  de temática gay. Espero servir con mis creaciones para apaciguar el aburrimiento ahora que no podemos salir todo lo que nos gustaría.

MUCHAS GRACIAS POR LEERME!!!