No se pueden vivir los sueños de los demás
El destino de Isabel se selló antes de nacer. Incluso, antes de ser concebida. Su madre era profundamente religiosa, y su mayor deseo era entregar a su primera hija al convento Benedictino.
El destino de Isabel se selló antes de nacer. Incluso, antes de ser concebida. Su madre era profundamente religiosa, y su mayor deseo era entregar a su primera hija al convento Benedictino.
Los dos primeros hijos fueron varones, los encargados de perpetuar el linaje de la familia. Isabel fue la tercera de un total de cinco hermanos.
Su infancia fue normal, aunque desde que tuvo uso de razón se dio cuenta de que su madre no la trataba como al resto de sus hermanos y hermanas. Con ella pasaba más tiempo. Le decía que iba a ser una mujer santa, consagrada a Dios.
Isabel no entendía bien a que se refería su madre, pero sí comprendió que era algo hermoso, pues su madre le hablaba con el corazón.
Creció en el campo, jugando como cualquier otro niño, siempre bajo la atenta mirada de su madre. Por las noches ella le leía historias sacadas de, como decía su madre, el Libro Santo. Historias que Isabel no entendía del todo, pero que escuchaba con sus preciosos y grandes ojos abiertos.
A los 10 años Isabel supo lo que le esperaba. Cuando cumpliera 12, ingresaría en el convento y allí pasaría el resto de sus días. Una niña de 10 años no tenía aún conciencia de lo que eso significaba. Sólo sabía lo que su madre le decía. Se su vida sería consagrada a Dios. Que sería feliz. Que sería una santa.
Isabel anhelaba que llegara ese día. Su madre le había contado tales maravillas que la joven niña sentía una enorme ilusión.
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Llegó el día. Sus padres la llevaron en su carruaje hasta el convento. La madre superiora los esperaba. Era una mujer seria, enjuta.
-¿Así que esta es la pequeña Isabel?
-Sí, madre - contestó la madre de Isabel.
-Bien. Despídanse de ella aquí.
La madre de Isabel la abrazó fuerte, le dio muchos besos en la carita y con lágrimas en los ojos le dijo adiós.
-¿No entras conmigo, mami?
-No, hija. A partir de hoy perteneces a Dios.
Cuando la joven Isabel vio a sus padres alejarse, sintió pánico. Era la primera vez que se separaba de ellos. Intentó salir corriendo tras de ellos, pero la madre superiora la agarró por un brazo, con fuerza.
-No seas niña. Esa vida la has dejado atrás.
La arrastró dentro del convento. El sonido de las puertas al cerrarse retumbó en la cabeza de Isabel. Cerró los ojos. Se dijo que allí sería feliz, consagrada a Dios, como su madre le decía todos los días. Pero al mirar a su alrededor, no vio felicidad. Sólo había silencio. Había varias monjas, caminando, trabajando. Pero en silencio.
El alma se le encogió a la pobre Isabel. La madre superiora la llevó por varios pasillos hasta una pequeña sala en donde había otra monja
-Buenos días, Sor Inés. Esta es la nueva novicia. La dejo en sus manos.
-Buenos días, madre superiora.
La priora se marchó y dejó a la niña, asustada, con Sor Inés.
-Hola. ¿Cómo te llamas, pequeña?
-Isabel.
-Yo soy Sor Inés. Tienes un cabello muy bonito. Lástima.
El dorado cabello de Isabel le llegaba hasta media espalda. Todas las noches su madre se lo cepillaba mientras le hablaba y hablaba de lo feliz que iba a ser. Nunca le contó lo que Sor Inés hizo con su cabello.
Mientras se lo cortaba, le decía que una monja no necesitaba signos externos. Que ahora pertenecía a Dios y que Dios no miraba su cuerpo, sino su alma. Que su cuerpo tenía que ir tapado.
Con lágrimas en los ojos, Isabel veía como su pelo iba cayendo al suelo. Después de dejarla con el pelo corto, la llevó a otra habitación en donde le dio su nueva ropa y le dijo que se la pusiera.
No era como los lindos vestidos que usaba. Era una especie de hábito, más claro que el que llevaba Sor Inés. Y en la cabeza, un paño blanco.
Una vez vestida, la llevó a lo que sería su habitación. Un pequeño cuarto, con una cama de madrera, una ventanita y una silla. Nada más.
-Aquí es donde dormirás a partir de ahora, Isabel.
La dejó allí y cerró la puerta con llave. Isabel se sentó en la dura cama y se echó a llorar. ¿Dónde estaba la alegría y la felicidad que su madre le había contado? Allí sólo había silencio.
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Un buen rato después apareció otra monja.
-Ven - le dijo, secamente.
La llevó por un recorrido por el convento. Le enseñó las principales dependencias. El patio, la capilla, la cocina, el comedor. Le explicó las normas. Las estrictas normas. Silencio, recato, oración, trabajo. Vio a más monjas, y a más novicias, como ella.
No vio alegría por ningún sitio. No vio el más mínimo rastro de felicidad.
-A las cinco es la hora de la cena, Isabel
En su casa todo era alegría. Cuando comía todos juntos había risas, bromas con sus hermanos. Cuando entró en el comedor, sólo había silencio. Los únicos sonidos eran los de los cubiertos de madera en los platos.
La sentaron en una gran mesa con más novicias. Ella era la más joven. La miraron, pero no le hablaron.
Después de la frugal cena, sor Inés la llevó de nuevo a su cuarto.
-Me quiero ir a mi casa - se atrevió a decir la pequeña Isabel.
-Esta es ahora tu casa.
La monja cerró la puerta e Isabel oyó como echaba la cerradura. Se desplomó sobre la cama, con las manos en la cara, tratando de no gritar.
-Mamá, mamá... Sácame de aquí. No quiero esto.
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La despertó el sonido de las campanas. Aún era de noche. La puerta se abrió.
-Hora de levantarse, Isabel.
La llevaron al comedor para desayunar. Después, con varias novicias más, a rezar.
-A las nueve viene el padre Ramiro. Será tu confesor.
El padre Ramiro resultó ser un serio hombre, bastante mayor para esa época. No usaban confesionario, sino que se sentaban en un rincón de la capilla. Había una larga cola de monjas y novicias para confesarse.
Cuando le llegó el turno a Isabel, se sentó al lado del obeso hombre.
-Debes de ser la nueva. ¿Cómo te llamas?
-Isabel.
-Bien, Isabel. Ave María purísima.
-Sin pecado concebida.
-¿Has pecado, hija?
¿Pecado? Isabel no sabía nada del pecado. Sólo lo que su madre le contaba. Pero eso no iba con ella. No era como las personas pecadoras de las que hablaba su madre.
-No, padre.
-¿Has robado?
-Claro que no.
-¿Has tenido envidia de algo o alguien?
-No.
-¿Pensamientos impuros?
Tampoco Isabel sabía nada de pensamientos impuros. No sabía a que se refería el cura.
-Yo....
-¿Sí? Debes decírmelo y arrepentirte de corazón si quieres que Dios te perdone.
-Yo... deseo irme.
-Ah, Bah... No puedes. Bien, bien. Ego te absolvo in... bla bla bla.
Isabel se levantó y su lugar lo ocupó la siguiente.
Fue durante las largas misas oficiadas por el padre Ramiro cuando Isabel empezó a conocer lo que era el pecado. Como el diablo tentaba al hombre para que robara, matara y, sobre todo, fornicara. Cómo se valía de las mujeres para hacer caer al hombre en la tentación. La mujer era el instrumento del diablo, pero las monjas eran puras. Tapaban sus cuerpos a los ojos de los hombres y abría su alma a Dios.
Sólo a través de la oración y el recogimiento salvarían su alma.
Así transcurrieron varios meses para Isabel. Levantarse antes de que amaneciera. Acostarse antes de que anocheciera. Pasarse casi todo el día rezando, oyendo sermones, aprendiendo a leer para leer el único libro, la biblia. Confesándose con el padre Ramiro, pero sin nada que confesar.
Fue conociendo a las monjas y al resto de las novicias. Algunas veces hablaban. Unas pocas novicias eran hasta simpáticas. De las monjas, sólo una era agradable. Sor María, la cocinera. Con ella empezó a pasar más tiempo. Con ella si podía hablar. Incluso la ayudaba con los quehaceres de la cocina.
-Pásame el tarro con la harina, Isabel.
-Toma. Oye, María. ¿Por qué entraste en el convento?
-Bueno, mi familia era pobre y no podían mantenernos a todos, así que me tocó.
-¿Nunca has deseado marcharte?
-No. Esta es mi vida, Isabel.
-La mía no.
-Sí lo es, mi niña. Y cuando antes lo aceptes, antes estarás en paz. No es una mala vida.
-No es como me la describieron.
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Llevaba más de un año ya enclaustrada en el convento. Una mañana, cuando sonaron las campanas, notó algo extraño. Tenía los muslos húmedos. Se llevó los dedos y notó un líquido pegajoso. A la luz de la vela, vio que era sangre.
Empezó a gritar, hasta que la puerta se abrió y Sor Inés entró.
-¿Qué pasa Isabel?
-Me muero hermana. Me muero.
-¿Cómo que te mueres?
Le enseñó la sangre de los dedos, y señaló hacia la mancha entre sus piernas. La moja se limitó a mirarla y decirle.
-Ya eres mujer, Isabel. Ahora el diablo empezará a tentarte. Lávate y ve a desayunar.
Sin entender que le estaba pasando, Isabel se limpió la sangre en la palangana que tenían para su aseo y con el corazón encogido, fue a desayunar. No dejaba de pensar en lo que le había pasado.
A punto estuvo de contárselo al padre Ramiro, pero se calló. Sin embargo, no pudo aguantarse más cuando estuvo sola con Sor María.
-María...esta mañana...yo...tenía sangre.
-Ya eres una mujercita, Isabel
Eso le había dicho Sor Inés. ¿Pero qué tenía que ver eso con ser mujer? No lo entendía.
-¿Por qué me pasó?
-Nadie te lo ha explicado.
-No.
Con cariño, Sor María le explicó lo que le pasaba. Le dijo que le pasaría ya siempre. Que era el estigma por el pecado de Eva. La marca de las mujeres. La señal que el diablo esperaba para empezar con las tentaciones.
-¿A ti te pasa?
-Ya no. Se ve que el diablo cree que ya no puedo tentar a los hombres.
Le explicó que una vez al mes sangraría. Que simplemente se lavase y se pusiera durante unos días un paño.
No le permitió tocar ningún alimento ese día. Ni ese ni ninguno en que sangrara. Estaba impura y mancillaría la comida.
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Isabel se consumía. Era encerrada todas las noches en su dormitorio. Todas las novicias eran encerradas en sus aposentos por la noche. Y durante el día, le metían en la cabeza sólo pecado, pecado y más pecado: Tenía que ser pura. En pocos años haría sus votos. Tomaría los hábitos y sería la esposa de Dios. Con sacrificio y penitencia su alma se salvaría.
Poco a poco se empezó a creer todas aquellas cosas. Se acostumbró a aquella dura vida. Sólo los momentos en que estaba en la cocina con sor María eran algo felices.
El que cumplió 15 años, la madre superiora la mandó llamar.
-Isabel. Tienes visita
Con el corazón latiéndole, pasó a la dependencia contigua. Y allí, se encontró con su madre.
Los ojos de Isabel se llenaron de lágrimas. Quiso salir corriendo hacia ella. Abrazarla, sentir sus besos, sus caricias, como cuando era niña.
Pero su madre no se movió. No mostró alegría. Sólo una fría frase.
-Hola Isabel.
-Hola...madre
No le salió la palabra mamá.
-¿Cómo estás?
"¿Por qué me engañaste, madre? ¿Por qué me dijiste que esta vida sería maravillosa?", pensó Isabel. Sólo contestó:
-Bien, gracias.
-Tu padre ha muerto.
Isabel sintió que las piernas le flaqueaban. Se sentó en un duro banco.
-¿Cómo ha sido?
-Se cayó del caballo. Nada se pudo hacer por él.
-¿Y mis hermanos? ¿Están bien?
-Sí. Todos están bien, gracias a dios. El mayor se casó y tuvo un hijo. Eres tía.
Su querido hermano mayor, aquel que tanto la hacía rabiar, ya era padre. Ella ya era tía. ¿Podría conocer algún día a su sobrino?
Su madre dio un paso hacia ella, pero se detuvo. Quería abrazar a su hija, darle besos como cuando era niña, pero la madre superiora le había dicho que no estaba permitido el contacto. Que ya no era su hija.
-Isabel...yo. Debo marcharme. Adiós.
-Adiós, madre.
Esa fue la última vez que Isabel la vio.
+++++
Los días parecían meses. Los meses, años. Y los años... eternos.
Una mañana la cola para confesión era más larga de lo habitual. Empezó a oír un murmullo. Y entonces le llegó la noticia. El padre Ramiro había muerto.
Durante varios días no se pudo confesar, aunque nunca tenía nada que confesar. Hasta que por fin la diócesis mandó a un sustituto. Cuando Isabel lo vio, se sorprendió. No se parecía en nada a Don Ramiro.
No era viejo. Era un hombre joven. No era gordo, sino delgado. Su cara no era seria. Era...agradable de mirar. Se miraron e Isabel, sin saber por qué, apartó la mirada. Se sentó como siempre.
-Buenos días. Soy el padre José. Voy a ser el confesor de esta congragación.
-Buenos días, Don José. Mi nombre es Isabel
Tenía ganas de mirarlo. Era el primer hombre que veía en años, sin contar al padre Ramiro y los que traían avituallamientos al convento. Pero no se atrevía.
-Bien, Isabel. ¿Empezamos?
-Sí, padre.
-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida.
-¿Tienes algo que confesar?
-No padre.
-Bien. Reza tres ave marías.
La absolvió de sus no-pecados e Isabel dejó sitio a la siguiente.
El convento era un sitio silencioso, de recogimiento. Raramente hablaban entre ellas. Pero ese día Isabel escuchó muchos comentarios sobre el nuevo sacerdote. Una de las novicias le decía a otra, susurrando, que Don José era muy guapo. Cuando se dio cuenta de que Isabel las oía, se cayó.
Esa noche, a la luz de su vela, en su dura cama, Isabel pensaba en lo que había dicho su compañera. Que era guapo. Ello lo que pensó es que era agradable de mirar. Se rió sola, en su cama.
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Al día siguiente, se sentó a lado de Don José.
-Buenos días, Don José
-Buenos días. ¿Isabel, no?
-Sí, padre.
-¿Algo que confesar?
-No, padre.
Lo miró furtivamente. Tenía los ojos negros, profundos. Y una hermosa boca. Miró sus labios.
-Bueno, Isabel. Parece que contigo mi trabajo será muy fácil.
-¿Qué quiere decir, padre?
-Pues que no tienes pecados que confesar.
-¿Cómo quiere que peque estando aquí?
-La tentación está en todas partes, Isabel. Hasta en el más santo lugar el diablo extiende su negro velo.
Isabel le oía, pero no le escuchaba. Estaba más atenta al tono de voz que a las palabras que él decía. No sabía el por qué, pero el corazón le latía más rápido de lo normal, como si hubiese corrido. Pero no había corrido.
-Bien. Reza un padrenuestro.
-Hasta mañana, padre.
-Hasta mañana, Isabel.
De allí se fue a la cocina, a ayudar a sor María. No dejó de pensar en el padre José. En su voz, en sus manos. En sus labios.
A partir de ese día, había dos cosas que le gustaban en su aburrida vida. Ayudar a María y confesarse con el padre José. Poco a poco fue llegando más tarde, para así poder ser la última de la fila.
Cuando al fin se sentaba a su lado, el corazón se le disparaba. Él hablaba, le preguntaba por sus pecados, y ella siempre le decía que no tenía ninguno.
Le encantaba su voz. Al ser ella la última, la sesión se alargaba un poco más. Hasta que empezaron a hablar de otras cosas.
-¿Cuánto falta para tus votos?
-Un año, padre.
-Ah, sólo un año. Será el día más importante de tu vida. Cuando renuncies a todo y te consagres definitivamente a Dios.
-Renuncié a todo hace años, padre. Bueno, más bien me hicieron renunciar.
-¿Qué quieres decir?
-Oh, nada.
-Isabel, soy tu confesor. Pero también soy una persona. No estoy aquí sólo para escuchar tus pecados, aunque no tengas. También estoy para escuchar lo que me quieras contar. Las cosas que te apenan. Nada saldrá de mí. Serán secretos de confesión.
Isabel quería contarle como se sentía, allí encerrada. Lo que sufría por las noches cuando la encerraban con llave, como si estuviera presa. El hastío que sentía en su alma. Pero no le contó nada.
-Muchas gracias, padre.
-Bueno, es hora de seguir. Hasta mañana, Isabel.
Él le puso la mano sobre una de las manos de ella. Fue un gesto amigable, sin ninguna otra intención. Pero Isabel sintió como todo su cuerpo se estremecía.
Se levantó, nerviosa, y salió caminando deprisa.
Y esa noche, en su dura y austera cama, Isabel cometió su primer pecado.
Estaba acurrucada, tapada con la áspera sábana, recordando la sensación que notó cuando él posó una mano sobre su mano. Fue una sensación intensa, desconocida, pero muy agradable. Recordó sus labios, su voz.
Si su mano le provocó esa sensación... ¿Qué sentiría si él la tocara con sus labios? ¿Si la besase?
Ella llevaba años oyendo al padre Ramiro hablando una y otra vez sobre los pecados de la carne. Las tentaciones del cuerpo. Ellas pertenecían a Dios y tenían que huir de esas tentaciones. El diablo las usaría para pervertir a los hombres.
Pero ella no sentía eso. Lo que sentía no era malo. Era algo hermoso.
"El diablo nos nubla la mente. Nos engaña haciéndonos creer que la malo es bueno". Eso decía el padre Ramiro muy a menudo.
¿Sería eso lo que le pasaba? ¿Estaría el diablo tentándola? Habían sido demasiados años de continuo adoctrinamiento.
Se arrodilló en el frío suelo de piedra, juntó sus manos y empezó a rezar. Le pidió a Dios con todas sus fuerzas que le librara del mal. Que sacara de su cabeza los oscuros deseos que empezaba a tener.
Esa noche su sueño fue agitado. La culpa no la dejó descansar.
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Al día siguiente tenía miedo de volver a ver al padre José. Temía que los sucios pensamientos volvieran. Había rezado con todas sus fuerzas. Dios tenía que haberla escuchado.
Pero cuando le vio, su corazón se aceleró. No pudo evitar mirarle a los ojos, a los labios. Sus manos. Quería volver a sentir esa mano, su calor. Se sentó a su lado.
-Buenos días, Isabel.
-Buenos días, padre.
El segundo pecado Isabel lo cometió en ese momento. Mintió. Cuando él le preguntó si tenía pecados, dijo que no. Fue consciente de que estaba mintiendo, y eso la atormentó.
-Bien, pues reza un padrenuestro.
Se levantó con rapidez. Deseaba quedarse con él, hablar con él, pero estaba siendo tentada. Se marchó.
-¿Qué te pasa Isabel? - le preguntó Sor María más tarde en la cocina.
-Nada.
-Te noto extraña. Como si algo te pesara en el alma.
María era lo más parecido a una amiga que ella tenía. Las manos le temblaban.
-Es que...
-¿Qué te pasa?
-Creo que estoy siendo tentada. El diablo me está tentando.
-Pobre niña. Tienes que ser fuerte. Lucha. Pídele ayuda a Dios y Él te mandará su auxilio. Y confiésate. Limpia tu alma.
Eso es lo que tenía que hacer. Si confesaba sus pecados, Dios la perdonaría y podría seguir con su vida.
Esperó con impaciencia a que llegara el día siguiente. Se puso en la primera de la fila. Necesitaba sacarse el tormento que la atenazaba.
-Buenos días, Isabel. ¿Qué tal hoy?
-Buenos días, Padre. Hoy...hoy necesito confesión.
El padre José se sorprendió. Era la primera vez que aquella muchacha le pedía confesión. Y parecía apesadumbrada.
-Ave María Purísima
-Sin pecado concebida.
-¿Has pecado, hija?
-Sí padre.
-Cuéntame.
-He mentido. Ayer le dije que no había pecado, pero sí lo había hecho.
-¿Te arrepientes de haber mentido?
-Sí, padre. Me arrepiento.
-¿Qué más, Isabel?
-Padre...he tenido... pensamientos. Impuros.
-Isabel, debes luchar contra esos pensamientos. No eres tú. Es el mal que te tienta. Reza, medita. No volverán.
-Yo lucho, padre. De verdad que lucho.
-Arrepiéntete de tus pecados. Dios es pura bondad y te perdona. Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti, Amen.
-Amen
-Reza tres padrenuestros y cinco Avemarías.
Cuando terminó de rezar, se sintió liberada. Se había quitado un peso de encima. Contenta y feliz fue a la cocina y ayudó a María, que la notó más feliz que el día anterior.
-¿Te confesaste?
-Sí.
-Ahora tienes el alma limpia. Se nota.
El resto del día fue tranquilo. Todo fue bien hasta que se acostó y oyó como Sor Inés cerraba su puerta.
Los pensamientos volvieron a su mente. ¿Por qué? Ya se había confesado, ya había limpiado su alma. ¿Por qué el diablo quería atormentarla de esa manera?
Aquellos sucios pensamientos. Su mando sobre su mano. Su calidez. Sus ojos profundos. Sus labios carnosos. Pensamientos sucios. Pero ella no los sentía sucios.
Cerró los ojos. La carne es débil. La carne es pecado. Sin embargo, aquello lo que sentía no era malo. Era hermoso. Él acariciaba su mano. Su cuerpo se volvía es estremecer. En su mente él le acariciaba con suavidad la piel. Se miraban a los ojos.
Y, lentamente, acercaban sus labios. Se besaban. Juntaban sus labios.
Isabel se sintió extraña. Notó que sus pechos estaban sensibles. Sus pezones estaban duros. Y entre las piernas había humedad. Pero no le tocaba el estigma ese día.
Llevó su mano a aquel sitio prohibido. A pesar de las advertencias que día tras día le embutieron en la mente, llevó sus dedos a su sexo. Quería saber que era aquello que la hacía sentirse mojada. Cuando se tocó, se estremeció de pies a cabeza. Quitó la mano con rapidez, asustada. Se miró los dedos. No estaban manchados. No era sangre.
Se arrodilló. Juntó las manos y con lágrimas en los ojos, rezó. Pidió con toda su alma a Dios que la librara del diablo. Quería ser pura.
Se quedó arrodillada hasta que las rodillas le sangraron. Se acostó y se durmió.
Nuevamente, tuvo un sueño agitado. Una horrible criatura, roja, con cuernos y rabo, la manejaba a su antojo. La hacía pecar. Su alma se condenada para toda la eternidad.
+++++
-Padre...He vuelto a pecar.
-Isabel. Tienes que luchar contra la tentación.
-Lo intento. Lo intento con todas mis fuerzas. Pero es superior a mí.
Él le cogió las manos. Y el estremecimiento volvió. Notó la sensación extraña de la noche anterior. Como sus pechos se hacían más sensibles. Como sus pezones se endurecían, como su sexo se humedecía.
Él le hablaba, pero Isabel sólo miraba sus labios. Quería besarlos.
El sacerdote notó que la muchacha temblaba.
-Tranquila Isabel. Si te arrepientes, Dios te perdonará. Él es amor infinito. Sabe de nuestra imperfección. Siempre nos perdona.
-Lo siento, padre. Yo...trato de ser pura.
El padre José la miró. ¿Qué atormentaba a aquella muchacha? ¿Qué podía ser tan horrible dentro de aquellas paredes? Tenía los ojos acuosos, a punto de llorar. Sus miradas se encontraron
"Qué hermosos ojos tiene esta mujer. No puede habar pecado en ellos", pensó.
Llevó una de sus manos a la cara. La rozó con ternura. Ella se volvió a estremecer. Era como cuando su madre la acariciaba cuando era niña. Pero lo que sintió no era lo que sentía cuando su madre lo hacía. Tenía ganas de besar aquella mano.
-Eres una buena mujer, Isabel. Y serás una buena monja. Lo sé. Dios nos pone a prueba. Aquellos destinados a grandes cosas les pones pruebas más duras. Lucha. Vencerás al mal.
-Gracias padre. Gracias.
-Reza Isabel. Con toda tu alma. Ahuyenta la tentación de ti.
Esa mañana Isabel no acudió a la cocina. Se la pasó entera en la capilla, arrodillada, orando. Implorando perdón. Implorando ayuda.
Ayuda que no halló. En la oscuridad de su cama, esa misma noche, todo volvió. Los impuros pensamientos. La placentera sensación que embriagaba su cuerpo. Recordó el intenso placer que sintió cuando sus dedos tocaron su húmedo sexo.
Lo volvía a tener así. Mojado. Sentía como mariposas en su estómago. Cerró las piernas con fuerza, para no sentir lo que sentía, pero fue peor. Juntar sus muslos le dio placer.
-Ummmm Satanás...déjame...
Cerró los ojos. La imagen del padre José llenó su mente. Sus manos cogiendo la suya. Su mejilla acariciada con ternura. En su imaginación ella giraba la cabeza y besaba la mano. Él la miraba y sonreía.
Y cuando en su mente él juntaba sus labios a los suyos, su mano se metió entre sus piernas. Sintió la humedad. Sintió placer. No quitó la mano. La dejó allí. Recorrió con sus dedos su sexo. Y el placer se hizo intenso.
-Aggggg...Dios... ¿Qué me pasa?
Notó con las yemas que había una zona que la hacía vibrar cuando la rozaba. Se frotó con delicadeza, y de repente, se quedó sin respiración. Creyó que se estaba muriendo, pero el placer que sentía era intenso, arrollador. Lo más hermoso que había sentido en toda su vida.
El primero orgasmo que la joven Isabel tuvo la dejó agotada, con la respiración agitada, los dedos mojados. Y con una inmensa sensación de culpa. Tanta que se durmió llorando.
++++
Mientras esperaba en la cola a que llegara su turno, se empezó a preguntar que de qué valía todo aquello. Por qué confesar, recibir el perdón sólo para volver a caer en la misma tentación.
Se sentó, como siempre, al lado de padre José.
-Buenos días, Isabel.
-Buenos días, padre
Le miró a los ojos. En ese momento lo supo. Aquel no era su lugar. No quería seguir allí. No quería ser la esposa de Dios. Quería otra cosa. Deseaba otra cosa. La tenía frente a sus ojos.
-Ave María purísima.
-Sin pecado concebida.
-¿Has... pecado?
-No, padre. No he pecado.
-Bien. Me alegro de que hayas vencido a la tentación, Isabel.
-Gracias padre.
Esa vez fue ella la que cogió con sus manos la mano de su confesor. Se miraron el uno al otro largos segundos. Isabel llevó la mano hacia su boca, y las besó. Mirándole a él a los ojos.
El cura miraba como la muchacha le besaba la mano. Muchas feligresas le besaban la mano. Pero no sentía el cosquilleó que sintió cuando los labios de Isabel se posaron sobre su piel.
Se soltó.
-Hasta mañana, Isabel.
-Hasta mañana, padre...José.
+++++
Sor Inés cerró la puerta. Isabel se acostó. Cerró los ojos.
No sabía que es lo que estaba sintiendo, pero no era algo malo. Era hermoso. Cuando pensaba en el padre José su cuerpo vibraba. Su alma se llenaba de alegría. Deseaba abrazarse a él. Deseaba besarlo, acariciarlo. Que él la acariciara.
Eso era pecado. Así se lo habían dicho una y mil veces desde que entró en el convento. Era el diablo, que la empujaba hacia el mal. Que quería condenar su alma inmortal para toda la eternidad.
¿Pero cómo podía el diablo hacerle sentir cosas tan hermosas? ¿Por qué decía el padre Ramiro que aquello era sucio? No lo sentía así. Lo sentía hermoso.
Se llenó de sensaciones. Su mano volvió a acariciar su húmedo sexo. Y con la otra mano buscó sus sensibles pechos. Se acarició los senos, atrapó sus pezones con sus dedos. Gimió de placer. Lo buscó. Hasta que volvió a tensarse, a quedarse sin respiración. A estallar de placer.
-Aggggg.... José...José....
¿Qué era aquello que sentía? ¿Era amor? Siempre le dijeron que Dios era amor. Y si lo que sentía era amor, sólo podía provenir de Dios, no del diablo. No se sentía sucia. Al contrario. Se sentía limpia, se sentía pura. Por primera vez desde que que la encerraron tras aquellos muros, se sintió feliz.
Se siguió acariciando. Quería más placer. Besó una y otra vez a José. Sintió sus besos, sus caricias. Y volvió a estallar.
Esa noche su sueño fue profundo, lleno de paz. Sabía que a la mañana siguiente volvería a sentarse a su lado. Volvería a ver sus lindos ojos negros, sus labios.
Volvería a ser feliz.
+++++
Él volvió a cogerle la mano.
-¿Estás bien, Isabel?
-Muy bien, padre. Ahora estoy en paz.
-Me alegro mucho.
Isabel levantó la mano. Cogió con las suyas la mano del padre José Y la llevó hasta sus labios. La besó suavemente, como el día anterior. El beso provocó en el hombre la misma sensación que la otra vez.
-Gracias, José.
Se quedó mirando, petrificado, como la muchacha le besaba la mano. A los pocos segundos la retiró con rapidez. Aquello no estaba bien. Lo que sintió no estaba bien. No podía estarlo.
-No debes hacer eso, Isabel.
-¿Por qué no? Era por agradecerle su ayuda.
-Aún así. No está bien.
-¿Por qué no, padre? No es algo sucio.
-No...no es...sucio.
¿Cómo podía ser sucio un suave beso dado por una hermosa mujer? No lo era. Lo sucio eran las sensaciones que eso le producía. Y los pensamientos que despertaba. Llevaban directamente al pecado.
El padre José se levantó y se marchó. No confesó ese día Isabel. Ella miró como se marchaba, sin mirar atrás.
+++++
Al día siguiente, él no la miraba.
-Ave María purísima.
-Buenos días, padre.
-Es hora de confesión, hija mía.
-No soy su hija.
-¿No tienes nada que confesar, Isabel?
-Sí, padre. Pero no ante Dios. Ante usted.
-¿Ante mí?
-Sí, padre.
La miró. El corazón le latía en el pecho. No sabía que el de ella latía igual.
-¿Qué es, Isabel?
-Las cosas que siento, padre. Por usted.
-Isabel. Esas cosas...no pueden ser. Debes luchar.
-No quiero luchar. No son cosas sucias. Son hermosas.
-Pero... ¿No comprendes que esos sentimientos nos están prohibidos?
-¿Por qué padre?
-Dentro de poco tomarás tus votos, Isabel, al igual que yo los tomé. Consagrarás tu vida a Dios. Para siempre.
-Lo sé. Eso quiso mi madre desde antes de que yo naciera. Para eso me han estado educando todos estos años. Pero nunca nadie me ha preguntado que es lo que yo quiero.
Se miraron a los ojos. Él no vio nada malo en ella. Estaba llena de paz.
-¿Y qué es lo que tú quieres, Isabel?
-Le quiero a usted, padre. Te quiero a ti, José.
-Isabel. Eso es imposible. No puede ser. Soy un sacerdote. Y tú...serás una monja.
-Soy una mujer. Tú eres un hombre. Ese libro que tanto nos hacen leer habla de amor. De amor a Dios. De amor de entre hombres y mujeres
-Es el diablo, Isabel. Te has trastornado la mente.
-Lo que siento es muy hermoso, José. Algo así no puede provenir del mal. Algo tan bello sólo puede provenir de Dios.
Isabel hizo lo que tanto deseaba. Acercó sus labios a la boca del sacerdote y le beso. Sintió como aquellos labios le quemaban. Todo su ser tembló. Cerró los ojos y volvió a besarle.
Él no se apartó. Estaba petrificado, congelado en el tiempo. Con los ojos abiertos miraba a aquella muchacha que tan tiernamente le besaba. Unos besos que se irradiaban por su cuerpo. Unos besos que le hacían desear más. Abrió ligeramente los labios y la lengua de Isabel se metió en su boca.
Ella se echó más sobre él, pegando su cuerpo al suyo. El sacerdote sintió contra su pecho los duros senos de la mujer.
De repente, a la mente del sacerdote le llegaron imágenes de una serpiente. Aquella lengua era una lengua bífida. El mismo Satanás le estaba besando.
Horrorizado se separó. Miró a Isabel, que lentamente abrió sus preciosos ojos. Ella sonrió.
¿Por qué parecía un ángel si tenía el diablo dentro? Así actuaba Satanás. José se levantó.
-No lo vas a conseguir Satanás. No harás que caiga en tus garras - dijo, mirando hacia Isabel.
Ella vio como José se santiguaba y luego salía corriendo.
-Hasta mañana, mi amor. - dijo ella, en un susurro.
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Por la noche Isabel se masturbaba recordando sus labios. Recordó como lo sintió temblar cuando lo besó. Igual que ella. Revivió la sensación de aplastar sus pechos contra el pecho de él. Llevó una de sus manos hasta ellos y se acarició. Imaginaba que eran las bellas manos de José las que la acariciaban.
Su orgasmo estalló cuando rememoró su lengua. Su espalda se arqueó sobre el duro camastro. Apretó los dientes para no gritar su placer.
Se durmió feliz. Le bastaba con volver a verlo. Con volver a mirarle, a tocarle. A... besarle.
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En la cola oyó murmullos. No los entendió bien. Y cuando entró a la capilla, su alma se desplomó. Allí no estaba su amor. Había otro sacerdote.
-¿Y el padre José?
-Ha solicitado que le asignaran otras obligaciones.
-¿Por qué? - preguntó con un nudo en el estómago.
-No lo sé.
Isabel salió corriendo. Tenía que salir de allí. Llegó a la puerta principal y trató de abrirla, pero no pudo. Empezó a darle fuertes golpes, con los puños, con las piernas.
-Déjenme salir de aquiiiiiiiii.
Acudieron monjas, novicias. Sor Inés trató de agarrarla, pero de un manotazo Isabel la tiró al suelo.
-Apártate de mí. Ábreme la puerta. Me quiero ir de aquí.
-Tienes el diablo dentro. Reza mujer.
-No me hables del diablo. Es un invento. No existe. Sólo...Sólo lo utilizáis para atormentarme. Pero...abremeeeee
Destrozada, al ver que no la dejarían salir, cayó al suelo, llorando histéricamente. Llamaron a Sor María, la única que pudo acercarse. Se agachó e Isabel se abrazó a ella.
-Ábreme la puerta, María. Por favor, no lo aguando más. Si sigo aquí me moriré.
-Pobre niña.
La cogió en brazos y la llevó a sus aposentos. Isabel se acurrucó en su cama, sin dejar de llorar.
-Vamos Sor María - dijo sor Inés.
María salió de la habitación y sor Inés cerró la puerta. Echó el cerrojo.
-Isabel está poseída. De eso no hay duda - dijo.
-¿Tú crees?
-Está claro. No saldrá de su habitación.
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Tres días y tres noches estuvo encerrada. Sólo abrían la puerta para darle la comida y retirar los desperdicios.
El primero de ellos se lo pasó gritando, golpeando la puerta para que la dejaran salir.
El segundo día se lo pasó llorando.
El tercer día, acostada, con los ojos abiertos, sin decir nada. Pero su mente no estaba en blanco. Trazaba un plan.
Cuando Sor Inés vio que dejada de luchar, llamó al nuevo sacerdote. Lo hizo pasar al cuarto de Isabel y cerró con llave.
El cura miró a la muchacha. La bendijo con las manos. Ella le miró.
-¿Estás bien, mujer?
-Sí padre.
Ella se arrodilló delante de él
-Necesito confesión padre. Soy una pecadora. Necesito el perdón de Dios.
El sacerdote oyó su confesión. Isabel le dijo que no sabía lo que le había pasado. Sólo que sintió una enormes ansias por salir del convento. Pero que ya habían pasado. Que ahora estaba bien.
Él le mojó la frente con agua bendita. Hizo la señal de la cruz. Isabel sonrió, agradecida.
-Gracias padre. Ahora me siento mejor.
La absolvió de todos sus pecados. Tocó la puerta y le abrieron. Salió y Sor Inés volvió a cerrar la puerta.
-¿Y bien, padre?
-No sé lo que le pasó a la chica, pero desde luego ahora no está poseída. Está en paz consigo misma y con Dios.
-Alabado sea el creador.
-Amén, hermana.
A la mañana siguiente, la puerta se abrió.
-Es la hora del desayuno, Isabel.
-Gracias, hermana.
Todas la miraron cuando se sentó a la mesa. Ella se limitó a desayunar.
A partir de ese día fue una novicia modelo. Recatada, obediente, silenciosa. El momento de tomar sus votos se acercaba. El momento de su libertad.
Sólo en las solitarias noches, encerrada en su dormitorio-cárcel, se dejaba llevar por los recuerdos. Recuerdos que siempre le llevaban al mismo sitio. A José. Su amor por él no hacía más que aumentar día a día.
Con tanta fuerza como su determinación de escapar. Pero sabía que la única manera de escapar sería convertirse en monja.
Sólo tenía que aguantar unos pocos meses. Si lo había resistido tantos años, aguantaría un poco más.
+++++
Por fin el día llegó. Separaron a las cinco novicias que harían sus votos. El mismísimo obispo oficiaría la ceremonia.
Cumplió el ritual. Se comportó como se esperaba de ella. Sonrió a la madre superiora. A Sor Inés. A Sor María.
-Después de todo, creo que Sor Isabel será una buena monja, Sor Inés - dijo María cuando vio aparecer a Isabel con su nuevo hábito.
-Sí. Tuve mis dudas, pero tengo que reconocer que estos últimos meses ha sido un modelo de rectitud. Se ve que ha sido tocada por la mano de Dios.
El corazón de Isabel latía con mucha fuerza. No por la alegría de ser por fin una monja, por ser la esposa de Dios.
Latía así porque esa noche no dormiría en su cuarto de siempre. La trasladaron a sus nuevos aposentos. Igual de austeros, pero sin cerradura.
Después de la cena, no pudo evitar ir a ver a Sor María. Había sido la única persona dentro de aquellos muros a la que había apreciado.
-Hola, Sor María.
-Hola, Sor Isabel - sonrió orgullosa.
Isabel se acercó a su apreciada María y la abrazó con fuerza.
-Gracias por todo, María.
-Mi niña, no hay de qué. Ahora ya eres una de nosotras.
-Sí. Al fin.
-Bueno, ahora a dormir. Que mañana empiezan tus nuevas obligaciones.
-Sí. Mañana. Adiós.
-Hasta mañana.
+++++
Las campanas sonaron a las 12 de la noche. Era la señal que Isabel esperaba. Se levantó con sigilo, atenta a cualquier ruido, a cualquier señal. No conocía el convento a esas horas, pero sabía que todas estarían durmiendo. La hermana Sor Angustias era la que tocaba la campana y luego se iba a dormir.
Acompañada de la tenue luz de las velas, llegó hasta la habitación de Sor Inés. La parte más delicada de su plan era esta. Entrar en los aposentos de la hermana y quitarle las llaves.
Estaba asustada. Si era descubierta la encerrarían. Los sonoros ronquidos de Inés la tranquilizaron un poco. Abrió la pesada puerta de madera, con cuidado.
Cuando vio sobre una mesita el manojo de llaves, se dijo que Dios la estaba ayudando. Cual sombra en la noche, se deslizó sin hacer ruido y se llevó las llaves. En cuando cerró la puerta, con el corazón casi saliéndole por la boca, corrió hacia la puerta. Hacia la libertad.
Empezó a meter llaves, hasta que encontró la correcta. Abrió y el frío aire del exterior de dio en la cara. Sonrió. Corrió y corrió sin mirar atrás. Se arrancó el velo y siguió corriendo.
No pudo evitar gritar de felicidad. Al fin era libre. Libre. Habían sido más de seis años de encierro y por fin corría en libertad.
Cuando, agotada, se paró y miró atrás, el convento apenas era una sombra lejana en la oscuridad. Siguió caminando en dirección al pueblo más cercano.
Amanecía cuando llegó. El pueblo aún dormía. Sólo los animales y algún labriego madrugador vio.
Tenía que cambiarse de ropa. Así, como el hábito era demasiado visible. Vio algunas prendas de mujer tendidas en una casa y con cuidado las cogió.
-Mi Dios. Perdóname por este pequeño robo. - dijo para sí.
A medida que el sol se levantaba, así lo hizo el pueblo. Las gentes empezaron con sus quehaceres diarios mientras Isabel lo contemplaba todo.
Vio la Iglesia. El corazón se le aceleró. Él estaría allí. O eso esperaba, con todo su corazón. Se acercó y entró.
Estaba desierta. Se sentó en un banco y miró hacia el altar. Desde allí la imagen de Cristo la contemplaba.
Al poco, entró en la iglesia una viejecita. Se miraron.
-Buenos días, mi'jita.
-Buenos días, señora. ¿El padre José oficia en esta iglesia?
-¿El padre José? Ummm, no. Hace meses que no.
Isabel se sintió desfallecer. Le faltaron las fuerzas. Toda la noche corriendo, sin comer, y ahora esto. Si no estaba allí... ¿Dónde estaría? ¿Cómo encontrarlo?
-Creo que está en el pueblo vecino. O eso he oído.
-Gracias. Muchas gracias.
Se fue a levantar pero se mareó. La buena mujer se acercó.
-Pero mi'jita. ¿Qué te pasa?
-Es que...llevo toda la noche caminando. Necesito descansar.
-¿No has comido nada?
-No, señora.
-Ummm, no es bueno que una muchacha tan linda como tú esté sin comer. Ven, mi casa está al lado.
El abundante desayuno que le ofreció llenó de fuerzas a Isabel.
-¿Está muy lejos el pueblo?
-Para ir caminando, sí. Pero creo que el Julián va esta tarde a por unos cerdos. Le preguntaré.
Isabel cogió las ásperas y arrugadas manos de aquella bendita mujer.
-Gracias por todo, señora. Dios se lo pague.
+++++
A pesar de lo pedregoso del camino, de los baches el ruido del carro, Isabel estaba tan agotada que se durmió. Se acurrucó en un rincón al calor del sol de la tarde. Julián la miraba de vez en cuando.
-Bella muchacha, sí señor.
Cuando llegaron al pueblo, anochecía. Despertó a la mujer.
-Ya hemos llegado.
-Oh, muchas gracias. ¿Sabe dónde está la iglesia?
-Sí, sigue por esa calle. Al final está la plaza y la iglesia. La casa del cura está detrás.
-Gracias otra vez - dijo, saltando del carro y echando a correr.
El corazón galopaba en su pecho igual que sus piernas sobre el empedrado. Vio la Iglesia y se dirigió hacia la puerta. Entró, casi sin respiración.
La iglesia estaba desierta. Sólo había un hombre limpiado en un rincón.
-Buenas noches. ¿Es esta la iglesia del padre José?
-Sí. Esta es.
Isabel se llenó de alegría.
-¿Dónde está él?
-A estas horas estará en sus aposentos, detrás de la iglesia.
-Gracias.
Salió y rodeó el edificio. Había una pequeña casa aneja a la iglesia. Por una ventana salía luz. Se acercó a la puerta y tocó. Contenía la respiración.
Oyó pasos. La puerta se abrió. Era él.
-¿Sí? - preguntó José sin reconocerla en la penumbra.
-Hola José. Soy Isabel.
-¿Isabel? ¿Pero...? ¿Qué haces aquí?
-Necesitaba verte. ¿Puedo pasar?
No era adecuado que una mujer visitara las dependencias de un sacerdote a aquellas horas. Pero la dejó pasar.
A la luz de las velas la pudo ver mejor. El pelo corto. La primera vez que veía su cabello. Unas ropas sencillas.
"¡Que hermosa es! ", pensó.
-¿Cómo es que no estás en el convento, Isabel?
-Me he escapado. No pienso volver.
-¿Cómo dices?
-Jamás volveré a ese lugar. No es mi sitio.
-¿Te has vuelto loca? ¿No tomaste los votos ayer?
-Sí. Pero los votos no me importan lo más mínimo. Sólo fueron un medio para escapar.
-No hables así. No eres tú la que habla.
-¿No? Ah, claro. Es el diablo el que habla por mí.
-Sí.
-No, José. Soy yo. No podía soportar seguir en aquella cárcel. Desde que te fuiste no he dejado de pensar en escapar. Y al fin lo he hecho.
José se sentó. La cabeza le daba vueltas.
-Isabel... Tienes que volver
-Antes me quito la vida.
-No digas eso.
-Lo haré, José
Él vio en sus ojos que la chica hablaba en serio.
-¿Y qué vas a hacer, Isabel?
-No lo sé. Quizás vaya a ver a mi madre, a mis hermanos. No lo sé.
-Reflexiona, Isabel.
-Ya he reflexionado. Sé lo que quiero. Sé lo que necesito. Sé lo que deseo.
-¿Qué quieres?
-Te quiero a ti, José. Con toda mi alma. Con todo mi ser. Deseo ser tu esposa.
La miró. No decía más que locuras.
-Isabel, soy un sacerdote. Ya te lo dije hace tiempo. Hice unos votos.
Ella se acercó lentamente a él. José se quedó mudo mirando como se acercaba. Empezó a sentirlo otra vez. Aquel cosquilleo que sintió cuando ella le besó la mano. Aquel cosquilleo que llevaba meses atormentándole.
Isabel se sentó a su lado. Le miró a los ojos y le sonrió. Le cogió una mano, la llevó a su boca y la besó.
-Te amo, José. Te quiero.
-Isabel... no...no...
-José.... mi José. Mi alma te quiere. Mi cuerpo... te desea.
Le llevó la mano hasta su pecho. Se la apoyó contra uno de sus senos.
-Acaríciame, mi amor. - le dijo, acercando su boca a la boca de él y besándolo.
Los dos cuerpos temblaron. Ambos abrieron sus bocas y buscaron sus lenguas. Pero de repente, José se levantó y se separó de Isabel.
-Soy sacerdote, Isabel. Mi fe me ayuda a luchar contra esto.
-¿Luchar por qué? ¿Acaso no me deseas?
-Luchar por mi alma. Lo que quieres es un imposible.
Isabel se derrumbó. Estaba claro que él no la quería como ella a él.
-Está bien, José. Me marcho. Siempre te amaré. Mi corazón te pertenece
José miró como la muchacha se dirigía a la puerta de salida.
-Espera, Isabel. Ya es de noche. Ahora no puedes ir a ningún sitio. Quédate aquí y mañana podrás partir.
-Gracias - dijo ella, con una lágrima bajando por su mejilla.
-¿Has comido?
-Nada desde el medio día.
-Ven.
La acompañó hasta la cocina y le sirvió algo de cena. Después la acompañó hasta una pequeña habitación en donde había una cama
-Aquí podrás dormir y partir mañana temprano.
-Gracias otra vez, padre.
-Reza, Isabel. Ábrete a Dios. Él te mostrará el camino.
Cerró la puerta. Por un momento Isabel esperó oír como José la cerraba con llave. Pero no lo hizo.
Se acostó. Había perdido. Dios había ganado y se quedaba con José.
Intentó dormirse, pero no pudo. No sabía que iba a hacer con su vida a partir del día siguiente. No sabía si su familia la aceptaría.
Sólo sabía una cosa. Que amaba al hombre que estaba a escasos metros de ella y que la había rechazado. Pero no lo aceptó. Tenía que ser suyo. Ella tenía que ser suya.
Se levantó. Se quitó la ropa que llevaba, hasta quedar completamente desnuda. Salió de la habitación y se dirigió hacia los aposentos de José.
Entró sin llamar. Él estaba en su cama, leyendo a la luz de las velas. Y fue esa luz la que iluminó a la cosa más hermosa que había visto en su vida. El cuerpo desnudo de Isabel.
Sin decir nada, ella se acercó lentamente a la cama y se subió en ella. Se acercó a José, le quitó la biblia de la mano y le besó, apoyando su cuerpo sobre él.
-Te amo, José. Te quiero. Ámame.... te necesito. Mi cuerpo arde en deseo por ti.
Le cogió una mano y la llevó hasta uno de sus desnudos pechos.
-Acaríciame.
La piel era suave, cálida. Y notó en la palma la dureza del pezón. Isabel abrió la boca y buscó la lengua de su amado con la suya.
Desde aquél día en que ella le besó en la capilla, soñaba todas las noches con acariciar sus pechos con sus manos. Y todas las mañanas se arrepentía y se confesaba.
Y ahora, sus sueños se hacían realidad. Tenía a la hermosa Isabel en su cama. Su lengua en su boca. Su pecho en su mano. Lo apretó.
-Agggggg, José...sí, sí....
El beso se tornó más apasionado. Isabel le besó en las mejillas, en lo párpados, en el cuello, haciendo que el cuerpo de José se estremeciera.
Se acostaron uno al lado del otro, sin dejar de besarse. Isabel cogió la otra mano de José y la llevó lentamente hasta su húmedo sexo.
-Tócame...acaríciame, mi vida.
Los dedos de José acariciaron torpemente el húmedo sexo de Isabel, pero bastó que ella los sintiera para que estallara inmediatamente con un intenso orgasmo que la dejó sin respiración.
-Agg...agggg mi amor...que placer....
¿Eran esos los pecados de la carne? ¿Dónde estaba el mal en algo tan bello?
-Hazme mujer, José. Quiero ser tu mujer.
Él se despojó del camisón que usaba para dormir. Isabel lo esperó, mirándole con dulzura. Alberto se subió sobre ella, acercó su boca a la de ella y la besó.
Su duro miembro encontró su camino dentro de la acogedora vagina de Isabel. Sólo sintió un pinchazo de dolor cuando se rompió su virginidad, pero el placer era mucho mayor.
Hicieron el amor lentamente, mirándose, besándose, acariciándose. Isabel gozó del duro sexo de José, que entraba y salía de ella llenándola de gozo.
Isabel abrió los ojos. Miró fijamente a los ojos de José. Sintió como su cuerpo se empezó a tensar y justo antes de que todos y cada uno sus músculos se tensaran, le dio tiempo a decir.
-Te amo, José.
José contempló el orgasmo de Isabel. Su cara crispada por el placer. Sus dientes apretados. Su vagina contrayéndose a su alrededor.
¿Acaso era eso pecado? Era hermoso. Era... divino.
José se movió más rápido. Empezó a sentir que algo iba a estallar en su cuerpo. Y antes que de que su orgasmo le atravesara, pudo decir.
-Te amo, Isabel.
Apretó los dientes y estalló. Su cuerpo y su sexo, que empezó a llenar la cálida vagina de Isabel con su caliente semilla. Cada espasmo iba acompañado de un movimiento de su pelvis, clavándose dentro de ella.
Los dos cuerpos, agotados, quedaron sin fuerzas. Isabel llevó sus manos a la nuca de José y la acarició.
-Mi vida, mi amor. Nunca había sido tan feliz.
José se salió de ella y se tumbó a su lado. Ella apoyó su cabeza en su pecho. Escuchó el retumbar de su acelerado corazón.
-¿De vedad me amas, José?
-Con todo mi corazón, Isabel. Creo que desde el primer momento en que te vi. Sabe Dios que he luchado con todas mis fuerzas contra estos sentimientos, pero no he podido.
-Yo también te quiero desde que te vi. Dejé de luchar contra lo que sentía hace tiempo.
-Pero...no está bien. Hemos condenado nuestras almas.
-No, José. El amor es algo maravilloso.
-Hice unos votos.
-Me dijiste que Dios lo perdonaba todo. ¿No es acaso Dios puro amor?
-Sí.
-Pues entonces no puede estar en contra de que dos personas se amen.
José acarició el corto y suave cabello de Isabel. Ella poco a poco se fue quedando dormida. Con una suave sonrisa en los labios.
++++++
Las primeras luces de la mañana y el cantar de los gallos los despertaron a Isabel. Creyó que todo lo que le había pasado era un sueño, pero el suave latir del corazón de José le confirmó que no lo era. Que de verdad estaba abrazada al hombre que amaba. Qué él la amaba a ella.
Le besó, aún dormido, con suavidad. Miró su cuero. Le pareció un hermoso cuerpo. Entre sus piernas vio su sexo, en reposo. Llevó una mano hacia allí y lo empezó a acariciar, besando sus labios.
Notó como él respondía. A sus besos y a sus caricias. Su sexo se fue despertando, creciendo, endureciendo.
José abrió los ojos.
-Buenos días, mi vida - dijo ella
-Buenos días, mi... amor.
Lo besó, feliz, llena de alegría. Se subió sobre él, se sentó sobre él y enterró el duro mástil en su cuerpo.
-Aggggggggg mi amor...que placer.
José llevó sus manos a los bellos senos de Isabel y los acarició mientras ella subía y bajaba lentamente, clavando y desclavando su sexo en ella, una y otra vez.
El orgasmo fue compartido. La vagina de Isabel se llenó de calor mientras los dos cuerpos vibraban y gemían de placer.
Después del último latigazo que atravesó el cuerpo de la muchacha, Isabel cayó hacia adelante.
Se besaron largos minutos.
++++++
Horas después hablaron de su futuro.
-¿Qué haremos, José?
-No lo sé. Ya no puedo seguir siendo sacerdote. No nos podemos quedar aquí.
-Lo sé.
En aquellos oscuros tiempos no se permitiría la unión de un cura y una monja.
-He oído que hay un Nuevo Mundo al otro lado del mar. Podríamos empezar en ese Nuevo Mundo, donde nadie nos conociera - dijo Isabel
+++++
Se hicieron pasar por marido y mujer. Se embarcaron para el largo viaje.
Pocos meses después, en aquel Nuevo Mundo, Isabel dio a luz a su primer hijo. Una niña a la que llamaron Esperanza.
FIN